La gran aventura del Reino de Asturias

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Authors: José Javier Esparza

Tags: #Historia

 

El nacimiento del reino de Asturias bajo la España musulmana fue una empresa titánica de resistencia y supervivencia. Una de las aventuras más fascinantes no sólo de la Historia de España, sino de la historia universal.

Aunque resulta inconcebible que un puñado de rebeldes cristianos consiguiera formar en el norte de la Península un reino independiente frente al mayor poder de su tiempo y, después, extenderlo hacia el sur en una tenaz labor de repoblación, eso es lo que ocurrió en torno a Covadonga, entre Asturias y Cantabria, a partir del año 722. ¿Cómo fue posible semejante proeza? ¿Quiénes fueron sus autores? ¿Cómo se llamaban los heroicos pioneros que empezaron a ganar tierras hacia el sur, gracias a sus azadas más que a sus espadas?

José Javier Esparza

La gran aventura del Reino de Asturias

Así comenzo la Reconquista

ePUB v1.0

Dermus
11.06.12

Primera edición: noviembre de 2009

© SantYago, S. L., 2009

© La Esfera de los Libros, S. L.,

ISBN: 978-84-9734-887-4

Depósito legal: M. 40.237-2009

Editor original: Dermus (v1.0)

ePub base v2.0

Para mis hijos.

Prólogo

Pese a quien pese, la Reconquista es uno de los procesos más fascinantes de la historia universal. Ningún territorio ocupado por el islam tras su prodigiosa expansión en los siglos VII y VIII fue capaz de expulsar a los invasores. Ninguno salvo la Península Ibérica. Naturalmente, puede discutirse la cualidad exacta de esa «reconquista», incluso la propiedad del término, pero el proceso histórico fue el que fue: a partir de 711, y como consecuencia de una invasión exterior, España se islamizó; después de varios siglos de avance cristiano, en un clima general de guerra y con pocos lapsos de paz, el islam terminaría siendo expulsado en 1492. Eso fue la Reconquista.

¿Cómo empezó todo? ¿Dónde? ¿Por qué? Todo empezó en un pequeño rincón del norte de España, en torno a Cangas de Onís, en Asturias. A partir de un minúsculo núcleo de resistencia rural, limitado a unos pocos clanes campesinos y guerreros —«asnos salvajes», les llamaron despectivamente las crónicas musulmanas—, se constituyó un espacio político precario, pero decidido a sobrevivir. Ese espacio, convertido en reino, se amplió inmediatamente a Cantabria y enseguida a Galicia. Así nació el reino de Asturias, sin otro motor que la voluntad de no doblegarse ante el poder musulmán y sin más elemento de cohesión que la cruz.

Lo que este libro se propone contar es eso, cómo empezó todo. Se trata de narrar la vida del reino de Asturias. Doscientos años desde la batalla de Covadonga, en 722, hasta su transformación en reino de León en la segunda década del siglo X. Es una historia que se ha contado muchas veces y que ha ocupado a algunas de las mejores cabezas de la historiografía española, desde Sánchez Albornoz hasta Luis Suárez, pasando por Menéndez Pidal y Julio Valdeón, por reducir a cuatro nombres una nómina que, en justicia, debería ser mucho más amplia. Se ha contado muchas veces, sí, pero parece que hoy se ha olvidado, particularmente por las generaciones más jóvenes. Por eso vale la pena contarlo todo otra vez. Como éste es un libro de divulgación, y no de investigación, quede sentado desde ahora el agradecimiento del autor a todos los que en el ámbito universitario se han inclinado sobre este periodo de la historia de España. Sin su trabajo, los divulgadores no tendríamos nada que contar.

Y bien, ¿qué contar? Todo cuanto sea posible. La peripecia del reino de Asturias es una hazaña asombrosa. Aquella gente, encerrada en un minúsculo enclave de poder militar escaso y economía rudimentaria, tuvo que hacer frente a un enemigo extraordinariamente poderoso, cuya voluntad de dominación se apoyaba en unos recursos abundantes y en una determinación religiosa inapelable. A los rebeldes cristianos del norte les esperaban tiempos trágicos, durísimos, sometidos una y otra vez a las campañas de saqueo musulmanas (las aceifas) que asolaban los campos y sembraban la esclavitud y la muerte, y eso un año tras otro, sin apenas tregua. Es objetivamente inconcebible que, pese a su clara inferioridad, el reino de Asturias lograra sobrevivir, pero lo hizo. Y no sólo logró sobrevivir, sino que, poco a poco, fue incorporando a los otros pueblos cristianos de la cornisa cantábrica. Y no sólo eso, sino que, después, empezó a aventurarse al sur de la cordillera para repoblar las tierras llanas. Y tampoco sólo eso, sino que, más tarde, consiguió mantener a raya al enemigo musulmán e incluso infligirle pérdidas serias. ¿Cómo fue posible semejante prodigio? Eso es lo que aquí explicaremos.

Es muy interesante tratar de meterse en la cabeza de los grandes personajes de aquel tiempo, los reyes y los condes y los obispos, que iban dejando su nombre en el amanecer de la Reconquista. La historiografía tradicional ha puesto a cada uno en su sitio y nos brinda hoy un fresco especialmente vivo de esos dos siglos de aventura y tragedia. Pero en aquel tiempo y en aquel lugar no había sólo reyes, condes y obispos, sino también un pueblo que escribía la historia con el surco profundo de sus arados. La vida de ese pueblo nos resulta más oscura, porque las fuentes históricas siempre se fijan más en los grandes nombres que en los pequeños. Pero hay indicios suficientes para reconstruir su peripecia en aquellos siglos del origen, y lo que podemos adivinar es estremecedor.

Los indicios son, a saber: diplomas de remotas fundaciones monacales que nos hablan de pioneros en valles expuestos al peligro moro, testimonios del favor regio para premiar el heroísmo de tal o cual colono, fueros que organizaron por primera vez la vida de los repobladores como hombres libres en un espacio nuevo, rústicas iglesias que oscuros clérigos construyeron con sus propias manos, decenas de cadáveres emparedados en una cueva del Pirineo, documentos que nos hablan de litigios y pleitos por tierras y montes… Y además, lo que las crónicas —cristianas y moras— nos cuentan.

Hay muchas formas posibles de contar la vida del reino de Asturias, el principio de la Reconquista, pero, de todas ellas, quizá la más sugestiva es inclinarse sobre la vida de aquellas gentes, los pequeños nombres. ¿Quién sería Cristuévalo, el de Brañosera? ¿Cómo murieron los desdichados cuyos cuerpos se hallaron en la cueva de la Foradada? Los nombres de estas personas han sobrevivido a la escasez de fuentes directas y por eso tienen valor de ejemplo. A partir de su huella en la historia podemos reconstruir un esquema general, del mismo modo que unos pocos fósiles nos permiten recomponer la anatomía de un saurio. Y una vez reconstruido el objeto, lo que descubrimos es fascinante. Resumámoslo así: por encima y por debajo de reyes y batallas, en realidad la Reconquista fue una gigantesca aventura popular, un enorme movimiento de gentes de a pie que buscaron en las tierras del sur una nueva vida más libre, y que desafiaron todos los peligros para conquistarla. Después —sólo después— los reyes y los condes sancionarían aquella expansión hacia el sur, incorporando las nuevas tierras al espacio político de la corona. Pero el impulso inicial fue, siempre, obra de personas singulares.

Esas personas son las verdaderas protagonistas de ese proceso asombroso que se llama Reconquista. Y en ellas hay que pensar cuando se escribe la crónica de dos siglos de aventura, de supervivencia, de resistencia y, al final, de victoria. Sus sacrificios, su sudor y su sangre permitieron construir una comunidad política.

Honrarás a tu padre y a tu madre. Al fin y al cabo, de no ser por aquella gente, aquellos «asnos salvajes», nosotros no existiríamos hoy.

I
EL ORIGEN: LA INSURRECCIÓN DE LOS ASNOS SALVAJES
La batalla de Covadonga

Estamos en 722. Hace once años que los moros han invadido la Península Ibérica y, aprovechando la descomposición del reino visigodo, se han hecho con el poder. El viejo reino godo, heredero de Roma, se ha hundido. El islam domina sin que nadie sea capaz de plantarle cara. Hasta ese año de Nuestro Señor de 722.

Viajemos a las montañas de Asturias, en la puerta de los Picos de Europa, cerca de Cangas de Onís. Allí hay una cueva llamada Covadonga, es decir, Cueva Dominica, Cueva de Nuestra Señora. Se llama así porque es centro de un culto mariano; muy probablemente era un lugar sagrado desde tiempo inmemorial. A esa cueva ha ido a parar un grupo de rebeldes cristianos. Covadonga es un lugar apto para refugiarse, un valle rodeado por montañas y también cerrado por montañas, con una única senda que escapa, precisamente, hacia las montañas. La historia no nos ha transmitido en qué momento del año ocurrió aquello. Podemos conjeturar que fue al final de la primavera, quizás en verano, porque la guerra, antiguamente, se detenía en invierno, cuando la naturaleza se rendía al frío.

Fijémonos ahora en los rebeldes. Son muy pocos, quizás unos cuantos centenares, tal vez menos. No hay sólo guerreros, sino también mujeres y niños. Han acudido allí huyendo. Unos pocos meses antes se habían levantado contra los moros: se negaban a pagar los impuestos que el gobernador musulmán exigía. Entonces comenzó la persecución. Unos pocos hombres, desorganizados y mal armados, en modo alguno podían imponerse al poderoso invasor. Las tropas moras, disciplinadas y entrenadas, fueron acosando a los rebeldes cristianos valle tras valle. Los daños que los cristianos podían infligirles eran escasos. Así llegaron los rebeldes, copados, al valle de Cangas, a la cueva de Covadonga.

¿Quién mandaba a los rebeldes? Pelayo, un guerrero visigodo. Pero los rebeldes no eran sólo visigodos, e incluso es muy probable que apenas hubiera godos entre ellos; la mayoría debían de ser astures, pobladores autóctonos de la cornisa cantábrica, que sin embargo habían encontrado en Pelayo a un líder capaz de acaudillar la resistencia. De Pelayo hablaremos después, también de los astures. Ahora quedémonos con ese cuadro: el puñado de rebeldes parapetados en su cueva. Y enfrente, el ejército más poderoso de su tiempo.

Los moros, a decir verdad, no habían prestado gran atención a aquel levantamiento de rebeldes cristianos: no dejaban de ser unos pocos cientos de nativos mal armados y peor alimentados. Pero el gobernador moro del norte peninsular, un berebere llamado Munuza, había aprendido a desconfiar de las apariencias. Tenía que acabar con aquel foco de rebeldía. Apurado, Munuza pidió refuerzos a Córdoba. Y el emir, Ambasa, accedió a enviar un cuerpo expedicionario al mando del general Al Qama. Dicen las viejas crónicas que 180.000 islamitas acudieron a la llamada. Seguramente no fueron más de 10.000. Suficientes, en todo caso, para acabar con aquellos pocos cientos de rebeldes cristianos encerrados en su cueva.

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