La Estrella de los Elfos (29 page)

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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #Fantasía Épica

No, «vanguardia» no era el término correcto. La noción de vanguardia implica un orden, un movimiento dirigido. A Drugar, en cambio, le pareció que el reducido grupo de gigantes había tropezado casualmente con los enanos, que había topado con ellos sin haberlo previsto y que se habían distraído unos instantes de su objetivo principal para..., ¿para preguntar una dirección?.

«¡No salgas ahí, padre!», había estado tentado de suplicarle al viejo. «Déjame a mí hablar con ellos, ya que insistes en tamaña tontería. Tú quédate atrás, dónde estés a salvo.»

Sin embargo, Drugar sabía que, si decía algo así a su padre, éste era muy capaz de hacerle probar el bastón con el que andaba. Y hubiera tenido mucha razón al hacerlo, reconoció Drugar. Al fin y al cabo, su padre era el rey y él debía estar a su lado.

Pero no lo estaba.

—Padre, ordena que la gente se quede en casa. Tú y yo iremos a tratar con esos...

—No, Drugar. Todos formamos el Uno Enano. Yo soy el rey, pero sólo soy la cabeza y debe estar presente todo el cuerpo para escuchar y ser testigo y participar en la conversación. Así es como se ha hecho desde el tiempo de nuestra creación. —Las facciones del anciano se relajaron con una mueca apenada—. Si éste es realmente nuestro final, que se diga que caímos como vivimos: unidos.

El Uno Enano se presentó, surgiendo de sus moradas en la entrañas de la jungla, y se reunió en la inmensa llanura de musgo que formaba el techo de su ciudad, parpadeando y entrecerrando los ojos, maldiciendo el brillo del sol. Llevados por la emoción de recibir a sus «hermanos», cuyos enormes cuerpos eran casi del tamaño de Darkar, su dios, los enanos no se dieron cuenta de que muchos de sus conciudadanos se quedaban atrás, cerca de la entrada de su ciudad. Drugar había apostado allí a sus guerreros, con la esperanza de poder cubrir una retirada.

El Uno Enano vio avanzar la jungla sobre el musgo.

Medio cegados por el sol, al que no estaban acostumbrados, los enanos vieron cómo las sombras entre los árboles o incluso los propios troncos se deslizaban con pies silenciosos por el musgo. Drugar frunció el entrecejo y observó a los gigantes tratando de distinguir cuántos eran, pero fue como contar las hojas en un bosque. Perplejo, anonadado, se preguntó con pavor cómo combatía uno algo que no podía ver.

Con armas mágicas, armas élficas, armas inteligentes que buscaban su presa, tal vez los enanos habrían tenido alguna oportunidad.

¿Qué debemos hacer?.

La voz que le sonaba en la cabeza no resultaba amenazadora. Era triste, lastimera, frustrada.

¿Dónde está la ciudadela? ¿Qué debemos hacer?.

La voz exigía una respuesta. Estaba desesperada por obtenerla. Drugar experimentó una extraña sensación; por un instante, pese al miedo, compartió la tristeza de aquellas criaturas. Lamentó sinceramente no poder ayudarlas.

—Nunca hemos oído hablar de ninguna ciudadela, pero nos alegraría unirnos a vuestra búsqueda, si os parece bien...

Su padre no tuvo ocasión de pronunciar una palabra más.

Moviéndose en silencio, actuando sin aparente rabia ni malicia, dos de los gigantes alargaron la mano, agarraron al viejo monarca entre sus dedos y lo despedazaron. Después, arrojaron los pedazos sanguinolentos al suelo, con gesto despreocupado, como si fueran basura. Acto seguido, con la misma ausencia de ferocidad y de premeditación, los titanes se dedicaron a matar sistemáticamente a los enanos.

Drugar contempló la escena, abrumado e incapaz de reaccionar. Con la mente paralizada por el horror de lo que había presenciado y no había podido evitar, el enano actuó por instinto. Su cuerpo hizo lo que debía, sin responder a ninguna orden consciente. Agarró un cuerno de kurt, se lo llevó a los labios y lanzó un trompetazo estridente y quejumbroso, avisando a su pueblo de que volviera a sus reductos, que se pusiera a salvo.

Él y sus guerreros, algunos de ellos apostados en las ramas altas de los árboles, arrojaron sus flechas a los gigantes. Los aguzados dardos de madera, capaces de atravesar al humano más corpulento, rebotaban en la gruesa piel de los gigantes. Éstos reaccionaron a la lluvia de saetas como si fuera una nube de mosquitos, tratando de librarse de ellas a manotazos cuando se tomaban un respiro en la carnicería.

La retirada de los enanos no se produjo en desorden. El cuerpo era uno y cualquier cosa que le sucediera a un individuo, les sucedía a todos. Así, se detenían a ayudar a los que caían. Los viejos se quedaban atrás, instando a los jóvenes a que buscaran refugio. Los fuertes llevaban a los débiles. Por todo ello, los enanos fueron presa fácil.

Los gigantes los persiguieron, los alcanzaron rápidamente y los destruyeron sin piedad. La planicie de musgo quedó empapada de sangre. Los cuerpos se apilaban unos encima de otros. Algunos colgaban de los árboles a los que habían sido lanzados; la mayoría había quedado irreconocible.

Drugar aguardó hasta el último momento antes de buscar protección, tras asegurarse de que los pocos aún con vida en aquella llanura espantosa habían conseguido escapar. Ni siquiera entonces quiso marcharse. Dos de sus hombres tuvieron que arrastrarlo a fuerza de músculos hasta los túneles.

Encima de ellos pudieron oír el crujido de las ramas al quebrarse. Parte del «techo» de la ciudad excavada en la vegetación se hundió. Cuando el túnel por el que avanzaban se derrumbó, Drugar y lo que quedaba de su ejército se volvieron para enfrentarse al enemigo. Ya no era necesario correr a buscar refugio. Ya no había lugar donde ponerse a salvo.

Cuando Drugar recobró el conocimiento, se descubrió caído en una sección de la galería parcialmente hundida. Encima de él se apilaban los cuerpos de varios de sus hombres. Mientras apartaba los restos de los enanos, se detuvo a escuchar, atento a cualquier ruido que revelara la presencia de los titanes.

Sólo percibió silencio. Un silencio inquietante, cargado de presagios. Durante el resto de sus días, seguiría oyendo aquel silencio y, con él, la palabra que susurraba en su corazón:

—Nadie...

—Os llevaré con vuestro pueblo —dijo Drugar de pronto. Eran las primeras palabras que pronunciaba en muchísimo rato.

Los humanos y el elfo interrumpieron sus mutuas recriminaciones, se volvieron y lo miraron.

—Conozco el camino. —Señaló hacia donde las tinieblas eran más densas y añadió—: Esos túneles... conducen a la frontera de Thillia. Estaremos a salvo si nos mantenemos aquí abajo.

—¿Todo..., todo el trayecto? ¿Por aquí abajo? —protestó Rega.

—¡Puedes volver arriba, si quieres! —le recordó Drugar, indicando un pasadizo. Rega miró hacia donde señalaba, tragó saliva con un escalofrío y movió la cabeza negativamente.

—¿Por qué? —quiso saber Roland.

—Eso —asintió Paithan—, ¿por qué habrías de hacer algo así por nosotros?.

Drugar los contempló con una llamarada de odio en los ojos. Sí, odiaba a aquellos humanos, odiaba sus cuerpos escuálidos, sus rostros lampiños. Odiaba su olor, su afán de superioridad; odiaba su estatura.

—Porque es mi deber —respondió.

Lo que le sucede a un enano, le sucede a todos.

La mano de Drugar, oculta bajo la barba florida, buscó algo bajo el cinto. Sus dedos se cerraron en torno al cuchillo de caza de hueso de vampiro.

Una terrible alegría inundó el pecho del enano.

CAPÍTULO 21

EN LAS COPAS DE LOS ÁRBOLES,

EQUILAN

—¿Y cuánta gente crees que llevará tu nave? —preguntó Zifnab.

—¿Llevar? ¿Adonde? —Replicó Haplo con cautela—. Mirad, señor, mi nave no irá a ninguna parte...

—¡Pues claro que sí, querido muchacho! Tú eres el salvador. Ahora, veamos... —Zifnab se puso a contar con los dedos, murmurando para sí—. Los elfos de Tribus llevan una tripulación de hmm... y hay que añadir los esclavos galeotes, que son otros mmfp..., más algunos pasajeros..., eso serán hum... más mmpf... más..., llevo una...

—¿Qué sabéis vosotros de los elfos de Tribus? —inquirió Haplo.

—... el resultado es... —El viejo hechicero pestañeó—. ¿Elfos de Tribus? No he oído nunca hablar de ellos.

—¡Si acabas de mencionarlos...!.

—No, no, querido muchacho. Me parece que no oyes bien. Qué lástima, tan joven... Tal vez ha sido el vuelo. Debes de haberte olvidado de presurizar la cabina como era debido. A mí me sucede continuamente. Me quedo sordo como una tapia durante días. Lo que he dicho, y muy claro, ha sido «tribu de» elfos. Pásame el aguardiente, por favor.

—Ya has bebido bastante, señor —tronó una voz bajo el suelo. El perro, tumbado a los pies de Haplo, alzó la cabeza, con el pelo del cuello erizado y un gruñido en la garganta. El viejo se apresuró a dejar la jarra.

—No te alarmes —murmuró, algo avergonzado—. Es mi dragón. Se cree mi ángel de la guarda.

—Un dragón —murmuró Haplo. Tras echar una ojeada al salón, volvió la cabeza hacia las ventanas. Notó un escozor en las runas de su piel, presagio de algún peligro. Sin que nadie lo advirtiera, con las manos ocultas bajo el mantel blanco, apartó las vendas y se dispuso a afrontarlo.

—Sí, un dragón —soltó la mujer, malhumorada—. Vive debajo de la casa. Se pasa la mitad del tiempo creyéndose un mayordomo, y la otra mitad sembrando el terror en la ciudad. Ese de ahí es mi padre, Lenthan Quindiniar. Ya lo conoces. Se propone llevarnos a todos a las estrellas para ver a mi madre, que lleva años muerta. Ahí es donde intervienes tú... ¡Tú y ese infernal artefacto alado que tienes ahí fuera!.

Haplo miró a su anfitriona. Alta y delgada, era una serie de líneas rectas de arriba abajo, toda ella ángulos sin curva alguna, y caminaba con la rigidez de un caballero de las Volkaran enfundado en su armadura.

—No hables así de padre, Calandra —murmuró otra elfa que admiraba su reflejo en una ventana—. Trátalo con respeto.

—¡Con respeto! —Calandra se incorporó en su asiento. El perro, ya nervioso, se sentó sobre las patas traseras y volvió a gruñir. Haplo apoyó una mano tranquilizadora en la testa del animal. La mujer estaba tan furiosa que ni se dio cuenta—. ¡Cuando seas «la baronesa Durndrun» podrás decirme cómo debo hablar, pero no antes!.

La mirada inflamada de cólera de Calandra barrió la estancia, chamuscando visiblemente a su padre y al viejo hechicero.

—Me molesta tener que soportar a unos lunáticos, pero ésta es la casa de mi padre y sois sus invitados. Por tanto, os alimentaré y os cobijaré. ¡Pero no tengo por qué escucharos o contemplaros! ¡A partir de ahora, padre, comeré en mi habitación!.

La elfa se inclinó hacia adelante sobre la silla; sus manos agarraban el respaldo con tanta fuerza que le marcaban las venas como brillantes trazos azules sobre los brazos pálidos, largos y delgados.

—¡Y nadie se alegrará como yo cuando por fin os larguéis a las estrellas y me dejéis en paz! —añadió.

Se volvió y, al hacerlo, las faldas y enaguas susurraron como las hojas de un árbol bajo el soplo del viento. Salió enérgicamente del salón y cruzó el comedor, creando a su paso una oleada de destrucción, derribando sillas y barriendo los objetos frágiles de encima de la mesa. Al llegar al otro extremo, salió al pasillo dando un portazo con tal fuerza que casi hizo astillas la madera. Cuando el torbellino hubo cesado, volvió el silencio.

—Creo que no he visto una escena igual en mis once mil años —tronó la voz bajo el suelo, en tono escandalizado—. Si queréis mi consejo...

—No lo queremos —se apresuró a decir Zifnab.

—... esa joven necesita una buena zurra —acabó la frase el dragón.

Disimuladamente, Haplo volvió a cubrirse las manos con las vendas.

—La culpa es mía —dijo Lenthan, encorvado en su silla con aire abatido—. Calandra tiene razón. Estoy loco. Mis sueños de viajar a las estrellas, de reencontrarme con mi amada...

—¡No, señor, no! —Zifnab descargó el puño sobre la mesa—. Tenemos la nave —añadió, señalando a Haplo—. Y al hombre que sabe gobernarla. ¡Nuestro salvador! ¿No os anuncié que vendría? ¡Pues aquí lo tenéis!.

Lenthan alzó la cabeza, y sus ojos apacibles y de mirada borrosa contemplaron a Haplo.

—Sí. El hombre de las manos vendadas. Tú lo anunciaste, pero...

—¡Pues bien...! —Continuó Zifnab, con la barba erizada de triunfo—. Yo anuncié mi llegada y vine. Luego, dije que él aparecería y aquí está. También he dicho que viajaremos a las estrellas y así será. No nos queda mucho tiempo —añadió, bajando la voz con una mueca de tristeza—. La destrucción se acerca. Mientras permanecemos aquí sentados, la destrucción está cada vez más próxima.

Aleatha exhaló un suspiro. Dio la espalda a la ventana, avanzó unos pasos hacia su padre y, posando suavemente las manos en sus hombros, lo besó.

—No te preocupes por Calandra, padre. Trabaja demasiado, eso es todo. Ya sabes que la mitad de lo que dice no lo piensa en serio.

—Sí, sí, querida —contestó Lenthan, dando unas palmaditas en la mano a su hija menor, casi sin darse cuenta. Su mirada estaba fija en el viejo hechicero con renovado entusiasmo—.

Así ¿crees sinceramente que podemos utilizar esa nave para volar a las estrellas?.

—Sin la menor duda. Sin la menor duda. —Zifnab echó una ojeada a la estancia con gesto nervioso e, inclinándose hacia Lenthan, le dijo en un audible cuchicheo—: ¿Por casualidad no llevarás encima una pipa y un poco de tabaco...?.

—¡Te he oído! —rugió el dragón. El anciano hechicero se encogió.

—¡Gandalf disfrutaba de una buena pipa!.

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