La fabulosa historia de los pelayos (11 page)

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Authors: Oscar García Pelayo

Tags: #Ensayo, #Biografía

—¿Sí…? Bueno… pensándolo bien, la verdad es que es bastante lógico —le dije, algo desconcertado.

«¡También a ellos se les ha ocurrido llamarle Caraperro! ¡Qué armonía, qué equilibrio!», pensamos los tres.

Mientras mi padre se quedaba con Guzmán y Óscar jugando en la playa y Antonio se dedicaba a recorrer con Esther algunos de los rincones menos turísticos y más insospechados de la comarca, un fin de semana tuve la oportunidad de gastar algo del dinero que le estábamos ganando al casino con una chica catalana que conocí en un club de Barcelona, y que me dijo que le apetecía pasar un fin de semana conmigo dando vueltas por uno de los parajes más sensuales, a la vez que salvajes, de todos los que haya podido conocer a lo largo de mi vida: la parte norte de la Costa Brava. A pesar de que la relación que entablamos fue, por parte de los dos, absolutamente desinteresada, conseguimos que no estuviese exenta de un electrificante morbo y de una continua invitación a visitar lugares comunes que nunca habían sido visitados antes, al menos por mí.

Unos días más tarde nos encontrábamos todo el grupo en un club de la mejor reputación entre las personas de peor reputación de la zona. Entre copa y copa describía, por supuesto sin pelos ni señales visibles, mi fabuloso fin de semana cuando con el rabillo del ojo pude advertir algo que Guillermo, que se encontraba frente a mí y mirando hacia la puerta del local, veía de manera directa. El señor Garó entraba en el club como Rodolfo por su casa. Por supuesto, también él nos vio y probablemente porque pensase que no era el sitio más adecuado para encontrarse con unos personajes tan incómodos para él, miró repetidas veces al público de la sala como el que anda buscando a alguien con el que se ha citado; también se interesó por la hora que le ofrecía su reloj de oro macizo y enseguida, cogiendo la puerta, salió a la calle. Pocos segundos después de su pronta salida escuchamos a uno de los camareros, que preguntaba extrañado al encargado:

—¿Por qué se habrá ido hoy el Caraperro con tanta prisa?

Los días iban pasando (bueno, eso ocurre siempre), pero con la tremenda diferencia de que en cada uno de ellos teníamos unos cuatro millones de pesetas más. Tanto Guillermo como yo bajábamos a Madrid de forma intercalada para ver cómo iba el negocio por allí aunque siempre comprobábamos que el grupo que se quedaba en casa llevaba las cosas muy en orden. A diferencia del casino de Madrid, donde todavía nada se había alterado, en Lloret la presión empezaba a ser fatigosa, ya que nos dimos cuenta de que a veces amanecíamos con las ruletas cambiadas de sitio, lo que implicaba un grado importante de mosqueo. Mayor tensión se produjo cuando decidieron cambiar algunas ruletas por otras que jamás habíamos visto. Todavía los casinos no podían imaginar cuál era la clave de nuestro sistema (y desde luego, no sería el Caraperro quien diese con el quid de la cuestión), pero a base de removerlo todo habían conseguido complicarnos bastante el trabajo, que hasta el momento había resultado tan divertido como rutinario.

Eso empezó a ocurrir justo cuando habíamos empezado a acomodarnos en la zona y le habíamos cogido el punto a la gente del lugar, que por lo general se mostraba cordial y muy educada, con un grado de profesionalidad en todo lo que hacían que no era habitual ver en otros lugares. No es que Lloret fuese un lugar especialmente bello, pero lo cierto es que no estaba mal y su entorno era inigualable. Ese viaje fue el detonante del aprecio que muchos de nosotros sentimos a partir de ese momento por Cataluña y su gente.

Antonio, que disfrutaba muchísimo en su papel de inusual espectador de una igualmente inusual empresa como era la nuestra, gozaba de bastante tiempo libre («más vale prevenir que currar», era su lema preferido) y por lo general gustaba de integrarse entre los lugareños y de visitar espacios fuera del circuito turístico, como pudiera ser una fábrica de embutidos o las oficinas de recaudación del consistorio, además (lógicamente) de bares y locales con diferentes ambientes. En su algo extraña manera de vivir en tiempo récord una realidad que en principio le era ajena pero que sinceramente le atraía conocer, decidió comprarse una barretina y llevarla puesta allí donde fuese necesario.

Una mañana, mientras desayunábamos a la una menos cuarto en el hotel, inició un relato de sus últimas andanzas y nos dijo que había conseguido empatizar con numerosos personajes del lugar y también con algún que otro extranjero. Se fue emocionado y, con la barretina en ristre, se levantó de la silla para ayudarse de gestos y movimientos corporales que dieran mayor realce a sus explicaciones. Fue entonces cuando comprobamos que muchos de los que se encontraban en las mesas colindantes miraban a Antonio con no demasiada simpatía. Él mismo se dio cuenta de que el capítulo de la barretina debía darse por concluido, no sin antes hacer una reflexión sobre el hecho de que aunque fuera lógica la reacción de algunos lugareños en su manera de interpretar la forma de acercarse a la realidad del lugar que él estaba poniendo en práctica, pronto se les había olvidado que a escasos kilómetros había vivido un ilustre vecino llamado Dalí, que no destacaba precisamente por poseer una visión demasiado realista de las cosas que pasaban alrededor.

El caso es que mientras en el hotel, entre los trabajadores municipales que realizaban su trabajo en la zona de la playa y entre los distintos locales del entorno se nos acogía cada vez con más cariño (y esto incluye también a Antonio), en el casino conseguían inquietarnos introduciendo cambios y más cambios de ruletas, que debíamos analizar con poco margen de tiempo. La ganancia total que habíamos obtenido en ese mes de casi vacaciones empezó a fluctuar, los Juegos Olímpicos habían concluido y los turistas retornaban a la alegre Europa.

Dado que Madrid seguía de dulce y que continuábamos con la mosca detrás de la oreja respecto a las posibilidades de Canarias, decidimos que mientras mi padre tomaba un avión para irse junto a Antonio y con unos cinco millones de pesetas a Puerto de la Cruz, Guillermo y yo volveríamos a Madrid junto con Guzmán y Óscar (que debían regresar al colegio) en un largo pero atractivo viaje en coche con una mochila cargada con veinticuatro «kilos».

7. EMPIEZA LA EXPANSIÓN

Antes o después, todas las empresas que arrancan, si en un plazo corto no llegan a pararse tienen que afrontar algún tipo de crisis de crecimiento si no quieren morir de éxito. Nuestro momento había llegado y nos pusimos a pensar en ello. Antes de separarnos en Cataluña, habíamos convenido con mi padre que en cuanto llegásemos Guillermo y yo a Madrid nos pondríamos a buscar más personas para ampliar nuestra capacidad de acción, así como el margen de maniobra del grupo. Por su parte, mi padre nos prometió realizar búsquedas de datos sobre los diversos casinos de España, para hacer un estudio y planificar el posterior ataque escalonado a los que fueran más interesantes para nosotros.

La primera en quien pensé fue en mi madre, que aunque se encontraba viviendo en París por aquella época, me había comentado reiteradas veces su intención de pasar una buena temporada en Madrid para estar conmigo y con mi hermana. Por otro lado, ella seguía manteniendo una buena relación tanto con mi padre como con el resto de la familia, incluida Carmen, por lo que no dudaba que sería un buen elemento para dar mayor cohesión, si cabe, al equipo. A pesar de que no podía venir inmediatamente, ya que tenía comprometidos unos trabajos como acompañante y traductora (ella realizó su educación primaria y secundaria en Francia) de grupos de turistas parisinos en países como China, México o Estados Unidos, le pareció muy emocionante lo que por primera vez le dije por teléfono, y me confirmó su próxima adhesión al proyecto de ampliación de la flotilla.

Por otro lado, una amiga de toda confianza nos recomendó a una persona llamada Alicia, que se encontraba en una franja de edad cercana a la de mi madre y que, entre otras ocupaciones, se ganaba la vida con la costura. Parece que a ella le interesaba tener algún trabajito extra que fuese compatible con sus horas de labor. Esa decisión fue una de las más meditadas por nosotros en esas fechas. Alicia era la primera persona que íbamos a introducir en el día a día de la flotilla sin que fuera de la familia ni amiga de toda la vida, y sabíamos que era una decisión arriesgada. En las primeras semanas acordamos con ella que sólo tomaría números y que le pagaríamos un sueldo por horas en función de dicho trabajo. De esta manera seguiríamos teniendo el control del dinero y de las decisiones, sin que una persona extraña al grupo pudiera entrometerse. Enseguida Alicia se mostró como lo que fue siempre a partir de esos primeros días: un personaje con una capacidad de trabajo, una honestidad y un don de gentes para trabajar en equipo y adaptarse a él con una flexibilidad y una buena disposición que resultaron absolutamente encomiables. Prueba de ello es que fue el miembro del grupo que duró más tiempo de todos los que entraron en aquel momento y, desde luego, ya más adelante con cargos de responsabilidad.

De mi madre no seré yo el que hable demasiado ya que, como se sabe, madre no hay más que una y evidentemente no tengo un juicio objetivo, pero lo que no se puede negar es que desde que entraron Alicia y ella en el grupo, el nivel de exigencia en la cantidad de horas de trabajo y el grado de eficiencia en las mismas subió considerablemente, no porque nosotros fuésemos especialmente indolentes, sino porque ellas eran máquinas de trabajar. Podríamos decir que el trabajo las realizaba, y eso les venía muy bien a ellas y, por supuesto, al grupo. Alicia se convirtió en el pilar central del estudio y el seguimiento de los avatares de un lugar tan importante para nosotros como era Madrid, mientras que a mi madre, además de Carmen en Amsterdam, la convertimos en la especialista en prospecciones europeas; la persona que recabó la información necesaria de casinos como los de París, Londres, Leicester, Viena y Copenhague, además del ya citado de Amsterdam.

Al principio Alicia podía pensar que se había metido a trabajar en algo parecido a una jaula de marcianos; sólo su natural simpatía y arrojo la ayudaban a no cortarse lo suficiente para dejarlo todo de inmediato. Nunca antes había pisado un casino, no sabía mucho sobre el juego de ruleta y, desde luego, no estaba acostumbrada a relacionarse con gente de la especie de la que pululaba por el casino de Madrid… y tampoco de la nuestra. Su cometido fundamental era pasearse de mesa en mesa apuntando todos los números de las pantallas donde se mostraban los últimos veinte lanzamientos, además de controlar las marcas de cada ruleta para asegurarnos de que siempre eran las mismas. Durante uno de sus primeros días se quedó mirando con extrañeza a un jugador que, plantado en el centro de la mesa número cinco de la ruleta americana, apostaba bola tras bola una ficha al rojo y otra igual al negro.

Aunque todavía no era muy ducha en sistema de apuestas, su sentido común le decía que aquello no era demasiado ortodoxo. Como más tarde le explicamos, con ese «sistema» siempre se cobraba una ficha y se perdía otra con el tipo de juego que estaba desplegando aquel caballero, es decir, era un continuo empate excepto cuando salía el número cero (marcado con el color verde) ya que entonces se perdía irremediablemente la mitad de la apuesta. Debido a su desparpajo habitual, no hizo demasiado por evitar una amigable charla con el susodicho.

—¿Qué tal? ¿Vamos bien o no? —preguntó Alicia con cierto aire castizo.

—Ahí voy, ahí voy —le respondió el elemento.

—No sé si me estoy metiendo en lo que no me importa, pero esa forma de jugar, siempre manteniendo la misma apuesta a los dos colores debe de ser un poco aburrida, ¿no?

—Sí, por supuesto. Pero es que así lo tengo todo controlado. Vamos, que consigo apostar a todos los números de una vez.

—Ya, pero creo que así no puede ganar ni perder nunca. Si acaso perder en algún momento, ¿no le parece?

—Es posible, pero lo único que sé a ciencia cierta es que yo cobro siempre en todas y cada una de las jugadas, y eso da un gustito que no se puede ni imaginar.

Por aquel entonces, la popularidad que obtuvimos en un principio entre los clientes habituales y los trabajadores del casino de Madrid muy a nuestro pesar se había multiplicado por unos cuantos dígitos. Trabajar como trabajábamos era algo que no ayudaba en nada a ocultarnos o a pasar inadvertidos. Si a eso le sumamos el hecho de que cada vez estábamos más integrados con una parte de los crupieres (especialmente con los que habían secundado la huelga), no podíamos negar que nos conocía todo el mundo. Las fiestas con algunos de esos crupieres fueron memorables; ahí seguían Patrick y Marifé con su restaurante, también Ana y Juan Manuel, una de las parejas más amigas y marchosas (a los que más tarde se les ocurrió abrir un bar donde también cayó alguna que otra juerga). También hubo muchos más nombres que se hacían inevitables en cualquier momento que de lo que se tratase fuese de pasarlo bien. A Marcos se le ocurrió la feliz idea de liarse con una crupier que a su vez estaba casada con otro crupier en activo, lo que produjo en el ambiente cierto grado de inquietud, no por «el qué dirán», sino por «lo que pueda pasar», que no era poco. No obstante, el sentido común hizo que esa relación se rompiera con la misma facilidad con que había surgido y la sangre no llegó al río.

Pero lo increíble era que a pesar de lo notable que volvía a ser nuestra continua presencia en el casino de Madrid y nuestra progresiva imbricación en la vida diaria de muchos de los trabajadores de por allí, los problemas, que ya habían empezado a asomar en otros casinos más pequeños que habíamos visitado, tardaron en dar la cara, y aquel detective que nos pusieron para que siguiese a Guillermo y a Nines todavía tardó unos meses, o sea, unos cincuenta millones de pesetas más en aparecer. No es que entonces fuésemos plenamente conscientes de la importancia de hacernos notar en exceso o no, pero la realidad es que todavía trabajábamos a gusto en Madrid, y quizá eso no nos ayudó a cuidar demasiado esa faceta «de tapadillo», que años más tarde consideraríamos esencial para el trabajo de la flotilla.

Una de las razones de dicho retraso, además de la dura huelga que se estaba llevando a cabo a lo largo de ese año, quizá fuera el despiste que se organizó gracias a una especie de «revolución» ejecutiva que estalló de la mano de un avezado directivo, que convenció al consejo de dirección del casino de que lo que se debía hacer para modernizar el negocio era cambiar radicalmente el concepto que había funcionado los últimos quince años. De las obsoletas mesas de juego se pasó a las deslumbrantes máquinas recreativas que tanto resultado habían dado a los bares de todo el territorio español. La imagen del casino cambió de la noche a la mañana y de pronto nos vimos abocados a seguir jugando rodeados de algo que se dio en llamar algo así como «islas de juego de máquinas» con su infernal ruido, especialmente cuando a alguien le tocaba algún Jack Pot (premio gordo) en alguno de esos endiablados cacharros multicolores.

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