La muchacha siguió observando al niño hasta que éste levantó la mirada para dirigirla al grupo de nómadas. Lan buscó sin éxito al secuestrador; y entonces, se improviso, reconoció su silueta junto a Maese Nicar.
—¡Es él! —exclamó.
El niño se agarró con fuerza a la falda de su madre. Acto seguido, Lan trató de abrirse paso entre la multitud para asegurarse de que no estaba perdiendo la cabeza.
—No puede ser. —Seguía sin dar crédito a lo que veían sus ojos—. Está aquí… —maldijo en voz baja.
Primero sintió pánico, después se sobrepuso a la situación y luego le hirvió la sangre. Nadie parecía sospechar de él, incluso Maese Nicar se encontraba a su lado, conversando tranquilamente. No se trataba sólo de un despreciable secuestrador de niños, también había quebrantado una de las reglas más importante de los Errantes.
La gente percibió el enfado de Lan sin saber adónde se dirigía ni cuáles eran sus intenciones. Cuando la muchacha se encontró a unos pocos metros del chico, lo acusó con toda la furia que fue capaz.
—¡Él se llevó a Ivar! —gritó, señalándole con el dedo—. ¡Vi cómo se lo llevaba más allá del Límite!
Rápidamente, algunos de los vecinos trataron de detenerla mientras los Errantes protegían al muchacho.
—¡Es el secuestrador!
Uno de los hombres más fuertes de Salvia consiguió retenerla unos pasos antes de que llegara hasta él.
—Es un traidor. ¡Un traidor que no merece pertenecer a vuestro pueblo! —chilló fuera de control.
Sus vecinos estallaron de inmediato en carcajadas.
—¡Ja, ja, ja! ¿De dónde has sacado eso, Lan?
—¡Es un Errante! —replicó indignado un anciano.
La muchacha siguió gruñendo, completamente desbordada por la situación.
—Pero ¿Qué mosca le habrá picado? —refunfuñó la señora Orlaya.
—Ha perdido la cabeza —murmuró una niña—. ¿Será cosa de las Partículas?
Lan forcejeó con el hombre que la había aprisionado y, una vez se dio por vencida, espetó:
—¡Tú me tocaste!
El joven acusado permaneció inmóvil, dirigiendo una furiosa mirada a Lan. La muchacha fue consciente de lo peligroso que era y retrocedió un par de pasos al instante.
La muchedumbre quedó en silencio, desconcertada, y luego se desató el escándalo.
—¡Es imposible! —le recriminaron.
—¡Habrías muerto!
—Estás loca. ¡Loca de remate!
Maese Nicar la escrutó con ojo crítico y analizó la situación detenidamente. Acto seguido, alzó la mano para tranquilizar a la multitud y dijo:
—Todos estamos nerviosos.
Lan gruñó de nuevo sin dejar de revolverse entre los brazos de su captor. Luego buscó a Ivar entre el gentío para que corroborara su historia, pero su madre ya se lo había llevado de allí.
—¡Es verdad! —insistió.
De pronto, el secuestrador se abrió paso entre los compañeros que lo protegían y la miró de hito en hito, como si aquélla fuera la primera vez que la veía. Lan se dio cuenta de que el brillo plateado que emitían sus ojos en su primer encuentro se había apagado por completo, aunque, a pesar de ello, su mirada seguía siendo de lo más inquietante.
La muchacha tuvo la esperanza de que aquel sucio traidor lo confesara todo, pero el Errante se limitó a decir:
—No la había visto nunca.
Lan se derrumbó y después trató, sin éxito, de encontrar alguna lógica a lo que estaba diciendo. Arrodillada en el suelo, observó impotente cómo el Errante se daba la vuelta y se marchaba sin más. La muchacha se fijó en sus ropas gastadas de tonos anaranjados y azules, en sus botas, que parecían tener más años que la tierra que pisaban, y en su cabello desaliñado, de un negro absoluto, como era habitual en los Errantes. Nada lo delataba como un traidor. El secuestrador se había salido con la suya y encima le había hecho quedar como una mentirosa.
—¡Y pensar que la considerábamos una heroína! —lamentó una de las mujeres—. ¡Se le habrá subido a la cabeza!
—Está loca —concluyó un anciano.
—Han sido las Partículas.
—Pobre muchacha.
—Su madre estará pasándola muy mal.
***
La comitiva de Errantes se introdujo lentamente en una de las carpas que habían desplegado junto a las hogueras y después el fortachón la liberó.
—No hagas tonterías, ¿me oyes? —le advirtió.
Lan bufó entornando los ojos y luego le dio la espalda sin dirigirle la palabra. Trató de tranquilizarse, pero no lo consiguió. Habían sucedido demasiadas cosas. Observó los rostros preocupados de Nao y Mona, que habían vuelto a la plaza al oír el alboroto; luego vio a su madre, afligida entre la muchedumbre que volvía a sus hogares, y se sintió culpable por todo lo ocurrido. Naya la miraba decepcionada mientras negaba con la cabeza. A Lan, aquel gesto le dolió más que cualquier otra reprimenda. Sólo le quedaba su madre, y la quería por encima de cualquier otra cosa. No era su intención hacerle daño; siempre había deseado que se sintiera orgullosa de ella, pero en ese instante pensó que la había defraudado.
Lan agachó la cabeza derrotada, se apoyó en uno de los tocones que servían de asiento y suspiró. A su alrededor ya no quedaba casi nadie, todos volvían a la seguridad de sus casa para reflexionar sobre las nefastas noticias de los Errantes. Las últimas llamas de una hoguera proyectaban extrañas siluetas en los árboles, el murmullo de la multitud se oía cada vez más lejano.
La muchacha se frotó las sienes y después lamentó que todos la hubieran tomado por una mentirosa. Si bien era cierto que la «Locura del Horizonte» se había adueñado de muchas mentes sanas, Lan estaba completamente segura de que no la padecía. Desde hacía años, los habitantes del clan de Salvia habían descubierto que las Partículas que el suelo deprendía en el transcurso de las rupturas eran letales. Algunas personas que se habían visto expuestas sin protección, desarrollaban una especie de locura que les hacía perder el sentido de la orientación y ansiar el horizonte. A menudo, esas mentes envenenadas lograban cruzar los Límites Seguros de los pueblos y se perdían para siempre, otros morían a los pocos días o se volvían cada vez más locos.
Lan oyó que alguien se le acercaba y se giró con rapidez.
—¿Nao? ¿Cuánto hace que estás ahí? No me había dado cuenta.
—Lo siento, no pretendía asustarse —se disculpó el muchacho, ofreciéndole la mano para ayudarla a levantarse.
—¿Tú también piensas que estoy loca? —dijo Lan, con la mirada perdida.
—Claro que sí. Siempre lo he pensando —respondió su amigo con una media sonrisa.
—Vamos, lo digo en serio —replicó la chica, algo más animada.
—Si dices que viste a ese Errante más allá del Límite con Ivar… yo te creo. Tiene que haber alguna explicación.
—Sí, pero yo aún no la he encontrado. No entiendo nada. ¿Por qué retenía al niño? ¿Por qué me agarró de aquella manera? Sin permitirme correr hacia un lugar seguro donde ponerme a salvo. No… no tiene sentido. ¡Ningún sentido! Un Errante nunca haría eso —dijo mientras se le humedecían los ojos.
El joven permaneció en silencio y la cogió de la mano. Allí aún quedaban algunos salvianos apagando las hogueras, así que Lan se dejó arrastrar hasta otro lugar.
De día, con el Columnado era habitual escuchar una algarabía de críos jugando al escondite; en cambio, de noche, aquel bosque se convertía en uno de los sitios más tranquilos de toda Salvia. Estaba repleto de raíces aéreas que caían del cielo para introducirse delicadamente en la tierra, convirtiendo el lugar en una suerte de laberinto del que era imposible salir si no se conocía a fondo. Por suerte, tanto Lan como Nao había pasado su infancia correteando por aquellos pasillos vegetales. Para ellos, aquel bosque poseía un encanto muy particular; les recordaba todos los momentos que habían vivido juntos, todos sus juegos y aventuras.
La muchacha se detuvo para apoyarse en una de las raíces y su amigo la imitó en el lado opuesto. Diminutas luciérnagas brillaban a su alrededor, creando un ambiente relajante.
—Hay algo que no me has contado, ¿verdad? —le preguntó Nao, cruzándose de brazos.
El muchacho conocía lo bastante bien a su amiga como para saber que le estaba ocultado algo importante. Las acusaciones que había hecho eran muy graves, así que tendría un buen motivo.
—Cuando se produjo la ruptura… —empezó a decir Lan.
Nao no soportaba ver tristeza en aquellos enorme ojos dorados, pero sabía que debía mantenerse firme.
—Yo… crucé el Límite —confesó al fin, enjuagándose las lágrimas que corrían por sus mejillas.
—¿Cruzaste el Límite? —repitió él, sin dar crédito a lo que acababa de escuchar—. ¡Por el Gran Linde, Lan! —exclamó asustado.
Nao observó el rostro compungido de su amiga y se esforzó por comprenderla.
—Dijiste que ese Errante tenía a Ivar al otro lado. Por eso lo hiciste, ¿no?
—Tenía miedo, creía que se lo iba a llevar. Todo se estaba derrumbando, fue horrible —dijo entre sollozos—. ¡Pensaba que íbamos a morir, que nos perderíamos para siempre!
Nao se acercó y la abrazó con fuerza.
—Tranquila —quiso calmarla.
—No lo entiendo. ¿Por qué ha mentido ese Errante? ¿Por qué ha dicho que nunca me había visto? —Se preguntó la muchacha, empapando de lágrimas la camiseta de su amigo.
—Encontraremos una explicación, te lo prometo —dijo Nao, secándole las mejillas con el pañuelo que le colgaba del cuello—. Si es necesario, yo mismo me encargaré de ese…
De pronto, los adornos metálicos que Lan lucía en su cabello tintinearon con una suave brisa.
—¡Oh, no…! —dijeron al unísonos, mirándose con los ojos bien abiertos.
Instantes después apareció la niebla, reptando como un animal inasible que pretendía devorarlo todo.
—No puede ser —siguió negando la muchacha.
Asustados, retrocedieron unos pasos y, cuando comprendieron que la Quietud estaba a punto de romperse otra vez, se esforzaron por salir del Columnado. Recorrieron el laberinto de raíces tratando de evitar la niebla, que cada vez era más espesa, y por fin llegaron al pueblo. Entonces Lan recordó el gesto decepcionado de su madre, y, sin esperar la reacción de Nao, empezó a correr calle abajo para salvarla.
La muchacha apenas podía distinguir las siluetas que se movían torpemente entre la multitud. Alguien dio la voz de alarma. Se desató el caos y la gente empezó a desplazarse con urgencia.
—¡Mamáaaa! —la llamó, asustada.
No obtuvo respuesta. Las Partículas aparecieron zumbando como avispas brillantes. Lan se protegió las vías respiratorias y entonces volvió a gritar desesperada.
—¡Mamáaaa!
La muchacha siguió corriendo entre la niebla hasta que por fin la oyó.
—¡Lan!
Lan sonrió, aún había esperanza.
—¡Mamá! ¿Dónde estás?
—¡Aquí, hija mía!
Trató de encontrar el origen de su voz y se dirigió rápidamente hacia ella.
—¡Mamáaaa!
—¡Laaan!
Sentía que cada vez estaba más cerca de su madre. En unos instantes la abrazaría y se refugiarían juntas en cualquier sitio.
—¡MAMÁAA!
—¡LAAAN!
El planeta entero empezó a temblar, como si se estuviera partiendo dos. No podía ser, la ruptura se producía demasiado deprisa. Lan corrió tan rápido como pudo, pero una de las construcciones se derrumbó a escasos metros de ella, dificultando el paso.
—¿Qué sucede? Las cosas… se están resquebrajando —dijo, presa del pánico. Los temblores nunca habían afectado al pueblo de aquella forma—. ¿Dónde estás, mamá? —Pensó en voz alta, mirando a uno y otro lado—. ¡Mamáaaa! —gritó de nuevo.
No obtuvo respuesta.
—¡Lan! —Oyó que alguien gritaba su nombre.
—¿Nao? ¡Estoy aquí! ¿Puedes verme?
—¡Lan! ¡No te muevas, llamaré a uno de mis
wimos
y rodearé los escombros por la otra calle!
—Date prisa. Algo va mal… ¡Está sucediendo demasiado rápido! —gritó con todas sus fuerzas.
Lan escuchó el silbato de su amigo fundiéndose con el rugido de un viento huracanado. Estaba cada vez más nerviosa. Nunca había vivido una ruptura tan intensa.
—¡MAMÁAAA!
Por primera vez, la ruptura no respetaba los Límites Seguros del pueblo. Llovieron fragmentos de las construcciones que se estaban desmoronando y Lan no pudo hacer nada por esquivarlos. Había quedado enterrada por una montaña de cascotes, tenía los brazos malheridos y le sangraba la rodilla.
—¡MAMÁAAAAA! —chilló desconsolada, como una niña pequeña que reclama la atención de sus padres.
Y después, silencio.
Oscuridad.
Miedo.
—¿Mamá? —murmuró en voz baja.
La niebla lo cubrió todo con su manto de oscuridad. Las Partículas se desvanecieron en el aire, como estrellas que habían decidido volver al firmamento.
Y la nada más absoluta se adueñó del Linde…
Perdida
C
uando todo hubo pasado, Lan abrió los ojos con la esperanza de seguir en el pueblo, pero ante ella sólo había un infinito desierto plagado de dunas altas y arena fina como el polvo. La muchacha apartó algunas de las piedras que la habían sepultado y se deshizo de las ramas que tenía enredadas en el cabello. Sintió un fuerte dolor de cabeza; se había partido una ceja y tenía un corte bastante feo en la pierna, aunque no parecía grave.
Entrecerró los ojos y, una vez que sus pupilas se acostumbraron a la intensidad de la luz, logró distinguir con total claridad la enorme planicie que se extendía a sus pies. El horizonte se diluía entre la calima y el cielo, donde brillaba un sol abrasador.
Calculó que apenas habían pasado unos pocos minutos, pero en aquel sitio ya era de día, así que la muchacha concluyó que la ruptura la había desplazado a un lugar muy lejano, probablemente hasta la otra punta del planeta.
—¡Oh, nooo…! —se lamentó para sus adentros.
La peor de sus pesadillas se había hecho realidad: se había perdido.
Aún algo aturdida, se incorporó para asegurarse de que no existía ningún peligro a su alrededor. Todo estaba despejado, de su pueblo sólo quedaban un árbol caído y un par de casas en ruinas, semienterradas en la arena. El paisaje era verdaderamente desolador.
En el Linde existían porciones de tierra más fuertes que otras. Esos fragmentos se desplazaban por la superficie como piezas de un rompecabezas tratando de encajar entre sí. Por ello, los clanes buscaban terrenos lo suficientemente estables para albergar un pueblo, y con cada ruptura aprendían a definir el Límite Seguro: el lugar a partir del cual todo cambiaba.