La formación de Francia (9 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Historia

El nuevo y joven rey, Felipe II, de sólo quince años en el momento de su ascenso al trono, heredó la peligrosa situación de tener un vasallo más fuerte que él. Pero era un verdadero Capeto e hizo frente a la situación con un vigor que contrastaba con su edad.

Al principio, fue llamado «Felipe el Don de Dios», porque su padre había pasado por tres esposas y esperado un cuarto de siglo a que naciera (se decía que había nacido en respuesta a las ardientes plegarias de Luis). Pero más tarde fue llamado Felipe Augusto, porque aumentó (esto es, amplió) el Reino.

Quizás no habrían sido muchos los que predijesen que se haría acreedor a tal apodo, cuando Felipe accedió al trono. Físicamente, era de apariencia poco llamativa y había tenido poco tiempo para obtener instrucción; llegó al trono sin ningún conocimiento del latín. Además, la juventud y la inexperiencia de Felipe alentaban esperanzas de poder en el corazón de algunos de los señores franceses.

En particular, Enrique, conde de Champaña y tío del nuevo rey, pensó que tenía la oportunidad de dominar el Reino y se levantó en armas. De inmediato, Felipe demostró que sólo era joven en años. Hizo un matrimonio de inspiración política, que le ganó amigos contra Enrique de Champaña, y luego logró persuadir a Enrique II, el Angevino, a que también lo apoyase.

Quizás habría redundado en beneficio de Enrique II apoyar a Enrique de Champaña, pero no tenía razón alguna para suponer que el joven rey sería peligroso, o que el conde de Champaña no era el más peligroso de los dos. Además, Enrique pensaba que no debía permitirse a los vasallos que se rebelasen contra su rey. Con ambos reyes contra él, Enrique de Champaña se vio obligado a ceder.

Pero Felipe II, seguro ahora en su trono, no tenía intención de devolver el favor. Siguió apoyando a los hijos de Enrique. Cuando el mayor de ellos murió, el segundo, Ricardo, se convirtió en heredero del trono y se rebeló contra su padre. Felipe rápidamente se unió a Ricardo, y ambos se hicieron buenos compañeros.

Pero mientras continuaba esta guerra unida contra el viejo Enrique II, llegaron nuevamente horribles noticias del Este.

Desde la infortunada Segunda Cruzada de Luis VII, cuarenta años antes, la situación en Tierra Santa había seguido empeorando para los cristianos. El mayor héroe musulmán de la época era Saladino, quien unió todo Egipto y Siria bajo su gobierno y acosó al Reino Latino. En 1187, Saladino tomó la misma Jerusalén.

Un estremecimiento de horror barrió el Oeste ante la noticia, pero Ricardo halló un motivo de contento en ello. Era digno hijo de su madre, un romántico criado en la tradición trovadoresca. Hasta escribió versos él mismo, y los cantaba dulcemente. En verdad, era el perfecto exponente del amor cortesano, en el que siempre se suspira por la hermosa doncella pero nunca se llega a ella, porque Ricardo era homosexual.

Como su madre, Ricardo ansiaba marchar a una cruzada y ganar fama en batallas caballerescas en Tierra Santa. La captura de Jerusalén por Saladino era la excusa perfecta e hizo voto de llevar un ejército al Este tan pronto como se hallase firmemente establecido en su trono.

Felipe II, en cambio, no era ningún romántico, sino un político sumamente practico y poco emotivo. Conocía muy bien los resultados de la cruzada de su padre y lo que menos deseaba era vagar por el extremo del mundo, mientras su Reino tenía tanta necesidad de él. No sólo estaba afanosamente dedicado a eliminar el gran peligro del Imperio Angevino (inclusive al mismo Ricardo, cuando llegase el momento), sino que también se esforzaba por proseguir la consolidación del Reino, en el cauto estilo de su padre y su abuelo (y su fiel consejero Suger).

Felipe II creó una nueva clase de administradores reales, estrictamente responsables ante él, para gobernar los distintos sectores del Reino, administrar la justicia del rey y mantener firmemente a los señores bajo la férula real. Siguió estimulando el crecimiento de las ciudades y eligió a sus administradores entre los burgueses. También reforzó el ejército y lo convirtió en semipermanente, para reducir la necesidad de buscar hombres apresuradamente en momentos de crisis, o depender demasiado del equipo privado de los señores.

Sobre todo, dedicó mucha atención a su ciudad capital, París. Hizo construir murallas a su alrededor, pavimentó sus calles, comenzó el edificio que sería luego el Louvre y prosiguió la construcción de la gran catedral de Notre Dame, cuya piedra angular había sido puesta en tiempo de su padre. Bajo Felipe II comenzó el proceso que terminaría por hacer de París la ciudad que todo el mundo occidental consideraría la más encantadora del mundo.

Y mientras rumiaba todos estos planes en su mente —algunos en vías de realización, otros en preparación—, ese gran loco de Ricardo andaba con ganas de pelear y sólo pensaba en entregarse a torneos de libros de cuentos en el Este.

Ricardo exigió que Felipe se le uniera en la promesa de marchar a la cruzada, y Felipe tuvo que hacerlo. Entre otras razones, porque Ricardo y él eran aliados, y Felipe no deseaba hacer nada que pudiera ofenderlo en ese momento. Además, la opinión pública era muy favorable a la Cruzada por entonces y habría sido mal visto que Felipe se negase a combatir al infiel por Cristo.

Siendo como era, Felipe aprovechó la situación para sacar una ventaja de ella. Utilizando el temor público hacia Saladino, el que había conquistado Jerusalén, puso un nuevo impuesto a su pueblo llamado el «diezmo de Saladino». Se lo destinaba a recaudar el dinero para la aventura de la Cruzada, y seguramente ningún buen cristiano se habría negado a pagarlo. El diezmo de Saladino fue el comienzo de una nueva política financiera que fue la precursora primitiva de los modernos procedimientos fiscales.

En general, Felipe no se sintió demasiado preocupado. Se sentía razonablemente seguro de que, cuando Ricardo se convirtiese en rey, las responsabilidades regias apartarían de su mente toda idea de cruzada. En esto, al menos, se equivocó. En 1189, Enrique II finalmente fue acosado hasta la muerte por sus hijos, Ricardo subió al trono y, para horror de Felipe, inmediatamente empezó los preparativos de la Cruzada.

E instó a Felipe a hacer lo mismo. Felipe quería desesperadamente negarse y empezó a dar las habituales explicaciones corteses y a hablar de dificultades, pero la opinión pública era abrumadora. Felipe tenía que ir, e inclinándose ante la necesidad, convino en participar en la que fue llamada la «Tercera Cruzada». En 1190, partieron. (Felipe no tenía a ningún Suger a quien dejar al frente del Reino. Designó, en cambio, a un Consejo de Regencia, en el que había no menos de seis burgueses.)

Nuevamente, como cuarenta años antes, el emperador alemán convino en ir, y los tres grandes reyes de la cristiandad marcharon a la guerra.

Esta vez, las cosas parecían presentarse favorablemente. El emperador alemán era Federico I (habitualmente llamado «Federico Barbarroja»). Era un monarca de mucha mayor talla de lo que había sido Conrado III. Estaba ahora cerca de los setenta, pero había demostrado ser un vigoroso guerrero y no había signos de que la edad lo hubiese suavizado. Felipe II, aunque la guerra no era su especialidad, al menos marchaba a la Cruzada sin una reina frívola que lo acompañase. Finalmente, también acudía a la guerra el corpulento y rubio caballero Ricardo I. Sin duda, la Cruzada no podía fracasar.

Y, en verdad, la Tercera Cruzada fue la única que rivalizó con la Primera en la leyenda y el éxito.

Sin embargo, su éxito fue limitado. Federico Barbarroja, que condujo sus tropas por tierra, llegó a Asia Menor y se ahogó accidentalmente cuando se bañaba en una pequeña corriente. Desaparecido él, su ejército se disolvió y no desempeñó ningún papel en la lucha.

Quedaban los dos reyes, que viajaron por mar separadamente. Se encontraron en Sicilia y riñeron interminablemente. Era claro que cada uno desconfiaba del otro más de lo que odiaba a Saladino. En lo concerniente a cada rey, los musulmanes nunca serían derrotados si tal derrota acarrease alguna ventaja para el otro.

No obstante, ambos debían seguir avanzando hacia el Este. Felipe II, que estaba ansioso por dar fin a todo el asunto, se retrasó menos que Ricardo y llegó a Tierra Santa el 20 de abril de 1191. Allí encontró a los cruzados tratando desesperadamente de conservar algún trozo de la costa. Estaban asediando a la ciudad costera de San Juan de Acre, a ciento treinta kilómetros al norte de Jerusalén. Pronto, llegó también Ricardo. San Juan de Acre había sido asediada durante dos años, antes de que los reyes llegasen, con escasos resultados. En esa época, la posición defensiva llevaba mucha ventaja, y los puestos fuertemente amurallados y con defensores resueltos sólo podían ser tomados por traición, hambre o enfermedades. De éstas, las enfermedades al menos podían hacer estragos tanto entre los sitiadores como en los sitiados, en aquellos días en que se desconocía la higiene. Ambas partes habían sufrido grandes pérdidas en el curso del asedio y ambas estaban dispuestas a ceder. Pero la llegada de los reyes estimuló a los sitiadores y redujo a los sitiados a la desesperación. En julio de 1191, la ciudad fue tomada. Habían muerto 100.000 hombres, de ambas partes.

Para Felipe II, la captura de San Juan de Acre le dio escasos motivos de alegría. Era un hombre mucho más capaz que Ricardo... en todo menos en el combate. En cambio, en San Juan de Acre Ricardo se hallaba en su elemento. Dirigía, vociferaba, exhortaba y luchaba, y dejó a Felipe enteramente en la sombra; era como si el rey francés no estuviese allí.

Ambos reyes padecieron de la enfermedad general que afectaba al ejército y ambos se recuperaron. Pero Felipe no quedó muy bien, aun después de su recuperación, y además estaba harto. San Juan de Acre había sido tomada; podía señalar esto como un logro, y era suficiente para tal fin. Dejó su ejército pero él retornó a Francia antes de finales de 1191.

Ricardo proclamó sonoramente que eso era una deserción y en lo sucesivo asumió solo el liderato de la Cruzada, lo cual era muy adecuado para él de todos modos.

De vuelta en Francia, Felipe II se volvió contra el verdadero enemigo, que, en lo concerniente a él, era el Imperio Angevino. Hablando estrictamente, los dominios de un gobernante cruzado eran considerados inviolables mientras el gobernante combatía a los enemigos de Cristo, pero Felipe no necesitaba atacar directamente al Reino Angevino.

Ricardo había dejado a su hermano menor, Juan, como regente, y éste era en todo tan desleal como Ricardo.

Felipe inició una astuta campaña para no dejar duda a Juan de que podía disponer del apoyo francés si el regente optaba por llevar a cabo una pequeña usurpación.

Ricardo, aún en Tierra Santa, oyó las nuevas y se intranquilizó. Había luchado gallardamente y obtenido victorias, pero, aunque llegó al alcance de la vista de Jerusalén, aún no había conseguido tomarla. ¿Seguiría en el Este mientras perdía su reino o abandonaría a Jerusalén? Era una dura elección, pero finalmente decidió volver, y abandonó Tierra Santa en 1192.

Pero en el viaje de vuelta fue hecho prisionero en Alemania, y se pidió un rescate por él. Felipe II, cuando le llegaron las noticias, casi no podía creer en su buena suerte. Hizo todo esfuerzo posible para lograr que le entregasen a Ricardo o, al menos, para que lo retuvieran en prisión. El príncipe Juan simpatizaba con esta posición, pero la opinión pública a favor del gran héroe cruzado era demasiado fuerte para ser resistida. El rescate fue recaudado en los dominios angevinos y, en 1194, Ricardo volvió al Reino.

Pero no volvió de muy buen humor. Estaba furioso contra Felipe II, naturalmente, e inició una guerra implacable contra él.

El arte de la guerra había progresado, como otros aspectos de la sociedad occidental, gracias al nuevo conocimiento llevado de vuelta por los cruzados. Los estribos de metal suspendidos de la silla se habían difundido en Occidente por primera vez, y habían servido para aumentar el predominio del caballero con armadura. Le brindaron un asiento seguro y le permitieron poner todo su peso y el de su caballo tras la arremetida de su lanza.

También el diseño de los castillos se hizo más sutil y eficiente. Por ejemplo, se evitaron los lugares vulnerables. Ricardo había aprendido bien a diseñar castillos y en 1198 inició la construcción del Cháteau Gaillard («Castillo Imponente») sobre un empinado risco, a cien metros por encima del río Sena y a ochenta kilómetros aguas abajo de París. Construido con murallas dentro de murallas y fortalezas dentro de fortalezas, se lo destinaba a servir como barrera inexpugnable que impidiera a Felipe penetrar en el corazón de los dominios angevinos y, también, como base para realizar incursiones por los dominios reales.

Prestó admirables servicios, y si bien Felipe rechazó a su enconado enemigo lo mejor que pudo, perdió todas las batallas. Muy mal podían haber marchado las cosas para Francia por entonces, de no haber sido por el incurable espíritu de caballero errante de Ricardo. Combatía por pequeñas causas tan ardientemente como por las grandes, y, en 1199, en una batalla librada por un castillo sin importancia y por una causa trivial, recibió una herida de flecha que se le infectó y le causó la muerte.

¡Felipe Augusto!

Sucedió a Ricardo el mucho menos belicoso Juan, y Felipe se salvó.

La sucesión no fue enteramente pacífica. En verdad, en ocasión de toda transferencia de la realeza en la historia anglonormanda después de la muerte de Guillermo el Conquistador hubo problemas acerca de quién iba a gobernar. Esta vez no constituyó ninguna excepción.

Ricardo había tenido un hermano, Godofredo, que era mayor que Juan. Si Godofredo hubiera vivido, habría sido el heredero, pero murió antes que Ricardo. Pero su esposa estaba embarazada en el momento de su muerte, y algunos meses después dio a luz un hijo a quien llamó Arturo. Este tenía doce años en el momento de la muerte de Ricardo.

Se planteaba la cuestión de si un hermano menor podía tener precedencia sobre el hijo de un hermano mayor en la herencia de la corona. De acuerdo con las posteriores ideas sobre la «legitimidad», había un estricto orden de herencia, y Arturo habría sido el «verdadero rey», no Juan. Pero en 1199 la cuestión de la legitimidad no estaba en modo alguno bien establecida y había, en cambio, que considerar otras cuestiones.

El Reino Anglonormando estaba en una lucha a muerte con Francia; ¿era momento para que un niño se convirtiese en su gobernante? Además, Arturo había sido educado en la corte del rey Felipe y era más francés que normando. ¿Podía confiarse en que no fuese el títere de Felipe?

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