La Forja (55 page)

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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

—Bueno, muévete a un lado o a otro, ¿quieres? —dijo Simkin, con el pañuelo sobre la nariz—. No puedo pasar a través de ti. Bueno, supongo que podría, pero a ti no te gustaría demasiado...

—Tú no vas a ningún sitio. Son órdenes. He venido a decíroslo. No hasta que...

—¡Oh!, no. Realmente esto es intolerable —dijo Simkin. Pasando con tranquilidad junto al centinela, evitó rozarlo siquiera, arrugando la nariz—. Estoy seguro de que hay un error. Esas órdenes no tienen nada que ver conmigo, claro está, ¿no es así? Sólo afectan a estos tres.

—Bien, yo... —balbuceó aquel hombre, frunciendo el entrecejo.

—¿Lo ves, lo ves? —Simkin le dio unas palmaditas en la espalda y salió por la puerta—. No fuerces tanto tu cerebro, chico. Estás expuesto a que te dé un ataque. —Haciendo un molinete de despedida con el pañuelo de seda, dirigió la vista de nuevo al interior de la prisión—. Hasta pronto, queridos amigos. Encantado de haber podido ayudar. Me voy.

—¡Ayúdanos! —murmuró Mosiah, mientras la puerta se cerraba tras la llamativa figura, dejando al guarda paseando arriba y abajo en el exterior.

Acercándose a la ventana, Mosiah vio cómo el joven se dirigía con pasos remilgados al otro lado de la calle, a la casa donde había muerto el centinela. Dos de los hombres de Blachloch sacaban el cuerpo en aquel momento. Simkin se puso a andar junto a ellos, sosteniendo el pañuelo naranja de forma que le cubriera nariz y boca. Al mismo tiempo, otros guardas tomaron posiciones en la ventana, manteniendo los ojos fijos en la prisión. Golpeando enojado con la mano en la repisa de la ventana, Mosiah se apartó de ella.

—Si no hubiera sido por ese payaso y su belladona, todo hubiera ido bien. ¡Podría habernos entregado él mismo a Blachloch de paso! Quizás ahora creerás lo que te digo de él, Joram. Ahora que es demasiado tarde.

Joram se tendió sobre la cama sin contestar, ni dar ninguna indicación de haberlo oído. Con las manos detrás de la cabeza, se quedó mirando fijamente al techo.

Secándose el agua del rostro con las mangas de la túnica, Saryon fue hacia la ventana y miró al exterior, viendo a Simkin encabezando lo que se había convertido en un improvisado cortejo fúnebre, con los centinelas siguiéndolo con su macabra carga y un semblante de lo más lúgubre. Llevándose repetidamente el pañuelo a los ojos, Simkin saludaba con tristeza a los pocos ciudadanos que estaban levantados. Nadie le contestaba; contemplaban el cadáver con temerosa perplejidad y se alejaban luego con mucha prisa, cuchicheando entre ellos y sacudiendo la cabeza reprobadoramente.

¿Un estúpido? La mente de Saryon regresó al bosque que había a las afueras del pueblo de Walren, el bosque donde había encontrado a Simkin por primera vez.

«Es un juego de astucias el nuestro, hermano —le había dicho el joven—. Oscuro y peligroso.»

¿Cuál era el juego de Simkin?

La noticia del asesinato del centinela se extendió rápidamente por la pequeña comunidad. La gente iba y venía de una casa a otra, hablando entre sí en voz baja y asustada. Los hombres de Blachloch parecían estar por todas partes, rondando por las calles con semblante tosco e impaciente, como si supieran lo que iba a pasar y lo esperaran con ansia. Finalmente, los ciudadanos iniciaron sus labores cotidianas, aunque no resultó un día muy productivo. Mucha gente dejó el trabajo temprano. Incluso el herrero cerró la herrería antes de la caída de la noche, contento de poder irse a casa.

Había resultado un día muy largo para el herrero, largo y perturbador. Primero habían llegado los hombres de Blachloch, fisgoneando por todas partes, volcando esto, tirando aquello y haciendo toda clase de preguntas.

—¿Había alguien trabajando anoche?

—Sí.

—¿Quién?

—No lo sé ahora mismo. —Acompañó su respuesta con un encogimiento de sus enormes hombros—. Uno o dos de los aprendices, podría ser. Están atrasados en su trabajo. Todos vamos atrasados e iremos cada vez más atrasados, si se nos interrumpe para hacernos responder a preguntas estúpidas.

Finalmente, los lacayos de Blachloch se fueron, para ser reemplazados por el mismo Blachloch. Al herrero no lo sorprendió. De edad madura y con hijos ya crecidos, el herrero era un hombre perspicaz y observador, aunque algo impulsivo. Tenía fama de no sentir ningún cariño por el Señor de la Guerra; el ataque a aquel pueblo lo había llenado de dolor e indignación, y aprobaba la determinación de Andon de morir de hambre antes que comer un pan bañado en sangre. Era partidario, además, de tomar medidas más enérgicas contra el Señor de la Guerra; de hecho, las hubiera tomado si el anciano, temiendo duras represalias, no le hubiera rogado que mantuviera la calma.

El herrero había aceptado de mala gana; pero así y todo, únicamente porque estaba almacenando armas en un escondrijo para utilizarlas cuando llegara el momento. No estaba muy seguro de cuándo llegaría ese momento, pero tenía el presentimiento de que no estaba muy lejano, a juzgar por la expresión preocupada de Andon y ciertos extraños acontecimientos que parecían haber tenido lugar en la herrería, según había observado.

—¿Trabajó alguien anoche? —preguntó Blachloch.

—Sí.

—¿Quién?

—Ya lo he dicho, no lo sé —gruñó el herrero.

—¿Podría haber sido Joram?

—Podría. Podría haber sido cualquiera de los aprendices. Preguntadle a ellos.

El herrero contestó a todas aquellas preguntas y a muchas más sin abandonar su trabajo, haciendo que los sonoros golpes de su martillo subrayaran sus palabras con tal fuerza que parecía como si tuviera al Señor de la Guerra tendido sobre el yunque. No obstante, contestó las preguntas de todas formas, desviando la mirada de la enlutada figura. A pesar de lo mucho que odiaba a Blachloch, el herrero lo temía aún más.

Vigilándolo por el rabillo del ojo, el herrero siguió los movimientos del Señor de la Guerra por la forja, mientras Blachloch registraba el lugar. Apenas si tocó nada. Sencillamente dirigía su penetrante mirada hacia cada sombra, cada grieta, cada rincón. Finalmente se detuvo. Con la bota empezó a remover distraídamente un montón de desperdicios que había en un extremo hasta que, inclinándose, recogió algo del suelo.

—¿Qué es esto? —preguntó, haciendo girar el objeto en la mano y estudiándolo con expresión indiferente, su rostro tan inexpresivo como de costumbre.

—Un crisol —gruñó el herrero, continuando con sus martillazos.

—¿Para qué se utiliza?

—Para derretir metal.

—¿Te parecen extraños estos restos?

Blachloch alargó el crisol hacia el herrero, manteniéndolo bajo la luz de la refulgente fragua.

—No —respondió el herrero, echándoles una mirada de indiferencia, y volviendo luego la vista hacia su trabajo.

Pero su mirada se precipitó de nuevo hacia él cuando pensó que el Señor de la Guerra no estaba mirando. Al encontrarse con los ojos de Blachloch, el herrero se ruborizó y clavó los suyos una vez más en su trabajo, golpeando aún con más fuerza con el martillo.

Con el crisol en la mano, el Señor de la Guerra lo contempló fijamente. Los ojos que asomaban por los pliegues de la capucha brillaban enrojecidos bajo el fuego de la fragua.

—Se acabó trabajar de noche, Maestro Herrero —dijo fríamente mientras desaparecía en el aire con la misma facilidad con que el humo desaparecía chimenea arriba.

Recordando tanto sus palabras como su mirada, el herrero se volvió a estremecer ahora, al igual que lo había hecho aquella mañana. Poseedor de una cierta cantidad de magia, aunque no tanta como otros, se sentía impresionado por el poder del Señor de la Guerra, y aún más por su inteligencia. Era una combinación peligrosa, pensó, y su oculto escondite de armas le pareció de repente algo insignificante e inútil.

«El Señor de la Guerra podría convertirlas en un montón de hierro fundido, tal como eran en un principio», se estaba diciendo con pesimismo, preparándose para abandonar la forja por aquella noche, cuando oyó un ruido.

—¿Qué es eso? —gritó, vacilante, creyendo que podía haber sido Blachloch que regresaba—. ¿Quién anda ahí?

Le llegó un terrible estrépito, seguido de un juramento. Luego una voz lastimera se elevó de las oscuras sombras que había al fondo de la caverna.

—Vaya, estoy en un aprieto aquí. ¿Podrías echarme una mano? No literalmente, claro está —añadió la voz apresuradamente—. Es una broma repugnante que siempre hace el Marqués de Winter. La misma bromita idiota, año tras año. Se la arranca por la muñeca. Le dije al Emperador que dejaría de hacerlo si nadie se riera pero...

—¿Simkin? —preguntó el herrero asombrado, atravesando la herrería rápidamente hasta llegar al fondo de la cueva, donde encontró al joven intentando sin éxito conseguir salir de debajo de un montón de herramientas y utensilios—. ¿Qué estás haciendo, muchacho?

—Chissst —susurró Simkin—. Nadie debe saber que estoy aquí...

—Es un poco tarde para eso, ¿no crees? —le preguntó el herrero, ceñudo—. En estos momentos debes de haber despertado ya a la mitad del pueblo...

—No ha sido culpa mía —dijo Simkin quejoso, lanzando una dura mirada al montón de herramientas—. Yo estaba... ¡Oh! No importa. —Bajando la voz, siguió—: ¿Estuvo Blachloch aquí hoy?

—Sí —refunfuñó el herrero, mirando nervioso a su alrededor.

—¿Encontró algo, cogió algo? Es muy urgente que lo sepa.

Simkin miró ansioso al herrero.

El herrero vaciló, frunciendo el entrecejo.

—Bueno —dijo al cabo de un rato—. Supongo que no importará que te lo diga. No hizo de ello un secreto. Encontró un crisol.

—¿Un crisol? —Simkin enarcó una ceja—. ¿Eso es todo? Quiero decir, supongo que tienes muchos de ellos, por todas partes.

—Sí, tenemos muchos. Eso es lo que encontró de todas formas, y se lo llevó con él. Ahora, lo mejor es que vengas afuera conmigo. ¿Cómo pudiste entrar, sin que te viera yo? —se le ocurrió de repente al herrero, mirando a Simkin, suspicaz.

—Oh, paso inadvertido con facilidad. —El muchacho agitó una mano negligentemente, mientras sus ropas de vivos colores relucían brillantes a la luz del fuego de la fragua—. En cuanto a ese crisol, no habría nada extraño en él, ¿verdad?

El herrero arrugó aún más la frente. Apretando los labios con fuerza, hizo salir a Simkin hacia la entrada de la cueva.

—Alguna clase de cosa extraña, por ejemplo —continuó el joven con aplomo, tropezando con un molde.

—No sabría decirlo —dijo el herrero con frialdad cuando finalmente llegaron a la entrada de la cueva—. Y puedes contarle a quien quiera que esté interesado que ya no va a haber más trabajo nocturno. No durante un largo tiempo. Quizá nunca más.

El herrero negó, pesimista, con la cabeza.

—¿Trabajo nocturno? —repitió Simkin encogiéndose de hombros y dejando escapar una extraña sonrisa—. ¡Ah!, me parece que te equivocas en cuanto a eso. Se llevará a cabo un trabajo nocturno más, pero no tiene por qué afectarte a ti —dijo tranquilizador al sobresaltado herrero, quien, dirigiéndole una torva mirada, cerró la puerta de la herrería y la selló con un sortilegio.

10. Las cartas están echadas

La Cámara de la Discreción era un dispositivo de comunicación que únicamente funcionaba en una dirección: el Patriarca Vanya podía contactar a través de ella con sus validos, pero ellos no podían ponerse en contacto con él. De esta manera, sus antiguos diseñadores se habían asegurado de que el valido permaneciera sometido al poder de su señor. Esto tenía un inconveniente, no obstante, y era que no se podía contactar con el señor cuando había cuestiones urgentes o que precisaban instrucciones inmediatas. Aquel inconveniente no preocupaba demasiado a Vanya. El Patriarca lo controlaba todo de tal manera, que consideraba altamente improbable que tal situación pudiera presentarse.

Por consiguiente, se sintió en cierta forma desagradablemente sorprendido al entrar en la Cámara de la Discreción aquel atardecer de finales de otoño y percibir que toda la oscuridad que lo rodeaba parecía zumbar y vibrar repleta de energía. Aunque sus servidores no podían entrar en contacto con él, la Cámara era tan sensible a las mentes de aquellos a los que se acercaba, que cualquiera de ellos, concentrando su pensamiento en su señor, podía hacer que éste se diera cuenta de que se lo necesitaba.

Molesto, Vanya se sentó en una silla. Cerrando los ojos, limpió su cerebro tranquila y deliberadamente de todo pensamiento inoportuno o que pudiera significar un obstáculo a la comunicación, dejándolo limpio y abierto a todo tipo de impresiones. Casi inmediatamente se formó una. Un siniestro presentimiento oprimió al Patriarca. Se dio cuenta de que había estado esperando —temiendo más bien— aquello desde hacía algún tiempo.

—Estoy aquí —le dijo Vanya a aquella impresión que se había formado en su mente—. ¿Qué quieres? No hemos hablado desde hace algún tiempo. Di por sentado que todo iba bien.

—Todo no está yendo bien —replicó la voz, respondiendo con tanta inmediatez, que Vanya supo que lo había estado esperando—. Joram ha descubierto la piedra-oscura.

Por suerte, el valido no pudo ver el cambio que se operó en su señor en aquel momento, de lo contrario su confianza en él hubiera recibido un duro golpe. Vanya se quedó boquiabierto, con su gran papada cayéndole sobre el pecho; la mano que se había estado arrastrando por el brazo del sillón como una araña irritable e impaciente, se crispó de repente, cerrándose los dedos sobre sí mismos, formando una pelota. Qué frío era aquel lugar. No se había dado cuenta antes. Sus pesadas vestiduras no eran lo más adecuado...

—¿Estáis ahí?

—Sí —contestó Vanya, pasándose la lengua por los resecos labios—. Creí que a lo mejor te habías equivocado en lo que habías dicho. Estaba esperando a que te corrigieras...

—Si ha habido algún error, no he sido yo quien lo ha cometido —replicó la voz que había en la mente del Patriarca—. Os dije que aquí había copias de los antiguos libros.

—Imposible. Según los archivos, todos fueron localizados y destruidos.

—Los archivos están equivocados. No es que eso importe ahora. El daño ya está hecho. ¡Sabe que existe la piedra-oscura, y no es sólo eso: con la ayuda de vuestro catalista, ha aprendido a forjarla!

Vanya cerró los ojos, sintiendo que la oscuridad se arremolinaba a su alrededor. Sobresaltado momentáneamente, sintió cómo su sillón empezaba a resbalar haciéndolo caer hacia atrás. Sujetándose desesperado a los brazos de su asiento, se obligó a sí mismo a tranquilizarse y considerar la cuestión con calma. No serviría de nada dejarse llevar por el pánico, y tampoco era necesario asustarse tanto. Era un acontecimiento inesperado, pero del que podía ocuparse.

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