La gran aventura del Reino de Asturias (10 page)

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Authors: José Javier Esparza

Tags: #Historia

Después de atacar por el este, los moros atacarán por el oeste, es decir, Galicia otra vez. Los ejércitos de Abderramán subieron por el Miño. Pero la zona no debía de dárseles muy bien, porque de nuevo Fruela los frenará y derrotará. Fue una victoria importante para Fruela, porque le permitió ampliar sus tierras por el suroeste alcanzando la línea del Miño. Y al igual que había hecho en el este con el convento de San Miguel, también aquí, en el oeste, creará un convento a modo de marca. Rehabilita el viejo monasterio visigodo de Samos, en el sur de Lugo, y lo llena con monjes que venían de Toledo; el abad se llamaba Argerico y con él venía su hermana Sarra.

Aquella victoria de Fruela sobre las tropas musulmanas debió de ser bastante rotunda. No sólo afectaría al área oeste del reino, sino también al este, porque de aquellos fuertes tributos que los moros impusieron a los cristianos nunca más se supo; de hecho, los sarracenos tardarían quince años en volver a aquellas tierras. Pero el destino de Fruela I era no poder disfrutar nunca de sus triunfos. Y así, recién derrotado el enemigo exterior, vuelve a rebelarse el enemigo interior. ¿Otra vez los gallegos o los vascones? No, esta vez era algo peor: el fantasma de Vimarano, el hermano asesinado, retornaba para pedir cuentas.

En efecto, los nobles que habían apoyado en su día a Vimarano se confabulaban ahora para dar muerte al rey. Parece que en este asunto jugaron un cierto papel los hijos de Fruela Pérez, el hermano guerrero del rey Alfonso y que, por tanto, eran primos carnales del Fruela rey. ¿Asuntos de familia, una vez más? No podemos decir hasta dónde. Que el rey Fruela guardaba remordimientos, lo sabemos porque adoptó al hijo de Vimarano, Bermudo. Y que los partidarios de Vimarano guardaban rencor al rey, eso se hizo evidente cuando en el año 768 decidieron poner fin a su vida.

Vayamos a la corte de Cangas de Onís. Un avispero. Las disputas entre facciones rivales han llegado a un punto sin retorno. El trono está en juego. Fruela une a sus remordimientos el miedo. Pero, áspero y violento, defenderá su posición hasta el fin. Este llega por el hierro. Quien a hierro mata, a hierro muere. Un puñal, quizá más. Fruela I de Asturias, cuarenta y seis años, once de intenso reinado, es asesinado en su propio palacio. El asesino pensaría, sin duda, que Vimarano había sido vengado. Tal vez sobre el cadáver mismo de Fruela, los regicidas proclaman el nombre del nuevo rey: Aurelio, primo del asesinado, hijo de Fruela Pérez, el guerrero.

En aquel momento hubo alguien en Asturias que debió de sentir un inmenso pavor: Doña Munia, la noble vascona, ahora viuda de Fruela. Munia había tenido dos hijos del rey, Alfonso y Jimena. Rápida, decidida, Munia adivina enseguida el peligro. Hay que poner a salvo a los niños, no sea que corran la misma suerte que su padre. Sin perder un instante los envía al monasterio de Samos, aquel que su esposo había refundado en el sur de Lugo. Uno de esos niños se convertirá, muchos años más tarde, en el rey Alfonso II el Casto.

A Fruela, un hombre sin suerte, lo enterraron en Oviedo. Más tarde le acompañará su esposa, Munia. Asturias entraba mientras tanto en una época crítica. Nos espera un cuarto de siglo agitado.

Y en el norte, Carlomagno

Hasta ahora nos hemos centrado en el reino de Asturias, pero, ¿qué estaba pasando mientras tanto en el resto de España y, más extensamente, en el resto de Europa? Es importante saberlo. Ya hemos visto que Asturias no vivía al margen de Europa. Los enlaces matrimoniales de la nobleza asturiana así lo atestiguan. También hemos visto que en el sur, en la Hispania ocupada por el islam, surgía un poder sólido en la persona de Abderramán I, un tipo cuya obra iba a determinar lo que quedaba de siglo VIII y los decenios posteriores. Y ahora hay que hablar de otro personaje que, al norte de nuestras tierras, iba a marcar igualmente su tiempo y el nuestro: Carlomagno, nada menos.

Sí, porque a la altura del año 768, mientras Fruela I es asesinado en su palacio de Cangas y Abderramán consolida su poder en el emirato de Córdoba, llega al trono del imperio franco un tal Carlos que no tardaría en ser conocido como Carlos el Grande, es decir, Carlomagno. Apresurémonos a decir que este imperio franco no era propiamente la actual Francia, sino algo mucho más grande, una enorme construcción política que abarcaba la mitad occidental de Europa y que además sería decisiva para la evolución de la Reconquista en España. Por eso es importante que hablemos un poco de Carlomagno y los francos.

Hagamos un poco de memoria. Los francos eran un pueblo germánico, originario de la cuenca noreste del Rin, que desde el siglo IV se había integrado en la vida del Imperio romano. Inmersos en las conmociones del final de Imperio, terminan constituyendo un reino propio, más o menos en la actual Bélgica, que se proyecta hacia la Galia. Combatieron junto a los romanos contra Atila, en el año 451. Un rey llamado Childerico extendió sus tierras hacia Alemania. A este Childerico se le tiene por hijo de Meroveo, y por eso a su dinastía se la conoce como «merovingia». De Childerico nació Clovis o Clodoveo, que hacia 496 se convierte al cristianismo. Convertido en rey no sólo de los francos, sino también de los galorromanos, que eran mayoritariamente cristianos, Clodoveo empuja hacia el sur a los visigodos que entonces ocupaban la Galia. Esos godos se instalarán en España; son nuestros godos.

La dinastía merovingia no fue capaz de mantenerse unida. Hacia el siglo vil, quienes de verdad mandaban en el reino eran los mayordomos de palacio, un cargo que podemos entender como «primer ministro», más o menos, y que habían llegado a acumular todo el poder ante la incompetencia de los llamados «reyes holgazanes», que así se conoce a los últimos monarcas merovingios. Fue uno de esos mayordomos, Carlos Martel, el que frenó a los moros en Poitiers en el año 732. Después de rocambolescas aventuras, Carlos Martel había logrado reunificar el reino desde el sur de Francia hasta Austria y Alemania. Aunque no era rey, actuó como tal e incluso repartió el reino entre sus hijos: Carlomán (no confundir con Carlomagno, que no ha llegado todavía) y Pipino, llamado
el Breve
por lo bajito que era. Nace así, por el nombre de Carlos Martel, la dinastía carolingia.

Carlomán se metió en un convento y dejó el poder a Pipino, el bajito. Pipino reinó desde 751 hasta 768; murió el mismo año que Fruela LA su muerte dividió el reino, una vez más, entre sus hijos: otro Carlos y otro Carlomán (no eran muy originales buscando nombres, estos francos). Pero este nuevo Carlomán muere prematuramente en 771, con sólo veinte años, y así el otro hijo, Carlos, se ve convertido en rey de un inmenso territorio que abarca la mayor parte de las actuales Francia y Alemania, los Países Bajos, Austria, Suiza y la mitad norte de Italia. A este Carlos es al que conoceremos como Carlo Magno. La Europa de ese momento queda orbitando, pues, en torno a tres poderes: el de Bizancio, heredero del Imperio romano de Oriente, que domina el sureste del continente; el de los musulmanes, en toda la cuenca sur del Mediterráneo, y este de Carlomagno, con la mitad de la Europa occidental. Carlomagno se ve dueño de un poder extraordinario. Y en su flanco sur, España.

A Carlomagno lo vamos a encontrar muchas veces en los próximos episodios de nuestra historia, desde su derrota en Roncesvalles hasta su protagonismo en la extensión del culto a Santiago Apóstol. No adelantaremos ahora esos capítulos. Pero sí conviene explicar qué estaba pasando en la frontera de Carlomagno con los moros, es decir, en el Pirineo, porque de aquí saldrían los otros reinos de la España cristiana, y la participación de Carlomagno en ese proceso iba a ser fundamental.

Breve
flashback
: recordemos que los musulmanes entran en España en 711, desplazan a la élite goda y se hacen inmediatamente con el poder, derramándose literalmente por la Península. Pasma ver con qué velocidad dominan la vieja Hispania goda, ya hemos explicado aquí por qué. Entre 714 y 718 veremos a Muza y Al-Hurr recorriendo el valle del Ebro y conquistando Pamplona, Zaragoza y Barcelona. El valle del Ebro era, con el del Guadalquivir, el gran eje de la riqueza agraria en España desde los tiempos de Roma, y aun antes. Allí, como sabemos, el más listo se convierte al islam y se pone a disposición de los invasores, ganando así el control de una extensa y riquísima región: fue el conde Casio, con el que comienza la dinastía de los Banu-Qasi. A los musulmanes se les abre el camino hacia Francia.

A veces la historia es una evidencia geográfica. Controlado el valle del Ebro, a los moros se les ofrecen sólo dos vías para pasar los Pirineos: por Cataluña y por Navarra. El área que actualmente ocupa Navarra es un conglomerado irregular de vascones y godos en fuga o conversos al islam, junto al ducado de Aquitania y sin un poder visible; por otro lado, tiene una geografía difícil. Los Banu-Qasi controlan hasta Pamplona, pero, más allá, las montañas conforman un camino peligroso, donde es demasiado fácil sufrir emboscadas. La actual Navarra pasó alternativamente del dominio moro al dominio cristiano; nunca fue, en cualquier caso, un lugar de tránsito cómodo. Es mucho más fácil el paso por Cataluña: los hispanogodos allí refugiados se han retirado más al norte, hacia Francia, y su resistencia no será demasiado dura; además, al lado está el mar, donde los moros pueden establecer vías de abastecimiento. Éste será el camino musulmán hacia el corazón de Europa.

La suerte de los musulmanes cambió cuando Carlos Martel los frenó entre Tours y Poitiers. Pasaron entonces muchas y muy importantes cosas. Primero, que el franco obtuvo la sumisión de los godos, lo cual multiplicaba el potencial carolingio. Después, que los musulmanes no lograban afianzar más posición que la ciudad de Narbona, de modo que tuvieron que retornar al sur del Pirineo; las posteriores guerras civiles entre musulmanes hicieron que abandonaran definitivamente la idea de invadir Francia. Y además, ocurrió que los carolingios contaban ahora en sus filas con un buen número de hispanogodos dispuestos a retornar al que había sido su territorio; se los llamará
hispani
y, andando el tiempo, con ellos aparecerá la Cataluña histórica.

Rechazados los moros al otro lado del Pirineo, la primera preocupación para los carolingios será que no vuelva tan incómodo visitante. ¿Cómo hacerlo? Creando un área fronteriza bien guarnecida, bien fortificada, que actúe como valladar. Así va naciendo poco a poco la Marca Hispánica, una auténtica cadena de condados en dependencia directa de la corona carolingia. Al principio, los condes encargados de la defensa fronteriza serán francos, pero muy pronto van a ser sustituidos por nobles autóctonos, y muchos de ellos saldrán de aquellos
hispani
godos que habían buscado refugio en Francia. De esta manera aparecen los condados de Sangüesa, Jaca, Sobrarbe, Ribagorza, Pallars, Urgel, Conflent, Cerdaña, Rosellón, Perlada, etcétera.

La Marca no es una defensa estática, sino que responde a una estrategia dinámica: su función es proyectarse hacia el sur. Carlomagno no renunciará a intervenir en España. Saldrá escaldado en Roncesvalles (ya lo veremos con calma más adelante), pero conseguirá una victoria decisiva cuando tome Gerona. Esto será ya en 785. Pero la atención de Carlomagno, en ese momento, no estaba en España, sino en Sajonia, Baviera y Lombardía, donde el Imperio carolingio tenía que hacer frente a diversas contingencias. Carlomagno vencerá en todos estos lugares. Y afianzará su poder hasta el extremo de ser coronado por el Papa «emperador de los romanos».

Aquí, entre nosotros, la Marca seguirá definiendo el paisaje en la España pirenaica durante al menos un siglo más. Y mientras tanto, en la España cantábrica, el joven y aún débil reino de Asturias iba a conocer desagradables vicisitudes. De eso nos ocuparemos ahora.

III
CAOS EN ASTURIAS
A Aurelio se le sublevan los siervos

La última vez que pasamos por el palacio de Cangas, sede de los reyes de Asturias, estaba todo lleno de sangre. Una conjura palaciega había terminado con la vida de Fruela I, llamado
el Cruel
. Su viuda, la vasca Munia, se ha apresurado a poner a salvo a sus dos retoños, Alfonso y Jimena. Y al trono llega, con las manos sucias, Aurelio. Era el año 768. Con él se abre un periodo realmente opaco.

Recordemos el paisaje. Fruela había matado antes a su hermano Vimarano porque sospechaba una conspiración. Por tanto, todo indica que el asesinato de Fruela fue una venganza de los amigos de Vimarano. Y entre esos amigos debía de encontrarse este Aurelio, que, por otra parte, era de la misma sangre que Fruela: primos hermanos. Porque Fruela era hijo de Alfonso de Cantabria, y Aurelio era hijo del hermano de éste, Fruela Pérez, el guerrero. Asuntos de familia, en efecto.

Aurelio tenía entonces veintiocho años; ya no era ningún niño. Y siendo hijo de Fruela, podemos imaginarnos que había sido educado en el rudo ambiente guerrero que rodeó a su padre. Pero, pese a estos antecedentes, su historial al frente de la corona resultará bastante poco brillante. Lo único significativo que nos dicen de él las crónicas es que, en su época, se le sublevaron los siervos. ¿Dónde? No lo sabemos con exactitud. ¿Por qué? Tampoco. Pero podemos imaginarlo.

Hablemos un poco de la cuestión social en el reino de Asturias. El sistema socioeconómico, en aquel momento y en aquella región, podríamos definirlo como prefeudal. No debemos imaginar un régimen señorial generalizado, con magnates que rigen sus tierras en plena autonomía y, bajo ellos, unos siervos atados a la gleba. Eso vendrá después y, por otro lado, en España será bastante menos acusado que en el resto de Europa. No, aquí y ahora, lo que hay es un sistema más bien heterogéneo donde el régimen señorial heredado del bajo Imperio romano convive con formas de pequeña propiedad tanto individual como comunitaria, donde numerosas tierras no son posesión de los nobles, sino de la corona (el núcleo familiar de Pelayo), y donde, además, extensas áreas han pasado a ser roturadas por las gentes venidas del sur, del valle del Duero; gentes que en buena parte eran campesinos, pero que, también en gran número, eran guerreros de la pequeña nobleza hispano-goda que aquí iban a encontrarse con que su estatus social no era sustancialmente diferente al del resto de la población.

En ese panorama de plena transformación, no cuesta imaginar que determinados nobles —al parecer, sobre todo en Galicia— pretendieran imponer formas de señorío mucho más acusadas; formas que implicarían también un aumento de las cargas sobre la población campesina, tanto en exigencia de rendimiento como en nuevos impuestos. Esto es sólo conjetura, pero es bastante posible. En cualquier caso, la rebelión debió de ser lo suficientemente extensa y prolongada, y sus consecuencias lo suficientemente graves, como para que las crónicas se hagan eco de ella. Aurelio logró someter a los rebeldes. Las crónicas dejan entender que no fue sólo cuestión de represión armada, sino que también tuvo su papel el ingenio. ¿Negoció Aurelio? Nos falta saber cómo, pero es un dato que hay que retener: nos ayudará a entender mejor por qué, años después, la Reconquista se va a hacer bajo un sistema que no tiene nada que ver con el feudalismo europeo.

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