La formación de Francia (6 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Historia

Luis VI no pudo hacer nada para detener este complicado plan con vista al futuro (excepto esperar que fracasase), pero preparó un complejo plan propio que podía servir como factor neutralizador. Al noroeste de los dominios reales estaba Flandes, una región que ahora está incluida en su mayor parte en Bélgica occidental, y allí dirigió su mirada Luis.

Flandes tenía una posición muy ventajosa, inmediatamente del otro lado del Canal con respecto a Inglaterra sudoriental, y estaba a mitad de camino entre Alemania y Francia. Las tierras bajas eran cenagosas y, cuando las marismas fueron desecadas, las tierras no eran adecuadas para la agricultura. En cambio, se criaron ovejas, pues hubo allí buenos pastos. El pueblo flamenco usaba la lana para hacer ropas, que exportaba al Sur, a cambio de los objetos de lujo del Mediterráneo. No es sorprendente, pues, que las ciudades que surgieron en Flandes fueran las más prósperas, fuera de las de Italia.

En 1127, cuando el conde de Flandes fue asesinado, Luis VI intervino rápidamente y, por mera presión, obligó a los flamencos a aceptar a Guillermo Clito como su conde. La intención era clara. Guillermo Clito, sobrino de Enrique I e hijo del hermano mayor de Enrique, tenía legítimos derechos al trono inglés. Luis pensó que podía abrigar la seguridad de que estallaría una guerra civil en Inglaterra, en algún momento conveniente, guerra en la que tendría tras de sí la riqueza de Flandes.

El plan de Luis no tuvo éxito. Guillermo Clito era inaceptable para el pueblo flamenco. Estaba constantemente en discordia con él y, en 1128, murió en una batalla, de modo que la influencia de Luis en esa dirección se desvaneció.

Luis VI, rechinando los dientes, se vio obligado a hacer la paz definitivamente con Enrique I en 1129, y a esperar. En 1134 murió Roberto Curthose a la edad de ochenta años, con lo que quedó eliminada otra posible fuente de problemas dinásticos, y luego, en 1135, murió Enrique I. ¿Qué ocurriría ahora?

Luis VI no tuvo que esperar mucho para verlo. Matilde trató de que la aceptasen como reina, pero todos los señores anglonormandos que habían jurado aceptarla se negaron luego a admitir un gobierno de faldas y se retractaron, pasando a apoyar a un encantador primo de ella, Esteban de Blois. Siguieron veinte años de anarquía y guerras civiles, durante los cuales Inglaterra permaneció bajo el gobierno de Esteban y Normandía bajo el de Matilde, para beneficio de Francia.

Pero Luis VI no podía descansar. Estaba en los cincuenta y tantos años, que era una edad avanzada para ese período de la historia, y tenía que arreglar su propia sucesión. A la manera capeta, había hecho coronar a su hijo, otro Luis, en 1131, y ambos gobernaron Juntos. Pero Luis quería hacer más. Deseaba lograr un matrimonio ventajoso para su hijo, a fin de contrarrestar el ventajoso matrimonio de Matilde.

Afortunadamente, se le presentó la oportunidad. Casi todo lo que es ahora el sudoeste de Francia estaba bajo la dominación de los duques de Aquitania. Aquitania era una tierra bella y fértil, con un clima suave y una cultura más gentil y avanzada que la del norte de Francia, pues estaba más cerca de Italia, donde aún latía el recuerdo de Roma, y de España, donde la cultura musulmana era mucho más avanzada que toda la de la Europa cristiana.

Aquitania, en efecto, era casi un país extranjero. Aunque feudalmente reconocía al gobernante de París como su soberano, prácticamente no había lazos de simpatía entre el Norte y el Sur. Hasta las lenguas eran diferentes. Aquitania hablaba el «provenzal», una lengua más estrechamente emparentada con algunos de los dialectos españoles que con el franciano.

Pero Luis tuvo una oportunidad. En 1137, Guillermo X, duque de Aquitania, murió sin dejar herederos varones. Su único vástago era una hija joven, Leonor de Aquitania, que tenía sólo quince años en el momento de la muerte de su padre. Era la más rica heredera de Europa y necesitaba un marido que protegiera sus tierras. ¿Qué mejor marido podía tener que el próximo rey de Francia, de sólo dieciséis años? Sus herederos gobernarían directamente toda la Francia oriental y meridional, rodeando a las posesiones normandas del noroeste con un gran semicírculo. Entonces, aunque la guerra civil anglonormanda llegase a su fin, Francia estaría en una posición favorable para reanudar la lucha.

El casamiento se llevó a cabo en julio de 1137, y luego luís, después de haber hecho todo lo que pudo, se despidió cansadamente de la vida; murió el 1° de agosto.

La Segunda Cruzada

El nuevo rey le sucedió con el título de Luis VII, y fue llamado en la época «Luis el Joven», pues era todavía un adolescente.

El nuevo reinado, por influencia de Leonor, llevó al norte la cultura del sur, y lo hizo poderoso. El sur de Francia era el hogar de los «trovadores» o, como eran llamados en el sur, «trouvéres» (de una palabra local que significaba «poeta»), que escribían en provenzal.

Los trovadores cantaban sobre el amor, algo que en la mayor parte de Europa era desconocido. Los matrimonios se concertaban por razones económicas o políticas, sin ninguna consideración a los gustos o sentimientos personales. En cuanto a la relación sexual, ésta habitualmente tenía poco que ver con nada que no fuera el sexo.

Los trovadores, en cambio, concebían el amor como algo diferente del sexo o del matrimonio; y la sujeción del amante a su amado casi a la manera de un vasallo con su señor. Podía hacerse remontar los orígenes de esta concepción a los escritos romanos del poeta Ovidio y a ideas musulmanas provenientes de España.

Guillermo IX de Aquitania, abuelo de Leonor, fue el primero de los trovadores importantes, y Leonor los protegió generosamente. Surgió la moda del «amor cortesano», según el cual se suponía que los hombres suspiraban por mujeres que no podían obtener (generalmente, porque estaban casadas con algún otro).

La moda se ajustaba a un estilo convencional y era trivial, pero contribuyó a mejorar el
status
de la mujer algo muy necesario por aquel entonces. Las mujeres, en general, eran denigradas por los sacerdotes célibes y recibían escasa consideración como seres humanos antes de los trovadores. Eran consideradas principalmente como máquinas de hacer bebés, a menudo las casaban a una edad tan temprana como los doce años
[4]
y, en promedio, tenían trece veces más hijos que las mujeres europeas y americanas de hoy. Pero el índice de mortalidad de los niños pequeños era elevado, lo que impedía que la población aumentase rápidamente, y pocas mujeres escapaban a la muerte en un parto, tarde o temprano. A causa de esto, la esperanza de vida de las mujeres era considerablemente menor que la de los hombres (esta situación no cambió hasta el siglo pasado, cuando se logró reducir mucho los peligros del parto).

Leonor presidía un tribunal para trovadores y poetas, y disertaba sobre los esotéricos problemas del amor cortesano. Emitía veredictos en tales materias, después de oír los alegatos de ambas partes, como hacía su marido en cuestiones más serias. Leonor decidió, por ejemplo, que el amor y el matrimonio eran incompatibles, algo que probablemente había descubierto en su propio caso por experiencia personal, aunque dio sumisamente a su marido dos hijas.

(Podría creerse que el movimiento de los trovadores favorecía la infidelidad y la inmoralidad entre mujeres de alto rango, pero en realidad la mayoría de esas disquisiciones eran pura palabrería. Las condiciones de vida en las grandes casas eran tales que estaban llenas de gente; había tantos criados y sirvientes que las damas apenas podían hallar la intimidad necesaria para hacer el amor con sus maridos, y mucho menos con otros hombres.)

Mientras Leonor abordaba los problemas del amor cortesano, Luis tenía que enfrentarse con otros más prosaicos. Por ejemplo, estaba la cuestión de Inglaterra y Normandía. Esteban y Matilde disputaban y combatían por la corona unida de Inglaterra y Normandía (ahora con el añadido de Anjou), y Luis tuvo que vigilarlos atentamente e intervenir para impedir que ganase cualquiera de las partes. Esto fue precisamente lo que ocurrió. Ni Esteban ni Matilde eran verdaderamente capaces y ambos desperdiciaron varias oportunidades de ganar.

Matilde, después de una breve estancia en Londres, en 1141, fue expulsada y obligada a retirarse a Francia definitivamente. Esteban, aunque gobernó a Inglaterra de manera bastante ineficiente, no pudo afirmarse en el Continente. Aquí, Godofredo Plantagenet logró poner a Normandía del lado de Matilde y fue reconocido como duque de Normandía (además de su título heredado de conde Anjou) en 1144.

Luis VII, naturalmente, estaba encantado con este arreglo, pues no sólo la peligrosa herencia de Guillermo el Conquistador quedaba dividida en dos, sino también porque para cada una de las partes la otra sería el principal enemigo, permitiendo a la corona francesa ganar a expensas de ambas y, tal vez (¿quién sabe?), engullir todo.

Si Luis VII hubiera sido tan prudente y previsor como su padre, podía haber avanzado lejos en esa dirección. Desgraciadamente para él, tuvo serios contratiempos que surgieron de problemas religiosos. Para empezar, cometió el error de presionar sobre la designación de uno de sus capellanes para un arzobispado, en contra de los deseos de los funcionarios de la Iglesia.

Luis VII consideró esto como su derecho feudal, pero la Iglesia no lo Juzgó así y endureció su posición frente a él. Por entonces, el poder del papado estaba creciendo constantemente, y se hallaba cada vez menos dispuesto a permitir que los reyes interfirieran indebidamente en los nombramientos eclesiásticos. El papa Inocencio II hasta amenazó con un «interdicto» (una suspensión completa de todas las funciones eclesiásticas) en los dominios reales, y lo habría hecho si no hubiese muerto poco después, en 1143.

El rey defendía enérgicamente lo que creía que eran sus derechos, pero era suficientemente piadoso como para sentirse afectado por hallarse en conflicto con la Iglesia. Peor aún, en 1142, cuando combatía con el conde de Champaña, las tropas de Luis VII tomaron por asalto un castillo situado a unos ciento cuarenta kilómetros al este de París y lo incendiaron. Las llamas se extendieron a una iglesia vecina, en la que habían buscado refugio 1.300 personas. Todos murieron. Esta atrocidad no fue intencional; fue un concomitante accidental de la suprema atrocidad de la guerra; pero la conciencia de Luis quedó aterrada por la horrenda visión de los cuerpos quemados.

Todo esto sirvió de fondo para las noticias que llegaron del Este. Había pasado medio siglo desde que los cruzados tomaron Jerusalén. Un «Reino Latino», bajo la dominación de los franceses, había sido creado a lo largo de toda la costa oriental del Mediterráneo.

Pero eso había ocurrido cuando el mundo musulmán estaba profundamente dividido, y esa división había sido el principal factor que permitió el éxito de los cristianos. Ahora los musulmanes se estaban recuperando. Aparecieron jefes vigorosos y, en 1144, uno de ellos retomó la ciudad de Edesa, el bastión situado más al noreste del reino de los cruzados. Cuando la noticia del resurgimiento musulmán y la pérdida de Edesa llegó al Oeste, se inició una resurrección del fervor cruzado.

No había ningún papa fuerte, ningún Urbano II, que estimulase ese fervor, pero había otro allí para hacerlo. Era un simple abad, pero más grande que la mayoría de los papas: era Bernardo de Claraval.

Bernardo había nacido en 1090 en el seno de una familia acomodada, cerca de Dijon, en Borgoña, a unos doscientos kilómetros al sudeste de París. Claramente no tenía vocación militar, de modo que se le ofreció la única alternativa que había para un Joven de la clase superior en aquellos tiempos: una educación que lo destinaba a la vida clerical. Vivió bastante alegremente hasta que, como resultado de un largo proceso de conversión, decidió repentinamente, en 1112, entrar en un monasterio relativamente nuevo en Cíteaux, a unos veinticinco kilómetros al sur de Dijon.

Este monasterio representaba un nuevo movimiento reformista, pues el viejo movimiento cluniacense se había suavizado por entonces. Este nuevo movimiento es llamado «cisterciense», voz derivada del nombre latino de la ciudad de Cíteaux. Los cirtercienses daban gran importancia al trabajo en los campos. Transformaban tierras yermas en pastizales y luego criaban ovejas y desarrollaban la producción de una lana de elevada calidad. Pero el monasterio tenía problemas al principio y no funcionaba muy bien, hasta que llegó Bernardo, con unos treinta amigos y parientes, a quienes persuadió a que se le unieran.

Pasó tres años de vida austera y luego fue enviado, en 1115, a fundar un monasterio similar en un lugar situado a unos cien kilómetros al norte de Dijon. Llamó al lugar Claraval («valle brillante»).

Gracias a la furiosa energía de sus escritos y enseñanzas, la reforma cisterciense tuvo una expansión casi explosiva. Antes de su muerte, treinta y ocho años después de su llegada a Claraval, había 338 monasterios cistercienses esparcidos por toda Europa Occidental.

Su fama creció año tras año, y lo mismo la influencia de sus místicas concepciones religiosas. Fue devoto de la Virgen María, por ejemplo, y él más que nadie fue responsable de la importancia que le concedió la Iglesia posteriormente. Sin moverse de su oscuro lugar de Claraval, Bernardo se convirtió en el papa sin tiara, cuya influencia era mucho mayor que la de quienes ocupaban el trono pontificio romano en su tiempo. Sermoneó a reyes y amonestó a delegados pontificios. Fue su influencia, por ejemplo, lo que hizo posible que Inocencio II fuera papa, contra las pretensiones de otros. Bernardo podía haber sido papa si hubiera querido, pero prefería su abadía.

Después de la muerte de Inocencio II hubo dos papas que ocuparon el cargo por breve tiempo y luego, en 1145, un monje cisterciense discípulo de Bernardo fue elegido papa con el nombre de Eugenio III (y Bernardo siguió dominándolo como si Eugenio, por muy papa que fuese, siguiera siendo su discípulo). Las noticias de la caída de Edesa llegaron a Europa inmediatamente después de la elección de Eugenio III, y tanto éste como Bernardo quedaron atónitos.

Bernardo pensaba que sólo un movimiento conducido por los grandes monarcas podía restablecer el equilibrio, y los tiempos estaban maduros para él. La elección obvia parecía ser Luis VII de Francia. Bernardo había intervenido en la querella del rey con la Iglesia y había negociado un compromiso. La gratitud de Luis y sus remordimientos de conciencia le predisponían a escuchar a Bernardo. (Y Bernardo era un hombre peleón, pendenciero, autoritario y de una áspera elocuencia, a quien era difícil no escuchar, de todos modos.)

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