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Authors: Christopher Wood

Tags: #Aventuras, #Policíaco

La espía que me amó (9 page)

—¿Por qué?

—Yo no he venido aquí a hacer el amor contigo. Deja de andarte con rodeos y dime donde está Fekkesh.

La falda de Felicca se había levantado hasta la altura de sus muslos, y Bond pudo ver por qué Fekkesh había decidido que la vida tenía algo más que ofrecer que los cuatro mil años de Historia abarcada por el Museo de El Cairo. Dio un brusco tirón a los pies de la muchacha, y la sacudió hasta que el vestido le cayó de los hombros.

—No creas que no voy a hacerte daño, ¿eh? ¡No pienses…!

Al mirar la cosa retrospectivamente, parecía extraño. Bond podía acordarse de haber estado contemplando el arma durante segundos. Había visto el ligero movimiento de las cuentas de madera cuando el cañón era introducido por ellas. Y había oído el mortal chasquido. Así mismo estableció incluso la marca del arma: una M 14 japonesa. Vio el dedo apretando el disparador y toda la mano contrayéndose para asegurar que el disparo no iba a ser desviado en el último momento.

En realidad, toda la imagen pudo haber estado solamente una fracción de segundo ante sus ojos. Entonces la muchacha fue empujada a sus brazos como por la punta de una jabalina. Sintió el espantoso ruido sordo corriendo a través de su propio cuerpo como si sus brazos fueran amortiguadores. Luego el desplome del peso muerto. El estertor en el fondo de la garganta. La sangre derramándose por sus dedos. Bond se lanzó entonces a un lado, utilizando aún el cuerpo de la chica como un escudo no preparado. Dos disparos más se clavaron en la pared, detrás de su cabeza, y Bond dio dos vueltas sobre sí mismo, sacando la Walther. A Dios gracias, la habitación estaba oscura. Disparó a ciegas contra la terraza y una sarta de cuentas saltaron por los aires. Silencio, salvo por el ruido producido por el entrechocar de las cuentas de madera. ¿Estaba el tirador esperándolo en la terraza? Bond se deslizó junto a la pared y esperó con su espalda junto a la abertura. La luz se había apagado en el balcón de arriba. Podía imaginar a los vecinos preguntándose qué había sucedido, discutiendo si debían llamar a la Policía. Y decidiendo no hacer nada. Allí abajo seguía aún el tintineo de aquel condenado piano. ¿Qué melodía estaba tocando? Las notas subían como burbujas de jabón.
La luz de la Luna te pertenece
. Bond se permitió una torva sonrisa. No había motivo para seguir allí. El tirador probablemente había escapado inmediatamente después de disparar. Seguramente había salido del apartamento por la puerta principal. Bond calculó la distancia y su línea de partida y luego se lanzó a través de la cortina de cuentas. En tres zancadas se encontró en la primera habitación. No había nadie. La puerta exterior estaba cerrada. ¿Era mejor salir por la escalera de incendios, o debía volver con la chica? Mejor la chica. Si moría, y Fekkesh no regresaba, todo había acabado. Y no quería verse envuelto con la Policía egipcia. Habría un montón de preguntas, y él no quería contestar a ninguna de ellas.

Fue entonces cuando oyó el suspiro. Al principio pensó que se trataba de la muchacha, pero a menos que ella se hubiera arrastrado hasta el balcón, sonaba demasiado cerca. Bond apagó la luz y se deslizó junto a la pared hasta el balcón. Intentó taladrar las sombras. Al principio, no parecía ver nada, y luego distinguió una mano. Los nudillos se blanqueaban mientras se aferraban desesperadamente a la base de una de las barandillas de la balaustrada. Otra mano manchada de sangre se arrastraba como una araña medio aplastada hacia la M 14, que yacía como un premio tentador bajo la barandilla. El disparo a ciegas de Bond debía de haber herido al hombre. Éste había tratado de escapar gateando por los balcones hasta la esquina del edificio y luego escabullirse. Ahora, como buen profesional, estaba intentando salvar su vida y tomar la de Bond. Un codo encontró una precaria posición de sostén en el parapeto, y la mano trató de hacer presa en la culata del arma. Bond pudo ver los dientes apretados, las intensas arrugas de la frente. Había un olor a cordita y sudor en el aire; el sudor que un hombre despide cuando está cerca de la muerte. En una desesperada convulsión, trató de arañar la culata hacia atrás, a donde pudiera ser agarrada. Como música de fondo al espectáculo, el lejano pianista ofrecía un popurrí de melodías de Rodgers y Hart.

Bond no podía dejar de sentir admiración por la perseverancia del hombre que había sido enviado a matar. Estaba tratando de hacer su trabajo. Bond salió al balcón cuando la mano del hombre se cerró finalmente sobre el arma. Sus ojos se encontraron durante una fracción de segundo que bien pudo ser una eternidad de tiempo, y Bond disparó dos veces. El hombre desapareció como si hubiera sido arrastrado desde abajo. Hubo una pausa y luego el sonido de cristal rompiéndose y un ruido sordo cuyo eco se extendía en una larga disonancia. Luego una mujer gritó. Bond fue hasta el parapeto y miró hacia abajo. Había un tremendo agujero en el techo del estudio, y el asesino aparecía con las extremidades extendidas cruzado sobre el gran piano. Los gritos iban creciendo en intensidad y las luces empezaron a encenderse. A causa de la llegada de su inesperado acompañante, la mujer estaba teniendo un ataque de histeria.

Bond se metió otra vez en el dormitorio, y encendió la luz. Esta vez, llamarían a la Policía. Tenía que moverse deprisa. Felicca estaba en el suelo, con su cara sobre un almohadón y, por un momento, Bond pensó que estaba muerta. Su cara tenía un tono gris, y todo el cuerpo parecía haberse encogido. Era como si la bala hubiera pinchado su firmeza espectacular. Ahora parecía otra persona. Vulnerable, derrotada.

«Quizás estaba equivocado contigo —pensó Bond—. Posiblemente amabas a Fekkesh y por eso te has visto complicada, y eso ha sido tu perdición. Una cosa es segura: el agua te está cubriendo la cabeza».

Bond sostuvo el hombro de la muchacha y aplicó su boca al oído. Su voz era baja y con acento urgente.

—Felicca. ¿Dónde está Fekkesh? —no hubo contestación, pero la boca tembló—. Quizá yo sea capaz de ayudarle a seguir vivo. Ese hombre no debía venir solo. Habrá otros. Probablemente están ya detrás de él ahora.

Una lágrima se formó en el ojo de la muchacha y rodó lentamente por su mejilla. ¿Por quién estaba llorando? ¿Por sí misma? ¿Por Fekkesh? ¿Por el mundo de avaricia y odio, y por personas como James Bond? Bond apretó el hombro de la chica y se despreció a sí mismo. La muchacha se estaba muriendo, ¡maldita sea! Debería estar llamando a un doctor, no arrancándole sus secretos.

—Dímelo. Puedo salvarle.

La boca de la muchacha se abrió y se cerró como la de un pez agonizante.

—Tiene que encontrarse con alguien. En las pirámides.
Son-et

[18]

Su cabeza cayó a un lado, y Bond sintió que la vida escapaba de aquel cuerpo. La recostó contra los cojines y se levantó rápidamente para lavarse la sangre de las manos.

9. Muerte de un representante

«Han venido ustedes esta noche al lugar más famoso y celebrado del mundo…»

La voz masculina era fría y casi condescendiente. Con la ayuda de catorce altavoces, empezó a subir de volumen dramáticamente.

«Aquí, en la llanura de Gizeh, se levanta para siempre la más extraordinaria de las ejecuciones humanas. Ningún viajero —emperador, mercader o poeta— ha pisado estas arenas sin quedar boquiabierto de asombro»

Del mismo modo que un mechero de gas cuya llama fuera aumentada, la luz inundó lentamente la cara oriental de la Pirámide de Keops. Se escuchó un obediente y reverente murmullo entre las apretadas filas de turistas mientras sus cabezas se inclinaban hacia atrás y sus ojos se dirigían hacia una altura de 135 m. en el cielo nocturno.

Todos los turistas, excepto uno.

La mayor Anya Amasova, sentada al extremo de la quinta fila con un asiento vacío a su lado, se aprovechó de la repentina explosión de luz para comprobar si los dos hombres asignados a ella por el general Nikitin estaban en su puesto. Lo estaban. De pie, le pareció, con aire tímido, en ambas diagonales del auditorio. Los dos estaban mirando hacia delante, hacia la enorme, imponente estructura, aprovechando la inesperada lección de Historia. Instantáneamente, desaparecieron de la vista cuando la iluminación cambió, mostrando la pirámide sólo como una silueta.

«El telón de la noche está a punto de levantarse y revelar el escenario en que tuvo lugar el drama de la civilización…»

Anya consultó su reloj. Fekkesh se estaba retrasando.

A la izquierda, la Esfinge iba apareciendo lentamente como si fuera iluminada por los primeros rayos del sol. Se oyó un grito de asombro procedente del auditorio, al que Anya se sumó de buen grado. Era imposible no sentirse emocionado en aquel ambiente. Y también desconcertado. No debió aceptar aquel lugar para punto de reunión.

«Con cada aurora, veo al dios Sol levantarse en las orillas del Nilo. Su primer rayo es para mi rostro, que está vuelto hacia él»

Bond permanecía en las sombras, oyendo la castrada voz de la Esfinge, y preguntándose si el faraón Kefrén habría hablado realmente así. No obstante, los escultores y los
metteurs en scène
y su
sont-el-lumière
debían de saberlo mejor. Había algo realmente ambiguo desde un punto de vista sexual en la Esfinge.

Cuando la luz lo permitió, Bond examinó las filas de turistas buscando a Fekkesh. Sólo la hermosa, erecta, muchacha de la quinta fila no parecía pertenecer al grupo turista. «Pobres diablos —pensó Bond—; El Cairo, Gizeh, Memphis, El Amarna, Abydos, Luxor, Karnak, Assuán. Cinco mil años de Historia en tres semanas, dos paseos en burro y un ataque de gastroenteritis».

«…y durante cinco mil años he visto todos los soles que los hombres pueden recordar que han ascendido al cielo…»

Valía la pena el que uno se concentrara en la muchacha de la quinta fila. Era imposible verla claramente, pero había una cualidad de luminosidad en ella que la hacía destacarse de las granulosas mujeres con chabacanos cardigans en torno a sus hombros quemados por el sol. Pero quizás ése no era el mejor momento de dedicarse a contemplar muchachas. Situados en lugares semejantes al de Bond, había dos hombres con trajes livianos que parecían hechos de cajas de cartón. Parecían incómodamente fuera de lugar, como bocks de cerveza entre figuras de pastoras de Dresden. Tenían aspecto de levantadores de peso fracasados, el tipo de hombre que los comunistas reclutan para eliminar a los enemigos del Estado. Quizás eran amigos del hombre del piano de cola que nunca encontraría a nadie para tocar un dúo con él.

Bond estaba concentrándose en los dos hombres cuando vio algo que le hizo retroceder otra vez a las sombras. Cuando un retazo de luz cayó sobre la pirámide de Kefrén, un hombrecillo con la cabeza metida entre los hombros apareció al otro lado del auditorio en que estaba Bond. Su cabeza empezó a balancearse mientras contaba las filas de asientos. Bond no podía estar seguro, pero creyó reconocer la cara que había visto en la fotografía del apartamento.

Luego, las luces se apagaron.

Anya reconoció a Fekkesh inmediatamente, y soltó un suspiro de alivio. Estaba de pie a menos de tres metros de distancia de ella, mirando con gesto nervioso e inseguro, como siempre lo hacía. Anya se preguntó si recordaría el lugar donde ella le habría dicho que estaría. Sí. Sus ojos se estaban desplazando al rincón de la derecha del auditorio y seguían contando metódicamente hacia atrás. Una, dos, tres, cuatro, cinco. Su sonrisa fue más de alivio que de bienvenida. Dio un paso adelante, y ella movió sus rodillas para dejarlo pasar. Entonces el hombre se detuvo. Su cara mostraba un evidente temor, como si de repente hubiera visto un fantasma, y dio media vuelta. Anya medio se levantó mientras él corría rápidamente hacia las sombras.

Entonces las luces se apagaron.

Bond soltó una maldición y empezó a correr hacia la parte trasera del auditorio. En la oscuridad, sus pies chocaron contra un cable, dio un traspiés y estuvo a punto de caer. Volvió a maldecir, y se oyó un impaciente
Sssh
procedente de los hipnotizados espectadores. ¿Por qué diablos Fekkesh se había escapado así? ¿A quién había visto? ¿Era posible que hubiera reconocido a Bond? Difícilmente. ¿A uno de los matones? Posiblemente. Bond abandonó toda especulación y se concentró en correr tan aprisa como la situación se lo permitía. Un súbito resplandor de la iluminación de la pirámide de Micerinos le mostró una figura junto con su sombra grotescamente grande corriendo por la cara norte de Keops. Por alguna extraña ilusión óptica, la sombra parecía estar moviéndose a distinta velocidad que su propietario, casi como si lo estuviera persiguiendo. Bond sacó su Walther y apretó el paso, mientras las distorsionadas voces de los amplificadores bombardeaban sus oídos. Ahora todo estaba oscuro otra vez. ¡Dios! Aquello era como la barrera de fuego nocturna antes de la batalla de El Alamein; los relámpagos cegadores de los cañones del veinticinco que ponían al descubierto a la infantería en su avance.

Como para dar la razón a la imagen, la Esfinge fue una vez más iluminada, y cuando los ojos de Bond fueron automáticamente arrastrados hacia la fuente de luz, lo que vio le hizo detenerse. Recortada contra la distante Esfinge, había una gigantesca figura que, a primera vista, parecía una estatua, sin registrar, desde el comienzo de la Historia. Su cabeza era enorme, y torpe, y sus brazos estaban separados del cuerpo en la pose de un luchador en flexión preparándose para hacer frente a su oponente. Detrás de él, la Esfinge parecía una montura apropiada para llevar a aquel coloso a través del desierto. Y luego el gigante se movió. La cabeza giró hacia Bond. Sus ojos resplandecieron, y de su boca surgió una luz como si fuera un faro.

Y entonces todo quedó sumergido en la oscuridad.

Fekkesh estaba desesperado. Desesperado como un hombre que ha firmado una hipoteca que no puede pagar, o ha participado en un juego cuando las apuestas eran demasiado altas, o prometido a la mujer que ama algo que nunca podrá darle. Pero, más que nada, estaba desesperado porque sabía que esta vez estaba acabado. Que iba a morir. Cuando encontró la abertura en la pared, se estrujó contra ella como una chinche en una grieta. Hubiera ido a cualquier lugar para escapar del gigantón que mataba para Stromberg. ¿Por qué? ¿
Por qué
los había escuchado? ¿Qué le habían dicho para hacerle creer que podía volverse contra Stromberg y salir con bien? Especialmente tratándose de esto. Esto era demasiado grande. Había sido un loco. Debería haberse quedado al margen, tomar el dinero y mostrarse agradecido.

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