La esquina del infierno (22 page)

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Authors: David Baldacci

Tags: #Intriga, Policíaca

Harry Finn caminaba como si no tuviera ninguna preocupación en el mundo. Gafas de sol envolventes, vaqueros, sudadera, zapatillas de deporte, medio despeinado … parecía un estudiante universitario. Que es precisamente lo que deseaba, puesto que se encontraba en el campus de la Universidad de Georgetown. Había edificios de piedra que parecían haber sido trasladados de Cambridge u Oxford, bonitas zonas verdes, estudiantes que correteaban de un lado a otro u holgazaneaban entre clase y clase. Finn caminaba con seguridad entre ellos. Daba sorbos a un vaso de Starbucks y se recolocó la mochila en el hombro izquierdo.

Localizó a Fuat Turkekul en cinco minutos. Lo consiguió gracias a la labor de preparación previa, que había consistido en piratear la base de datos de la facultad, dos preguntas formuladas con discreción y un reconocimiento exhaustivo del campus.

El académico de origen turco iba caminando, con unos libros bajo el brazo, enfrascado en una conversación con otro profesor, seguido de varios alumnos. Entraron en un edificio cercano al extremo occidental del campus. Finn también.

Stone le había dado instrucciones claras. «Vigila a ese hombre.» Y no era precisamente para proteger a Turkekul. Stone le había dicho claramente que no sabía con exactitud al servicio de quién estaba.

—En estos momentos podría pasar cualquier cosa, Harry —‌le había dicho‌—. Si alguien intenta abordarle, impídeselo. Pero si hace algo que sugiera que trabaja para el otro bando, documéntalo e infórmame de inmediato.

Turkekul impartía una clase en la segunda planta del edificio. Tenía treinta y dos alumnos. Finn se hizo pasar por el trigésimo tercero, activó la grabadora como muchos otros alumnos, sacó su libro y su portátil, y se acomodó. Si Turkekul se fijó en él, no lo demostró. A diferencia de algunos de los alumnos, Finn prestó atención a cada palabra que pronunciaba el profesor, y también a la forma de pronunciarla, lo cual solía ser incluso más importante que las palabras en sí.

Y a diferencia de los demás alumnos, Finn escudriñó la clase en busca de amenazas y no se quedó demasiado satisfecho. Una única puerta de entrada y de salida. Poca protección. Turkekul sería un blanco fácil en la parte delantera del aula.

Finn se palpó el pecho y notó la Glock en la pistolera. Si hubiera sido un asesino, Turkekul ya estaría muerto. Se preguntó cómo era posible que un hombre a quien se le había encomendado encontrar a Osama bin Laden viviera de forma tan despreocupada. No tenía ningún sentido. Y las cosas que no tenían sentido preocupaban a Finn. Le preocupaban mucho.

Caleb se acomodó en su escritorio de la sala de lectura de libros raros y observó a sus colegas mientras acometían tareas varias. Asintió y sonrió en dirección a distintas personas.

—Buenos días, Avery —‌dijo a un tipo corpulento.

—Caleb. Enhorabuena por la adquisición del Fitzgerald.

—Gracias —‌respondió Caleb radiante.

Estaba realmente orgulloso de ese ejemplar. Cuando la situación se normalizó, se acercó las gafas a los ojos, pulsó varias teclas en el ordenador y visitó varias bases de datos del Gobierno con la esperanza de no encontrar ninguna interferencia insalvable a su paso. Su querido amigo Milton Farb habría accedido a la base de datos necesaria en cuestión de segundos, pero es que Milton era único. Sin embargo, con los años Caleb había ido mejorando su dominio de la tecnología y abordó la tarea que Stone le había encomendado con tranquilidad y resolución. Además era empleado del gobierno federal, por lo que tenía contraseñas y autorizaciones. Y tampoco es que los eventos que se celebraban en Lafayette Park fueran secretos. Por lo menos esperaba que no lo fueran.

Al cabo de media hora exhaló un suspiro de alivio. Pulsó el botón de imprimir y el documento de dos páginas a espacio simple se deslizó hasta la bandeja de su impresora. Lo cogió y lo leyó. Había muchos eventos. Y algunos de ellos contarían con la presencia de verdaderos peces gordos de Washington. Caleb se percató de que a Stone no le resultaría fácil limitar la búsqueda consultando esa lista.

Se guardó los papeles en el maletín y prosiguió con su trabajo.

42

Annabelle y Reuben llegaron a Pensilvania alrededor de las tres de la tarde. Primero se dirigieron a Keystone Tree Farm, el vivero de árboles. Por motivos obvios, seguía acordonado por el FBI. Había todoterrenos y barricadas por todas partes. Y la policía estatal de Pensilvania estaba allí para dar apoyo a los agentes federales.

—No me sorprende —‌dijo Annabelle, que iba al volante‌—. Este sitio va a quedar fuera de circulación durante mucho tiempo. Sigamos adelante.

—¿Quieres que probemos en el campamento de tráileres? —‌sugirió Reuben.

—Por probar que no quede, pero yo diría que nos vamos a encontrar con el mismo panorama de «escena del crimen».

Y así era. Agentes de policía y federales por todos lados. La carretera de entrada al campamento de tráileres estaba totalmente cerrada.

—¿Quieres que entremos marcándonos un farol? —‌propuso Reuben‌—. ¿Diciendo que vivimos ahí?

—Creo que es demasiado arriesgado para lo que podríamos sacar. Pero se me ocurre otra idea.

—Vale, porque Oliver quiere información y no sé cómo se supone que vamos a obtenerla.

—Siempre existe una manera, Reuben, solo hay que encontrarla.

A las cuatro y media de la tarde, Annabelle la encontró. Mientras estaban estacionados en el exterior del vivero vieron una furgoneta saliendo con cuatro trabajadores hispanos.

—Hora de salir —‌dijo Reuben.

—No. Dudo que haya mucho que hacer. Probablemente los federales los hayan interrogado a todos y luego les hayan dejado marchar. Si intentan abandonar la zona, seguro que acaban arrepintiéndose. Vamos a ver si los tienen vigilados.

La furgoneta entró en la carretera y aceleró. Aguardaron treinta segundos para ver si les seguía otro vehículo.

Annabelle puso el coche en marcha.

—Bueno, los federales son muy confiados, pero nosotros no.

—¿Adónde crees que van? —‌preguntó Reuben.

—En esa dirección hay un bar. Esperemos que se paren a tomar un trago después de tanta pregunta.

Se detuvieron en el bar, y Annabelle y Reuben esperaron a que entraran antes de apearse del coche y dirigirse al interior.

—¿Hablas español? —‌preguntó Reuben.

—Pasé mucho tiempo en Los Ángeles, o sea que sí, lo hablo bastante bien. ¿Y tú?

—Hablo más vietnamita que español.

—Entonces pide la cerveza en inglés y déjame hablar a mí.

—¿Y yo qué hago?

—Si un tío que no nos interesa intenta ligar conmigo, sácamelo de encima.

—Perfecto, gracias. Me alegro de poder utilizar mis mejores bazas.

Dentro, los cuatro hispanos estaban apiñados en torno a una mesa, cerveza en mano. Hablaban en voz baja y lanzaban miradas furtivas a los escasos clientes del bar.

Annabelle y Reuben se sentaron a una mesa cerca de ellos y entonces Annabelle puso unas monedas en la máquina de discos. Al volver, dejó caer las llaves del coche cerca de la mesa. Uno de los hombres se agachó para recogerlas. Cuando se las tendió, ella le dio las gracias en español. Entonces se sacó un mapa del bolsillo y les pidió indicaciones, arguyendo que ella y su amigo buscaban un vivero. El hombre le dijo que él y sus amigos trabajaban en ese mismo vivero.

Annabelle sonrió y acercó una silla, al tiempo que indicaba a Reuben que se quedara donde estaba. Se sentó.

—Queremos comprar una docena de cipreses y nos dijeron que en vuestro vivero tienen unos ejemplares magníficos. Trabajo para una empresa de paisajismo en Delaware —‌explicó. Dijo todo eso rápidamente en español, lo cual pareció tranquilizar a los hombres.

El primer hombre le dijo a Annabelle que por supuesto que tenían esos árboles, pero que no podía comprarlos.

—¿Por qué no? —‌preguntó ella.

El hombre le explicó lo sucedido.

—¡Oh, Dios mío! —‌exclamó Annabelle‌—. Qué horror. Lo leí en el periódico, por supuesto, pero no dijeron el nombre del vivero, así que nunca lo relacioné con el vuestro. Espero que hayan encontrado a los culpables.

Los hombres negaron con la cabeza.

—¿Y el tal John Kravitz era amigo vuestro? De hecho me dieron su nombre cuando me recomendaron este vivero.

No eran amigos íntimos de Kravitz y los hombres se quedaron pasmados al enterarse de que estaba implicado en el atentado de Washington.

—Es una vergüenza —‌dijo Annabelle.

Uno de los hombres dijo que le parecía que John Kravitz era inocente.

—Pero oí en las noticias que encontraron materiales para fabricar explosivos en su casa. Eso son palabras mayores.

No quedó claro si el hombre la había oído, porque insistió en la inocencia de Kravitz.

—¿Y estabais todos en el vivero cuando se produjeron los asesinatos?

Los hombres asintieron.

—Debió de ser horrible. Supongo que tuvisteis suerte de que no os mataran también.

En aquel momento se encontraban en los campos, le dijeron. No habían visto ni oído nada.

—Supongo que la policía os ha interrogado —‌dijo Annabelle.

La expresión arisca de los hombres lo confirmó.

—Bueno, parece que quienquiera que fuera quedará impune. Qué lástima —‌dijo. Annabelle esperó para ver qué reacción producía el comentario. Uno de los hombres le susurró algo al primero. Miró a Annabelle.

—La policía no preguntó por la canasta —‌dijo.

—¿La canasta? —‌Annabelle fingió no saber nada, aunque Stone le había hablado de la canasta desaparecida.

—Teníamos una canasta en uno de los anexos. Jugábamos al baloncesto al mediodía. John jugaba a veces. Era bueno.

—¿Y qué pasó con la canasta?

El primer hombre lanzó una mirada al compañero que le había susurrado algo.

—¿Qué pasa? —‌preguntó Annabelle inocentemente.

—Miguel vio algo esa noche.

—¿Qué noche?

—La noche antes de que mataran a esas personas. Volvió porque se había dejado el jersey.

—¿Qué vio?

—Vio a alguien quitando la canasta.

—¿Quitando la canasta? ¿Vio quién era?

—No, pero no era John. Era un hombre menos corpulento y mayor. Entonces apareció otro hombre. Otro desconocido. Y hablaron.

—Miguel, ¿oíste lo que decían?

Miguel negó con la cabeza.

—Hablaban un idioma raro. No entendía nada.

—¿Intentaste hablar con ellos?

—No. Tenía miedo. Me escondí detrás de otro edificio.

—¿Le has contado esto a la policía?

—No me lo han preguntado.

—Vale —‌dijo Annabelle‌—. Bueno, supongo que tendremos que ir a buscar los árboles a otro sitio. Gracias.

Regresó a la mesa donde estaba Reuben y le informó de las partes que no había alcanzado a oír.

—Se llevaron el aro de la canasta y hablaban un idioma raro, ¿no?

—Es obvio que no hablaban español.

Cuando salieron del bar un hombre que había estado sentado cerca de la máquina de discos sorbiendo una cerveza les siguió. Cuando su coche arrancó, el del hombre también lo hizo. Y entonces marcó un número en el teléfono y habló. A unos ochocientos metros de distancia, otro vehículo se puso en marcha y aceleró en la dirección hacia la que viajaban Annabelle y Reuben.

43

Stone estaba sentado junto a un escritorio en la habitación de Chapman en la embajada británica escuchando el sonido de una ducha en marcha. Al cabo de unos instantes Chapman salió del baño enfundada en un albornoz blanco y descalza. Se estaba secando el pelo con una toalla.

—Dormir una noche entera y bañarse con regularidad es un poco difícil en vuestra compañía —‌declaró.

—Estoy convencido de que se debe a la diferencia horaria —‌dijo. Stone estaba repasando unos documentos que había en la mesa y de vez en cuando echaba una mirada al portátil colocado en el escritorio. Hizo una pausa para observar la habitación—. El MI6 cuida bien a sus agentes.

—La embajada británica es famosa por su servicio de alojamiento de lujo —‌comentó Chapman mientras se sentaba en el sofá‌—. Y un hotel no es lo más apropiado cuando se examinan documentos confidenciales y se lleva un portátil con información de alto secreto. —‌Se levantó‌—. Me visto en un momento y tomamos un té.

Salió de la estancia y Stone oyó cajones y puertas que se abrían y cerraban. Al cabo de unos minutos apareció vestida con una falda y una blusa, sin medias ni zapatos. Estaba acabando de abotonarse la blusa. Él apartó la mirada cuando ella alzó la vista hacia él.

—¿Te sientes mejor? —‌preguntó Stone con aire despreocupado.

—Mucho mejor, gracias. Estoy muerta de hambre. —‌Descolgó el teléfono, pidió té y algo de comida y se colocó junto a Stone en el escritorio.

—¿Has tenido noticias de tus amigos del Camel Club?

—Caleb ha llamado a la hora de comer. Me ha enviado por fax la lista de los eventos que se celebrarán próximamente en el parque. —‌Stone cogió dos folios‌—. Aquí está. Por desgracia hay un montón de posibles blancos.

Chapman repasó la lista con la mirada.

—Ya te entiendo. ¿Hay alguno que destaque más que los demás?

—Unos cuantos. Dos a los que va a asistir el presidente. Otros jefes de Estado, congresistas, celebridades. Pero será difícil hacer una criba.

—Pero mi primer ministro no está en el grueso. —‌Dejó los papeles y adoptó una expresión pensativa‌—. ¿Sabes? Hay muchas posibilidades de que me retiren de este lío.

—¿Porque no existe una amenaza demostrada contra el primer ministro?

—Eso mismo. Los recursos del MI6 no son ilimitados.

—Pero las implicaciones de lo que se está planeando aquí podrían tener repercusiones globales que alcanzan al Reino Unido.

—Es lo que diré en mi próximo informe, porque me gustaría ver qué pasa. Pero no me extrañaría que tuvieras que continuar sin mí.

Stone permaneció callado durante unos instantes.

—Espero que no sea el caso —‌dijo.

Ella lo miró fijamente.

—Lo tomo como un cumplido.

—Así es.

Cuando les trajeron el té y la comida comieron y bebieron mientras repasaban las pruebas una vez más.

—¿No se ha sabido nada más de Garchik y sus escombros misteriosos? —‌preguntó Chapman mientras le daba un mordisco a un típico bollo inglés caliente.

—No. Weaver, del NIC, ya no me mantiene informado. Y el FBI tampoco, por supuesto. La ATF quizá sea la próxima. —‌La miró‌—. Culpable por asociación, me temo. Tú tampoco serás muy popular.

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