La esquina del infierno (49 page)

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Authors: David Baldacci

Tags: #Intriga, Policíaca

Cuando ya no había suficiente luz para distinguir las cosas, se colocó las viejas gafas de visión nocturna. Las grietas eran más estrechas cada vez. Por suerte, se había mantenido esbelto todos estos años, de lo contrario nunca hubiese cabido. Aunque, recordó, el grandullón de Reuben Rhodes se las había arreglado para meterse entre las rocas cuando estuvo allí con Stone para salvar la vida de un hombre. Para salvar la vida del presidente Brennan.

Los hombres de la Triple Seis eran delgados, todo fibra y músculo. Eran capaces de pasarse el día corriendo, disparar toda la noche sin fallar. Podían cambiar de planes en segundos, dar con los objetivos por muy profundos que estuviesen enterrados. Stone no podía negar que había sido emocionante, estimulante e incluso memorable.

«Pero nunca quise regresar», se dijo.

Se detuvo, miró hacia delante. La entrada que buscaba estaba más arriba. Estaba construida en la parte posterior de un armario de cocina sobre un eje. Stone siempre había supuesto que había sido obra de un grupo anterior en prácticas. Él y sus compañeros se habían limitado a encontrarla una noche y a seguirla hasta salir al exterior. Al parecer, no era el único grupo de reclutas de la Triple Seis que quería un poco de libertad. O tal vez la habían construido los que dirigían la Montaña Asesina, al darse cuenta de que los reclutas necesitaban creer que ejercían cierto control sobre sus vidas, que podían tomarse algunos momentos de descanso de la infernal experiencia.

«Tal vez tenían miedo de que todos enloqueciésemos y los matásemos.»

Desenfundó el arma de la pistolera y sacó otro objeto del cinturón. La entrada estaba justo delante. Supuso que Friedman había dado órdenes estrictas. «Nada de matar a nadie, y menos a él. Traédmelo.» Entonces lo mataría, probablemente después de hacerle presenciar las muertes de Caleb y de Annabelle.

Alcanzó la parte exterior de la entrada. Preparó la pistola y sacó el otro objeto, una vara telescópica. La extendió en toda su longitud, un metro ochenta. Empujó la pared que tenía delante y que constituía la parte trasera de un armario en un eje. Estaba pintado para que pareciese piedra negra, pero era madera. Ahora madera podrida. Empujó más fuerte con la vara. La madera cedió, el eje cumplió su función y la pared giró hacia dentro.

Algo salió disparado por la abertura y golpeó la roca al lado de la que estaba Stone. Se lo esperaba. Un dardo. Paralizar, no matar. Quitó el seguro de un trozo de metal que se había sacado de un bolsillo del chaleco y lo lanzó por la abertura al tiempo que se escondía detrás de un gran afloramiento de roca. Hubo una pequeña explosión seguida de una densa nube de humo. Stone se colocó la máscara antigás y procedió a contar. Dejó de contar cuando oyó cómo el hombre que estaba tras la pared golpeaba el suelo. Entró por la abertura y miró hacia abajo. El ruso era fornido, llevaba la cabeza rapada, una pequeña perilla y una pistola de dardos en la mano. Probablemente no fuera muy propio de él inmovilizar en lugar de matar. Stone le esposó las piernas y los brazos con dos pares de esposas de plástico. Ya no había gas, se quitó la máscara y se adentró en la Montaña Asesina.

Finn, Chapman y Knox se encontraban en la entrada principal del complejo frente a una puerta de metal que había aparecido en la pared de la roca cuando apartaron el manto de kudzu que la cubría. Stone les había explicado dónde se encontraba la puerta y les había dado una llave que según dijo la abriría, pero ni siquiera había una cerradura para probar la llave. También les había dicho que él era el único que podría pasar por la entrada oculta, pues era imposible que alguien le siguiese tan de cerca como para no perderse. Había acordado encontrarse con ellos en la entrada principal.

—Nos ha engañado —‌se quejó Knox, que sujetaba la llave inservible‌—. No entiendo cómo me lo he tragado. Como si fuese normal tener una dichosa llave de este lugar después de tantos años.

—Va a entrar solo —‌dijo Finn.

—De eso nada —‌exclamó Chapman malhumorada‌—. Se llevó la mano al interior de la chaqueta y sacó un objeto de metal delgado con un borde magnetizado.

—¿Qué es eso? —‌preguntó Knox.

—Pues en el MI6 le llamamos timbre, cielo. —‌Lo colocó en la puerta de metal en el punto en que se une con la jamba. Les indicó con un gesto que se apartasen. Sacó un mando a distancia del bolsillo, deslizó la funda protectora de plástico duro que lo cubría y apretó un botón‌—. No miréis el láser —‌ordenó.

Todos apartaron la mirada cuando el dispositivo que había colocado en la puerta emitió una luz roja. Cortó limpiamente la tranca y la puerta se abrió y quedó colgada de las bisagras.

—Pues esta tecnología mola.

—Fuente de energía de un solo uso, sirve para la mayoría de las puertas blindadas, de metal o de otro material —‌explicó.

—Y veo que el señor Q está vivito y coleando en la agencia de inteligencia británica.

—Lo cierto es que lo inventó una mujer, pero la puedes llamar señora Q.

Se acercaron a la puerta empuñando las pistolas. Finn, a quien Chapman y Knox cubrían las espaldas, la empujó poco a poco hasta abrirla del todo. Apuntó la pistola a la oscuridad y después hizo un gesto de asentimiento a los demás. Se pusieron gafas protectoras y Finn les imitó. Un segundo después Finn golpeaba la abertura con un impulso de luz blanca cegadora. Se oyó un grito de dolor en el interior y a continuación la luz desapareció.

Antes de que sus compañeros se movieran, Chapman ya había entrado por la abertura. Se apresuraron tras ella justo a tiempo de ver cómo desarmaba con agilidad al tipo, le estampaba el pie en la cara y este salía disparado hacia atrás y chocaba contra una pared interior. El hombre, parcialmente cegado por la luz, rebotó en la pared y, balanceando los grandes brazos como pistones, llegó hasta Chapman. Finn se movió para colocarse entre el atacante y ella, pero la agente del MI6 ya se había levantado. Asestó con el pie izquierdo un demoledor golpe en la rodilla derecha del tipo. Todos oyeron cómo se fracturaba el hueso de la pierna. Se desplomó al mismo tiempo que ella le propinaba una patada en la barbilla, que le hizo inclinar el cuerpo hacia atrás y caer de culo. Cuando intentó incorporarse, su barriga se hinchaba y deshinchaba a causa de la dolorosa respiración, Chapman lo dejó tumbado con un codazo en la nuca. Se levantó y acercó el cañón de su Walther a la sien del tipo inconsciente.

—Espera un momento —‌espetó Knox.

—¿Qué? —‌preguntó ella.

—¿Es que vas a matarlo a sangre fría? —‌inquirió Knox.

—¿Quieres dejar testigos? —‌preguntó ella tranquilamente.

—¿Testigos de qué?

—De lo que vaya a pasar aquí esta noche. Por ejemplo, que yo mate a Stone por habernos tomado por imbéciles.

—No vamos a matar a nadie a no ser que estén en situación de matarnos —‌repuso Knox con firmeza.

Chapman esposó hábilmente al tipo del suelo.

—Como quieras.

—¿Dónde has aprendido a luchar así? —‌preguntó Finn.

—Puede que no os lo creáis, pero el MI6 no es precisamente un internado para señoritas. Y ahora venga, en marcha.

Encendió una linterna y se fue pasillo abajo.

Finn y Knox se miraron y después la siguieron rápidamente.

97

Aunque todo el complejo era bastante grande y disponía de cuarteles, cocinas, enfermería, biblioteca, despachos, aulas y otros espacios específicos, las zonas de entrenamiento más intenso de la Montaña Asesina se encontraban en un par de grandes cilindros de acero divididos en secciones paralelas y separados por un vestíbulo principal. Una vez en el interior de la primera sección, había que continuar hasta llegar a la última sección de ese cilindro. Las enormes puertas de entrada se cerraban al pasar y era imposible salir por ellas. Tampoco se podía dejar una puerta abierta, porque de hacerlo no se abría la siguiente. Era una forma de mantener a los reclutas reticentes centrados, pendientes de una misión y siempre avanzando. El plan de Stone era sencillo. Iba a empezar por la sección de la derecha y seguirla hasta el final. Si no encontraba a su presa allí, saldría de ese cilindro, retrocedería hasta el vestíbulo principal y entraría en el otro.

Stone avanzó lentamente por el vestíbulo hasta llegar a la primera puerta. Uno de los matones había caído y todavía quedaban otros cinco o más, además de Friedman, a quien él consideraba posiblemente la más experta del grupo.

No se sentía culpable por haber engañado a sus amigos. Si alguien iba a morir intentando rescatar a Caleb y a Annabelle, iba a ser él. Al fin y al cabo era su guerra, no la de ellos. Ya había perdido a bastantes amigos. Estaba decidido a no perder a ninguno más esa noche.

Repasó en su mente el orden de las secciones de entrenamiento. Primero la galería de tiro, donde había disparado cientos de miles de balas en el año que había pasado allí. Te distraían de todas las maneras imaginables mientras apuntabas al objetivo. Había sido una buena preparación, porque en el mundo real era imposible encontrar un campo de tiro perfecto acompañado de condiciones idílicas.

Después de la galería de tiro se encontraba la sala equipada como el famoso Hoogan’s Ally de la Academia del FBI. Allí Stone y sus compañeros habían puesto en práctica lo que aprendían en las aulas. A continuación estaba el laboratorio. Era ahí donde se realizaban las pruebas psicológicas: torturas realmente ensalzadas para determinar los límites de cada cual. Stone había visto a hombres duros como el acero llorar en esa habitación después de que los especialistas hubiesen practicado embrutecedores juegos con sus mentes, que nunca eran tan sólidas como su físico, por mucho que se entrenaran. Existían ejercicios demostrados que alargaban y fortalecían los músculos. Sin embargo, la mente no era fácil de cuantificar. Y todos los reclutas tenían elementos psicológicos escondidos que surgían en momentos inesperados y les hacían flaquear, fallar, gritar de rabia. Stone había experimentado todas esas emociones. En ningún lugar de la tierra se había sentido tan humillado como en el laboratorio de la Montaña Asesina.

Después del laboratorio había una serie de habitaciones que servían de celdas. Stone nunca supo quiénes podían haber estado detenidos allí y no lo quería saber. Si Caleb y Annabelle no estaban en esa parte, empezaría por el otro cilindro, que solo tenía dos secciones. La primera era un depósito lleno de un líquido asqueroso. Era fácil caerse en esa porquería si no sabías cómo subir a la pasarela que atravesaba la parte superior del depósito. Una vez en el interior del depósito era una lucha a muerte. Después del depósito, se llegaba a un laberinto del que Stone, por suerte, sabía salir. O al menos eso creía. Ahora se preguntaba si Friedman le tenía preparada alguna sorpresa.

«Por supuesto que sí. Está disfrutando con esto. Le he fastidiado el plan. Tiene quinientos millones de dólares que no puede utilizar. Me va a liquidar. Como mínimo lo va a intentar.»

Pero de nuevo le rondaba algo en la mente que le decía que tenía que haber otras razones. Oyó el sonido de un aleteo, prueba de que habían entrado pájaros en la Montaña Asesina. Eso también sucedía cuando el complejo estaba en funcionamiento. Stone incluso había tenido como mascota un pájaro que había construido su nido cerca de donde él dormía. Ese fue el único vínculo que tuvo con el mundo exterior.

El complejo se había construido en la década de 1960 y el diseño era un reflejo de la época. Incluso había consolas de metal con ceniceros incorporados. Allá donde miraba, veía algo completamente anticuado. Sin embargo, cuando se construyó, la Montaña Asesina era un complejo equipado con todos los avances del momento. Según le contaron a Stone, los fondos que el Gobierno había destinado a construir este complejo se habían disimulado en una cuantiosa factura de gastos que incluía subvenciones para granjas porcinas y para la industria textil.

«¿Qué tiene que ver el negocio del asesinato gubernamental con los jamones y el poliéster?»

Entró con cuidado en la galería de tiro. Fue ahí donde mató al primer hombre al que disparó en treinta años. Lo había hecho para salvar a Reuben Rhodes y para salvarse a sí mismo. Dirigió la mirada al lugar donde el hombre cayó y murió. Los fluorescentes del techo no daban suficiente luz para que Stone viese si todavía había manchas de sangre. Al menos el cadáver no estaba. Después de su última visita habían limpiado la galería. Se preguntaba por qué no habían destruido la Montaña Asesina, por qué no la habían enterrado bajo toneladas de acero y de rocas. Quizá la mantenían por si alguna vez necesitaban utilizarla de nuevo. Solo de pensarlo le entraban escalofríos.

La luz estaba encendida, aunque apenas alumbraba. Eso significaba que Friedman había averiguado cómo utilizar el antiguo generador para conseguir un poco de electricidad. Avanzó sigilosamente, pasó las dianas destrozadas, se agachó para cruzar por debajo de los cables colgantes de las poleas que movían hacia delante y hacia atrás las dianas de papel. Solo pensaba en lo que le esperaba.

El mero ruido de un zapato rozando el suelo polvoriento hizo que se agachase detrás de un mostrador de madera donde en el pasado se había apostado diariamente para disparar las balas asignadas. Había oído el sonido a su izquierda, a unos diez metros como mucho. Se preguntó si todos iban a utilizar dardos hasta que llegase la hora de la verdad. Lo cierto es que no importaba. Si permitía que le dejasen inconsciente con un dardo tranquilizante ya podía considerarse hombre muerto.

Agachado, retrocedió apuntando con la pistola adelante y atrás para cubrir ambos flancos con giros alternativos. Esta táctica debió de confundir a su adversario, que probablemente pensó que cada crujido de los tablones del suelo indicaba que Stone avanzaba y no que retrocedía. Cuando el tipo surgió de su escondite para disparar a un objetivo que no estaba donde se suponía que tenía que estar, Stone le disparó en el brazo y lo incapacitó. Cuando fue a sujetarse la extremidad herida, Stone le disparó al cuello una bala mortal que atravesó limpiamente el chaleco antibalas. El hombre murió en el acto, le había atravesado la carótida.

Stone examinó la puerta e hizo unos cálculos mentales. Lo más probable es que el tipo al que acababa de matar fuese una artimaña para hacerlo salir. Sacrificar a uno para cumplir la misión. El desembarco de Normandía en 1944 había seguido la misma estrategia, solo que fueron miles las vidas sacrificadas. Al otro lado de la puerta probablemente estaban apostados dos francotiradores listos para matarle.

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