—¿Qué sucedería si alguien os ofreciera la magia, catalista? —preguntó suavemente—. ¿Qué pasaría si alguien os dijera: «Vamos, toma este poder. A partir de ahora ya no tienes que andar por el suelo como un animal. Puedes volar. Puedes invocar a los vientos. Puedes desterrar el sol y abatir las estrellas, si lo deseas»? ¿Qué haríais? ¿No lo tomaríais?
«¿No lo haría?», pensó Saryon, viniéndole de pronto a la mente el recuerdo de su padre. Vio al chiquillo quitándose con furia los odiados zapatos, flotando sobre la tierra en brazos del mago.
—Ésta es mi magia —dijo Joram, dirigiendo su mirada a la espada que había en el suelo—. Mañana me pongo en camino hacia Merilon. Vos también, catalista, si insistís en venir. Una vez que estéis allí, en Merilon, en la ciudad que acabó con la vida de mis padres y me ha robado mi herencia, esta espada abatirá las estrellas y las pondrá en mi mano. No, no la destruiré. —Se detuvo un instante—. Y tampoco vos.
—¿Por qué no? —preguntó Saryon.
—Porque vos habéis ayudado a crearla —dijo Joram, con el fuego de la fragua encendiéndole el rostro—. Porque ayudasteis a traerla al mundo y porque le habéis dado Vida.
—Yo... —empezó a decir Saryon, pero no pudo terminar. Estaba demasiado asustado para examinarse interiormente en busca de la verdad.
Joram asintió con la cabeza, satisfecho. Volviéndose, se dirigió hacia el cadáver, dando instrucciones mientras andaba.
—Envolved la espada en esos trapos. Si alguien os detiene, decidle que lleváis un niño. Un niño muerto. —Echándole un vistazo al pálido y conmocionado catalista, sonrió—: Vuestra criatura, Saryon —dijo—. Vuestra y mía.
Inclinándose, Joram levantó el cuerpo del Señor de la Guerra en sus fuertes brazos. Echándose el cuerpo sobre el hombro, se volvió y echó a andar entre los montones de herramientas y las pilas de madera y carbón, dirigiéndose hacia el fondo de la caverna. Al andar el muchacho, el cadáver rebotaba de una manera horrible, las manos colgando fláccidas a su espalda, rozando los objetos al pasar como si intentara en vano asirse a aquel mundo que su espíritu ya había abandonado. Finalmente, Joram desapareció en la negrura de las profundidades de la cueva, dejando a Saryon solo en la herrería, con los ojos clavados en una gran mancha oscura que había en el suelo.
Durante mucho rato, permaneció allí, incapaz de moverse. Luego se sintió embargado por una extrañísima sensación, como si se estuviera elevando lentamente del suelo y, deslizándose hacia atrás, pudiera mirar abajo y verse a sí mismo allí de pie todavía. Elevándose más y más, contempló cómo su cuerpo se acercaba lentamente a la espada. Moviéndose en espiral, siguiendo su ascensión, alejándose cada vez más, se vio a sí mismo envolviendo la espada en aquellos trapos. Se vio levantarla cuidadosamente en sus brazos, y, acunándola contra su pecho, abandonar la herrería.
La pesada puerta de roble se cerró tras los renqueantes pasos del catalista y el murmullo de sus ropas. El silencio volvió a invadir la herrería como las sombras de la noche, pareciendo apagar incluso las incandescentes brasas con su pesadez. Repentinamente un clamoroso estrépito lo hizo añicos. Unas enormes tenazas se desprendieron del clavo del que pendían y cayeron con un chapoteo en el interior de un cubo de agua.
—La hice buena —murmuraron las tenazas—. No vi ese maldito trasto en medio de esta oscuridad. Y además
tenía
que estar lleno.
El sonido de un cubo que se volcaba, seguido del de agua derramándose por el suelo, fue acompañado de un amplio y variado surtido de maldiciones hasta que Simkin consiguió salir de entre los escombros poniéndose en pie en el centro de la herrería, luciendo sus acostumbradas y llamativas, aunque esta vez algo húmedas, galas.
—Vaya —observó el joven, secándose el agua de la barba y mirando a su alrededor—, qué asunto más extraordinario. No me había divertido tanto desde que el Conde de Mumsburg hizo volar a un siervo rebelde sobre su castillo. Le ató una cuerda al tobillo y lo colgó en el exterior durante un fuerte viento. «El chico intentó elevarse por encima de su condición social», me dijo el viejo mientras contemplábamos al campesino ondeando al viento. «Ahora ya sabe lo que se siente.»
Sacudiendo la cabeza, Simkin se dirigió con aire despreocupado hasta la oscura mancha de sangre aún fresca que empapaba el suelo de la forja. Hizo un gesto y un pedazo de seda anaranjada se materializó obedeciendo su orden. Descendiendo suavemente hasta el suelo, la seda se depositó sobre la mancha, cubriéndola; luego, con un chasquido de los dedos, Simkin hizo que tanto la seda como la mancha de sangre desaparecieran.
—Palabra de honor —musitó con una sonrisa lánguida— que nos lo vamos a pasar en grande en Merilon.
Tras decir esto, también Simkin desapareció, disolviéndose en el aire como una voluta de humo.
No había habido ningún banquete aquella noche en los aposentos del Patriarca Vanya.
—Su Divinidad se encuentra indispuesto —fue el mensaje que los Ariels llevaron a aquellos que habían sido invitados.
Entre éstos se incluía el cuñado del Emperador, cuyo número de invitaciones para cenar en El Manantial aumentaba según empeoraba la salud de su hermana. Todo el mundo se había mostrado muy amable y terriblemente preocupado por el bienestar del Patriarca. El Emperador ofreció incluso su
Theldara
personal al Patriarca, ofrecimiento que fue rehusado respetuosamente.
Vanya cenó solo, y tan preocupado estaba el Patriarca que muy bien podría haber estado comiendo salchichas con sus Catalistas Campesinos en lugar de cosas tan delicadas como lengua de pavo real y cola de lagarto, que apenas si probó, no dándose cuenta siquiera de que estaban poco hechas.
Una vez que hubo terminado y hecho que le retiraran la bandeja, bebió un coñac y se sosegó para esperar hasta que la diminuta luna del reloj de cristal de su escritorio llegará a su cenit. La espera resultaba difícil, pero la mente de Vanya estaba tan ocupada que descubrió que el tiempo pasaba más rápidamente de lo que había esperado. Los regordetes dedos se arrastraban incesantemente por los brazos del sillón, tocando ahora este hilo de su tela de araña mental, ahora aquél, comprobando si necesitaba reforzarse o repararse, lanzando nuevos filamentos donde fuera necesario.
La Emperatriz: una mosca que pronto estaría muerta.
Su hermano: heredero al trono. Una especie diferente de mosca que requería una consideración especial.
El Emperador: su cordura era en el mejor de los casos precaria, la muerte de su adorada esposa podría muy bien hacer que se viniera abajo una mente ya de por sí débil.
Sharakan: los demás imperios de Thimhallan observaban aquel estado rebelde con demasiado interés. Se lo debía aplastar y darle una lección a sus habitantes. Y junto con ellos, borrar totalmente del mapa los Hechiceros del Noveno Misterio. Aquello iba saliendo muy bien... o había ido saliendo.
Vanya se removió inquieto y echó un vistazo al reloj de cristal. La diminuta luna empezaba a despuntar ahora en el horizonte. Con un gruñido, el Patriarca se sirvió otro coñac.
El chico. Maldito chico, y maldito también ese condenado catalista. La piedra-oscura. Vanya cerró los ojos, estremeciéndose. Estaba en peligro, en peligro de muerte. Si alguien descubría alguna vez la increíble metedura de pata que había cometido...
Vanya vio aquellos ojos codiciosos que lo vigilaban, esperando su caída. Los ojos del Lord Cardinal de Merilon, quien había hecho ya —según se rumoreaba— planes para redecorar los aposentos del Patriarca en El Manantial. Los ojos de su propio Cardinal, un hombre que pensaba con lentitud, desde luego, pero que había ascendido a través de las diferentes categorías con paso lento y seguro, pisoteando todo aquello o a aquellos que se interponían en su camino. Y había otros. Vigilando, esperando, ansiosos...
Si llegaban a oler siquiera su fracaso, se lanzarían sobre él como grifos, desgarrándole la carne con sus espolones.
¡Pero no! Vanya cerró con fuerza una mano rechoncha, luego se forzó a sí mismo a calmarse. Todo iba bien. Había planeado cada contingencia, incluso las más improbables.
Con aquel pensamiento en la mente y dándose cuenta de que la luna estaba ya finalmente acercándose a la parte superior del reloj, el Patriarca alzó su mole del sillón y se dirigió, a pasos lentos y calculados, a la Cámara de la Discreción.
La oscuridad era vacía y silenciosa. No había ninguna señal de trastorno mental. Quizá fuera una buena señal, se dijo Vanya mientras se sentaba en el centro de la redonda habitación. No obstante, un estremecimiento de temor recorrió la telaraña cuando envió su llamada a su valido.
Esperó, sus dedos crispándose como las patas de una araña.
La oscuridad seguía siendo inmóvil, fría, silenciosa.
Vanya lanzó de nuevo su llamada, los dedos cerrándose sobre sí mismos.
«Puede que conteste o puede que no», le había dicho la voz. Sí, eso sería muy propio de él, ese arrogante...
Vanya lanzó un juramento, sus manos sujetándose con fuerza a la silla, bajándole el sudor por la frente. ¡
Tenía
que saberlo! ¡Era demasiado importante! Tendría...
Sí...
Vanya aflojó las manos. Empezó a pensar, dándole vueltas en la cabeza a aquella idea. Había previsto todas las contingencias, incluso las improbables. Y aquélla la había previsto incluso sin saberlo. Así piensan los genios.
Recostándose en la silla, la mente del Patriarca Vanya tocó otro hilo de la telaraña, enviando una urgente llamada a alguien que, lo sabía, no esperaría en absoluto recibirla.