La gran aventura del Reino de Asturias (31 page)

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Authors: José Javier Esparza

Tags: #Historia

Y a partir de principios del siglo X aparecerá un nuevo oficio, que sin duda existió ya con anterioridad, pero que hasta entonces no parece haber formado parte de las gentes de palacio: el
armiger
, que era literalmente el responsable de las armas del rey.

Básicamente, sobre estas personas descansaba la estructura de la corte asturiana. Una corte, pues, reducida y bastante elemental. Andando el tiempo, y sobre todo a partir del siglo X, la corte irá creciendo, el número de funciones se multiplicará y además su cometido se reglamentará de una manera cada vez más detallada. Pero eso será después.

Una nota interesante: en el reino de Asturias no parece haber habido influencia alguna de la corte más cercana, que era la cordobesa. Sabemos que la corte del emir de Córdoba era mucho más vistosa que la asturiana, como corresponde a un Estado más complejo, rico y mejor organizado. Sin embargo, Oviedo buscó su inspiración en el modelo godo anterior y en el modelo carolingio, nunca en el modelo cordobés, al margen de la importación de ciertas denominaciones. Era, sin duda, cuestión de visiones del mundo.

VII
LA NUEVA FRONTERA
Ordoño, el primer heredero por derecho

Cuando murió Ramiro I, todo presagiaba nuevas conmociones como las que siguieron a la muerte de Alfonso II el Casto: que las facciones rivales de la corte y los distintos territorios del reino volvieran a levantarse para disputarse el poder y afianzar su propia posición. Y eso pasó, en efecto, pero en medida mucho menor de lo esperado. Porque Ramiro, buen político, había tomado una prudente providencia: señalar sucesor antes de morir y, a tal efecto, designar a su hijo mayor, Ordoño. Fue una decisión de gran trascendencia, porque era la primera vez que la corona se transmitía expresamente de forma hereditaria, y no por elección de la nobleza.

Hasta ese momento, el viejo sistema de la monarquía electiva, heredado de los godos, seguía siendo la norma. Una norma, ciertamente, adulterada y en buena parte degenerada, porque había conducido a una inestable oligarquía. En su origen, el sistema electivo era una forma de que los nobles del reino participaran en el poder; pero ese sistema, teóricamente más democrático, en la práctica se había convertido en un generador de caos, porque las facciones nobiliarias tendían a no aceptar la victoria del rival. Eso pasó en tiempos de los godos, llenando de sangre la corte, y también había pasado en Asturias, pero además estaba pasando en toda Europa. Por eso las monarquías, a medida que se consolidaban, caminaban hacia la sucesión hereditaria. Primero, de hecho; después, de derecho. Es lo que se hizo en la corte de Oviedo. El reino de Asturias alcanzaba así su mayoría de edad política.

Y bien, ¿quién era este Ordoño, hijo de Ramiro? Un tipo serio. Dicen las crónicas, además, que era prudente y templado, y afable y modesto. Ordoño era hijo del primer matrimonio de Ramiro. Había nacido hacia 821, de manera que pasaba ya de los veinte años cuando a su padre le hicieron rey. Se había criado en la corte de Oviedo, primero, y en Lugo después, con su padre, donde aprendió el arte de gobernar y el uso de las armas. En 842, cuando Ramiro, viudo y designado heredero de Alfonso, fue a buscar nueva esposa a las Bardulias, Ordoño quedó al frente de Galicia. Por el camino ocurrió lo que ya hemos contado aquí: Nepociano toma la corona y Ramiro queda fuera de juego. Entonces Ordoño se emplea en preparar el ejército con el que su padre recobrará la corona.

Resuelto el problema de Nepociano, Ordoño seguirá en Galicia como gobernador. Su padre, Ramiro, debía de tener en mente desde muy pronto que él sería su heredero. En 847, con veintiséis años, se casa con una noble vascona, Doña Munia o Nuña, de la familia de los Arista (los Iñigo), que reinan en Pamplona. Un matrimonio de evidente intención política. Y cuando Ramiro muera, Ordoño será ungido rey. Era el 2 de enero de 850. Y Ordoño se convierte, en efecto, en el primer rey que en Asturias hereda el trono por derecho de sucesión.

La vara de la justicia de Ramiro había domado a la corte. No hubo, según parece, resistencia alguna entre los magnates del reino y Ordoño pudo ceñir la corona sin golpes palaciegos. Pero eso no quiere decir que no tuviera que superar pruebas. Y todas ellas se iban a encadenar en el espacio de pocas semanas: una revuelta de vascones que súbitamente se convirtió en gran batalla contra los ejércitos de Córdoba. Vamos a ver cómo ocurrió.

La cosa fue que, recién llegado al trono, a Ordoño se le sublevaron los vascones. ¿Por qué? No lo sabemos. ¿Dónde exactamente? Tampoco lo sabemos. La hipótesis más probable es ésta: después de muchos años de tranquilidad, los jefes de los clanes vascones deciden hacer un gesto de fuerza ante el nuevo rey. Debió de ser en la llanura alavesa, único lugar del reino donde los vascones podían hacer tal cosa. Y debieron de hacerlo los vascones de Álava solos, sin contar con los del reino de Pamplona, que estaban a otras cuestiones. Fue el único desafío interno de cierta entidad que se le presentó a Ordoño cuando ciñó la corona. Decidido a resolverlo, organizó su ejército, se puso en marcha y llegó a Álava. Comenzaba el verano de 850. Pero entonces ocurrió algo que no estaba en el guión: una cuantiosa hueste musulmana apareció en el horizonte. Lo que sólo era un problema de orden interior se convertía de repente en una batalla contra el moro. La primera de Ordoño.

La hueste sarracena en cuestión no era poca cosa. La mandaba el príncipe Al-Mundir, un hijo de Abderramán II. ¿Qué hacía allí esa gente? ¿Era una más de las innumerables expediciones moras de saqueo contra las tierras de Álava? ¿Sabía el emirato que los vascones estaban sublevados y Córdoba había mandado a un ejército para incordiar? El hecho, en cualquier caso, es que allí estaban los moros. Y seguramente no esperaban encontrarse a un ejército cristiano con nada menos que el rey a la cabeza. Por lo general, las aceifas moras en tierra vasca jugaban con la ventaja de castigar una zona indefensa. Esta vez, sin embargo, las cosas habían salido al revés.

Ordoño no perdió la oportunidad: dirigió a su ejército contra los sorprendidos sarracenos de Al-Mundir y los deshizo. Fue mano de santo, porque los vascones sublevados, ante la demostración de fuerza del rey, se doblegaron y se acabó la rebelión. Dos pájaros de un tiro, una rebelión domada y una victoria sobre los moros, todo en un solo movimiento. Ordoño no podía empezar su reinado con mejor pie.

¿Reinaría así la paz en el reino? No, en absoluto. En el valle del Ebro, Musa ibn Musa, el Banu-Qasi, del que hablábamos páginas atrás, seguía su propia política. Y como no se fiaba del emir de Córdoba, y aún menos del nuevo rey de Asturias, decidió mover ficha y fortificar la plaza de Albelda, en el centro de La Rioja: un lugar estratégico que, asomado al Ebro, le permitía controlar los movimientos de todo el mundo en la confluencia de Navarra, el reino de Asturias y el emirato; en particular, permitía al Banu-Qasi amenazar los esfuerzos repobladores de los cristianos en el límite con la llanura riojana.

Ordoño olió el peligro. No sabemos exactamente cómo fue, pero lo cierto es que a la altura de 851, es decir, muy poco después de la victoria sobre los moros de Al-Mundir, Ordoño atacó la Albelda de Musa. Hablan las crónicas de gascones, y también de asturianos y gascones. No es fácil saber qué podían hacer ahí los gascones; salvo que en realidad se tratara de vascones. En todo caso, lo cierto es que Ordoño decidió marchar contra aquel nuevo obstáculo. La batalla debió de ser terrible. Dicen las crónicas que Musa ibn Musa recibió treinta y cinco lanzazos en su loriga, que es la armadura que protege el torso.

¿Quién ganó? Probablemente, nadie. Las fuentes adjudican la victoria indistintamente a moros y a cristianos. Esto es frecuente en las fuentes antiguas, y tal ambigüedad siempre indica que el choque militar no tuvo un vencedor claro. Pero podemos dar la victoria táctica a los Banu-Qasi, porque lo cierto es que Musa mantuvo la fortaleza de Albelda bajo su control. Y con esa plaza en su poder, el control de los Banu-Qasi sobre el valle del Ebro alcanzaba dimensiones extraordinarias. Musa obtuvo de Córdoba el reconocimiento como gobernador de la Marca Superior.

¿Fue tal vez eso, la audaz jugada de Musa, lo que empujó al rey de Pamplona a separarse de su socio musulmán del Ebro? Muy posiblemente. Grandes cambios empezaban a dibujarse. Ordoño, por su parte, nunca dejará de tener presente la amenaza de esa fortaleza de Albelda. De hecho, pronto intentará tomarla de nuevo.

Ordoño I iba a reinar dieciséis años, que no son pocos, y en el transcurso de su gobierno iban a pasar cosas importantísimas: la extensión de las ofensivas militares cristianas hacia la meseta sur, el cambio de alianzas políticas en el valle del Ebro y, sobre todo, el afianzamiento de la repoblación en Portugal, León y Castilla, hasta La Rioja. Las iremos viendo una por una.

La rocambolesca historia de cómo llegó al trono el emir Muhammad

Mientras Ordoño I estrenaba corona en Oviedo, en Córdoba pasaban cosas muy inquietantes. El viejo emir, Abderramán II, de cerca de sesenta años, enfermaba gravemente. Su último gesto de autoridad había sido la convocatoria de un concilio de obispos cristianos para tratar de solucionar el problema de los mártires. No lo resolvió, como sabemos. Para acabar de oscurecer el paisaje, la rebelión volvía a estallar en Toledo, un berebere se sublevaba en Algeciras, entre los moros de Córdoba aparecía un seudoprofeta que sembraba la zozobra entre las gentes y la corte del emir se plagaba de conspiraciones. Sombrío horizonte.

Conspiraciones, ¿para qué? Para suceder al emir. No sabemos exactamente cuál fue la enfermedad que le aquejó, pero debió de ser seria, porque Abderramán II optó por vivir encerrado en sus aposentos, aislado del mundo. Aparte de sus eunucos, que por otra parte llevaban la administración del emirato, nadie visitaba al monarca cordobés. Nadie salvo una persona, una nieta suya, hija de su hijo Muhammad.

Era evidente que el emir duraría muy poco, de manera que no hubo persona en la corte que no se pusiera a conspirar. Abderramán II, de quien ya hemos dicho que sus dos pasiones fundamentales eran la poesía y las señoras, había tenido un centenar de hijos de ambos sexos. Eran muchos los hijos varones que aspiraban al trono. Eran también varias las mujeres que en aquellos meses desplegaron toda su influencia para tratar de situar bien a sus respectivos hijos predilectos. Y entre esas mujeres, una sobre todas: la bella favorita Tarub, aquella a la que el emir había consagrado sus más delicados pensamientos.

Tarub era una señora de armas tomar. Sabía, evidentemente, que Abderramán bebía los vientos por ella. Pero no puede decirse que los sentimientos de la concubina hacia el emir respondieran al hermoso nombre de «amor». Y al constatar que la vida del emir se apagaba, Tarub urdió una arriesgada maniobra. La bella quería situar en el trono de Córdoba a su hijo Abd Allah, un muchacho seguramente bien criado, pero con una horrible fama de borracho y libertino. Abderramán, por el contrario, no quería a ese Abd Allah ni en pintura. Y así a Tarub se le ocurrió jugar fuerte: aprovechando su ascendiente sobre la corte de eunucos que rodeaba a Abderramán, aceleraría la muerte del emir mediante una sabia administración de venenos y, acto seguido, los eunucos proclamarían emir al beodo Abd Allah, el hijo predilecto de la favorita Tarub.

¿Y quiénes eran los eunucos? Hablemos un poco de esta institución, porque así hay que considerarla. Los eunucos eran funcionarios de la corte con una particularidad evidente: se les había amputado el aparato genital. ¿Por qué? Hay que remontarse a la tradición oriental —desde China hasta el Egipto de los faraones— de entregar el cuidado de los harenes a hombres sin posibilidad de reproducirse. En el caso de la cultura árabe, los eunucos no sólo atendían estas funciones, sino que además fueron convirtiéndose poco a poco en los más fieles asesores y lacayos de los emires. Sin dejar de ser esclavos —tal era su condición inicial, y por eso se los castraba—, el desempeño de cargos de responsabilidad elevó a muchos eunucos a una posición decisiva en la corte. Ese era el caso del eunuco Nasar.

Nasar Abul Fath, llamado
el gran eunuco
, sin duda una de las personalidades determinantes del reinado de Abderramán II. Era un personaje de gran influencia. Desde 832 se había encargado de dirigir las obras de ampliación de la mezquita. Hombre inteligente, supo ganarse la confianza del emir. Poco a poco fue controlando toda la administración del emirato, y más todavía, la dirección de numerosas empresas políticas. Por ejemplo, en 844, cuando la invasión vikinga, se encargó de coordinar las operaciones militares. El fue también quien insistió en que el castigo a los mártires cristianos de Córdoba no fuera una simple ejecución, sino que ésta tuviera lugar en público, para que sirviera de advertencia a todos los cristianos. Eso fue ya en abril de 850. Nasar y la favorita Tarub dominaban la corte. Los dos veían cómo la vida del emir se apagaba. De consuno, tramaron el envenenamiento de Abderramán. Sería Nasar quien le acercaría una copa letal. El emir no desconfiaría.

Nasar, en efecto, se acercó a Abderramán. Le ofreció la copa. El emir miraría tal vez el obsequio con ojos crueles. Pero, para pasmo del eunuco, el emir no bebió la copa, sino que ordenó a Nasar que él la bebiera antes. Alguien había advertido a Abderramán de lo que se estaba tramando. Nasar se llevó la copa a los labios. Podemos imaginar el pavor que se apoderó del eunuco. A los pocos segundos, Nasar agonizaba entre horribles convulsiones. El emir había desviado el golpe. Aquello hizo que Abderramán, que ya llevaba una vida muy aislada, se encerrara todavía más, como un galápago en su concha. Nadie le veía jamás. Sólo aquella muchacha, su nieta, hija de su hijo Muhammad.

Abderramán murió solo, de noche, sin nadie a su lado. Nadie más que los eunucos había en los aposentos del emir. Tarub, por su parte, se apresuró a impedir que nadie entrara en la cámara del soberano: aún era posible coronar al borracho Abd Allah. Y nadie, en efecto, entró en palacio. Nadie salvo aquella muchacha, la nieta, que llegó al alcázar envuelta en velos y túnicas. ¿Qué temer de una muchacha? Pero, esta vez, la piadosa visita traía una sorpresa. La nieta comenzó a quitarse los velos, uno a uno, y quien apareció debajo no fue la muchacha, sino su padre, Muhammad, hijo del difunto Abderramán. Así llegó al trono el nuevo emir Muhammad. Era el año 852.

Sabemos cómo era Muhammad, hijo de Abderramán II y de su esposa Al-Shiffa: bajito, con la cabeza pequeña, de piel sonrosada (se teñía para parecer más moreno), inteligente, de buen talante y muy, pero que muy tacaño. No había heredado de su padre ni la prodigalidad —que en Abderramán superó con creces el despilfarro, aunque es verdad que gastó con mucho gusto— ni la pasión ciega por las mujeres. Tampoco heredó, y esto ya era más preocupante, la pasión política, que en Abderramán había sido muy profunda. De hecho, Muhammad tardó poco en confiar los asuntos del Estado a un tal Hasim ibn Abd al-Aziz.

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