La espada de San Jorge (2 page)

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Authors: David Camus

Tu padre se acercó, y el cirujano gritó:

—¡Ahora!

Un grito resonó en la estancia, el grito de un bebé.

Morgennes había nacido.

2

¿No he visto hoy a las más hermosas

criaturas del mundo cruzando la Gaste Forêt?

Diría que estos seres son más bellos aún

que Dios y todos sus ángeles.

CHRÉTIEN DE TROYES,

Perceval o El cuento del Grial

De niño pasaste largos días sobre la pequeña tumba. Tu padre la había excavado no muy lejos de la casa, en la cima de una colina. La noche de tu nacimiento, mientras tu madre te proporcionaba los primeros cuidados, él salió para ofrecer al bebé muerto una sepultura decente. Curiosamente, los lobos, que le habían seguido hasta su casa, se apartaron de su camino y le dejaron enterrar a su hijo. Con ayuda de una pala, tu padre cavó en la nieve, en la tierra, y enterró el pequeño cadáver; luego lo cubrió todo de nuevo. A la luz del día, tenía un aspecto ligeramente abombado, como si el cuerpo fuese mucho mayor de lo que era en realidad.

Al día siguiente de tu venida al mundo, el cirujano volvió a su cabaña con una piedra rara, llamada draconita, que tus padres le habían entregado en pago por sus servicios. Nunca volverían a verse, y supongo que así es como debía ser.

Tus padres te rodearon de amor, pero quedaron profundamente marcados por las circunstancias, tan dolorosas, de tu nacimiento. Nunca las olvidaron; además, en la parte inferior del rostro tenías una pequeña cicatriz blanca en forma de mano.

¿Era la mano del hijo muerto? Aquella marca parecía un adiós, una señal de afecto que un ser dirige a otro al que ama, al que no ha conocido y nunca conocerá.

Una noche en la que tu padre había salido a buscarte, te encontró tendido sobre la pequeña tumba —que ninguna cruz identificaba—. ¿Qué hacías allí, hablando al vacío? De repente, tu padre tuvo miedo. Nunca, ni él ni tu madre, habían mencionado delante de ti esta sepultura ni a la criatura que estaba enterrada en ella. Sin embargo, ahí estabas, tendido sobre ese abultamiento del terreno, como un dragón sobre su tesoro.

En cuanto viste a tu padre, te levantaste y corriste a echarte en sus brazos. En esa época debías de tener unos cuatro años, y tus pequeñas piernas ya te llevaban lejos: a veces dabas largos paseos por el bosque; salías con las primeras luces del alba y no volvías hasta que era noche cerrada, cuando tu madre salía a la escalera de entrada para llamarte.

Una vez en sus brazos, exclamaste:

—¡Lo sé!

—¿Qué sabes? —dijo tu padre.

—¡Voy a tener una hermanita!

Tu padre te miró, estupefacto. ¿Una hermanita? Su mujer no le había dicho nada. Mordiéndose el labio inferior, se apresuró a volver a la casa para preguntarle:

—¿Esperas un niño?

—¿Quién te lo ha dicho?

—De modo que es cierto...

—Sí.

Tu madre se sonrojó y se secó las manos con el delantal. Aunque pasaba de la treintena, todavía era hermosa, a pesar de las profundas arrugas y los innumerables cabellos blancos que adornaban su rostro, legado de la espantosa noche de tu nacimiento.

—Quería darte una sorpresa.

—¡Una sorpresa! Pero dime, ¿cuándo, cómo?

Loco de alegría, tu padre cogió a tu madre en brazos y la llevó en volandas por la habitación, girando sobre sí mismo.

—¡Gracias, Dios mío, gracias!

Dejó en el suelo a tu madre, que se quedó allí, aturdida, y luego le dio la espalda. Entonces sacó de debajo de su camisa una cruz de bronce que había fabricado él mismo, en su forja, y la cubrió de besos a escondidas de su mujer.

—¡Gracias! ¡Gracias! ¡Gracias!

Tenía una mirada de loco, y no sabía a quién besar, si a su mujer, a su hijo o a la cruz. Era feliz, feliz como nunca lo había sido. En este instante tus padres se creyeron perdonados, y los años que siguieron fueron hermosos.

Adivinar que tu madre estaba encinta, aún; pero conocer por anticipado el sexo del niño era algo que no tenía explicación. Porque tú habías acertado, y la criatura que nació, en una hermosa mañana de primavera, fue una niña, una adorable niñita de cabellos rubios y unos ojos que, después de algunas vacilaciones, decidieron permanecer azules.

Tu hermana era una niña vivaracha y risueña, que dio mucha alegría a tus padres. Pronto sus risas resonaron por toda la casa y sustituyeron a los habituales martillazos y el soplido de la forja.

La noche, sin embargo, debía volver. De hecho ya había empezado a caer en los alrededores de Vézelay, cuando en el año de gracia de 1146 su santidad el papa Eugenio III ordenó a Bernardo de Claraval que predicara una nueva cruzada a Tierra Santa, para liberar... A decir verdad, no se sabía muy bien qué, pues la tumba de Cristo estaba en manos de los cristianos desde hacía casi cincuenta años; pero cierto rey de Francia y cierto emperador de Alemania deseaban obtener, ellos también, su parte de gloria y formar parte de los «humildes protectores de Cristo».

Como ocurre a menudo, la noche se hizo anunciar con rumores de guerra. Los hombres partían a reunirse con otros que combatían en un país lejano para defender una cruz, o una tumba —no lo sabías muy bien, a pesar de los retazos de información que llegaban a tus oídos—. Porque, a pesar de que vivías apartado del mundo y en un lugar poco frecuentado, tu padre había tenido que atender numerosos pedidos: las espadas y las dagas de buena calidad eran de pronto bienes muy buscados.

Tus padres siempre te habían mantenido alejado de la violencia. Consideraban que con la de tu nacimiento bastaba. Por eso, aunque tu padre fabricaba armas muy hermosas, nunca dejaron que te acercaras a las que salían de su taller ni te hablaron de esos soldados a los que llamaban caballeros, cuyas proezas cantaban los trovadores —aunque pasaban por alto las desgracias que invariablemente las acompañaban, como la peste sigue a las ratas.

Por desgracia, no se puede evitar que los martillazos descargados sobre la hoja de una espada lleguen a oídos de un niño, y cuando estos resuenan desde su más tierna infancia, el niño acaba por comprender. Y así dabas vueltas, como una raposa alrededor de un gallinero, en torno a la forja donde trabajaba tu padre, de la que percibías los sonidos, los olores y su característico calor.

Un día, tu padre entró en la forja y te sorprendió manejando una daga, con la que cortabas el aire. Fintando a la derecha, untando a la izquierda, parecía que supieras combatir, cuando en tu vida habías asistido a un combate. Ante esa imagen, tu padre palideció. ¡Aquella arma era la misericordia que había utilizado en tu nacimiento! Por primera vez te dio una bofetada. Aturdido, soltaste el arma, que cayó a tus pies. Tu padre te preguntó, apuntándola con el dedo:

—¿Sabes qué es esta arma y qué significa?

Te mordiste el labio inferior y permaneciste mudo mientras tu mirada se empañaba.

—Esta arma —prosiguió tu padre—, esta misericordia, significa la muerte del niño a quien debes la vida...

Demasiado turbado para responder, hundiste tu mirada en los ojos de tu padre. Entonces tus labios se entreabrieron y dejaron escapar:

—¿A quién debo la vida?

No comprendías. ¿De qué niño hablaba? Por lo que sabías, solo debías la vida a tus padres.

Se escuchó un crujido en la entrada de la forja, y tu padre se volvió para ver quién estaba ahí. Era su hija, que le observaba sin decir palabra. ¿Cuánto tiempo llevaba allí? ¿Había asistido a toda la escena? Probablemente, porque su expresión era grave, y su mirada pasaba de tu padre a tu mejilla, enrojecida por la bofetada.

Tu hermana rompió el silencio, diciendo con su bonita voz aflautada:

—Mamá dice que no hay madera.

—¡Morgennes, ve a buscar leña! —ordenó enseguida tu padre, aliviado por haber encontrado un pretexto para poner fin a vuestra conversación.

A pesar del frío que se había abatido sobre la región —el invierno, una vez más, se había adelantado—, corriste hacia el lindero del bosque, donde tu padre había amontonado troncos y ha—. ces de leña en previsión de los días crudos.

«Mamá dice que no hay madera», repetías mientras corrías. La frase te parecía rara. La encontrabas extraña. ¿Cómo podía no quedar leña, si esa misma mañana el depósito estaba lleno? Mientras recogías algunas ramas, volviste a pensar en vuestra casa. ¡No cabía duda! Por más que te remontaras en el tiempo, no recordabas que alguna vez hubiera faltado con qué calentarse en el invierno, aunque hubiera sido tan crudo como el de tu nacimiento. ¿Había mentido tu hermana? ¿Había inventado esta historia para que pudieras alejarte? ¿O bien había dicho otra cosa?

«¡Mamá dice que no hay maderos!» ¡Eso había dicho! ¡Maderos, y no madera! Tal vez tu hermana no hablaba de madera para el fuego, sino de otro tipo. De unos maderos que sin duda guardaban relación con el motivo por el que tu padre te había abofeteado. Con la misericordia con la que habías jugado. ¡Que estaban relacionados con la pequeña tumba!

Y en ese momento, la conmoción de un recuerdo te hizo caer de rodillas en la nieve.

¡Lo habías olvidado! Una pelea entre tus padres, una de sus raras peleas —tal vez la única pelea que habían tenido...

¡El pequeño muerto!

Se habían peleado por él, poco después de tu nacimiento. En aquella época, para ti, las palabras estaban vacías de sentido. Pero ahora comprendías. Lo que tu memoria resucitaba, lo descifraba el resto de tu cerebro, proporcionándote su significado.

Tu madre quería olvidar; tu padre, recordar. Sí; tal como había prometido, quería recordar ese cuerpecito destrozado, su crimen. .. Entonces, aunque cedió a las exigencias de tu madre, que había pedido que cierta tumba nunca estuviera marcada con ningún símbolo religioso, replicó:

—¡Al menos le pondré una cruz!

Tu madre se lanzó sobre él, con los dedos como garras. Llevada por la cólera, le laceró el rostro con tanta furia que aún hoy podían verse las marcas —que él atribuía a un oso.

Finalmente tu padre fue a refugiarse en su taller, donde fabricó una cruz. «Nada empañará nunca su brillo», dijo a su mujer mientras le mostraba la hermosa cruz de bronce que ya no abandonaría su pecho hasta el acontecimiento que conoces.

—De todos modos —gritó a su mujer—, no hay nadie allá abajo, bajo ese montículo de tierra. ¡Nadie! ¡Si hay alguien enterrado en algún sitio es aquí!

Y se golpeó el pecho.

—Aquí, en mi corazón. Esta es su tumba. Y pondré una cruz sobre ella, porque ese es mi deseo.

Entonces se pasó en torno al cuello la cruz de bronce; se la sacaba de vez en cuando, en la soledad de su taller, para besarla. Pero nunca la dejaba a la vista cuando estaba cerca de su esposa, ya que ambos consideraban que estaban en su derecho; él de recordar y ella de olvidar el crimen que su marido había cometido...

«¡No hay maderos sobre la tumba!»

¿Por qué esa noche? ¿Por qué ahora?

Se levantó viento, un viento terrible, para el que tú estabas desnudo. Se reía de tus ropas, de las gruesas pieles, el manto de lana, la camisa de tela, el pelo, la piel, y soplaba directamente sobre tus huesos. Habría helado hasta a un oso.

En ese momento, un resplandor en el cielo atrajo tu mirada. ¿Una estrella? Parecía ir hacia ti, muy deprisa. Luego una, dos, tres y pronto cuatro estrellas más brillaron tras la primera; las cinco se dirigieron hacia la casa de tus padres.

¡Qué hermoso era! Habrías querido gritar, llamar, prevenir a tu familia de su llegada, pero ningún sonido salió de tu boca. Ante tanta belleza, tus labios permanecieron cerrados. No eran estrellas. ¡Para ti eran ángeles! Cinco ángeles de acero, montados en caballos cubiertos con corazas de oro y plata. Un gran ruido les acompañaba, porque sus armas estaban desenvainadas y a menudo tropezaban contra los árboles del bosque. Sus caballos resoplaban, sus armaduras repiqueteaban, sus yelmos tintineaban. Y cuando una lanza chocaba contra el escudo, sonaba como un himno que celebrara la llegada de esos ángeles caídos de los cielos.

En realidad no solo eran ángeles, sino cuatro ángeles que escoltaban a Dios —pues el primero iba tan bien vestido, con sus blancos colores marcados con una gran cruz roja, que te pareció que era Dios anunciando a los hombres alguna noticia importante.

¡Dios! ¡Era Dios! Ese ser extraño y misterioso al que tus padres solo se referían con medias palabras y al que te instaban a temerlo tanto como a amarlo. ¡Dios acudía a vuestra casa!

Te morías de ganas de bajar por la colina y correr hacia Dios y todos sus ángeles para pedirles que te llevaran con ellos.

Pero entonces resonó un grito:

—¡Corre, Morgennes, corre!

Era tu madre. Se dirigía al encuentro de los ángeles, que espoleaban a sus corceles para acercarse a ella.

¿Correr?

Sin reflexionar, la obedeciste y saliste corriendo. Pero ¿hacia dónde? De repente, como si te hubiera oído, tu madre gritó:

—¡Hacia el río, Morgennes, hacia el río!

¡Hacia el río! ¡Adelante! Cerraste los ojos, porque de ese modo corrías mejor. Tus pies se hundían en la nieve, pero qué importaba: la tierra te guiaba. Te decía adónde ir, y te permitía concentrarte en lo que oías. Alaridos, tu padre que llamaba, tu hermana que lloraba, tu madre que gritaba.

—¡Corre! ¡Corre!

Parecía que se estuviera peleando. ¿Tu madre? ¿Peleando? ¿Con Dios? Sin duda tu padre estaba luchando con la espada, porque oías el hierro golpeando el hierro, los resoplidos de tu padre y los relinchos de los caballos.

Volviste a abrir los ojos y miraste hacia atrás. La noche lo cubría todo. ¿Ya? No era tan tarde hacía un momento, cuando habías corrido hacia el bosque para coger leña. Y sin embargo era de noche, o las tinieblas tenían otro nombre... Entonces tropezaste.

¿Qué hacía ahí esa raíz? Estabas tendido sobre la nieve, y el frío te atenazaba el pecho, penetraba en tu boca, en tu nariz. «¿Por qué he abierto los ojos? Debería haberlos mantenido cerrados...»

Volviste a cerrarlos, recordaste el terreno, tan familiar para ti, y te levantaste dispuesto a reemprender la carrera. De pronto tuviste la sensación de que un animal enorme te perseguía: escamas y garras furiosas, una bestia que volaba, reptaba y saltaba a la vez. Un monstruo imposible. ¡Un monstruo que bufaba, que mataba! Y tú eras su presa.

¿Qué animal era aquel? ¿Era un dragón, como el que uno de los ángeles de Dios llevaba en su enseña? Sí. Un inmenso dragón—noche, que sumergía en la oscuridad todo lo que se ponía a su alcance, devorando la luz y borrando los confines de las cosas.

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