La Estrella (13 page)

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Authors: Javi Araguz & Isabel Hierro

Tags: #Juvenil, Romántico

El Secuestrador sonrió con socarronería y después ambos acudieron al centro del invernadero, donde Embo los esperaba con todo tipo de herramientas de poda y un par de arneses.

—Espero que no te den miedo las alturas, jovencita.

—En absoluto —dijo, recordándose correteando por los tejados de Savia con su amigo Nao.

—Entonces prepárate, hoy vamos a comprobar el estado de las plantas del nivel trece y después… —se interrumpió a sí mismo.

A Lan no le paso por alto la expresión del chico, como si supiera exactamente lo que el viejo estaba a punto de decir, y lo aborreciera más que ninguna otra cosa en el mundo.

—Después, ¿qué?

—Eh… de momento centrémonos en el nivel trece —cambió de tema rápidamente—. Es el más alto —explicó Embo—. Verificaremos que el último tratamiento ha surtido efecto antes de recoger algunas muestras. Toma, estas serán para ti —le dijo, ofreciéndole unas aparatosas gafas de aspecto mecánico—. Tiene distintas lentes graduables, visores polarizados y con este anillo de enfoque puedes…

Mientras Lan escuchaba las instrucciones del anciano, miró de reojo al Secuestrador, que se había alejado unos metros y ya estaba asegurándose el arnés. Acto seguido, Embo comprobó los cierres de sus equipajes y después los ató a una serie de cuerdas elásticas que colgaban de los raíles del techo.

—Esto promete —dijo ella, contemplando maravillada la vegetación colgante del último nivel.

—No te emociones demasiado. A ver si te vas a caer —contestó, restándole interés.

—Oye, no es la primera vez que subo a un árbol, ¿sabes? —le regañó—. Además, se algo de plantas y…

De pronto, el muchacho la ignoró conscientemente y dio un brinco que lo mandó disparado hacia lo más alto.

—¡Eh! ¡Te estoy hablando! —se quejó Lan—. Idiota… —murmuró enfurruñada.

Embo sonrió al observar cómo los dos jóvenes se enfilaban a los árboles. Sin duda, aquel sistema de arneses, gomas y raíles había sido un invento de lo más práctico.

Lan no tardó en elegir su primera víctima: un sándalo de tamaño espectacular. Después, seleccionó las tijeras adecuadas y empezó a trabajar como si en ello le fuera la vida.

—¡Vaya! Te lo tomas en serio, ¿eh? —le dijo el muchacho desde la copa de otro árbol.

—Me gustan las plantas —respondió de forma tajante, aún algo dolida porque la hubiera ignorado.

—A mí también.

—Seguro… —murmuró desconfiada—. Entonces, ¿por qué parece que te estén obligando a peinar vacas?

—He dicho que me gustan las plantas, no que me apasione cuidarlas.

—Ya veo, eres una de esas personas a las que les place encontrárselo todo hecho, ¿verdad? Un señorito —se burló.

—En realidad no, —respondió seguro de sí mismo—. Lo que ocurre es que yo creo que los experimentos que lleva a cabo mi padre son una pérdida de tiempo.

—¿Experimentos? ¿Qué experimentos? —Sintió curiosidad—. Bien, no sé en qué consisten exactamente, pero por lo menos tu padre lo intenta, ¿sabes?

El chico la miró con extrañeza y, aunque jamás lo admitiría, se sintió ofendido.

—¡Déjalo! No lo entenderías. Es… demasiado complicado para una pueblerina como tú —la denostó a sabiendas.

—¡Eh! Te estás pasando —le advirtió ella.

El muchacho sonrió burlonamente, parecía pasárselo en grande cuando conseguía hacerle perder los estribos.

Lan bufó poniendo los ojos en blanco y después decidió ocultarse tras la espesura de las ramas para evitar el contacto visual.

«
Picajosa…
», le susurró él de nuevo.

—¡Deja de hacer eso! —se enfadó.

***

Pasaron toda la mañana trabajando, saltando de un árbol a otro, obteniendo muestras, injertando especies, podando y regando. Aunque era un trabajo cansado, a Lan le pareció ideal para distraer su mente. Además, aquel lugar hacía que se sintiera como en casa, cuando se encargaba de que todo estuviera en orden en el Bosque de los Mil Lagos.

La muchacha observó al Secuestrador desde la distancia; gracias a las gafas que le había dado Embo podía apreciar de cerca objetos que estaban realmente lejos. El chico parecía estar concentrado en su tarea, probablemente se tomaba las cosas más en serio de lo que aparentaba. Allí adentro hacía tanto calor que el chico se había visto obligado a sustituir sus ropas holgadas por una deshilachada camiseta de tirantes. Lan admitió que poseía un físico envidiable. Probablemente, la mayoría de Caminantes estuvieran en excelente forma, ya que, a fin de cuentas, no hacían otra cosa que caminar de un lado a otro y enfrentarse a las condiciones más extremas. A menudo tenían que escalar montañas, enfilarse en los árboles, ir de caza o cargar con pesadas mercancías. Sin lugar a dudas, era un pueblo muy activo.

El chico levantó la mirada, pero Lan fue lo suficientemente rápida para disimular. Ningún susurro, no la había pillado.

Siguieron trabajando hasta que El Verde surgió de la nada flotando en el aire.

—Cambio de turno.

—¿Qué?

—Vamos jovencita, te mereces un descanso —dijo el hombre.

Lan observó al padre del Errante con atención. Se había vestido con atuendo algo menos solemne y ahora parecía mucho más jovial. Era un personaje extraño, te miraba como si a la vez estuviera pensando en otras cosas; parecía vivir en su propio mundo y te prestaba sólo la atención justa para mantener una conversación.

—Sí, claro —asintió la muchacha, secándose el sudor de la frente.

Lan enfundó las tijeras en el cinturón del trabajo como si se tratara de una espada. El chico celebró su agilidad y ella le dedicó una mirada de superioridad. Después, depositó las últimas muestras que había recogido en los contenedores y se dispuso a bajar lentamente, pero la pierna se le enredó y la caída fue algo menos elegante de lo que ella había planeado.

—Genial… —musitó para sus adentros, al comprobar que había quedado colgada boca bajo apenas a un par de metros del suelo.

—¡Vaya! Creía que me habías dicho que ya te habías subido a muchas veces a los árboles.

Lan le sacó la lengua con desprecio. Estaba claro que sus palabras eran una más de sus finas ironías.

—¡Eh! Bájame —reclamó la muchacha, mientras observaba al chico alejarse tranquilamente—. ¡He dicho que me bajes! —siguió reclamando indignada.

—Deja que me lo piense… —fingió él, rascándose la barbilla—. No. Creo que te dejaré colgada un ratito más. Para que se te bajen un poco los humos.

—¿Los humos? ¡Ja! ¿Y eso lo dice el señor don perfecto? —le recriminó.

Al instante, Lan comprendió que su intento de insulto también podría ser tomado como un cumplido.

—¡Ja, ja, ja! ¡Gracias! No sabías que tenías en tan alta concepción de mí. Voy a buscar un espejo para comprobar lo perfecto que soy —se rió burlonamente, mientras se dirigía al surtidor de agua de una de las balsas para refrescarse la cara.

Lan se había puesto colorada; no estaba segura de si la sangre le había bajado a la cabeza o si sencillamente se estaba muriendo de vergüenza.

—Bájame de aquí —le pidió ahora con aire relajado.

El secuestrador se acercó a ella y le dijo en voz baja:

—¿Cómo se pide?

De improviso, Lan trató de agarrarlo por el cuello, pero el chico se apartó hábilmente y le advirtió:

—No me toques —sentenció con el semblante serio, dejando claro que aquello no se trataba de una broma.

La muchacha le clavó la mirada con fiereza, pero instantes después admitió que tenía razón. Había olvidado por completo que se trataba de un Errante.

—Por favor… —dijo entre dientes, dándose por vencida.

—De naaada —respondió burlón, ensanchando su sonrisa mientras cortaba la cuerda con una de sus tijeras.

Lan se golpeó contra el suelo. Luego, se incorporó y trató de recuperar el sentido de la orientación.

—Creído —refunfuñó.

—¡Te he oído! —le gritó él desde la distancia.

Mientras tanto, El Verde seguía trabajando en uno de sus ejemplares favoritos. Había presenciado toda la escena, y, aunque quería mantenerse al margen, no pudo evitar esbozar una sonrisa en su rostro, celebrando la vitalidad de aquellos jóvenes.

Tras un breve receso, en el que aprovecharon para comer algo, Embo les asignó una nueva tarea; esta vez fuera de las instalaciones del invernadero.

—¿Sustratos? —preguntó Lan con curiosidad.

—Si… eh… abono —explicó el viejo esquivando su mirada, como si tratara de ocultarle algo—, alimento para plantas.

La muchacha trató de interpretar su expresión, pero fue incapaz de adivinar sus verdaderas intenciones.

—Bien —aceptó—. ¿Y qué es exactamente lo que tengo que hacer?

—Oh, no debes preocuparte. En realidad es muy sencillo. ¿Has ido a buscar setas alguna vez? —Lan asintió, aunque seguía sin fiarse ni un pelo; estaba segura que allí había gato encerrado—. Pues en realidad no es tan diferente.

Embo se dirigió a uno de los armarios de herramientas, sacó una especie de coraza oxidada y la llevó a rastras hasta ella.

—Pero… ¿Qué es eso?

—El equipo de trabajo.

—¿En serio? ¿Tengo que ponerme eso?

—Si yo lo hago, tú también —dijo el hombre, sacando un segundo equipaje, este aún más antiguo que el suyo.

El viejo le ayudó a enfundarse el traje mecánico. Instantes después, vestía una especie de escafandra de metal que se asemejaba más a una armadura de combate que a un equipo de trabajo. Con todo ese montón de chatarra encima le resultaba realmente complicado coordinar una pierna con la otra, y sus brazos se veían obligados a soportar demasiado peso para moverse con agilidad.

—¡No puedo recoger setas con esto! —se quejó, maniobrando con torpeza.

Para su sorpresa, el chico hizo acto de presencia vistiendo su propia coraza.

—No te preocupes, no vamos a recoger setas —dijo, dejando al viejo pasmado.

El Errante vestía una armadura muy similar a la suya, aunque en su caso ésta le sentaba como un guante; parecía estar hecha de algún tipo de material ultraligero y muchas de sus partes brillaban como si fueran metales nobles. Todas y cada una de las piezas parecían ajustarse a su cuerpo, como si hubieran sido esculpidas cuidadosamente sobre el mismo, y el casco poseía un diseño mucho más estilizado, con el visor de ámbar pulido y el cuello cuidadosamente protegido por una funda de cuero.

—¡No es justo! —exclamó indignada.

El muchacho soltó una sonora carcajada y después Embo se entrometió.

—El tuyo es un modelo antiguo. Es el que suministramos a los aprendices —trató de excusarse—. Si te quedas el tiempo suficiente quizá fabrique uno para ti.

—El mío es un diseño hecho a medida y mucho más moderno —dijo él—, pero no te preocupes… tu caparazón te protegerá.

—¿Caparazón? —Lo miró con desaprobación—. No soy una tortuga, ¿sabes?

—¡Ja, ja, ja! Deja que Embo te aligere un poco el peso —añadió, señalando algunas de las piezas más aparatosas.

Rápidamente, el anciano se acercó a la muchacha y empezó a ajustar la armadura según sus indicaciones, deshaciéndose de las partes más pesadas y dejando al aire libre algunas zonas de su anatomía.

—¿Mejor así?

—La verdad es que sí —suspiró aliviada—. Por lo menos ahora puedo doblar las rodillas —se conformó.

—Bien, entonces pongámonos en marcha. No tenemos tiempo que perder —le apresuró el muchacho.

Cuando ambos salieron del invernadero, El Verde bajó del nivel trece y se dirigió a su ayudante lleno de curiosidad.

—Corrígeme si me equivoco, Embo. ¿Mi hijo ha ido a buscar sustratos?

—Sí, señor —respondió, sorprendido.

—¿Estás seguro? —insistió—. Sustratos. No ha entendido mal en qué consiste la tarea, ni…

—Completamente —lo interrumpió.

—¡Vaya! —Exclamó incrédulo—. Si no me equivoco, ha utilizado ese equipo de trabajo tan sólo una vez y juró no volver a hacerlo nunca más.

—Así es, está casi por estrenar.

—Interesante… —musitó el hombre, rascándose la barbilla.

***

Lan y el Secuestrador recorrieron una de las sendas más complicadas hasta llegar a la otra cara de la montaña, donde se extendía una enorme balsa de agua contaminada por la lluvia ácida.

—¿Cómo vamos a llegar al otro lado? —preguntó la muchacha mientras trataba de encontrar una solución por sí misma.

—Cruzaremos el charco —respondió el Errante, como si fuera algo de lo más evidente.

—¿Charco? —Se extrañó Lan—. ¡Vaya! Yo diría que es algo más que un…

Antes de que Lan pudiera terminar la frase, el Errante ya se había introducido en la balsa, dejando en evidencia a su acompañante, ya que el agua le cubría tan sólo hasta las rodillas.

—Vale, tú ganas —se dio por vencida—. Lo creía más profundo —bufó mientras se dirigía al embalse.

El Secuestrador la siguió con la mirada y después la previno:

—Aunque lleves el traje… ten cuidado: es ácido.

Lan le agradeció el consejo y por fin se introdujo en el lago.

Empezaron a caminar con cautela, descubriendo que el líquido se encontraba a una temperatura muy elevada. El agua, teñida de verde una pátina cáustica, burbujeaba advirtiéndoles de que, si no fuera por sus corazas, sucumbirían a su acidez del mismo modo que los numerosos animalillos que flotaban en avanzado estado de descomposición.

—Qué asco… —murmuró la muchacha.

El Secuestrado la miró con aire divertido y continuó abriéndose paso por la gran charca hasta llegar al otro lado. Cuando se hubo asegurado de que Lan había llegado a la orilla, se quitó uno de los guantes y recogió un puñado de tierra para examinarlo de cerca.

—Éste es un buen lugar para encontrar sustratos.

La muchacha lo observó despreocupada y dijo:

—Entonces, ¿sólo tenemos que recoger tierra?

—No. Claro que no. Eso sería demasiado fácil, ¿no crees? —rio con suficiencia, señalándole la ladera que tenían delante—. Tenemos que escalar.

—¿Qué? —Se asustó Lan—. Yo… no sé escalar.

—Claro que sí, te has pasado el día saltando de un árbol a otro.

—Pero, eso es… diferente. Muy diferente. Teníamos arneses, cuerdas elásticas… y todas esas cosas —se defendió.

El muchacho la miró fijamente y, por unos instantes, Lan consideró la posibilidad de que había algo que se le pasaba por alto. De nuevo, algo demasiado obvio para el Errante.

—¿Y para qué crees que sirve este traje? —dijo finalmente.

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