Read La fabulosa historia de los pelayos Online
Authors: Oscar García Pelayo
Tags: #Ensayo, #Biografía
Una vez más el olor a cocido impregnaba los pasillos de la casa. Sentados alrededor de la mesa del salón, se encontraba el grupo al completo. Mientras dábamos cuenta de la «pringá» a la que Carmen cada vez le cogía mejor el punto, mi padre nos explicaba el nuevo plan de ataque que definitivamente nos asentaría como jugadores profesionales.
—Sólo nos queda un millón y medio de pesetas, y hay que repartirlo inteligentemente para poder jugar y vivir al mismo tiempo.
A la vuelta de Canarias nos dimos cuenta de que no disponíamos de suficiente dinero para afrontar la lucha en Madrid con las garantías exigidas por los nuevos métodos de medición del valor de las apuestas. Se tardó un poco en conseguir un pequeño capital, que vendría por fuentes externas, para ser capaces de soportar el nuevo asalto. La idea era encastillarnos durante un tiempo en Madrid, reduciendo al máximo los gastos y reservando todos los recursos para juego e intendencia.
—Considerando que deberíamos guardar algo más del cincuenta por ciento del capital para no tener que trabajar en otra cosa que no sea ir al casino, contamos con seiscientas mil pesetas para levantar el vuelo —seguía analizando mi padre.
Empezó a hacernos números y estadísticas donde se reflejaba la necesidad de iniciar la nueva andadura desde el principio, es decir apostando por el límite más bajo para aumentar la apuesta poco a poco, siempre con el dinero que fuésemos ganando. El primer nivel con el que teníamos que enfrentarnos eran apuestas por unas humildes doscientas cincuenta pesetas, que producían unos premios (cuando tocaba tu número) de nueve mil pesetas. A partir de ahí necesitábamos multiplicar ese premio por veinte para subir al siguiente nivel, que eran las apuestas de quinientas pesetas y después, suma y sigue. Con este plan tan lleno de fe y confianza en el sistema, mi padre estimaba que hacia el verano contaríamos con un capital de entre cincuenta y setenta y cinco millones de pesetas, apostando ya por cinco mil pesetas. Ante lo que me parecía un brillantísimo cuento de la lechera, comenté:
—Me parece bastante duro después de jugar por apuestas fuertes tener que esperar a conseguir el capital desde abajo. Me veo todo el verano a cuarenta duros.
Pocas veces una frase fue tan recordada y repetida por tanta gente cercana a mí, sobre todo una vez que al finalizar el año habíamos llegado a ganar la escalofriante suma de doscientos millones de pesetas entre lo que se había ganado en Madrid y en el casino de Lloret del Mar, que visitamos en pleno verano. Todo ello lo habíamos conseguido con las seiscientas mil pesetas iniciales. En ese caso mi carácter de natural conservador me jugó una mala pasada, pero ojalá siga equivocándome de esa manera muchas más veces a lo largo de mi vida.
Ahora sí entendimos la importancia de organizar el trabajo con un criterio más empresarial y estructurado, que estuviera en función de un horario laboral que nos permitiese aguantar con cierto equilibrio lo que sin duda iba a ser una carrera de fondo. Se decidió que ni mi padre ni Carmen fuesen a jugar, para así ocuparse del estudio estadístico y de la intendencia mientras que el resto se dispuso a hacer del casino su lugar de trabajo. Guillermo y yo asumimos la responsabilidad sobre la organización de ese plan y sobre lo referente al manejo del capital.
No por el hecho de que llegásemos a ganar tanto dinero y en tan poco tiempo hay que pensar que no hubo momentos de tensión e incluso de desesperación. El miedo fundamental se mostraba en la posibilidad de que, alcanzado un nivel de apuesta concreta, una mala racha nos devolviese a un estadio inferior, con lo que tanto el capital como la moral se resquebrajaría; y es que realmente estuvimos a un tris de que eso nos pasase. El primer nivel lo pasamos con bastante soltura y, en dos semanas de trabajo bastante fluido, conseguimos alcanzar el valor de quinientas pesetas por número y bola jugada. Cada vez que empezáramos a jugar por el doble, sabíamos que lógicamente sólo disponíamos de diez unidades con las que podíamos aguantar en ese estadio, y si éstas se perdían, pues a volver para atrás, en este caso a las doscientas cincuenta pesetas.
Y ése fue el peor momento que vivimos ese año. No acabábamos de arrancar y todo se ralentizaba, dado que ni ganábamos ni perdíamos. Aguantar esa especie de calma chicha al poco de haber iniciado el plan sólo se podía soportar charlando entre nosotros y relacionándonos con los demás personajes que veíamos por el lugar. Y para que fuese un poco más pesado el asunto, los crupieres llevaban de huelga al menos cinco o seis meses, por lo que había pocas mesas abiertas y la duración de tiempo entre un lanzamiento de bola y el siguiente era larguísimo. De pronto la tan temida mala racha llegó y vimos cómo íbamos desangrándonos en pequeñas dosis.
Tanto Balón como yo, que nos había tocado el turno de tarde, hacíamos trágicos aspavientos cada vez que oíamos (que ya no mirábamos) la bola deslizarse por el borde superior de aquellas ruletas. Continuábamos con el rictus de agria congestión a lo largo del interminable lapso entre el momento en que empieza a producirse la suave desaceleración de la bola, el tintineante rebotar de la misma de casillero en casillero y el corto y sordo golpe que se oye si estás atento cuando por fin la pequeña esfera se asienta en el interior de una celdilla coronada por un número que la suerte decide que inexorablemente no es el tuyo.
Así estuvimos casi tres días seguidos, hasta que el agotamiento provocado por la tensión hizo que empezáramos a barajar la idea nefasta de volver hacia atrás. Eran alrededor de las nueve de la noche, ya próximos a que se produjera el relevo que debían hacernos mis primos, cuando nos dimos cuenta de que, según las estrictas reglas que teníamos que seguir, sólo nos quedaba la posibilidad de un último lanzamiento. Ahora sí que miramos e incluso nos reíamos (de una manera algo nerviosa) de la situación, una vez que nos habíamos mentalizado para lo peor. Como es rutinario, todo lo descrito en el párrafo anterior volvió a ocurrir, aunque con el tenue matiz de que esta vez estaban cantando un 21. Nos abrazamos, aun sabiendo perfectamente que este evento sólo nos daba seis lanzamientos más, que deberíamos sufrir en breve. Cuando la crupier hizo el amago de pagarnos la apuesta, vimos que intentaba darnos muchas más fichas de las que nos correspondían, y claro, ya nos estábamos preparando para hacernos los suecos. Pero enseguida me fijé en el tapete y le dije a Balón:
—Mira, nos hemos equivocado y apostamos más fuerte por el número veintiuno de lo que le correspondía. Nos están pagando un cerro de fichas.
Fue uno de esos instantes en que un aprendiz de poeta tiene la oportunidad de practicar las sonoras palabras que glosan la sensible imagen del renacer, la épica contenida en el mito del ave fénix, o la siempre moral y merecida parábola de la segunda oportunidad que todo el mundo debiera tener.
Así que si nos atenemos a tanto clasicismo, en cualquier relato todo debe estar encaminado al triunfo definitivo del héroe sobre el destino. También a nosotros nos ocurrió así: aquella noche nos recuperamos con el segundo turno de mis primos, a los que dejamos con fichas suficientes para no tener que bajar de nivel. Poco después pasamos a jugar cada número por mil pesetas, por dos mil, y de ahí al salto definitivo de cinco mil, máximo de aquellas mesas. Al final del verano habíamos ganado setenta millones en Madrid empezando a «cuarenta duros». Confirmado: el 21 (y los demás números) se había comportado según la tendencia detectada.
Pasado el tiempo, el ambiente en el casino empezó a ser mucho más hogareño de lo que hasta el momento había sido. Se fueron creando grupúsculos de amigos que cada tarde se saludaban, situándose mesa a mesa según existiese mayor afinidad. En ocasiones intercambiábamos información de días anteriores, e incluso con los de más confianza alguna que otra vez les concedíamos pequeños préstamos que fueron caballerosamente devueltos. Lo que siempre cuidamos muy mucho es que no se dieran cuenta de que sabíamos lo que sabíamos.
Ahí estaban Antonio el Largo, un inteligente buscavidas que fue de los que más intuyeron lo que estábamos haciendo; Hans el Suizo, nativo de un cantón alemán del que no recuerdo el nombre y que, fiel a su procedencia, era el más científico de todos, por lo que gustaba de estudiar cualquier evento relativo a las matemáticas y al azar que le pasase por delante; Carlos el Chileno, gran anotador, que se pasaba la vida tomando estadísticas, no se sabía muy bien para qué, pero las tomaba con la misma pasión con que proclamaba su amor por el diseño escandinavo o por la literatura cinegética; la ya citada Ana María, siempre a la caza del 20; o una pareja de modales exquisitos, que era uno de los pocos ejemplos de gasto contenido y que desde hace muchos años convenían en separar un presupuesto mensual para juego, siempre en justa proporción con sus sueldos.
Un poco más tarde apareció Chimo, que había sido guitarrista de gente tan insigne como Los Canarios, o Juan y Júnior y con el que, por razones de colegueo, rápidamente conectamos. Había abandonado el mundo de la música y quiso probar en distintos negocios entre los que se contaba algún desaparecido local de alterne allá por la frontera con Francia, y también creo que regentó alguna gasolinera por el Levante español que era de donde procedía dicho personaje. Era el más sistemista de todos los jugadores que nunca vimos, lo apuntaba todo desde el inicio hasta el cierre, y después de obtener cuantiosa información tomaba la decisión de entrar o no a jugar con una sola ficha de doscientas cincuenta o quinientas pesetas. No es que su sistema fuese esencialmente ganador, pero la contención a que se veía sometido por él mismo hacía que, desde luego, no fuese un gran perdedor. Con él llegamos a plantear algún acuerdo de trabajo, especialmente para desarrollar y preparar algún casino como el de Benidorm, allá por su área natal, pero la fragilidad de su forma de vida le llevó a acabar desapareciendo de este mundillo, como probablemente lo había hecho de otros.
También de la música, pero del sector del heavy metal, contactamos con Luis el Pelos, que era batería y había realizado giras con grupos como Ángeles del Infierno o algo así. En un principio iba siempre acompañado de su simpático hermano, al que, a modo de terapia, Luis pretendía introducir en un mundo más «estable» como era el del casino de Madrid, para así procurarle una ocupación que le ayudase a desengancharse de no sé qué sustancia que lo tenía loco. Luis, a golpe de picaresca y habilidades algo callejeras, había desarrollado unas sorprendentes habilidades que le conferían un sexto sentido para los negocios, con los que había ganado bastante dinero. Quizá por esa razón intuyó enseguida que lo que estábamos haciendo era algo muy interesante para alguien que también buscaba hacer algo serio en el mundo del juego. No sólo creyó en nuestro sistema, a pesar de que en un principio nosotros lo negásemos con la misma contundencia que san Pedro, sino que entendió la importancia de la constancia en el mismo para acabar consiguiendo resultados positivos.
Empezó por preguntar de forma educada si podía jugar a los mismos números que nosotros, obviamente en las mismas mesas en las que jugábamos. Cuando nos dimos cuenta de que eso no podía traernos nada bueno, consiguió que negociásemos con él y con su dinero para así juntar fuerzas. Hubo momentos de entendimiento y otros de desencuentro, pero no se puede negar que era tan listo como tenaz, ya que no sólo circunscribió estas acciones al ámbito del casino de Madrid, sino que, al igual que nosotros, desarrolló numerosos ataques a otros casinos donde inevitablemente a menudo coincidimos. Por fortuna, ése fue el único caso de personaje adosado que se produjo a lo largo de nuestra extensa y muy variada carrera.
Por supuesto, podríamos alargar la lista de individuos que recordamos más allá de los presentes, pero quizá sea interesante hacer un parón para comentar que los personajes no sólo lo eran a título individual, sino que algunos pertenecían a grupos muy reconocibles. Principalmente había dos tipos de camarillas que destacaban: los prestamistas y los secretarios. Los primeros, como su propio nombre indica, eran los que esperaban la oportunidad de que algún jugador, a ser posible de altos vuelos, necesitase dinero líquido en el acto; entonces aparecían ellos con importantes cantidades de billetes o incluso de fichas, para prestarlas al módico interés de hasta el diez por ciento diario. Sí, sí, como lo oyen, de cada millón de pesetas que prestaban, esperaban obtener una plusvalía de hasta cien mil pesetas cada día que se retrasase la devolución del préstamo, y claro, cuanta más demora, mejor para ellos.
En contra de la imagen tópica que se pueda tener de esta «profesión», nunca escuchamos, ni por supuesto conocimos, ningún caso de impagado que fuese reclamado por la vía medio mafiosa o mafiosa del todo que tan familiar nos resulta gracias a tan numerosos como vulgares reportajes periodísticos. Los prestamistas sabían a quién dejaban su dinero y la mayor parte de las veces incluso se hacían amigos del deudor. Muchos de los que prestaban eran buenos jugadores de black jack y alguno incluso dominaba la técnica del conteo de cartas, habilidad que le otorgaba una ligera ventaja sobre el casino. De esta manera, y sin correr demasiados riesgos, se pasaban las jornadas jugando, y por lo tanto, integrándose en el ambiente como uno más de la «pandilla» que pululaba por el local. Así pues, no temían demasiado por su dinero, ya que conocían perfectamente la situación tanto social como económica de sus posibles morosos y, sobre todo, sabían que en una ciudad como Madrid, donde gracias a un clarísimo y rotundo monopolio, solamente existe un casino, los que pedían siempre tendrían que acabar volviendo. Una vez más, se cumplía la máxima que una vez escuché en una canción de Dylan, que decía algo así como que para sobrevivir fuera de la ley hay que ser muy honesto.
El otro grupo era, si cabe todavía, más pintoresco. Los secretarios cumplían una función social muy concreta: atender en todo lo necesario, y hasta apostar para alguno de los jugadores más fuertes que eran clientes habituales. Este tipo de apostantes eran gente solvente, e incluso alguno de ellos famosos y populares para el gran público y gustaban de tener a una especie de corte especializada en estas actividades. Cuando pensábamos en la lista de «atenciones» que se debían procurar, veíamos que todo era posible y, por supuesto, supimos de alguno que hasta pasaba oficiosamente la cocaína entre sus clientes.