Todo salió a pedir de boca. El ejército franco penetró en España sin oposición relevante. A su paso por Pamplona, Carlomagno, hombre precavido, destruyó las murallas de la ciudad para asegurarse un retorno fácil si algo salía mal. Y así llegó el franco ante los muros de Zaragoza. Pero una vez allí, ocurrió algo imprevisto: Zaragoza no abrió sus puertas. ¿Por qué? Porque mientras Carlomagno planificaba y desarrollaba la operación, el control de Zaragoza había ido a las manos de Husayn al-Ansari, otro influyente jefe yemení a quien Suleyman creía aliado, pero que se manifestó como hostil. Este Husayn se negó a entregar la ciudad. Suleyman quedó en evidencia. Y Carlomagno, compuesto y sin novia.
Lo que se le planteó a Carlomagno fue un problema de técnica militar. Sin duda, en una batalla en campo abierto, la victoria se habría inclinado del lado franco, pero los musulmanes no iban a brindarle esa posibilidad: se encerraron tras las murallas de Zaragoza y decidieron aguardar acontecimientos. De esta manera obligaban a Carlomagno a planificar un asedio previsiblemente largo sobre la ciudad. ¿Estaba en condiciones de asediar Zaragoza? No. Los francos tenían tropas suficientes, pero no podían asegurar su abastecimiento. Las bases de los carolingios estaban lejísimos, y era muy costoso y, además, muy arriesgado establecer una vía de avituallamiento. Otros ejércitos, en situaciones parecidas, habrían resuelto el problema saqueando los campos y pueblos de alrededor, pero eso obligaría a Carlomagno a dispersar sus fuerzas, exponiéndose entonces a un contraataque musulmán. ¿Qué hacer?
Carlomagno, que era un hombre inteligente, optó por lo más sensato: reconocer que la presa se le escapaba, levantar el campo y volver a casa. Problemas urgentes le reclamaban en Renania, en el este de su imperio. Como no andaba sobrado de intendencia y no quería verse enredado en más jaleos en España, decidió regresar por el camino más corto, el del oeste, por el Pirineo navarro. Al fin y al cabo, para eso había ordenado, hombre precavido, destruir las defensas de Pamplona. Para más seguridad, cogió preso al fracasado Suleyman y lo llevó consigo. Un rehén de campanillas. Todo auguraba un repliegue rápido y sin costes. Pero el destino había dispuesto otras cosas.
Dice la tradición que fue en Roncesvalles, pero verosímilmente debió de ocurrir algo más al norte, en el paso de Valcarlos, sobre el mismo camino que, aún hoy, lleva de Navarra a Francia a través del Pirineo. Fue allí donde Carlomagno se encontró con mesnadas hostiles que le acosaban a los lados del camino. A lo largo de su ruta había podido constatar una inusual agitación. No había sido buena idea llevarse como rehén al fracasado Suleyman, pues los hijos del rehén moro, Aysun y Matruh, habían agitado los ánimos y columnas musulmanas merodeaban por los alrededores. El rey franco, al parecer, optó por devolver a Suleyman a sus hijos, para evitarse complicaciones. Nadie osó interponerse en el camino del ejército más poderoso del siglo VIII, que era el de Carlomagno, pero entre el collado de Ibañeta y la hondonada de Valcarlos, cerca de Roncesvalles, una multitud hostil asomó por las cumbres. Y una lluvia de dardos y rocas comenzó a caer sobre la retaguardia de las columnas carolingias.
¿Quiénes eran? Este es un asunto todavía sujeto a discusión. Unos dicen que vascones. Otros, que una coalición de vascones y musulmanes. Otros aun, que eran gascones del vecino ducado de Aquitania, cuya independencia estaba amenazada por el poder de Carlomagno; el duque de Aquitania, llamado Loup, se habría enterado de la expedición carolingia y estaría esperando a las tropas de Carlomagno allí, apostado en las cumbres, para aniquilarlas sin esfuerzo. Las tres hipótesis —vascones, moros y aquitanos de la Gascuña— han sido barajadas con semejante grado de probabilidad. El hecho es que la retaguardia de Carlomagno se vio envuelta en una emboscada atroz y sin posibilidades de defensa. Debió de ser una carnicería. La crónica carolingia da por muertos allí, entre otros, al prepósito regio Egiardo, al conde palatino Anselmo y al prefecto de la frontera con Bretaña,
Hruodlandus
, es decir, Roldan.
A partir de aquí, la tradición épica construyó una historia fabulosa, la de la
Canción de Roldan
. Cientos de miles de moros —dice la leyenda— cayeron sobre la retaguardia carolingia, comandada por Roldan, sobrino de Carlomagno, junto a los doce pares de Francia. Roldan hizo sonar su cuerno —su olifante de marfil— para avisar a Carlomagno, pero éste, engañado por un traidor, no entendió el aviso. Allí dejarían la vida Roldan y los pares, tras una férrea batalla en la que los muertos se contaron por decenas de miles.
Esto, la
Canción de Roldan
, es literatura, es decir, que tiene un valor histórico muy limitado. Pero la batalla sí fue real, porque conocemos el epitafio de Egiardo y porque medio siglo después la veremos reflejada en los Anales Reales. Es curioso: los Anales no hablarán de ella hasta después de muerto Carlomagno. Eso indica que para el rey franco debió de ser un golpe muy duro, no tanto por sus consecuencias militares como por su coste político: lo que parecía una presa fácil se había convertido en un fracaso tanto a la ida, ante los muros de Zaragoza, como a la vuelta, en aquel desdichado paso algo al norte de Roncesvalles, entre Ibañeta y Valcarlos. Una humillación que Carlomagno, sin duda, prefirió olvidar.
El gran Carlos tardaría varios años en volver a poner los ojos en España. Será para otras aventuras que también contaremos aquí. En cuanto a los otros protagonistas de nuestra historia, seguirán siendo gente poco de fiar. Suleyman, el que quería levantarse contra Abderramán, mandó a su hijo Matruh a dominar Barcelona y Gerona. El que se había negado a entregar Zaragoza a Carlomagno, aquel Husayn, organizó el asesinato de Suleyman hacia 780. Y entonces el hijo de Suleyman, Matruh, se apresuró a adoptar la política contraria a su padre: se puso del lado del emirato de Córdoba y volvió a sitiar Zaragoza, esta vez a las órdenes de Abderramán, para acabar con Husayn.
Pero mientras todo esto ocurría al pie del Pirineo, en la Cordillera Cantábrica turbias manos empezaban a mover los hilos de una oscura conspiración.
Turbias maniobras, sí, en la corte asturiana. Estamos en 783. La reina Adosinda, viuda de Silo, lo había dispuesto todo para que subiera al trono el joven Alfonso, hijo de Fruela y doña Munia. Así la corona de Asturias retornaría a la sangre de Pelayo. Numerosos magnates sancionaban la propuesta. Pero, en la sombra, alguien mueve rápidamente los hilos de la conspiración. Como por arte de birlibirloque, la corona escapa de las manos de Alfonso y aparece sobre la cabeza de un tal Mauregato. Es, propiamente hablando, un golpe de Estado. Al joven Alfonso no le queda más remedio que esconderse; lo hace en tierras de los vascones, al amparo de los parientes de su madre, Doña Munia. Y Adosinda, la reina viuda, ingresa en un convento.
¿De dónde había salido Mauregato? Era un bastardo regio. Nació de los amores de Alfonso I con una mujer llamada Sisalda. Recordemos: Alfonso, hijo del duque Pedro de Cantabria, se casa con Ermesinda, la hija de Don Pelayo. A la muerte de Favila (el del oso), Alfonso sube al trono. El será quien extienda el reino hasta Galicia, por el oeste, y hasta las tierras vasconas por el este; será también él quien amplíe la frontera del reino hacia el sur, hasta el límite con el valle del Duero. Alfonso y Ermesinda tuvieron tres hijos: Fruela I, que reinó; Vimarano, que murió a manos de este Fruela hermano suyo, y Adosinda, que fue la mujer del rey Silo. Pero cuando Ermesinda muera, Alfonso buscará consuelo en los brazos de una concubina, Sisalda. De ahí salió Mauregato, que, repárese en ello, era hermanastro —bastardo— de Adosinda, Vimarano y Fruela. Seguimos liados en asuntos de familia.
Nuevo enigma. ¿Quién era exactamente esa Sisalda, la amante de Alfonso I? No lo sabemos. Unos la presentan como una sierva de origen musulmán, quizás apresada en cualquiera de las campañas de Alfonso y su aguerrido hermano, Fruela Pérez, por tierras del Duero. Otros sostienen que era una sierva de origen astur, pero eso contradice la idea —establecida por la tradición— de que Mauregato tenía sangre musulmana. Y otros, en fin, dicen que Sisalda era una noble local, pero, entonces, ¿por qué Alfonso no la desposó? ¿Por ahorrarse problemas? Lo cierto, en todo caso, es que Alfonso, viudo, consoló su soledad con Sisalda. El fruto fue nuestro problemático Mauregato.
Problemático, sí, porque la tradición nos lo ha pintado con rasgos verdaderamente repulsivos. De entrada, el personaje aparece definido por el sello de la traición: ha maniobrado para apartar del trono a un candidato más legítimo. Es un usurpador. Y luego tenemos que Mauregato, además de tener sangre mora, ser un bastardo y ser un usurpador, era feo, sucio y deforme. ¿Lo era? Quizá no, pero en la narración de la Reconquista hay grandes espacios donde la historia deja paso a la leyenda. Y eso es precisamente lo que ocurre en la mayor falta que se achaca a Mauregato: haber cedido a los moros el ominoso, humillante, intolerable tributo de las cien doncellas.
La tradición dice así: Mauregato, para tener paz con los moros, aceptó entregarles todos los años cien muchachas cristianas vírgenes; cincuenta de origen noble, para ser desposadas por los jefes moros e incorporadas a sus harenes, y otras cincuenta de origen servil, para servir de solaz a los invasores. Esta humillación sería fuente de innumerables conflictos. La tradición nos muestra el episodio como origen de todas las posteriores acciones bélicas contra los moros, hasta la batalla de Clavijo en el año 844. Incluso sostiene la tradición que Mauregato murió a causa de esto, porque dos condes, Don Arias y Don Oveco, se rebelaron contra el rey y supuestamente le mataron como venganza por semejante afrenta. El pueblo tampoco llevó con mansedumbre la humillación. Por ejemplo, los vecinos de Simancas, forzados a entregar sus doncellas, resolvieron entregarlas, sí, pero antes les cortaron las manos. Historias terribles. ¿Y cómo es que Mauregato se prestó a semejante cosa?
Hoy la mayoría de los historiadores cree que el asunto de las cien doncellas es una fábula elaborada a posteriori. Primero, porque el tributo en cuestión no encaja con lo que sabemos de las prácticas moras en este momento. Los moros imponían a los vencidos pesadísimas cargas en armas, vituallas, dinero y esclavos, pero lo de las doncellas no consta en ningún lado. Si el tributo fuera verdadero, sin duda figuraría en cualquier fuente de la época, y especialmente en las fuentes musulmanas, siempre muy dadas a subrayar la humillación de los vencidos. De hecho, sabemos que en la Córdoba de principios del siglo IX había un activo mercado de esclavas rubias, o sea, trata de blancas. Pero ninguna fuente musulmana nos habla del tributo de las cien doncellas.
Entonces, ¿es todo una invención? Hay varias leyendas populares que hablan de ese asunto. Hay incluso un pueblo que se llama El Entrego —en San Martín del Rey Aurelio, en Asturias— y cuyo nombre se remontaría precisamente a la entrega de las doncellas. Además, la leyenda ha dado lugar a un rico folclore. En diversas localidades de La Rioja se celebran procesiones de doncellas. En la tradición leonesa, las doncellas salían de sus respectivas parroquias en la procesión de Las Cantaderas y se reunían en la plaza de la Catedral. Desde allí se dirigían al claustro de la Catedral para rezar ante una imagen de la Virgen María, antes de ser entregadas al enemigo. La procesión de Las Cantaderas todavía se celebra hoy como rito folclórico; termina con una ofrenda a la Virgen. Hasta hace poco se festejaba en el mes de agosto, hoy se ha traspasado a las fiestas de San Froilán, en el mes de octubre.
Muy interesante, ¿no? Pero todo esto es folclore, no es historia. Lo más probable es que la leyenda reconstruyera un relato a partir de algún hecho concreto y episódico de captura de esclavas cristianas, cosa que sí ocurrió con alguna frecuencia. Y sobre esa base narrativa se edificó la mancha infamante que vino a marcarse en la frente del rey Mauregato. ¿Y por qué la leyenda fue a cebarse con Mauregato, y no con cualquier otro rey? Quizá porque Mauregato es el único monarca asturiano con el que ningún otro rey posterior tendrá vínculos genealógicos. De esta forma, la vergüenza no se extendería sobre ningún monarca futuro.
¿Qué hizo realmente Mauregato? ¿Fue tan débil ante los moros como nos lo pinta la leyenda? Parece que no. De hecho, se da por seguro que los derrotó al menos en una ocasión. Debió de ser hacia 784. Las convulsiones asturianas habían llegado a oídos del emir Abderramán. Éste creyó ver una buena oportunidad para castigar a los insumisos cristianos del norte y planificó una expedición de saqueo. La mandaba el lugarteniente de Abderramán en Toledo. No sabemos por dónde entró en Asturias ni qué pasó exactamente allí, pero debió de ser un desastre. La crónica musulmana nos cuenta, escuetamente, que el jefe musulmán «regresó sano y salvo». Y si la crónica musulmana dice eso, es que los asturianos le zurraron la badana, porque las fuentes moras siempre subrayan sus victorias con gran aparato y, en esta ocasión, más bien corren un tupido velo. O sea que Mauregato venció al invasor.
Por lo demás, lo ignoramos todo sobre su política. Podemos imaginar que su irregular acceso al trono habría levantado numerosas hostilidades. Debió de haber una fuerte oposición a su persona y, según los usos de la época, podemos suponer que Mauregato recurrió al hierro para sofocarla. En cuanto a los moros, seguramente nunca volvieron a asomar la nariz por Asturias durante el reinado de Mauregato. Bastante tenía Abderramán con ahogar traiciones, intrigas y rebeliones dentro de su propio territorio.
Mucho más decisivo fue el periodo de Mauregato en otro asunto de gran relieve: la cuestión religiosa. Porque en este tiempo veremos, en efecto, cómo la Iglesia asturiana se separa de la de Toledo. Es la llamada «querella del adopcionismo». Un acontecimiento fundamental, porque de este asunto nacerá la ideología de la Reconquista propiamente dicha. Aquí encontraremos nombres conocidos: desde Beato de Liébana hasta el mismísimo Carlomagno. Enseguida nos ocuparemos de ello.
Mauregato reinó poco tiempo, apenas seis años. Murió en 789, al parecer por causas naturales, y no asesinado por los dos condes de la leyenda. Fue elegido para sucederle un hijo del guerrero Fruela Pérez, Bermudo I, llamado
el Diácono
porque pertenecía al estado eclesiástico. Pero Bermudo no había heredado las cualidades guerreras de su padre, más bien al revés. Y por otro lado, en aquellos mismos años subía al trono cordobés Hisam, hijo de Abderramán, cuya primera iniciativa será reactivar la guerra contra Asturias. Tras varias derrotas ante los moros, Bermudo abdicará. Así llegará al trono, por fin, Alfonso II, aquel muchacho, hijo de Fruela el cruel y doña Munia, escondido primero en el monasterio de Samos, criado después a la sombra de Adosinda y Silo, refugiado luego en tierras vasconas. Con él conocerá Asturias una época tan peligrosa como fascinante. Pero ya iremos viendo todo esto poco a poco.