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Authors: Christopher Wood

Tags: #Aventuras, #Policíaco

La espía que me amó (4 page)

Hasta ese momento, su entrenamiento había tenido lugar en la Unión Soviética. Pero, con la terminación de su curso en la ETD, fue enviada a trabajar en un
avanpost
en Checoslovaquia. Estos grupos operativos móviles tenían como misión la vigilancia, y en caso de necesidad, la liquidación, de los espías rusos y obreros del partido de los países satélites. El trabajo de Anya en esta sección había sido irreprochable, aunque en su
zapiska
[11]
se había anotado que siempre delegaba el acto de la ejecución.

Llamada a Moscú, Anya había sido ascendida al rango de mayor y destinada a los Registros Militares, donde le fue otorgado el derecho de acceso a las fichas de todo el personal militar por debajo del rango de general o equivalente. En conjunción con otros departamentos de SMERSH, era responsable de la vital evaluación del carácter que precedía a todo ascenso o destitución. Escribió extensos y detallados informes, y como resultado de su concienzuda labor —aunque ella no lo sabía—, dos hombres y una mujer habían sido colgados de un alambre delgado. Una muerte para los traidores que Stalin había tomado prestada de Hitler.

El curioso curso del que acababa de ser llamada era uno que unía varias ramas del pulpo de SMERSH siempre en expansión, y fue allí donde conociera a Sergei por primera vez. Él se había mostrado reticente sobre su papel en la organización, al igual que ella misma. Nunca resultaba conveniente hablar demasiado, y era peligros hacer preguntas.

Uno de los centinelas exteriores del número 13 se inclinó hacia la puerta abierta del coche, y su metralleta golpeó ruidosamente el vehículo. El conductor empezó a protestar por la pintura, pero se detuvo de pronto cuando el centinela se quedó mirándolo. Cualquiera relacionado con SMERSH era digno de ser temido. Anya bajó del coche y se encaminó hacia la ancha escalinata que conducía a la gran puerta de hierro doble. Seguía sintiéndose incómoda.

A primera vista, la gran sala verde oliva del segundo piso podría haber sido confundida con una oficina gubernamental de cualquier lugar del mundo. El piso estaba cubierto con una alfombra de la mejor calidad, y una gran mesa de roble dominaba uno de los extremos de la habitación. Dos anchas ventanas daban a un patio de la parte trasera del edificio, y estaban orladas por pesadas cortinas de brocado. En una de las paredes colgaba un gran retrato de Breznev, rodeado por un delgado ribete de papel desteñido que indicaba el lugar donde un retrato de Stalin aún mayor había colgado alguna vez.

Sobre la mesa había dos cestos de alambre con las indicaciones ENTRADAS y SALIDAS, un pesado cenicero de cristal, un jarrón de agua y unos vasos, y cuatro teléfonos. Uno de los teléfonos tenía marcadas en blanco las letras V.Ch. Las letras significaban
Vysoko-Chastoly
, o Alta Frecuencia. Tan sólo cincuenta funcionarios supremos estaban conectados con la centralita V.Ch. y todos eran ministros de Estado o directores de Departamentos seleccionados. Esta pequeña central telefónica situada en el Kremlin estaba manejada por oficiales de seguridad profesionales. No se podían interceptar conversaciones en ella, pero cada palabra pronunciada a través de sus líneas quedaba automáticamente registrada. Desde aquí habían llamado a la mayor Anya Amasova.

—Ah, mayor Amasova. Pase y siéntese.

El tono cálido de la voz del hombre sorprendió a Anya. Tan sólo se había visto con él en tres ocasiones para responder a diversas cuestiones sobre los informes que había entregado.

El coronel-general Nikitin
[12]
, director de SMERSH, estaba de pie detrás de su mesa y extendía una mano hacia una silla de cuero rojo de recto respaldo. Era un hombre alto, vestido con cuello alto, y pantalones de montar azul oscuro con dos estrechas franjas rojas a los lados. Los pantalones iban embutidos en unas botas de montar de cuero negro, muy pulidas. En la pechera de la guerrera llevaba tres filas de condecoraciones: dos órdenes de Lenin, la Orden de Alejandro Nevsky, la Orden de la Bandera Roja, dos Órdenes de la Estrella roja, la Medalla de Servicios de Veinte Años, y una condecoración que Anya no supo reconocer. Debía de pertenecer a la recientemente creada Medalla de la Amistad Chino-Soviética. Anya fijó los colores en su memoria de manera que pudiera comprobarlo cuando regresara a la sección de Registros Militares. Encima de las filas de condecoraciones, colgaba la estrella dorada de Héroe de la Unión Soviética.

—Pido perdón por presentarme con retraso, camarada general. ¿Estaba usted enterado de los problemas técnicos con el
Ilyushin
?

Nikitin levantó una perentoria mano que indicaba a Anya lo innecesario de la pregunta.

—Está informado —hizo una pausa y la miró con severidad—. ¿Cómo fue el curso?

Anya quedó sorprendida por lo repentino de la pregunta. Se redoblaron sus temores de que la convocatoria guardara relación con sus amores con Sergei. Sintió que se estaba sonrojando. Por primera vez se preguntó si su misión podría haber sido ideada para separarlos.

—Muy interesante, camarada general.

—¿
Muy
interesante?

El general Nikitin sonrió. Su cara era áspera y callosa, como una patata que hubiera sido puesta a secar al sol, pero los ojos bien podían proceder de un cadáver de siete días. No había en ellos ningún signo visible de vida.

Anya sintió que su rubor aumentaba.

—Fue un trabajo sumamente desusado e inesperado.

—Del que usted sacó el máximo provecho.

En algún lugar, en un rincón distante de la habitación, una moscarda estaba golpeando contra el cristal de la ventana. Un furioso zumbido y arremetida, seguido de un silencio durante diez segundos. Luego, otra vez el zumbido. Nikitin seguía sondeándola con sus ojos fríos, sin brillo.

—El alcance del curso constituyó una sorpresa para mí —esto era más bien un eufemismo. La orden de traslado que la destinaba a la dacha situada en la costa sudoriental de Crimea se limitaba a mencionar las palabras «Técnicas de la Guerra Fría». Resultó una considerable sorpresa encontrarse, en la primera mañana del curso, en compañía de una veintena de hombre y mujeres jóvenes, todos atractivos, y enfrentada con una carpeta donde las palabras «El sexo como Arma» aparecían en negrita en su brillante cubierta. Lo que siguió, había constituido una revelación. Conferencias, películas, demostraciones, lo que discretamente era calificado como «participación controlada» con electrodos conectados a diversas partes del cuerpo para medir el grado de respuesta, tests, más mediciones, entrevistas, instrucción sobre los últimos cosméticos disponibles en Occidente, y como aplicarlos, y un curso de alta costura. La sección de Registros Militares había parecido de repente un mundo diferente. La clasificación final de Anya fue de «E Sensual», lo cual ella sabía que significaba que hacía bien el amor y lo disfrutaba. Pese a todas las pruebas de laboratorio que los científicos podían inventar, su estabilidad emocional había permanecido como de cantidad desconocida. El informe privado, que ella no vio, decía que la muchacha tenía un potencial excepcional, pero con un elemento de riesgo unido a él.

Y en medio de todo esto ella se había enamorado. A esto debía de referirse el general Nikitin cuando hablaba de obtener el máximo provecho. De repente Anya sintió un acceso de rabia. ¿Qué derecho tenían a decirle si podía enamorarse o no? ¿Tenía que ser castigada porque entre todo aquel engaño y astucia, entre la pasión aséptica y los vibrantes alambres, ella había encontrado algo que no podía ser contenido en ningún manual de oropel del erotismo? Devolvió la mirada a los inexpresivos ojos de Nikitin con determinación.

El general asintió con la cabeza como si se mostrara conforme con algún sentimiento que no necesitara expresarse.

—Era un joven excelente. Uno de nuestros operarios —estudió la inquisitiva cara de la muchacha—. Su… —ligera pausa— relación no podía pasar inadvertida.

Anya se sintió alarmada. ¿Qué quería decir con aquello de
era
?

—Hasta ese momento, evidentemente eficiente. Con eso se demuestra cuanto afectan a las personas los asuntos del corazón.

—¿Qué quiere usted decir? —Anya observó que su interlocutor fruncía el ceño, y se corrigió—. ¿Qué quiere usted decir, camarada general?

Nikitin abrió un cajón y sacó un trozo pequeño, rectangular, de papel. Una luz se extinguió antes de que abriera la boca.

—Lamento mucho informarle de que el camarada Sergei Borzov fue muerto en acto de servicio detrás de las líneas enemigas. Acabo de oír la noticia.

Oyó el breve suspiro de la muchacha, y luego dejó caer su mano bajo la mesa para desconectar la cinta magnetofónica.

Con un apresuramiento poco usual, el general se levantó de su asiento y rodeó la mesa.

—No debe usted reprochárselo demasiado, querida. Otros quizá saquen sus conclusiones precipitadas en todo el asunto, pero puede confiar usted en que yo sabré mantener la mente abierta. Si el juicio de Sergei falló, no fue por culpa suya, por su, su asunto —el general parecía satisfecho de haber encontrado la palabra—. Es usted joven y muy hermosa, y necesita una guía, una protección. Necesita un amigo que esté bien situado. Especialmente en este momento.

La áspera mano había caído hasta su rodilla como una zarpa.

—¿Dónde murió?

—En los Alpes franceses. Se encontraba en una misión para eliminar a un agente británico. Fracasó.

Con la grabadora desconectada, Nikitin estaba permitiendo que las palabras salieran libremente. Sus ojos habían encontrado vida en algún lugar y brillaban mientras observaba a su mano que iba empujando la falda de la muchacha como un animal que excava su madriguera.

Anya sintió crisparse sus ventanillas de la nariz al percibir el perfume de rosas que algunos hombres rusos se ponen para disimular el hecho de que no se toman la molestia de lavarse. La cabeza de Nikitin se estaba inclinando hacia sus rodillas y ella vio la línea ondulada a través de su frente que denotaba una peluca. Un obsceno derrame de adhesivo, color de orín, se escapaba por debajo de la línea de nacimiento del pelo.

Anya contuvo un deseo de vomitar. Su falda estaba subida ahora hasta la cintura y la mano animal… Se puso en pie y empujó a Nikitin a su lado mientras ella se lanzaba hacia la mesa. Puso un dedo ante sus labios y agarró un diminuto bolígrafo, proporcionado por el Estado. Nikitin la observaba como un animal dispuesto a saltar.

El informe de la muerte de Sergei seguía sobre la mesa y Anya le dio la vuelta y escribió urgentemente. Esto tenía que funcionar. Había visto caer la mano de Nikitin debajo del escritorio, y sabía lo que significaba.

Terminó su mensaje, y lo metió en la cautelosa mano de Nikitin. Éste miró a la muchacha con odio reconcentrado, y levantó sus ojos hacia el mensaje: «
Por mí, encantada. Pero sé de fuente de los Registros Militares que hay otro micrófono oculto en su despacho
».

Nikitin levantó los ojos del mensaje, y durante un momento los dejó reposar en el techo. Luego dio lentamente vuelta de nuevo a la mesa. Se desplomó en la silla, y un ligero descenso de su hombro reveló que acababa de dejar caer su mano. Los ojos que miraban a Anya estaban desprovistos de expresión como la cara de la luna.

—Pero no la he llamado aquí para discutir la desgraciada muerte del camarada Borzov. Hay un destino de gran importancia para el cual creo que puede estar usted capacitada…

4. Encuentren al submarino

Agosto había cometido un acto de traición contra el verano inglés, y la lluvia estaba azotando las ventanas de la oficina de M que daban a Regent's Park.

El viejo tenía problemas con su pipa, como de costumbre. Bond le dejó hacer, y se dedicó a contemplar los familiares muebles que había llegado a conocer tan bien a lo largo de los años. Las persianas venecianas que daban una impresión de frialdad incluso en los días más calurosos; la alfombra Wilton verde-oscuro que estaba situada ante el gran escritorio rematado de cuero rojo; al abanico tropical de doble hoja, ahora inmóvil, colocado en el techo directamente sobre la mesa de M.

El jefe del Servicio Secreto británico no había perdido ni un minuto en llamar a Bond a su oficina. Apenas la Estación J estableció contacto con él en Chamonix y le dijo que su presencia era urgentemente requerida en el cuartel general, Bond enfiló la autopista hacia Ginebra y tomó el primer avión para Londres. Y, apenas estuvo detrás de su escritorio, mirando con aíre sombrío el montón de papeles e informes de rutina marcados con la indicación «para su atención urgente», que siempre llegaban en profusión cuando él abandonaba el país, el teléfono sonó.

—007.

—¿Puede usted venir?

Era el jefe de personal.

—¿M?

—Sí.

—¿Qué ocurre?

—No lo sé, pero es serio.

«Siempre lo es», pensó Bond, mientras colgaba el receptor. Dejó su oficina, y tomó el ascensor hasta el piso superior. El camino a lo largo del silencioso corredor le era familiar y sabía exactamente cuantos pasos daría. Treinta, antes de llegar a la puerta exterior del despacho de M. La muchacha que estaba detrás de la mesa no era familiar ni bonita, de manera que la sonrisa que Bond le dedicó era deferente más que sugerente. La muchacha se inclinó y apretó el botón del intercomunicador.

—007, señor.

—Dígale que entre —dijo la metálica voz, y la luz roja que significaba «bajo ningún concepto debo ser molestado» se encendió sobre la puerta.

Eso había ocurrido diez minutos antes, y Bond estaba escuchando los ruidos que hacía M raspando y chupando. Al final, los ruidos terminaron, y M depositó el ascua aún humeante de una cerilla en el gran cenicero de cobre.

—¿De manera que encontró los chismes de Q útiles, James?

—Muy eficaces, señor.

—Pensé que iba usted a arrojarlos por la ladera de la montaña.

—Esa era mi intención, señor.

M atacó su pipa con una pequeña piqueta y, volvió a arrojar nubes de humo ondulantes hacia el techo. Había un seco parpadeo en sus ojos cuando se volvió hacia Bond.

—Q se quedará muy impresionado cuando le entregue su informe. Creo que él no tenía ni idea de que fuera usted a mostrarse tan entusiasta en la prueba de sus nuevos juguetes.

—También fue una sorpresa para mí, señor.

M miró a Bond, no sin afecto.

—Mientras tanto vayamos al asunto. Tenemos una señal procedente de la DST francesa.

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