La Estrella (9 page)

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Authors: Javi Araguz & Isabel Hierro

Tags: #Juvenil, Romántico

—Vete a dormir, mañana nos aguarda un largo día de viaje.

Aún tenía muchas preguntas que hacerle. Le habría gustado que le aclarase qué había hecho para permitirle escuchar la conversación de Nicar, por qué le había revelado la existencia del mapa, qué pretendía hacer con Ivar y, sobre todo, por qué se había arriesgado a tocarla, pero entendió que aquél no era ni el lugar ni el momento para llevar a cabo su interrogatorio. Debía ser paciente, tarde o temprano rendiría cuentas con él.

***

Al día siguiente, Lan ayudó a recoger el asentamiento sin dejar de darle vueltas al asunto. Seguía desconfiando de aquel Errante, pero algo le decía que no tenía malas intenciones. Aunque la muchacha recordaba la pasada noche como un sueño en el límite de lo real, aún podía sentir el tormento del chico.

Los Errantes eran los de siempre y la mujer pelirroja seguía atendiéndola con una gran sonrisa en su rostro; sin embargo, Lan fue incapaz de disfrutar el viaje. Ahora miraba a ese pueblo con otros ojos. Seguía sintiéndose decepcionada.

—¿Estás bien? —le preguntó la mujer.

—Sí, sólo que… estoy cansada —se excusó con lo primero que se le pasó por la cabeza.

—Venga, levanta ese ánimo. Ya queda poco para llegar a la ciudad.

—Ciudad… —murmuró la muchacha. Aquella palabra le resultaba tan extraña como alcanzar la luna.

—Es imposible no pasárselo bien en Rundaris. ¡Ya lo verás! —trató de animarla.

Lan fingió un amago de sonrisa y después buscó al muchacho entre la multitud. Aunque los Errantes no eran un pueblo demasiado numeroso, el que todos vistieran de colores similares dificultaba la tarea. Tras varios intentos, dedujo que el joven estaba evitándola y lo dejó correr.

Los Caminantes de la Estrella anduvieron durante dos días y dos noches sin apenas detenerse a descansar. Su Guía estaba convencido de que, si mantenían aquel ritmo, llegaría a la ciudad antes de que la Quietud se rompiera de nuevo. Bordearon la montaña donde se había refugiado, después sortearon un acantilado y se introdujeron en un tupido bosque… El segundo día llegaron a un cañón de tierra arcillosa que tuvieron que recorrer antes de encontrar, por fin, la zona volcánica donde se asentaba Rundaris.

—Es… extraña —dijo Lan, al ver la ciudad asomando por el horizonte.

—Sí, esas columnas de vapor siempre le han dado un aire de lo más misterioso. Es una de las razones por las que aquí el cielo siempre está nublado.

La pelirroja pidió a la muchacha que la siguiera y se pusieron a la cabeza de la comitiva. Querían ser las primeras en entrar.

***

Al llegar a Rundaris, Lan quedó completamente boquiabierta. Siempre había creído que los relatos que su padre le contaba antes de irse a dormir estaban amenizados con todo tipo de exageraciones, pero ahora se veía obligada a reconocer que, en realidad, Fírel se había quedado corto.

—Es… increíble —murmuró, asombrada.

—Ya te lo dije.

Lan se adelantó unos pasos, observando todo cuanto había a su alrededor para asegurarse de que no estaba soñando. El bullicio de las calles atestadas de gente componía una extraña melodía llena de vida. Se escuchaba las voces de cientos de personas hablando y gritando, el ruido de carros y todo tipo de cachivaches mecánicos, el rumor de un río, bandadas de pájaros y perros guardianes ladrando a los gatos callejeros que intentaban robarles la comida. Para alguien como ella, que provenía de un pequeño clan selvático, todo aquello le parecía de lo más desconcertante, una especie de caos ordenado.

—He viajado por el Linde durante mucho tiempo y puedo asegurarte que esta ciudad es el lugar más curioso del planeta.

—No lo pongo en duda —respondió la muchacha.

Un enjambre de olores revoloteó por su nariz. Olía a sopa, azufre y especias, pero también a jazmín, lavanda y otras muchas flores aromáticas que no supo identificar. Aquél era un lugar lleno de contrastes.

—Es… es alucinante.

—¿Alucinante?

—Quiero decir que… Nunca había visto a tanta gente junta, ¿sabes? Es como si…no sé, es… —trató de explicar.

—…abrumador —sugirió la pelirroja.

—Sí, supongo que ésa es la palabra.

La muchacha seguía deslumbrada por las altísimas construcciones rundaritas. La arquitectura del lugar le recordó las enormes secuoyas fósiles donde los Errantes habían ubicado su asentamiento cuando la recogieron. Nunca había visto casas de más de tres pisos y, sin embargo, allí había edificaciones tan altas que parecían tocar el cielo. Habría apostado a que muchas de ellas superaban las veinte plantas. La mayoría de las casas se encontraban encajadas en robustas columnas de roca caliza interconectadas entre sí por extrañas estructuras de metal. Aunque muchos de los espacios se aprovechaban de la particular orografía, nadie osaría quitar el mérito a unos seres capaces de levantar semejante ciudad en medio de la nada.

Lan repasó con la mirada a un grupo de transeúntes, detectando cada una de las cosas que la diferenciaba de ellos.

—Siempre imaginé que en Rundaris la gente sería como nosotros.

—Son humanos —afirmó la pelirroja.

—Sí, claro que sí. Pero…

—No te dejes engañar por su aspecto. El lugar donde uno vive puede definir su físico. ¿A qué crees que se debe mi bronceado? Camino constantemente bajo el sol. Con los rundaritas sucede algo parecido: sus tonos de piel van del rojo oscuro al amarillo mostaza porque viven en una zona volcánica y sus cuerpos se tiñen con el azufre y otros elementos químicos desprendidos por la tierra.

—¿Cómo las Partículas?

—Hummm… —pensó, rascándose la barbilla—. Más o menos.

Lan observó a aquellos seres completamente maravillada. Después se preguntó si ella también tendría algún rasgo particular que la identificara como miembro de su clan. Vivía en un lugar repleto de vegetación y numerosos lagos, así que tal vez la humedad la había dotado de alguna característica llamativa para los demás.

—Son una gente muy peculiar, ya lo verás.

De pronto, un crío embadurnado de barro hasta las cejas dejó de corretear para detenerse ante Lan. La miró de arriba abajo, como se mira a un extraño, y después torció el gesto lleno de curiosidad.

—¿Quién eres? —dijo con su vocecilla.

—Me llamo Lan —respondió ella amablemente.


Ran
—repitió él en voz baja.

—No. Lan —corrigió.

—Eso he dicho…
Ran
.

La muchacha se dio por vencida y se dedicó a analizar el aspecto del pequeño. Su piel era del color de la arcilla y carecía de brillo, sus ojos destacaban entre el barro como dos faros que le iluminaran el rostro, y tenía el cabello revuelto como si hubiera olvidado para qué sirve un peine.

—¿Eres una
Intocable
?

—¡Oh! No. Yo sólo… —dijo, al deducir que así llamaban a los Errantes en aquel lugar.

Una aglomeración de gente formó un corrillo alrededor de la muchacha y su amiga pelirroja.

—Son Intocables —dijo una anciana.

—Pues esa chica no lo parece —respondió su nieto.

—Mira a la pelirroja, es evidente que es una Intocable —agregó un hombre de baja estatura.

—¡Te digo que no! —reclamó la anciana.

—Ya lo verás… —respondió él.

Lan empezó a asustarse. Por primera vez se sintió en la piel de un Errante. De alguna manera, era capaz de percibir que toda aquella gente la respetaba, como si tuvieran algún tipo de expectativa sobre ella, pero no le gustaba ser el centro de atención.

Otro de los niños surgió de entre la multitud y se acercó a la pelirroja, decidido a tocarla. Lan recordó el dolor desgarrador que sintió cuando el Secuestrador la cogió del brazo y entonces temió por la vida del pequeño.

—¡Quieto! —Lo detuvo, agarrándole el hombro.

El niño y el resto de espectadores se quedaron sin aliento.

—Tranquilos, yo no soy una Erran… una «Intocable» —trató de calmarlos.

El niño suspiró aliviado y después dijo:

—No pensaba tocarla. —Sonrió con pillería—. ¿Veis como tenía razón? —añadió, dirigiéndose a la multitud pagado de sí mismo.

Lan entornó los ojos. Al parecer, los niños de Rundaris eran igual de traviesos que los de Salvia.

—¡Los Intocables! —exclamó una mujer alegremente.

—¡Han vuelto! ¡Los Intocables nos visitan! —gritó un hombre desde las últimas filas.

Lan temió que aquello sólo fuera el preámbulo de un recibimiento mayor. Era de esperar que la gente reaccionara con el mismo entusiasmo que en su clan. La muchedumbre empezó a murmurar mientras las reverenciaban respetuosamente. Aparecieron el resto de Caminantes: el Guía, su séquito y el resto de Hermanos, incluyendo al Secuestrador. Instantes después, los habitantes de Rundaris se maravillaron con su presencia y les dieron la bienvenida, armando un gran escándalo. La muchacha se preguntó cómo podía ser que los artífices de aquella espléndida ciudad veneraran a un pueblo nómada, cuando, a su juicio, debería ser al contrario. «Si supieran la verdad, los echarían a patadas», pensó para sus adentros.

Mease Nicar tomó el mando de la situación alzando la palma de su mano. El griterío se moderó de inmediato y la gente formó un pasillo para dejarles el paso libre; nadie quería entrar en contacto accidentalmente con uno de los Intocables.

—¡Sumo Intocable! —se oyó una voz gritando entre la multitud.

El Guía la reconoció al instante y se detuvo.

—Permítame servirle de anfitrión una vez más —dijo un hombre algo rechoncho, mientras trataba de abrirse paso entre la muchedumbre.

—Por supuesto, Naveen. Me alegra verte de nuevo —dijo Nicar.

—¿Cuál es el motivo de su visita, señor? —le preguntó el rundarita.

—Me gustaría decir que es una cuestión rutinaria, pero desgraciadamente es mucho más que eso. Te ruego me lleves de inmediato ante Mezvan.

—Claro que sí —asintió decidido.

El Guía se giró, indicando a su pueblo que aquella visita la haría solo. Instantes después, Naveen ordenó a sus compañeros que atendieran al resto de huéspedes.

—Preparad Las Aspad cuanto antes —les ordenó.

—¡Sí, señor! —asintieron todos al unísono.

***

La comitiva de Errantes aguardó en la entrada, regalando a los pueblerinos todo tipo de mercancías e incluso jugando con los niños, aunque siempre manteniendo las distancias.

Mientras tanto, Mease Nicar, acompañado por sus más fieles ayudantes, Lan y la pelirroja, siguió a su anfitrión por toda la ciudad.

—Como podéis comprobar, Rundaris no está pasando por un buen momento —dijo, dirigiéndose al Guía.

—¿Qué ocurre, Naveen?

—Desde hace algunos días, el caudal del magma se ha intensificado y, por lo tanto, hace más calor del que debería.

—Entiendo —dijo preocupado.

—La vegetación no está preparada para resistir temperaturas tan elevadas y tememos que el río de lava se desborde de un momento a otro.

—¡Vaya! Eso sí que sería un problema.

—Aunque hemos construido varias presas y numerosos cortafuegos, lo cierto es que tememos que una ruptura acabe con ellos.

—Pero las rupturas siempre han respetado vuestros Límites Seguros, ¿no es así?

—Vamos, Nicar… —dijo, mirándolo fijamente a los ojos—. Sabemos que la Quietud ha empezado a invadir los Límites. En clanes como el de Salvia…

Lan abrió los ojos, sorprendida, y rápidamente se inmiscuyó en la conversación.

—¿Cómo sabes lo que ha ocurrido en Salvia?

—Bueno, no me gusta alardear, pero… nuestros Corredores son excepcionales, los mejores de todo el Linde, y hace un par de días encontraron algunos supervivientes vagando en tierras sin límite.

—Supervivientes… —murmuró esperanzada.

A Lan se le iluminó la mirada. Quizá su madre, Nao y Mona siguieran vivos. Tal vez, incluso estuvieran en aquella misma ciudad.

—¿Cuántos eran? ¿Cómo se llamaban? ¿Se encuentran bien? —lo avasalló a preguntas, sin siquiera detenerse a tomar aire.

—Tranquila, jovencita, tranquila. No debes preocuparte por ellos, hemos curado sus heridas y en estos momentos se encuentran estupendamente.

—Sí, pero… necesito saber…

—Llegaron tres —la interrumpió—. Un hombre robusto de mediana edad, una mujer entrada en carnes que no calla ni debajo del agua y una niña muy considerada.

—¿Con coletas? —se adelantó.

—¿Cómo lo sabes?

—¡MONA! —Estalló de alegría mientras se le llenaban los ojos de lágrimas.

—Sí, creo que ése era su nombre… —confirmó Naveen.

Por primera vez en mucho tiempo, Lan se sintió feliz. Su amiga estaba a salvo en la ciudad de los Rundaris. No podía creérselo, ansiaba el momento en que la llevaran con ella. Deseaba abrazarla y decirle lo mucho que la había echado de menos. A ella y a todos los demás.

—Bien. Dejémonos de cháchara —dijo el anfitrión—. Ya hemos llegado.

Oculta en un altísimo desfiladero, se levantaba una colosal edificación de piedra roja esculpida en el lateral de una montaña. Unas imponentes escaleras llevaban hasta la puerta de entrada, que era de un color mucho más oscuro y, como el resto del palacio, estaba decorada con sugerentes bajorrelieves.

«Impresionante», pensó la muchacha. De ningún modo habría podido concebir semejante construcción. En su clan, las casas eran mucho más modestas.

—Hacía tiempo que no pasaba por aquí —dijo Nicar con aire nostálgico.

—No debe preocuparse, todo sigue exactamente igual —le respondió Naveen, instantes antes de empezar a subir las escaleras.

Una vez en el interior, Lan prestó atención a cada uno de los detalles con los que estaba ornamentada aquella especie de palacio. De hecho, lo habría comparado con un templo de no haber sido por los constantes gritos que provenían de una de las últimas salas del pasillo.

—¡Es importante, Mezvan! ¡Ahora más que nunca!

Naveen les pidió disculpas por el griterío con la mirada y después se mostró inquieto.

—No lo dudo, pero no puedo hacer nada. No queda mano de obra disponible, y menos aún personal cualificado.

—Somos conscientes de los problemas que está atravesando la ciudad, pero ¡no podemos abandonar el proyecto! —reclamó su interlocutor.

—Haré todo lo que pueda, amigo. Te lo prometo.

Al llegar al final del pasillo, Lan por fin pudo poner rostro a las dos voces. El primero era un hombre enjuto y larguirucho. Llevaba el cabello enmarañado y su rostro amable rebosaba sabiduría. Por el contrario, el segundo poseía una estatura considerable, era corpulento y de facciones preocupadas. Sus ojos grises destacaban sin esfuerzo entre el color teja de su piel, y su barba, cana como un puñado de cenizas, no dejaba lugar a dudas: era Mezvan, rey de Rundaris.

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