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Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

La esposa de don César / La hacienda trágica (4 page)

Capítulo IV: Un hombre muerto

Manuel Tejedor estaba seguro de salir muy mal librado de la situación en que se encontraba. Había fracasado en la empresa que se le confiara y no creía que su juez le perdonara el fracaso. Sin embargo, insistió:

—No me atreví a hacerlo. Iba con una mujer.

—¿Qué me importa a mí que fuese con una mujer? —replicó el hombre que estaba sentado ante él, al otro lado de la mesa, y de quien sólo veía los llameantes ojos que le miraban a través del capuchón que le cubría todo el rostro, en tanto que sus enguantadas manos permanecían sobre la mesa, inmóviles, con los dedos extendidos.

—Es que era doña Guadalupe —insistió Manuel—. Era la esposa de don César.

—A pesar de todo debiste lanzar el carro sobre
Borax
—dijo el encapuchado—. Ésas fueron mis órdenes. Matarle de una manera que pareciese casual. Al no hacerlo has hecho fracasar mis planes.
Borax
MacAdoo sigue vivo y ahora tendré que buscar otra forma de matarle. La que tenía ideada era la mejor de todas. ¿Sabes lo que mereces por tu fracaso?

—Si no hubiera ido con la mujer… —gimió Manuel—. Pero… don César es muy poderoso. No se hubiese conformado fácilmente y, quizá, se habría descubierto la verdad.

El encapuchado permaneció unos instantes en silencio. Tal vez meditaba que las causas que influyeron sobre Manuel Tejedor hubieran influido también sobre cualquier otro.

—Está bien —dijo al fin—. Acepto tus excusas; mas, de todas formas, mereces un castigo. Yo pago bien a mi gente; pero me gusta obtener resultados prácticos. No quiero fracasos. Dejarás de trabajar a mis órdenes. Desde ahora no volverás a recibir los cien pesos mensuales que te he estado pagando por no hacer nada. Si mañana por la mañana continúas en Los Ángeles, te arrepentirás. Te doy una noche de tiempo para que busques otro sitio donde hacerte ahorcar.

—Pero… Yo haré lo que usted me mande…

—¡Cállate! —ordenó el encapuchado—. No hagas que me arrepienta de ser tan blando. Admito que hay disculpas para tu fracaso; pero no puedo ya tener confianza en quien no ha sabido servirme. Tu pena debiera ser mucho más fuerte. No lo olvides.

—Está bien, señor. Me marcharé esta noche.

—Hazlo y olvida, además, que has trabajado para mí. Si cuentas a alguien lo que has estado haciendo, mi castigo te alcanzará estés donde estés, te escondas donde te escondas. Ahora, vete. Necesito buscar una solución al problema que tú nos has creado. Toma, para el viaje.

La mano izquierda del encapuchado se ocultó un momento en el bolsillo de su traje y reapareció con unos billetes de banco, que dejó sobre la mesa.

—Aquí tienes doscientos pesos. Los necesitarás.

Manuel recogió el dinero y salió de la habitación en que se había entrevistado con su misterioso jefe, el hombre cuyo rostro ninguno de sus hombres conocía, que era tan liberal en el premio como implacable en el castigo.

En la antesala de la vieja casa donde se celebraban las entrevistas del jefe con sus hombres, esperaban varios de estos últimos. Los que sabían el motivo por el cual Manuel Tejedor había comparecido ante el jefe, le miraron interrogadoramente. El gesto de Manuel les indicó lo ocurrido. Conservaba la vida; pero quedaba expulsado de la banda.

Mientras regresaba hacia Los Ángeles, Manuel fue haciendo trabajar su cerebro. Cien pesos al mes, eran mil doscientos al año. Esto era lo que anualmente perdería al dejar de trabajar a las órdenes del encapuchado, a cuyo servicio estaba desde dos años antes, sin que, hasta entonces, hubiera tenido que hacer otra cosa que verter, por dos veces, un líquido en la copa de
Borax
MacAdoo. Aquel líquido tenía la propiedad de dar un sueño semejante al de la borrachera. Las dos veces había realizado a la perfección su cometido; pero fracasó en la orden de asesinato que el encapuchado le diera. En su vacilación no influyó sólo la presencia de Guadalupe junto a la víctima. Manuel Tejedor había sido un buen ladrón de casas; pero nunca se había atrevido a matar a un hombre cara a cara. Servía para un ataque a traición, una cuchillada en la oscuridad o un disparo a quemarropa; pero no para lanzar un par de nerviosos caballos que arrastraban un pesado carro, en el cual iba él, sobre un hombre que tal vez tendría tiempo de desenfundar un arma y disparar. Manuel era el típico «rata» que evita, en lo posible, luchar frente a frente.

La pérdida de los cien pesos mensuales no le agradaba lo más mínimo. Hubiese preferido conservar aquella sinecura…

De súbito se interrumpió en sus amargos pensamientos. Un rayo de alegre luz se había hecho camino hasta su cerebro. Cuando
Borax
MacAdoo sacó su cartera para pagar el gasto hecho en la taberna, antes de caer, borracho, en manos de la Ley, él, que estaba muy cerca, la vio repleta de billetes de banco. A simple vista podía calcular en unos cinco mil el total de los dólares allí contenidos. Aquellos cinco mil dólares significaban tanto como cuatro años de trabajar para el encapuchado. Sólo era preciso introducirse en las habitaciones que
Borax
había alquilado en la Posada del Rey don Carlos. Y eso Manuel sabía hacerlo tan bien como el que más.

Guiado por esta idea, Manuel dirigióse hacia la posada. Aún era pronto. No podía introducirse en el establecimiento sin llamar la atención. Convenía aguardar a que se hiciese de noche. Por ello Manuel fue a su casa y dejó allí todos los documentos que probaban su identidad, pues no quería correr el riesgo de que algún objeto que pudiese identificarle se perdiera en la habitación que iba a robar. Luego recogió una varilla metálica con la cual era capaz de abrir la más segura de las cerraduras. Horas antes había averiguado cuál era la habitación de MacAdoo, con la esperanza de que semejante información calmara un poco las iras del encapuchado; por lo tanto, sólo le sería necesario escalar la fachada lateral derecha de la posada, introducirse en ella por una de las ventanillas y llegar así al dormitorio.

Después de dar unos paseos por las calles cercanas, volvió de nuevo hacia la posada, a tiempo de ver salir de allí a
Borax
MacAdoo. Antes había visto subir su equipaje y estaba seguro de que, después de lo ocurrido, MacAdoo no sería tan loco como para llevar encima una suma demasiado grande. Sin duda la habría dejado en el equipaje, junto con el dinero que debía guardar allí.

En cuanto
Borax
MacAdoo estuvo en el centro de la plaza, Manuel deslizóse hacia la oscura fachada lateral de la posada y encaramándose por ella siguiendo el canalón de desagüe del tejado alcanzó una ventana, que abrió sin ninguna dificultad, y un momento después estuvo dentro del establecimiento. Tras asegurarse de que no había nadie en el pasillo a que daba la ventana, siguió por él y llegó a aquel en que se encontraba la habitación de MacAdoo. Deslizándose como una sombra, alcanzó el cuarto. Estaba cerrado, pero la varilla metálica surtió efectos inmediatos. La puerta quedó abierta y Manuel se introdujo en la habitación.

Sobre una mesa vio, a la luz que entraba desde el pasillo, la maleta y el baúl de MacAdoo. Entornó la puerta y regresando junto al baúl probó la cerradura. Una sonrisa de alegría llenó el rostro de Manuel. Abrir aquello sería la cosa más sencilla de su vida. Y el baúl debía de estar lleno de cosas buenas. Sin duda el tonto de
Borax
MacAdoo debía de haber guardado en él su dinero por considerarlo más seguro que la maleta.

Introdujo la varilla en una de las dos cerraduras y, sin necesidad de luz, «vio» cómo se abría. Luego, repitió la operación en la otra cerradura y el baúl quedó abierto del todo. Sólo faltaba levantar la tapa.

Las alegrías de Manuel Tejedor tuvieron un para él inesperado y trágico final que, por lo violento, no llegó, siquiera, a percibir. En el momento en que levantaba la tapa del baúl brotó del interior de éste una llamarada, acompañada de un formidable estruendo que conmovió todo el edificio.

Pasado el primer momento de espanto, los criados y Ricardo Yesares acudieron a averiguar el motivo de aquella explosión y los daños que podía haber producido en la casa.

Estos últimos eran bastante importantes. La puerta de la habitación había sido arrancada de cuajo y lanzada contra la pared opuesta. La ventana del cuarto también había saltado, y el dormitorio presentaba el aspecto de haber sido barrido por un huracán. El baúl que se había traído desde el Hotel Morgan había desaparecido. La maleta estaba en un rincón. La mesa y la lámpara que había sobre ella hallábanse reducidas a fragmentos. La cama estaba tumbada y junto a ella se veían unos restos humanos, cuyas ropas habían sido arrancadas y abrasadas por la explosión. De no saber todos que aquella habitación era la del señor Michael MacAdoo, hubieran tenido mucho trabajo en decir de quién era el cuerpo aquel, pues la explosión lo había desfigurado de tal forma, que, en realidad, sólo era un informe montón de carne ensangrentada y abrasada.

—¿Cómo ha podido ocurrir una cosa así? —preguntó Yesares.

Y uno de los criados imaginó la respuesta más lógica:

—Era un minero, señor. Los mineros son muy aficionados a llevar cartuchos de dinamita para volar rocas y ver si contienen o no oro. Y como la dinamita es muy mala de llevar, a veces hace explosión. Sé de varios casos en que un minero ha desaparecido envuelto en una nube de polvo y humo.

—Eso debe ser —dijo Yesares—. De todas formas, conviene avisar al señor Mateos. Tal vez tenga que hacer alguna investigación.

* * *

El encapuchado miró aprobadoramente a los dos hombres que estaban ante él.

—Habéis tenido éxito —dijo—. Ya sabéis que yo premio a los que me sirven bien.

Con la mano izquierda empujó hacia el centro de la mesa dos fajos de billetes de banco.

—Mil pesos para cada uno —dijo—. Es un precio muy elevado por un servicio muy importante. Podéis marcharos y olvidar que sabéis lo que estalló dentro del baúl. Que todo el mundo crea que fue una carga de dinamita en mal estado.

Los dos hombres asintieron con la cabeza. Por su conducto nadie sabría la parte que ellos habían tenido en la colocación del artefacto que debía estallar cuando se abriese el baúl de
Borax
MacAdoo.

—Ahora empezará a ocurrir todo como yo he proyectado —dijo el encapuchado.

Cuando quedó solo, sonrió; pero la capucha que le cubría el rostro veló aquella sonrisa, que era la de un hombre satisfecho de cómo se iban realizando sus planes.

* * *

—Amigo Yesares, en su casa están ocurriendo demasiadas muertes —dijo Mateos, después de echar una ojeada a la destrozada habitación—. En pocas semanas se ha asesinado a un hombre y ahora muere otro.

—Si sospecha de mí, puede detenerme —sonrió Yesares.

—No diga tonterías —replicó Mateos—. A usted es a quien menos le interesa que mueran sus clientes. ¿Qué sabe de éste? —y con un movimiento de cabeza Mateos indicó el destrozado cadáver.

—Casi nada —contesto Yesares—. Se presentó esta tarde a primera hora, pidió habitación y cena o merienda copiosa. Pagó cien dólares por anticipado, y ante semejante carta de presentación no le hice ninguna pregunta. Después de cenar me pidió que enviara a buscar su equipaje al Hotel Morgan, pues no quería volver allí. Le trajeron el equipaje, se encerró con él en su cuarto y lo primero que volvimos a saber de él fue que estaba destrozado por una explosión. Por lo que habló, era un minero muy diestro. Trabajó en las explosiones de bórax del Valle de la Muerte. Por eso le llamaban
Borax
. Su verdadero nombre era Michael MacAdoo. Tal vez en el Morgan sepan algo más de él.

—¿Y no sabe de dónde venía?

—Él no me dijo nada. Supongo que debió de llegar hoy a Los Ángeles.

—¿No dice que tenía el equipaje en el Morgan?

—Vaya allí y pregunte al propietario. Yo no sé nada más.

—¿Queda algo del equipaje? —preguntó Mateos. Y él mismo se contestó—: Sí, allí hay una maleta que no parece haber sufrido demasiado con la explosión.

Mateos se dirigió hacia la maleta y la abrió por el expeditivo sistema de saltar la cerradura.

—Cuidado no le estalle entre las manos —advirtió Yesares.

—Si hubiese en ella algo explosivo, ya hubiera reventado con la conmoción que sufrió.

La maleta no debía de contener ni dinamita ni pólvora de cañón o de barreno, pues nada ocurrió cuando fue abierta. En cambio contenía una colección de objetos interesantes. En primer lugar, encontró Mateos un certificado de matrimonio a favor de Michael MacAdoo y Carolyn Wister. La fecha del matrimonio era, exactamente, la de un año antes. Además encontró Mateos una partida de nacimiento del niño Michael Wister MacAdoo, hijo legítimo de Michael MacAdoo y Carolyn Wister. También se incluía un retrato de una mujer sosteniendo en brazos a un niño de pocos días. El retrato estaba dentro de un sobre que contenía, además, una carta dirigida a Michael MacAdoo y al Hotel Morgan, de Los Ángeles. El matasellos era de San Francisco y la fecha de unos veinte días antes. Teodomiro Mateos leyó la carta en voz alta:

Mi querido Mickey: Nunca podrás comprender lo triste que es encontrarse sola en el trance de traer al mundo a un hijo. He escrito infinidad de cartas a todas las direcciones que me diste hace tres meses, antes de marcharte de San Francisco. Sin duda no debes de haberlas recibido y es posible que hayas olvidado la fecha en que iba a nacer tu hijo. Vino ya al mundo y es el chiquillo más precioso que te puedas imaginar. Me he hecho retratar con él y te envío su fotografía. Ven lo antes que te sea posible. Aunque no necesito dinero, pues me dejaste más del que he gastado, quisiera que tú, en persona, le llevaras a bautizar. También es necesario que estés aquí para inscribirlo en el registro. Te pido que no tardes en venir.

CAROLYN.

—Tendremos que avisar a esa Carolyn MacAdoo y decirle que se ha quedado viuda —declaró Mateos—. ¿Sabía usted que estuviese casado?

—No habló de ello. Sin embargo, yo lo imaginaba soltero. Tal vez porque la mayoría de los mineros lo son.

—Aquí hay algún dinero —siguió Mateos, sacando un fajo de billetes de banco—. Mil quinientos dólares. Habrá suficiente para el entierro, para una lápida y para enviar a buscar a la viuda. Siempre es mejor así que tener que gastar dinero nuestro que luego nadie nos devuelve.

Mateos siguió examinando los documentos que iba sacando de la maleta. Encontró unos duplicados de unos títulos de propiedad de tierras en el Valle de la Victoria, otros de diversos yacimientos mineros en distintos Estados, una fotografía de la madre de MacAdoo, su dirección, algunas cartas de la madre y otras de la esposa. En cada una de éstas se incluía, al final, la dirección.

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