—Hay que parar a ese hombre. ¿Qué tipo de ayuda puedo darte? —le preguntó a Joram repentinamente.
El rostro de Joram no mostró ninguna reacción ante la pregunta de Saryon; pero en su interior se sentía lleno de júbilo. Su plan hacía progresos, pero debía actuar con mucho cuidado. Después de todo, pensó, sombrío, tenía que atraerlo hacia las Artes Arcanas. Dirigiéndole a Saryon una fría y apreciativa mirada, Joram volvió a mirar por la ventana, con los brazos cruzados sobre el pecho, mientras continuaba apoyado en la pared de ladrillo.
—¿Se ha ido?
—¿Quién? —Saryon miró a su alrededor, sobresaltado—. ¿Blachloch?
—Los
Duuk-tsarith
tienen la facultad de hacerse invisibles. Con todo, supongo que vosotros tenéis la capacidad de percibir su presencia.
—Sí —replicó Saryon tras un momento de concentración—. Se ha ido.
Joram asintió con la cabeza y continuó conduciendo al confiado catalista hacia las tinieblas.
—Simkin me dijo que en una ocasión vos habíais leído algunos de los libros prohibidos sobre el Noveno Misterio.
—Sólo uno —admitió Saryon, sonrojándose—. Y yo... yo únicamente pude echarle un vistazo...
—¿Cuánto sabéis sobre las Guerras de Hierro?
—He leído y estudiado las historias...
—¡Historias escritas por catalistas! —lo interrumpió Joram fríamente—. Yo también conocía esas historias cuando llegué aquí. Leí los libros. ¡Oh, claro que sí! —añadió en respuesta a una exclamación ahogada que oyó a su espalda—. Se me educó como a un hijo de familia noble. Mi madre era una
Albanara
. Pero seguramente vos ya lo sabíais.
—Sí, lo sabía... ¿De dónde sacó ella los libros? —preguntó Saryon.
—Me lo he preguntado —dijo Joram en voz baja, como respondiendo a una pregunta interior, que apareciera con regularidad—. Estaba deshonrada y la había rechazado la sociedad. ¿Regresaba acaso a su hogar durante la noche, viajando por los Corredores del tiempo y del espacio? ¿Flotaba a través de los pasillos que había conocido de niña, volviendo al lugar donde había perdido su juventud y destrozado su vida como un fantasma condenado a vagar por el lugar donde muriera?
El rostro de Joram se ensombreció. Se quedó silencioso, mirando por la ventana.
—Siento apenarte... —empezó a decir Saryon.
—Desde entonces —lo interrumpió Joram con frialdad—, he leído otros libros, lo que cuentan es muy diferente de lo que nos enseñaron. Hay que recordar siempre, dice Andon, que son los que ganan la guerra los que escriben la historia. ¿Sabíais, por ejemplo, que durante las Guerras de Hierro, los Hechiceros desarrollaron un arma que podía absorber la magia?
—¿Absorber la magia? —Saryon negó con la cabeza—. Eso es ridículo...
—¿Lo es? —Joram se volvió para mirarlo—. Pensad en ello, catalista. Pensad en ello con lógica, como a vos os gusta hacer. Para cada acción existe una reacción opuesta e igual. ¿No era eso lo que vos habíais dicho?
—Sí, pero...
—Por lo tanto, es evidente que en un mundo que rezuma magia debe de existir una fuerza que la absorba también. Así es como razonaron los Hechiceros de antaño, y tuvieron razón. La encontraron. Existe en la naturaleza en un estado físico al que se puede dar forma y convertir en objetos. No me creéis.
—Lo siento, muchacho —masculló Saryon entre dientes. Parecía decepcionado—. Dejé de creer en los cuentos de los Magos Servidores cuando tenía nueve años.
—¿Y sin embargo creéis en las hadas? —preguntó Joram, contemplando al catalista con aquella extraña media sonrisa suya que raramente aparecía en los labios, sino en los ojos castaños.
—Estaba con Simkin —musitó Saryon, ruborizándose. Acercándose al fuego lo más posible, se encorvó sobre él—. Cuando me encuentro cerca de él, no estoy muy seguro de creer en mí mismo, y mucho menos en cualquier otra cosa.
—Sin embargo, ¿las visteis? ¿Hablasteis con ellas?
—Sí —admitió Saryon a regañadientes—. Las vi...
—Ahora ved esto.
Joram sacó el objeto del aire, o eso pareció, y lo depositó sobre la mesa frente al catalista, que se había acercado, interesado. Tomándolo, Saryon observó aquel objeto con suspicacia.
—¿Una piedra?
—Un mineral. Lo llaman piedra-oscura.
—Parece similar al hierro, pero qué color tan extraño —dijo Saryon, estudiándola.
—Tenéis buen ojo, catalista —repuso Joram, acercando una silla con el pie y sentándose a la mesa. Sacando otro pequeño pedazo de piedra, lo estudió también él, con el ceño fruncido—. Tiene muchas de las propiedades del hierro, pero es diferente. —Su voz se agrió—. Sumamente diferente, como he podido comprobar yo mismo. ¿Qué sabéis vos del hierro, catalista? Jamás hubiera pensado que supierais algo de minerales.
—Si no quieres llamarme por mi título exacto, que es «Padre», me gustaría que me llamases por mi nombre —dijo Saryon despacio—. A lo mejor eso te recordará que soy una persona como tú. Siempre es más fácil odiar que amar, y aún es más fácil odiar a una clase o a una raza de personas porque no tienen ni rostro ni nombre. Si vas a odiarme, prefiero que lo hagas porque me odias a
mí
, no a lo que yo represento.
—Guardaos vuestros sermones para Mosiah —contestó Joram—. Lo que yo piense de vos, o vos de mí, no tiene nada que ver con esto, ¿no es así?
Viendo que Joram le dirigía una mueca de desprecio, Saryon suspiró y volvió a contemplar la pequeña piedra que sostenía en la mano.
—Sí, estudié los minerales —dijo—. Estudiamos todos los elementos de que se compone nuestro mundo. Son conocimientos valiosos por ellos mismos y por lo que suponen; además son conocimientos útiles y necesarios a los de nuestra Orden que trabajan con los
Pron-alban
, los Moldeadores de Piedra, o con los
Mon-alban
, los Alquimistas. —La frente de Saryon se arrugó, perpleja—. Pero no recuerdo haber visto o leído sobre ningún mineral parecido a éste, particularmente uno con las mismas propiedades del hierro.
—Eso es debido a que todas las referencias a él fueron eliminadas durante las purgas que se realizaron después de las guerras —dijo Joram, observando al catalista con avidez, abriendo y cerrando las manos espasmódicamente como si fuera a arrancarle los conocimientos del corazón—. ¿Por qué? Pues porque los Hechiceros lo utilizaban para hacer armas, armas de un poder tremendo, armas que podían...
—... Absorber la magia —murmuró Saryon, mirando fijamente la piedra—. Estoy empezando a creerte. En el interior de la Cámara del Noveno Misterio, hay libros desparramados por el suelo y amontonados contra las paredes. Libros sobre cosas antiguas y prohibidas.
Observando al catalista con atención, Joram se dio cuenta de que Saryon se había olvidado del gélido viento que gemía lastimero a través de la ventana, y de que se había olvidado también de su propio miedo, su malestar y sus desdichas. Joram lo miró a los ojos y vio en ellos la misma ansia que sabía existía en los suyos: el ansia de saber. Las palabras salieron de los labios de Saryon casi a regañadientes:
—¿Cómo lo hacían?
«Le tengo —pensó Joram—. Una vez este hombre ya estuvo a punto de vender su alma a cambio del conocimiento; esta vez me aseguraré de que complete el trato.»
—Según los libros —dijo Joram, teniendo cuidado de hablar con serenidad y reprimiendo su creciente excitación—, los antiguos mezclaban la piedra-oscura con el hierro para crear una aleación...
—¿Qué? —interrumpió Saryon.
—Una aleación, una mezcla de dos o más metales.
—¿Se hacía mediante la alquimia? —preguntó Saryon, y una nota de temor sonó en su voz—. ¿Cambiando la base del metal mediante la magia?
—No. —Joram sacudió la cabeza, observando con regocijo la creciente palidez del catalista—. No. Se hace de acuerdo con los rituales de las Artes Arcanas, catalista. Los minerales se pulverizan y calientan hasta que llegan a su punto de fusión, luego se unen físicamente. Después de eso se colocan en moldes, se baten, se templan y se les da forma de espadas y dagas. Bastante mortíferas —la mirada de Joram volvió de nuevo a la piedra que sostenía en su mano—, como bien podréis imaginar. Primero, la espada deja al mago sin su magia, una vez hecho esto es capaz entonces de penetrar en su carne.
Joram notó cómo el cuerpo del catalista, que estaba junto a él, se estremecía. Saryon se apresuró a dejar la piedra sobre la mesa.
—¿Lo has intentado? —preguntó con voz débil y temblorosa.
—Sí —contestó Joram fríamente—. No funcionó. Hice la aleación y la vertí en un molde, pero la daga que resultó se quebró en cuanto la sumergí en el agua...
Cerrando los ojos, Saryon dejó escapar un suspiro. Podría haber sido de alivio, en realidad eso fue lo que se dijo a sí mismo, pero el muchacho, que lo observaba con gran atención, se preguntó si no ocultaba un ligero dejo de desilusión.
—Es posible que esta piedra no sea más que una piedra de aspecto extraño —dijo Saryon tras una pausa—. A lo mejor no es el mineral que mencionan los libros, o a lo mejor los mismos libros están mintiendo. Tú no podrías darte cuenta de si podía o no absorber magia... —vaciló.
—... Puesto que estoy Muerto —terminó Joram por él—. No, tenéis razón. —Empujó el mineral a través de la mesa hacia el catalista—. Sin embargo, vos debierais ser capaz de distinguirlo. Intentadlo, catalista. ¿Qué es lo que percibís en este mineral?
Saryon tomó la piedra y la contempló durante un buen rato; luego, cerrando los ojos, intentó percibir la magia.
Observándolo con atención, Joram vio cómo el rostro del catalista se sosegaba, mientras su concentración se dirigía sobre sí mismo. Su expresión se transformó en una de admiración y éxtasis; estaba absorbiendo la magia. Pero entonces, lentamente, la expresión del catalista se trocó en horror. Rápidamente, abrió los ojos y colocó la piedra sobre la mesa, retirando la mano con precipitación.
—¡Es la piedra-oscura! —dijo Joram con suavidad.
—No entiendo por qué te excita —replicó Saryon. Se pasó la lengua por los labios como si tuviera un sabor amargo en la boca—. El secreto para crear esa antigua aleación aparentemente tú no lo puedes descubrir.
—Yo no —siguió Joram en voz muy persuasiva—. Vos, catalista. Veréis —se inclinó acercándose aún más—, la fórmula de la aleación aparece en el texto, pero yo no la entiendo. Es...
—... Una fórmula matemática.
Saryon frunció los labios.
—Matemáticas —repitió Joram—. Algo que mi madre no me enseñó nunca, desde luego, puesto que es un estudio propio de los catalistas. —Sacudiendo la cabeza, el muchacho apretó los puños, olvidando la prudencia en su ardor—. ¡Los libros están repletos de ecuaciones matemáticas! ¡No podéis comprender, Saryon, lo frustrante que fue eso para mí! Estar tan cerca, haber encontrado el mineral del que hablaban y descubrir entonces que me cierran el paso todos esos galimatías que aparecen en mitad de la página. Hice todo lo que pude. Creí que quizás a base de experimentar daría con la solución accidentalmente, pero no tenía mucho tiempo, y Blachloch empezó a sospechar. Está haciendo que me vigilen. —Levantando la piedra, Joram la sostuvo sobre su palma abierta, luego cerró los dedos lentamente sobre ella, como si quisiera triturarla con la mano—. De todas formas, no creo que lo hubiera conseguido —continuó con voz cada vez más amarga—. No hace más que hablar de catalistas allí. Instrucciones para ellos. Pensé que podría pasarlo por alto, pero aparentemente no se puede.
—Me has llamado Saryon —le dijo el catalista a Joram en voz muy baja.
Levantando los ojos, Joram se ruborizó. No había tenido intención de hacerlo, no formaba parte de su plan. Había algo en aquel hombre con lo que no había contado, especialmente al tratarse de un catalista. Era alguien que comprendía.
Joram endureció el rostro, enojado; unió las negras cejas, amenazadoras. No, debía seguir con el plan. Aquel hombre era un instrumento, nada más.
—Si vamos a trabajar juntos, supongo que debo llamaros por vuestro nombre —dijo, malhumorado—. ¡
No
os llamaré «Padre»! —añadió con una mueca de desprecio.
—Yo no he dicho que vaya a trabajar contigo —replicó Saryon con voz firme—. Dime, si creas esta... esta arma, ¿qué harás con ella?
—Detener a Blachloch —contestó Joram con decisión—. Creedme, cata... Saryon, es sólo cuestión de tiempo el que él acabe conmigo. De hecho ya me lo ha dicho. En cuanto a vos... ¿Queréis formar parte de otro grupo de asalto?
—No —repuso Saryon en voz baja—. ¿Tomarás tú entonces el mando de la Cofradía?
—¿Yo? —Joram sacudió la cabeza con una triste carcajada—. ¿Estáis loco? ¿Por qué querría yo esa responsabilidad? No, le devolveré la jefatura de la Cofradía a Andon. Así él y estas gentes podrán volver a vivir en paz. En cuanto a mí, sólo quiero una cosa: regresar a Merilon y reclamar lo que es mío. Con esa arma —dijo torvamente—, puedo hacerlo.
—Olvidas una cosa —intervino Saryon—, me enviaron para llevarte de vuelta para... para someterte a juicio.
—Tenéis razón —repuso Joram tras una pausa—. Lo había olvidado. Muy bien —se encogió de hombros—, abrid un Corredor. Llamad a los
Duuk-tsarith
.
—No puedo abrir un Corredor sin la ayuda de alguien que utilice la magia —le contestó Saryon—. Si tú poseyeras Vida suficiente, podría utilizar la tuya…
—¿Ése era el plan?
—Sí —murmuró Saryon de forma casi inaudible.
—Es una lástima que no resultara, catalista —contestó Joram con descaro—. Por muy débil que vos seáis, yo lo soy aún más. Ahora, claro. Cuando tenga el arma, sin embargo... Bueno, vos haréis lo que tengáis que hacer cuando llegue el momento. A lo mejor vuestro Patriarca aceptaría a Blachloch en mi lugar. Pero... Saryon, ¿estáis vos conmigo ahora? ¿Ayudaréis a liberarnos a los dos, y a Andon y su gente? Sabéis perfectamente que mantendrán su juramento y conocéis lo que les hará Blachloch.
—Sí —dijo Saryon. Entrecruzando las manos, bajó la vista hacia ellas, dándose cuenta de que las uñas se le volvían azules—. Estoy perdiendo el tacto en los dedos —murmuró. Poniéndose en pie, se apartó de la mesa para aproximarse al débil fuego—. Me gustaría saber qué está haciendo Almin en estos momentos —dijo para sí, tendiendo las manos hacia el calor del fuego—. ¿Preparándose para asistir a los Rezos Vespertinos en El Manantial? ¿Disponiéndose a escuchar al Patriarca Vanya orando en busca de un consejo que probablemente no necesita? No me extraña que Almin se quede allí, a salvo y sin problemas, en el interior de El Manantial.