La gran aventura del Reino de Asturias (20 page)

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Authors: José Javier Esparza

Tags: #Historia

Recordemos cómo estaba el paisaje militar y político: Alfonso había demostrado que podía galopar hasta Lisboa; casi en el mismo momento, Navarra escapaba del control de Córdoba. Con ese tablero, era perfectamente posible imaginar una entrada de tropas carolingias por Pamplona para auxiliar al rey de Asturias y reforzar su marca oriental. Eso haría invencible a Alfonso. Por consiguiente, se imponía tapar el pasillo navarro. Y a tal objetivo apuntó Alhakán.

Es el verano de 801. El emir de Córdoba reúne un gran ejército y pone al mando a su propio hermano, Mu'awiya. Su primera misión: penetrar en el oriente del reino de Asturias, entre Álava y la naciente Castilla; después, seguir hacia el norte, hasta Pamplona incluso, para recuperar el control sobre la región. De esta manera quedaría cegada la vía de contacto entre el Imperio carolingio y los rebeldes cristianos del norte de España. Ese fue el escenario de la tragedia.

Mu'awiya cometió un error. Quizá sobrevaloró sus fuerzas. O quizás aquellos castellanos ya habían dejado de ser un puñado de campesinos mal armados. O quizá la estrategia de Alfonso, creando puntos fuertes en las zonas más expuestas de la frontera, empezaba ya a dar resultado. El hecho es que el ejército musulmán salió de Córdoba, cruzó Toledo, llegó a Zaragoza, pasó luego el Ebro a través de Miranda —un rodeo que permitía evitar el siempre arriesgado paisaje de la meseta, parco en vituallas— y se dispuso a invadir la llanura alavesa. En la época había dos caminos para entrar en Álava desde allí: la vieja calzada romana de Iruña-Veleya, por Puentelarrá, y la vía que atraviesa las Conchas de Arganzón. La primera es más larga, aunque más segura; la segunda acorta camino, pero a costa de meterse en un laberinto de peligrosas gargantas.

Quizá Mu'awiya tenía prisa. Tal vez el otoño se había echado encima. El caso es que el hermano del emir desdeñó la seguridad de la vía de Veleya. Entró en las Conchas de Arganzón. Allí, en las gargantas, le sorprendieron las tropas cristianas. Sin capacidad de maniobra, el ejército moro se convirtió en blanco inmóvil para las flechas y los dardos de los cristianos. Fue un auténtico desastre para el emirato. Los principales jefes de la hueste mora cayeron en el combate. Mu'awiya logró escapar con unos pocos hombres, rumbo a Córdoba. Su poderoso ejército había quedado reducido a una breve escolta de fugitivos. El hermano del emir regresó a la capital con el sello de la derrota en el rostro. Murió sesenta y dos días después, dicen que de vergüenza y de tristeza.

Aquel de las Conchas de Arganzón fue el primero de una larga serie de fracasos. Dos años más tarde, en 803, después de haber controlado la situación en Pamplona, Alhakán buscó vengar la derrota. Apuntó otra vez al mismo lugar: Álava y Castilla. Ya no había riesgo —por el momento— de que Navarra sirviera de puente entre Asturias y Carlomagno, pero la zona seguía siendo un objetivo prioritario del emirato. En esta ocasión dirigiría el ejército moro un general que ya conocemos, Abd al-Karim ibn Mugait. La historia no nos ha legado ni una sola línea sobre aquella aventura, de manera que hay que darla por fracasada.

Pertinaz, Alhakán volvió a intentarlo en 805. Encomendó la misión a un veterano, Abu Utman, uno de los generales que habían derrotado a Bermudo en el lejano 791. Abu Utman debía de tener ya más de setenta años. El anciano general probó fortuna por el centro, atacando directamente Cantabria desde el nacimiento del río Pisuerga. Llegó al río, lo remontó. En algún lugar del curso alto del Pisuerga, en tierras de Palencia, se topó con los ejércitos cristianos. Las tropas musulmanas fueron derrotadas sin paliativos. El propio Abu Utman encontró al final de sus días una muerte honorable en el campo de batalla. Alhakán había fracasado otra vez.

Los musulmanes no dejarán de acosar a los rebeldes cristianos del norte. Sabemos que hacia 808 el emirato volvió a atacar. Vistos los fracasos en Álava y en Palencia, ahora lo intentaron por Galicia. Un hijo del propio Alhakán, de nombre Hiam, fue esta vez el encargado de dirigir a las tropas musulmanas. Parece que la expedición —la aceifa, como las llamaban— fue un éxito económico, pero sin ningún hecho de armas significativo; probablemente los moros no penetraron demasiado en territorio gallego.

Pero el reino de Asturias no se limitaba a recibir, sino que también daba. Y así sabemos, porque un poeta musulmán lo contó, que hacia 809 una mujer del área de Guadalajara se quejaba amargamente al emir porque permitía que los cristianos arrasaran sus campos. Decía el poeta que Alhakán, ante las quejas de la mujer, ordenó una expedición para castigar a los cristianos. Sin duda lo hizo, porque ya hemos visto que los ataques de Córdoba contra Alfonso no cesaron nunca. Pero el dato es de la mayor importancia: nos está diciendo que Alfonso II el Casto respondió a las aceifas moras lanzando a sus tropas nada menos que sobre el alto Tajo, en el camino entre Toledo y Zaragoza, una zona absolutamente controlada por el emir. Audaz, Alfonso.

El relato de las batallas llega a hacerse reiterativo. Podemos condensarlo extrayendo las consecuencias oportunas. La primera, que Córdoba nunca dejó de atacar. La segunda, que el reino de Asturias había alcanzado ya una potencia militar importante, lo mismo para detener las acometidas moras que para lanzar ataques sobre los territorios del emirato. La tercera, que el reino cristiano del norte había alcanzado también una madurez política notable, una organización lo suficientemente eficaz como para que los ejércitos actuaran motu propio, pues recordemos que al menos uno de estos ataques moros —el de 803— fue detenido en un momento en el que el propio rey Alfonso se hallaba depuesto y encerrado.

Y hay una cuarta conclusión que merece ser estudiada con algo más de detalle: la insistencia mora en atacar por Álava y Castilla, el oriente del reino. ¿Por qué era tan importante esa zona? ¿Por qué los moros atacaban ahí una y otra vez? Porque resulta que ahí, en ese punto, era donde estaba avanzando la repoblación cristiana a toda velocidad. Caravanas de colonos llegaban sin cesar para reconquistar tierras y aumentar la extensión del reino. Y aun bajo la amenaza musulmana, la repoblación proseguía. Más que las batallas, esto estaba siendo realmente la Reconquista.

V
LA AVENTURA DE LA COLONIZACIÓN
Colonos de Castilla: la nueva frontera

La última vez que nos acercamos al solar de Castilla, hacia el noreste de Burgos, habíamos visto a Lebato y su esposa Muniadona tomando tierras, haciendo presuras, devolviendo vida a paisajes abandonados tiempo atrás. El valle de Mena se va poblando de casas, molinos, iglesias… Los hijos de Lebato y Muniadona, que eran Vítulo y Ervigio, ambos eclesiásticos, continuarán su labor. Esto ya es realmente la Reconquista. En su estela, los colonos irán dibujando la nueva frontera.

Vítulo y Ervigio colonizan, siembran, construyen. De su trabajo nacen los núcleos de Hoz de Mena y Ordejón de Mena (o de Ordunte); núcleos que pronto empiezan a recibir nuevos colonos. Seguimos en la confluencia de las actuales provincias de Cantabria, Vizcaya, Álava y Burgos. Vítulo se dirige después hacia el oeste. Pasa el monte Cabrio, donde los valles cantábricos se abren ya a la meseta, y encuentra unas ruinas: es la antigua
Area Patriniani
, que corresponde seguramente al pueblo de Agüera. Vítulo y sus compañeros levantan allí la iglesia de San Martín, construyen molinos en el río, hacen presuras en los campos de alrededor. Al lado está la calzada romana que lleva de Amaya a Castro Urdiales. Nace un nuevo núcleo, éste mayor. Años más tarde se llamará Espinosa de los Monteros.

¿Tímidas exploraciones en pequeños valles? No. Lo que esta gente está haciendo es abrir camino. Por la vía abierta en el valle de Mena empiezan a afluir gentes de Carranza; por el camino abierto en Espinosa llegan los colonos desde Reinosa y desde el valle del Pas. A partir de ahí la búsqueda de tierras se dirige hacia el sur: Villarcayo, Medina de Pomar, Trespaderne, Oña, también Valdegovia en Álava. En muy pocos años se procede a una colonización intensísima de toda la margen norte del Ebro, desde el valle de Valdebezana, en el nacimiento del río, hasta las Conchas de Haro, en La Rioja.

Asentada la colonización en el valle de Mena, el siguiente paso importante será el valle de Losa, vecino por el sur. Aquí aparece un nombre importante: Juan, el obispo. Juan organiza monasterios en Valdegovia, Losa, Ayala, Tobalina, el valle de Miranda y Santa Gadea. Conocemos los nombres de algunos de los abades que se convierten en líderes de la repoblación: el abad Rodanio en Valdivielso, Avito en Valdegovia, Paulo en Tobalina.

Estamos hacia 804. Una comunidad benedictina se entrega a la tarea de colonizar. Su cabeza visible es el obispo de Valpuesta, ese Juan del que antes hablábamos. ¿Dónde está Valpuesta? En la frontera norte entre Álava y Burgos. ¿Y quién es este obispo Juan? Un buen amigo de Alfonso II el Casto. Sabemos todo eso gracias al cartulario de Santa María de Valpuesta, cuyos textos más antiguos son de ese año 804 (y por los cuales, por cierto, reclama Valpuesta el honor de ser la cuna del castellano). El documento que más nos interesa de este cartulario es el llamado «Becerro Gótico». Becerro, por la piel en la que está hecho, y gótico, por el tipo de caligrafía empleado.

Según esos documentos, Juan había sido maestro de Alfonso. ¿Cuándo? Quizá cuando Alfonso permaneció exiliado entre sus parientes vascones. Y ahora Alfonso, ya rey, encomendaba a Juan colonizar y organizar esta zona. Cuando Juan llegó a Valpuesta, encontró una iglesia abandonada; en su frontispicio, una dedicatoria a la Virgen. Juan reconstruyó la iglesia, instaló allí su sede y se aplicó a la tarea de organizar los trabajos de los colonos que en número creciente afluían a la región.

Juan no encontró solamente esa iglesia de Santa María. Había otras, todas abandonadas. El mismo nos lo cuenta: «Encontré allí iglesias antiguas: de los Santos Cosme y Damián, de San Esteban, San Cipriano, San Juan, San Pedro y San Pablo y San Caprasio». Aquellas iglesias estaban allí desde tiempos de los godos. Y es que las tierras a las que ahora llegan los colonos no eran un desierto ni «tierra de nadie». Al revés, eran zonas pobladas desde antiguo, pero que habían sido abandonadas por el miedo a las expediciones moras. El retorno no estaba exento de riesgos, y todos lo sabían. Precisamente eso es lo que hace tan impresionante la aventura.

El documento fundacional del monasterio de Santa María de Valpuesta, firmado por el rey Alfonso, nos da muchas informaciones sobre en qué consistía exactamente la misión repobladora. Podemos definirla así: colonización tanto espiritual como material. Como conocemos el texto, nada mejor que reproducir algunos fragmentos. Era el 21 de diciembre de 804. Y esto es lo que decía:

Yo, Alfonso, por la gracia de Dios rey de los Ovetenses, hago privilegio de testamento por amor de Dios, perdón de mis pecados y sufragio de las almas de mis padres, con el consejo y consentimiento de mis condes y príncipes, á la iglesia de santa María de Valpuesta, y á ti Juan, venerable obispo y maestro mío, confirmándote el dominio de las cosas que tus antecesores hayan adquirido y de las que tus sucesores puedan adquirir para tu iglesia. Y doy á esta por términos propios suyos desde Orrundia hasta Fuente-subanaria: desde esta hasta Molares: desde allí hasta Rodil; de a llí hasta Pinilla; y por otra parte hasta Cancelada: de allí hasta Fuente-Sombrana: de allí hasta la Hoz de Busto: de allí hasta Peñarrubia: de allí hasta san Cristóbal: de allí hasta san Emeterio y Celedonio por la calzada que va á Valdegobia hasta Pinilla: de allí siguiendo la loma hasta la cumbre de Pozos; desde Pozos hasta la mayor altura de la peña; y todo esto doy con montes y fuentes, lagunas, pastos, entrada y salida. Si alguno se refugiare al territorio incluido en estos términos por causa de homicidio u otra culpa, ninguno sea osado de sacarlo; sino que antes bien él permanezca totalmente salvo, y los clérigos de la iglesia no tengan responsabilidad alguna. Si dentro de los mismos términos fuere matado algún hombre, los clérigos de dicha iglesia, y los legos que hagan población allí, sean exentos de responsabilidad del homicidio; por lo qual de ningún modo se les exijan prendas…

Y entonces, ¿era la Iglesia la propietaria de los territorios abiertos a la Reconquista? No. Donar tierras a la iglesia de Valpuesta no era exactamente ponerlas bajo propiedad episcopal, sino más bien poner bajo su control la actividad particular de los repobladores. Y el propio rey Alfonso lo explicaba en el párrafo siguiente de su donación:

Concedo también á los pobladores de Valpuesta licencia de apacentar sus ganados en todos mis montes y demás parajes en que otros pasten. Asimismo dono en el lugar que dicen Pontacre las iglesias de San Cosme y Damián, de San Esteban, de San Cipriano, de San Juan, de los santos Pedro y Pablo, y de San Caprasio, con sus heredades y términos, desde la peña hasta el río Orón, y con sus molinos, prados, huertos y pertenencias. Igualmente mando que vosotros los pobladores de Valpuesta tengáis plena libertad de cortar maderos en mis montes para edificar templos y casas, para quemar y cualesquiera distintos objetos que lo necesitéis; y concedo también que uséis de las dehesas, pastos, fuentes y ríos, con entrada y salida, sin pagar montazgo ni portazgo.

Esto es muy importante: el rey está dando derechos, y los está dando a un núcleo de población en tanto que tal. Propiamente hablando, esto ya es un fuero. Vuelve a ser el rey Alfonso quien lo dice expresamente: «Doy a la citada villa de Valpuesta»:

En la misma forma doy á la citada villa de Valpuesta, y á los monasterios, iglesias y divisas de que se ha hecho mención, y a las demás que tú o tus sucesores pudiereis adquirir, el fuero de que no paguen castillería, anubda y fosadera, y sean exentos de la entrada de sayón por fosado, hurto, homicidio, fornicio, ni otra caloña; pues ninguno ha de ser osado de inquietar á los pobladores por fosado, anubda, labor de castillo, ni servicio alguno fiscal o real. Si alguno de los reyes sucesores míos, o de los condes, o cualquiera otra persona, intentare quebrantar en la parte más mínima este privilegio, incurra en la ira de Dios, sea reputado como extraño de la religión católica, reo en la presencia divina, su nombre se borre del libro de la vida, y llore condenado en el infierno con Judas el traidor de Jesús; cayga sobre su persona el anatema; sea excomulgado y separado del sacratísimo cuerpo y de la sangre de nuestro señor Jesucristo y de las puertas de la santa iglesia de Dios. Además pague por coto del daño que causare mil libras de oro al rey y al obispo, y restituya duplicado lo que hubiere tomado: y este escrito permanezca firme é incombustible.

Inapelable, Alfonso.

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