Fue precisamente allí, en el lugar más comprometido. Delante y detrás, caminos estrechos, sin posibilidad para la maniobra; a un lado, el abismo y la ciénaga; al otro, la cumbre inexpugnable. Una encerrona. El mismo ejército victorioso que había arrasado Oviedo se encontraba ahora atrapado en una ratonera. No hubo piedad para los que habían devastado el reino. Una lluvia de flechas, dardos, rocas y jabalinas cayó sobre los sarracenos. Los que trataban de hacer frente a la avalancha morían frente a las espadas cristianas; los que intentaban huir, quedaban atrapados en el lodo o caían despeñados por el precipicio. Todo el botín robado a los cristianos fue a parar a los lodazales, rodando junto a las bestias de carga y los cuerpos inermes de los vencidos. En pocas horas, el ejército triunfal de Abd al-Malik quedó destrozado. El propio general moro, según parece, se dejó allí la vida.
Desde un punto de vista estrictamente militar, lo que llama la atención en esta maniobra de Alfonso II en el paraje de Lutos es su exactitud: atacó en el lugar preciso en el momento preciso, sacando el máximo partido de unas fuerzas numéricamente inferiores y anulando la superioridad inicial del enemigo. En el plano táctico, fue una jugada maestra. Pero esta batalla nos lanza asimismo una advertencia sobre la debilidad del reino de Asturias. A la altura de finales del siglo VIII, un ejército rival podía pasearse libremente por el territorio cristiano sin hallar resistencia. ¿Por qué? Por dos razones: una, porque el reino carecía de un ejército capaz de hacer frente al enemigo en campo abierto con garantías de éxito; la otra, porque tampoco disponía de una red de puntos fortificados sobre los que sustentar la defensa fronteriza. Seguro que Alfonso tomó buena nota.
Pero si Alfonso, que era un hombre inteligente, tomó nota de las enseñanzas de Lutos, su adversario cordobés, el moro Hisam, no menos inteligente, también sacaría las lecciones oportunas. Hisam debió de subirse por las paredes al enterarse de la noticia. Pensaba que había reducido a los rebeldes cristianos del norte a la condición de yunque, y ahora descubría que se comportaban como martillo. No sabemos cuál fue su reacción inmediata, pero sí conocemos las modificaciones que aplicó sobre su estrategia. Primera modificación: ya no bastaba con obligar a los cristianos a combatir en dos frentes atacándoles por dos sitios a la vez, ahora era preciso que en el frente fundamental, que era el oeste, el camino leonés y gallego, la concentración de fuerzas resultara muy superior a la de su adversario. Y segunda: para someter al reino de Asturias no bastaba con asolar periódicamente sus campos y ciudades, sino que además era preciso capturar a su rey para, literalmente, descabezar a los cristianos. Y a ello se empleará Hisam con su tenacidad habitual.
Alfonso había ganado el primer asalto. Triunfó allá donde Bermudo fue derrotado. Pudo volver a Oviedo sin que nadie en la destruida capital le hiciera el menor reproche. Pero Hisam no había dicho la última palabra; al contrario, el moro estaba dispuesto a lanzar nada menos que un jaque al rey. Y ese rey era Alfonso.
El emir de Córdoba está que se sube por las paredes. Después de devastar nada menos que el sur de la Francia carolingia, ha enviado a sus ejércitos a aplastar al minúsculo reino de Asturias y se ha encontrado con que las aplastadas han sido sus propias tropas. El emir Hisam no puede soportar la humillación. Tiene que vengar esa afrenta. Y lo hará apuntando directamente a la cabeza: hay que atrapar al rey de Asturias.
Lo que se ha lanzado sobre el tablero es un auténtico jaque al rey. Seguramente Hisam sabía ya jugar el ajedrez. El ajedrez había nacido en la India, en torno al siglo VI, a partir del juego llamado
chaturanga
. De ahí pasó muy rápidamente a la China como
chiang-qui
y a Persia como
shatranj
. Cuando los árabes invadieron Persia, en el siglo VII, descubrieron el ajedrez y lo extendieron hacia Occidente. Consta que en el momento de nuestra historia, finales del siglo VIII, el ajedrez ya circulaba como juego de estrategia militar: por estos mismos años, el califa de Bagdad, Harun al-Raschid (el mismo de
Las mil y una noches
), envió como regalo a Carlomagno un precioso ajedrez de mármol. Algunas piezas se conservan todavía en la Biblioteca de París.
Para dar un jaque al rey hay que acorralarle, amenazar desde distintas posiciones y cortarle las salidas. Eso fue exactamente lo que se propuso Hisam: acorralar a Alfonso II. La derrota de Lutos había sido un duro golpe, pero apenas había mermado la potencia militar musulmana. No fue difícil para el emir reunir un nuevo ejército. Desaparecido Abd al-Malik, el mando fue para su hermano, Abd al-Karim, que ya había protagonizado incursiones letales en la zona oriental del reino. Nadie escatimó medios: más de diez mil jinetes musulmanes se aprestaron a lanzarse contra Oviedo.
Hisam introdujo, además, una novedad estratégica importante. Hasta el momento, su táctica consistía en desencadenar dos ataques simultáneos en el este (Álava) y en el oeste (Galicia). Ahora, y visto que la zona oriental era un frente secundario, aplicó la misma estrategia, pero en un escenario más reducido. Así, mientras los jinetes de Abd al-Karim marchaban sobre Oviedo, otra columna se dirigiría contra Galicia, de manera que las huestes gallegas no pudieran auxiliar al rey cristiano. Era septiembre de 795 y el cielo se oscurecía para los rebeldes cristianos del norte.
Alfonso se enteró de la ofensiva mora. Seguramente la estaría esperando desde la victoria del año anterior en Lutos. Tuvo tiempo para llamar a las gentes de armas del reino y, aún más, engrosar sus fuerzas con guerreros de las poblaciones vecinas, vascones incluidos (recordemos que Alfonso, hijo de vascona, había vivido largo tiempo entre ellos). Y entonces tomó una decisión arriesgada: no esperar a los moros entre los valles y las montañas de Asturias, sino salirles al encuentro más al sur, concretamente en las Babias.
¿Por qué hizo eso Alfonso? Quizás, animado por la victoria de Lutos, pensó que podía vencer en una confrontación en campo abierto. O quizá prefirió dar la batalla lejos del corazón del reino. O tal vez había aprendido en la campaña de 794 que las montañas ya no eran garantía segura de éxito contra una fuerza tan numerosa como la del emirato. El hecho es que Alfonso se plantó en una zona relativamente llana, en algún punto entre San Emiliano y Cabrillanes. Ordenó que los habitantes de las praderas fueran evacuados hacia las montañas. Se aseguró de que las vías de escape estuvieran abiertas a sus espaldas —los puertos de la Mesa y la Ventana— y esperó al adversario. Parecía bien calculado. Pero fue un error.
El general moro, Abd al-Karim, llegó a Astorga con sus diez mil jinetes. Esta ciudad se cuenta entre las que en su día despobló Alfonso I; allí habrían quedado, sin embargo, algunos pobladores en estado de sumisión a Córdoba. Desde Astorga, Abd-al Karim planificó su estrategia: primero, lanzar un cuerpo de vanguardia para debilitar a los cristianos; después, dar el golpe decisivo con otro cuerpo, más numeroso, de refresco. Así partieron contra las filas de Alfonso cuatro mil jinetes musulmanes al mando de Farach ibn Kinana, jefe de la división militar de Sidonia. Fueron estos jinetes los primeros en entablar combate. Los guerreros del reino de Asturias aguantaron la embestida, pero entonces, en el momento crítico, apareció Abd al-Karim con sus refuerzos, seis mil jinetes más, que desequilibraron definitivamente la balanza.
Era el 18 de septiembre de 795. Alfonso sabía que iban a por él. Seguramente por eso escogió una ruta de salida difícil, a través del puerto de la Ventana, que conduce a un paisaje de revueltas y gargantas que anula la velocidad de los caballos. Y los moros, en efecto, fueron a por él. No tardaron los victoriosos jinetes de Abd al-Karim en pisar los talones del rey asturiano en su fuga. Los moros causaron graves estragos en los campos de la zona, pero no por eso dilataron la persecución: tenían tropas suficientes para saquear, acopiar botín y hacer esclavos mientras el grueso del ejército perseguía a Alfonso.
El cálculo del rey cristiano era reunir a sus tropas en Quirós, recomponer sus filas y volver a presentar batalla en un terreno más propicio. Abd al-Karim, sin embargo, no le dio opción. Deseoso de vengar la derrota de su hermano, el general moro llegó antes de que Alfonso pudiera reorganizar su fuerza y le dio alcance en el río Quirós. Entonces Alfonso jugó al ajedrez: viendo venir el jaque, decidió sacrificar la caballería y envió a un numeroso grupo de jinetes a detener a los sarracenos. Eran tres mil jinetes cristianos. Los mandaba un tal Gadaxara.
¿Quién era Gadaxara? No lo sabemos. Es uno de esos nombres que aparecen en las crónicas, vinculados a algún acontecimiento concreto, y que luego desaparecen para siempre. Debía de ser, en todo caso, un hombre valiente. Si no era noble, al menos debía de formar parte del círculo cercano al rey, pues la misión que se le encomendó exigía una absoluta fidelidad. ¿Cuál era esa misión? Interponerse entre el jaque de Abd al-Karim y Alfonso II. Nuestro rey, por su parte, no escurrió el bulto: no huyó hacia Oviedo dejando a Gadaxara abandonado a su suerte, sino que permaneció al otro lado del río, para intervenir en la batalla si la situación lo aconsejaba. Sin duda el combate fue encarnizado. Las tropas musulmanas eran más numerosas. Pese a que el terreno era poco propicio para grandes cargas de caballería, la fuerza numérica se impuso. La caballería cristiana fue derrotada. Gadaxara cayó preso, y aquí se pierde su rastro; lo más probable es que lo mataran. Con el caballo sacrificado, el jaque continuaba. El rey tuvo que volver a huir.
El sacrificio del heroico Gadaxara y sus jinetes había permitido a Alfonso ganar una nueva defensa: el castillo construido a orillas del Nalón para prevenir cualquier ataque a Oviedo. Seguimos en el ajedrez: después del caballo, la torre. Ante la torre se repetirá la escena. Abd al-Karim llega al castillo, sus tropas vencen toda resistencia y penetran en él. Pero el rey no está, ha salido antes de que los musulmanes forzaran los muros. Alfonso ha dejado atrás la torre y se ha marchado a Oviedo, su capital. Cae la noche y Abd al-Karim ordena detener la persecución. Será sólo por un día. A la mañana siguiente, varios miles de jinetes musulmanes cargaban contra Oviedo: era —pensaba el general moro— el movimiento del último jaque.
Los moros llegaron a Oviedo, penetraron en la ciudad, la saquearon a conciencia. Entraron en palacio, robaron los tesoros. Sin embargo, no hallaron lo que buscaban: el rey había vuelto a darles esquinazo. Alfonso había aprovechado las preciosas horas de la noche para salir de la ciudad. Tres jaques y ningún mate. Los peones, el caballo, la torre… pero el rey se escapaba otra vez. Abd al-Karim, contrariado, renunció a su presa. Se acercaba octubre y la estación desaconsejaba permanecer con tan cuantioso bagaje —miles de hombres y caballos, centenares de cautivos, un enorme botín— en tierras poco seguras, de clima lluvioso, y con el rey en paradero desconocido. Quizás Abd al-Karim recordó lo que le había pasado a su hermano en Lutos. El caso es que el jefe moro decidió volver a Córdoba.
El retorno de Abd al-Karim a Córdoba tenía que haber sido triunfal. No lo fue. Primero, porque había fallado en su objetivo fundamental, que era atrapar a Alfonso. Pero es que, además, hubo una circunstancia que hizo aún más pobre el balance. Recordemos que la ofensiva había sido doble: mientras Abd al-Karim marchaba sobre Oviedo, otro cuerpo musulmán se volcaba contra Galicia para dividir a las tropas cristianas. Pues bien, esta segunda expedición mora fue un desastre.
Las tropas del emirato, penetraron, sí, en Galicia, devastaron los campos, hicieron sin duda gran botín; pero en algún momento de su camino de vuelta, y en algún lugar del que la historia no ha querido acordarse, tropas cristianas destrozaron a los sarracenos. ¿Fueron los gallegos vencidos en el primer embate, que se tomaron la revancha? ¿Fueron quizá los restos deshechos del ejército de Alfonso, que vengaron así su derrota? No lo sabemos. Lo que sabemos es que el cuerpo expedicionario moro quedó destrozado, dejó miles de muertos y miles de cautivos, y que los supervivientes a duras penas lograron volver al sur.
Y mientras tanto, ¿qué estaba haciendo Alfonso? El rey se había refugiado en las montañas. Tal vez desde allí vio cómo los musulmanes volvían a Córdoba. La integridad del reino se había salvado. Incluso había sido posible infligir al enemigo pérdidas de cierta entidad. Sin embargo, la amenaza era poderosa. El reino de Asturias por sí solo nunca podría triunfar sobre una potencia como la del emirato. De manera que Alfonso decidió buscar alianzas. Es entonces cuando envía una embajada al otro lado del Pirineo, a Carlomagno. Emisarios de Alfonso se entrevistarán en Toulouse con Ludovico Pío, hijo de Carlomagno, que atendía los asuntos del reino carolingio en el sur. Allí firmaron un pacto. No conocemos sus términos, pero no es difícil imaginarlos: unir esfuerzos contra el peligroso enemigo musulmán y actuar juntos cuando Hisam volviera a atacar.
Hisam, en efecto, no renunció a perseguir a nuestro rey. El emir de Córdoba aprovechó el invierno para preparar una nueva ofensiva. Alineó y pertrechó un nuevo ejército. Mayo sería el mes adecuado para volver a castigar a los rebeldes cristianos del norte, para intentar un nuevo jaque. Pero Hisam…
Pero Hisam no llegó a verlo: se lo llevó la muerte el 27 de abril de 796, con treinta y nueve años, después de haber reinado sólo seis. Y ante el reino de Asturias se abrían ahora perspectivas insospechadas.
Acontecimiento trascendental: ha empezado la Reconquista. Y no, no es que las aguerridas mesnadas de Alfonso II el Casto hayan marchado sobre Córdoba para recuperar la España ocupada por el islam. Lo que está pasando es otra cosa: pequeños grupos de campesinos y minúsculas comunidades de religiosos han empezado a saltar al sur de la Cordillera Cantábrica. Llegan a parajes nuevos, toman tierras, las roturan y se instalan allí. Son los pioneros. Con ellos empieza realmente la Reconquista.
¿Cuándo comenzó el flujo? Pongamos que hacia el año 790, probablemente desde 780. El escenario de estas primeras incursiones es un área muy concreta: la Bardulia, es decir, el solar original de lo que pronto se llamará Castilla, aproximadamente entre el sureste de Cantabria, el noreste de Burgos y el oeste de Álava. Es una zona todavía protegida por montañas, pero que se abre ya a la meseta. Y estos pioneros, ¿actúan por cuenta propia o son enviados por la corona? Más bien lo primero. Todo indica que se trata de colonizaciones espontáneas de campesinos que se lanzan a la aventura por su cuenta y riesgo. Después, eso sí, la corona asturiana organizará los nuevos territorios. Pero el impulso inicial es de los propios pioneros.