La gran aventura del Reino de Asturias (8 page)

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Authors: José Javier Esparza

Tags: #Historia

Nada más sabemos de Fruela Pérez, el primer guerrero de la gran cruzada del sur. Pero después vendrán otros que también empuñarán la espada en aquellos tiempos de hierro. Así comenzó a escribirse la Reconquista.

El desierto del Duero

Estamos en el año 740. El flamante rey de Asturias, Alfonso I, saca partido de la guerra interna en el bando musulmán. Como los bereberes han abandonado sus posiciones fronterizas en el norte, los rebeldes cristianos encuentran el camino libre para aventurarse fuera de la Cordillera Cantábrica. Así prodigarán sus incursiones en las tierras llanas, en el valle del Duero, los viejos Campos Góticos. Cabalgan por tierras de Burgos, Valladolid, Soria, Zamora, Palencia. Aniquilan a los moros que aún permanecen en aquellos lugares. Y a los cristianos los llevan hacia el norte, al territorio controlado por la corona astur, donde comenzarán una nueva vida. Así el reino empieza a ver cómo sus tierras, desde Galicia hasta Vizcaya, se llenan de nuevos pobladores. Y así las tierras llanas, el valle del Duero, se convierten en un desierto, el desierto del Duero.

Aquí estamos metiendo la cuchara en un asunto extremadamente complicado, muy sujeto a discusión. ¿De verdad se despobló el Duero? ¿En qué sentido? ¿Es que la gente se fue, o se la empujó hacia otros lugares, o tal vez se murió? Y este desierto, ¿fue una creación intencionada del rey de Asturias, una estrategia para procurarse un escudo geográfico frente a los musulmanes, o fue más bien el fruto de un proceso natural? Claro que, ¿y si no hubo tal desierto? Pero si no hubo desierto, ¿por qué las crónicas emplean la palabra «poblar» cuando se refieren al posterior retorno a aquellos lugares, como si hubieran estado despoblados? ¿Qué dice la arqueología? Aquí vamos a intentar proponer una explicación, una narración sobre cómo pudieron ser los hechos que nos ocupan.

Ante todo, es de pura justicia explicar, aunque sea someramente, qué es lo que los historiadores han venido diciendo sobre este asunto que es, repitámoslo, uno de los grandes debates historiográficos de la Reconquista. Lo que nos han legado las fuentes de la época —las crónicas— es lo que aquí hemos referido y repetido, esos ataques de Alfonso I por el valle del Duero, con rescate de población. A partir de aquí, comienza el debate.

A mediados del siglo XIX, el portugués Alejandro Herculano sienta una primera hipótesis: Alfonso I despobló el Duero a conciencia, para dificultar el avance musulmán hacia el norte; sin núcleos urbanos donde aprovisionarse, un ejército no puede sobrevivir. El desierto fue, pues, un objetivo deliberado de los cristianos, para protegerse. El valle del Duero no volvería a poblarse hasta un siglo más tarde, en el camino de la expansión cristiana hacia el sur.

Esa tesis fue retomada, estudiada, ampliada y acotada por Claudio Sánchez Albornoz, que vino a exponer las cosas de la siguiente manera: el reino de Asturias necesitaba afianzar su territorio, poblar las tierras de la corona con nuevos campesinos y soldados y, además, protegerse de eventuales incursiones musulmanas. Con ese objetivo, Alfonso I despobló deliberadamente el valle del Duero llevando a sus habitantes hacia el norte.

Otros, después, mantuvieron sin embargo una opinión contraria. Nada —decían— permite hablar de una despoblación total del valle del Duero. Eso pensaban Menéndez Pidal y Américo Castro, por ejemplo. Y si las crónicas dicen que esas tierras fueron «repobladas» después, eso hay que interpretarlo como una figura retórica para describir el modo en que la meseta norte fue reorganizada por los reyes cristianos a partir de los siglos IX y X.

¿Despoblación deliberada o figura literaria? ¿De verdad se creó un desierto humano en el Duero? En fechas más o menos recientes —el último medio siglo— ha habido bastantes estudios sobre el terreno que intentan responder a esas preguntas. Su primera conclusión es ésta: no es verdad que el valle del Duero quedara despoblado durante el siglo VIH. Los vestigios arqueológicos permiten asegurar que en esa zona hubo núcleos habitados en todo ese tiempo. Es verdad, sin embargo, que no hay señales de vida urbana avanzada en la región durante tal periodo. Y sabemos, por otro lado, que hacia los años 750-760 hubo una fuerte sequía, una hambruna atroz y, además, una epidemia de viruela. No es poca cosa. Y ahora, con todos los datos en la mano, podemos reconstruir aproximadamente lo que pasó.

Situémonos. Somos asturianos o cántabros de 740. Vivimos en una tierra feraz, pero de recursos limitados y de orografía difícil, con mucha montaña, que empuja a la población hacia los valles. ¿Mucha población? Para el área propiamente asturiana y cántabra, todo indica que sí; la expansión demográfica cántabra parece haber sido una constante de esta región durante siglos. Nuestra vida es bastante primitiva, pura economía rural en régimen de pequeños señoríos. A nuestro oeste, hacia el océano, está Galicia, un área vinculada desde muy antiguo a nuestra propia tierra. Galicia es más rica y está mejor organizada, pero menos poblada; ha sufrido las invasiones moras y atraviesa hoy por un momento de depresión. Parece natural pensar que si nosotros, asturianos y cántabros, queremos ganar espacio, hemos de dirigirnos hacia Galicia.

En este momento ocurre algo inesperado: los invasores comienzan a pelear entre sí. La amenaza musulmana se vuelve contra sí misma. Los bereberes abandonan sus posiciones avanzadas. No podemos desperdiciar la oportunidad. Vamos hacia Galicia y ofrecemos a aquella gente, hermanos nuestros, nuestra amistad, nuestra protección, nuestra corona y nuestra fe. Ellos nada tienen que perder, al contrario, todos ganamos. Y en el otro extremo del reino, en el este, podemos repetir la operación: cántabros y vascones acogerán bien una oferta que es una promesa de futuro.

Al hilo de esta expansión natural, descubrimos algo increíble. Mucho más al sur, donde acaban las montañas y empiezan las tierras llanas, los moros también retroceden. No hay tiempo que perder. Preparamos nuestra hueste y probamos fortuna en las ciudades que los moros habían convertido en bases suyas: León, Astorga… Apenas quedan allí defensas. Los combates nos sonríen. Y lo que descubrimos nos deja perplejos: miles de personas, cristianos como nosotros, sumidas en el caos, expuestas a las rapiñas del enemigo. No podemos darles nuestra protección allí, en esas ciudades, pero sí en nuestro propio territorio. Los llevamos hacia el norte, donde no faltan tierras por roturar. Muchos de ellos se convertirán en campesinos; otros, en soldados. Cuando los moros vuelvan, no encontrarán nada aquí.

Nuestros nuevos amigos nos han contado cosas inquietantes. Su vida se había hecho todavía más primitiva que la nuestra. Las grandes ciudades heredadas de los romanos habían desaparecido. Luego vino la guerra civil entre los godos. Después, la invasión musulmana. Las epidemias y las sequías habían hecho el resto. Ya no había siervos que trabajaran la tierra. Toda la región está salpicada, aquí y allá, por pequeñas comunidades de pastores. Los nuevos amos musulmanes no han cambiado las cosas. Hay hambre y hay pobreza. Para esta gente, nosotros somos una tabla de salvación. Otros, sin embargo, preferirán quedarse con sus pequeños rebaños de cabras y ovejas en la estepa pelada.

Haremos todavía más expediciones por la llanura interminable de la meseta, y por todas partes veremos lo mismo: abandono y desolación. Hacia el año 750 las cosas se pondrán todavía peor. Al hambre se suma la viruela, enfermedad mortal desconocida hasta ahora, que han traído los árabes desde Persia y que diezma a las poblaciones. Los que han sobrevivido vienen con nosotros. A otros hemos de dejarlos en sus campos yermos. Tampoco aquí encontrarán nada los moros cuando vuelvan, si es que vuelven. Dice una crónica árabe, la de Ajbar Machú'a: «Los habitantes de España disminuyeron de tal suerte, que hubieran sido vencidos por los cristianos, a no haber estado éstos preocupados también por el hambre». Nos preocupa, sí, pero más preocupará a los sarracenos, que no tendrán ya nada que saquear en estas tierras.

De esta manera la influencia del reino de Asturias se extiende en torno a una zona de sombra: desde Oporto en Portugal hasta Osma en Soria y los montes de Álava. El reino está seguro. Nuevos habitantes empuñan las armas y crean riqueza. Y al sur, en la gran meseta, sobre la raya del río Duero, surge una tierra de nadie, propiamente inhabitable, sin ley ni orden, con pequeños y aislados núcleos de población —incluso en el desierto hay oasis, decía Sánchez Albornoz—, como si en ellos se hubiera congelado el tiempo, ásperos tanto para los moros como para los cristianos. A esa tierra de nadie se la conocerá como el desierto del Duero.

Así pudieron pasar las cosas. Así debió de nacer aquel célebre «desierto del Duero» que durante más de un siglo iba a ser el escenario de los enfrentamientos armados entre moros y cristianos. Pero al norte y al sur, mientras tanto, la vida continuaba.

Abderramán I: lo peor que podía pasarnos

Corría el año 756, el último del reinado de Alfonso I el Católico, cuando en Al Andalus, es decir, en la España sometida al islam, pasó lo peor que podía pasarnos, a saber, que apareció un musulmán con visión de Estado y, más aún, con voluntad para ponerse a la cabeza de todo aquello, disolver el caos y convertirlo en orden. Ese alguien fue Abderramán I. Con él nacerá el emirato independiente de Córdoba. La historia de España cambiará.

Vamos a recordar someramente cómo estaban las cosas. Después de la invasión mora en 711, la mayor parte de la Península se había sometido al islam, entre otras cosas por la rendición pactada de la vieja élite goda. Los musulmanes convierten las tierras ibéricas en una provincia dependiente del califa de Damasco. A la cabeza del territorio conquistado se coloca a un valí o emir. Los moros sitúan su capital en Córdoba, aunque con fuerte dependencia de Ifriquiya, en Túnez.

Pero los musulmanes que han entrado aquí —no muchos, se cree que unos 60.000 a lo largo de todo el siglo VIII— traen consigo el germen de una guerra civil. Arabes, bereberes y sirios, que tal era la composición de las fuerzas invasoras, se detestan y mantienen querellas pendientes. Los árabes se consideran con derecho a ser la minoría dirigente y se instalan en las ciudades; los bereberes quedan marginados en las zonas rurales y han de sufrir que los árabes les carguen con impuestos como si no fueran musulmanes, de manera que se rebelan; los sirios aparecen para apoyar a uno de los bandos —el árabe—, pero terminan volviéndose también contra él. No eran disputas civilizadas: al emir Abd-al-Malik, que llamó a los sirios en su socorro y terminó destituido por éstos, lo asesinaron crucificándole entre un perro y un cerdo. Así la década de 740 verá un largo y sangriento conflicto dentro del bando musulmán.

Mientras eso pasaba en la España mora, las cosas se ponían aún más negras en Damasco, la metrópoli del imperio musulmán. Las distintas familias que reclaman la herencia de Mahoma —y, por tanto, el título de califa— han entrado en guerra entre sí. La dinastía reinante, que es la de los Omeyas, se ve acosada por rivales desde todas partes. Los líderes de las revueltas son los alies o chiíes, los clanes seguidores de Alí, primo y yerno del profeta. Los alies prenden la mecha en Persia. Acusan a los Omeyas de no ser suficientemente religiosos y de no islamizar bastante los territorios conquistados. Encabeza a los alies el caudillo Abu-al-Abbas, y por este Abbas se llama «abasíes» o «abasidas» a esta familia. No es una revuelta palaciega, sino una auténtica guerra civil. Finalmente, los abasidas derrotan a los Omeyas en el Gran Zab, en Irak. Es el 25 de enero del año 750 de la era cristiana. Los abasidas se hacen con el califato.

¿Asunto resuelto? No, porque los nuevos dueños de Damasco están dispuestos a extinguir hasta el último recuerdo de los Omeyas. Los abasidas convocan a los Omeyas a un encuentro —con banquete incluido— en Abú-Futrus, en Palestina. Supuestamente, se trata de hablar de paz, herencias, quizás amnistía para los derrotados. Toda la familia Omeya está allí. Pero en un cierto momento del banquete, Abú-al-Abbas, el nuevo califa, hace un gesto a su guardia. Cimitarras y cuchillos desnudos se abalanzan sobre los Omeyas. Todos son pasados por las armas: hombres, mujeres, jóvenes, viejos, sin distinción. «Que ningún Omeya quede con vida», era la consigna. Eso fue la matanza de Abú-Futrus. Así se consolidó el poder abasida. Pero los asesinos no completaron su trabajo: habían dejado a alguien vivo.

Alguien había quedado con vida, en efecto: el joven príncipe Abderramán y su hermano Yahya. Sus cuerpos no estaban entre los cadáveres. Milagrosamente, habían logrado escapar. Al joven Abderramán —de unos veinte años en aquel momento— le espera un largo periplo de cinco años. Primero se dirige a Damasco, donde se confunde con los miles de fugitivos que escapan de la furia abasida. Se ha puesto precio a su cabeza. Los enemigos logran localizar a su hermano Yahya y le dan muerte. Abderramán, en fuga permanente, busca cobijo en Palestina, después entre las tribus beduinas del desierto, luego pasa al norte de África. Siempre perseguido, termina en Mauritania, entre la tribu de los bereberes nafza, que era el pueblo de su madre.

Abderramán no carecía de carisma. Nieto del décimo califa Omeya e hijo de un príncipe y una concubina berebere, había nacido en un monasterio de Damasco. Un tío abuelo suyo, Maslama, le había profetizado que restablecería el esplendor de los Omeyas. Al parecer, varios centenares de partidarios de los Omeyas le habían seguido en su fuga o se habían unido después a él. Abderramán sueña con establecer en el norte de África un territorio propio para los Omeyas. Pero el norte de África, desde el Atlántico hasta Egipto, está escindido en innumerables facciones: cada gobernador o valí o emir trata de marcar su propia zona de poder. Errante, Abderramán termina en Ceuta. Allí le cuentan que en Elvira, Granada, hay amigos de los Omeyas dispuestos a seguirle. El príncipe desembarca en Nerja en septiembre del año 755. Pronto reunirá un ejército con yemeníes, sirios y bereberes. El gobernador de Córdoba, Yusuf al-Fihri, sabe que no podrá hacer gran cosa contra un descendiente directo de los Omeyas. Primero intenta negociar, después hablarán las armas. Finalmente, Abderramán derrota al gobernador y entra triunfante en Córdoba. Era la primavera del año 756.

Dicen que lo primero que hizo Abderramán fue liberar a una esclava visigoda conversa al islam y desposarla. De ella nacería su heredero, Hisham I. También plantó una palmera de la cual —dice la tradición— descienden todas las palmeras de España. Pero seguramente lo primero que hizo no fue nada de eso, sino tratar de poner un poco de orden en el inmenso caos de Al Andalus. A tal fin, definió con claridad cuál era exactamente su estatuto: emir independiente. Es decir, el nuevo emirato se erigía en poder propio, sin dependencia política ni administrativa de Damasco, pero reconocía la autoridad espiritual del califa, y por eso Abderramán no se proclamó califa, sino sólo emir. Después le tocó la parte más áspera del programa: aniquilar cualquier resistencia de los antiguos dueños de Al Andalus, que, evidentemente, no iban a dejarse dominar con facilidad.

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