Ibn Marwan debía de estar contentísimo con Hasim en sus manos, pero no ignoraba que mantener a aquel sujeto era peligroso: la venganza del emir podía ser terrible. De manera que al rebelde de Mérida se le ocurrió un remedio para librarse de Hasim y, al mismo tiempo, ganarse la alianza de Alfonso: enviar a su cautivo al rey de Asturias. Y de esta manera Alfonso III se encontraba de repente nada menos que con la mano derecha del emir de Córdoba en su poder. En correspondencia, la corona asturiana envió a Sadún e Ibn Marwan algunas tropas para reforzar su posición. Todo salía a pedir de boca. Alfonso estaba acosando al emir sin tener que mover un dedo.
Muhammad, como es natural, reaccionó con ira. Sabemos que culpó al propio Hasim de su desdicha, por imprudente. Sabemos también que el círculo del emir, que detestaba al despótico Hasim, no sufrió mucho por la pérdida. No obstante, la osadía de los rebeldes extremeños no podía quedar sin castigo. Y así, al año siguiente, Córdoba envió nuevamente un ejército contra Sadún e Ibn Marwan. Lo mandarían esta vez Al-Mundir, hijo del emir, y el ministro Walid ibn Ganim, uno de los hombres más eminentes del emirato.
El ejército del emir marchó contra Badajoz. Ibn Marwan, que en Alange había aprendido a huir de los asedios, no se dejó atrapar; salió a campo abierto con sus huestes y los refuerzos que Alfonso le había enviado. Los combates se sucedieron a lo largo del valle del Guadiana. Hubo mucha muerte en los dos bandos. Finalmente, después de numerosos enfrentamientos, Ibn Marwan, viéndose acosado por una fuerza demasiado superior, optó por la retirada. Al frente de los hombres que le quedaban, puso rumbo hacia el norte, cruzó la meseta y buscó refugio en Galicia, cuya línea había bajado ya hasta el río Mondego por la repoblación cristiana.
¿Qué fue del primer ministro Hasim? Sabemos que Alfonso III le instaló en su corte y a buen seguro obtendría de él numerosas informaciones, aunque todas las crónicas dicen que el preso llevó una vida de auténtico lujo. Alfonso, eso sí, pidió por el cautivo un rescate fabuloso: 100.000 dinares de oro, una cifra desorbitante que Hasim tardó dos años en conseguir. Para un lugar como el reino de Asturias, donde aún no se acuñaba moneda, la entrada de aquel tesoro debió de ser un acontecimiento. Todavía años después la documentación nos brindará noticia de algún pleito por las «migajas» de aquella fortuna.
Hasim salió de su encierro e Ibn Marwan, por su parte, salvó la cabeza, pero Muhammad se sentía ofendido. La osadía de los cristianos al apoyar a los rebeldes de Mérida le parecía insultante (y lo era). Así el emir planeó una venganza a la altura de las circunstancias. La mayor acumulación de tropas jamás vista hasta entonces iba a desencadenarse sobre la España cristiana. Tres líneas de ataque golpearían simultáneamente contra el reino de Asturias. La Providencia iba a poner a prueba la inteligencia y la determinación de Alfonso III. Seguramente el joven rey de Oviedo no podía ni imaginar lo que pasaría después.
Una gran amenaza se cernía sobre el reino de Asturias: el emir de Córdoba lanzaba una ofensiva sin precedentes sobre las fronteras cristianas. Toda la capacidad política y militar de Alfonso III iba a verse puesta a prueba. ¡Y qué prueba! La historia acabó bien. Los resecos campos de Polvoraria, cerca de Benavente, iban a ser testigos de un hecho decisivo, la derrota sin paliativos de los ejércitos de Muhammad. Las consecuencias políticas de aquel episodio fueron tan imprevisibles como la propia victoria cristiana.
El emir había planificado una operación extraordinariamente ambiciosa: un tridente ofensivo dispuesto a desmantelar las defensas del reino de Asturias en toda su extensión, desde el Atlántico hasta el valle alto del Ebro, con especial incidencia en el centro, sobre León y Astorga. Al efecto había movilizado tres ejércitos que debían moverse de sur a norte, cada uno con su propio objetivo, para acabar convergiendo en el corazón del sistema cristiano de defensa. La operación era arriesgada; sin embargo, la potencia de las fuerzas movilizadas permitía augurar un éxito indiscutible.
El principal brazo de la operación sarracena era el del este. Muhammad no escatimó medios: encomendó la dirección de esta fuerza a su hijo Al-Mundir y al ministro Walid ibn Ganim. Dos personajes de primera, unánimemente respetados por sus virtudes tanto políticas como personales. La misión de este ala (llamémosla ya «ala este») consistía en golpear primero en tierras de los Banu-Qasi, en el valle del Ebro, para cambiar después de dirección y marchar contra León y Astorga. Como era la operación de más peso, en ella se concentró el grueso de la fuerza. Acababa de comenzar la primavera de 878 cuando el ala este del gran ejército se puso en marcha.
El brazo central de la ofensiva mora estaba compuesto por las tropas reclutadas en la frontera, especialmente en la cuenca del Tajo, desde Talamanca hasta Toledo pasando por Guadalajara. La misión de este contingente era ascender hacia el norte y unirse al ala este, la de Al-Mundir y Walid, en los alrededores de León. ¿Por qué no acompañaron al ala este en sus ataques a los Banu-Qasi? Porque este brazo central no podía incorporarse al combate hasta que sus hombres hubieran terminado las faenas agrarias en el valle del Tajo. En todo caso, Al-Mundir y Walid no los iban a necesitar hasta entonces.
Por último, el brazo izquierdo de la campaña de Córdoba, en el oeste, tenía por misión saquear la Lusitania de sur a norte, hasta llegar a Coimbra, y tomar la ciudad, recién repoblada para los cristianos por el conde Hermenegildo. Y después de tomar Coimbra, probablemente, seguir camino en dirección este hacia Astorga y León, donde las fuerzas de Al-Mundir y Walid, con sus refuerzos del Tajo, ya estarían poniendo en jaque al rey Alfonso, si los planes salían según lo previsto. Mandaba el ala oeste el general Al-Warraq ibn Malik.
Los dos brazos laterales del tridente moro se lanzaron sobre sus objetivos. En el este, Al-Mundir y Walid se desplegaron sobre las tierras de los Banu-Qasi, arrollándolo todo a su paso. Los hijos del difunto Musa, que eran Ismael y Fortún, se refugiaron en sus fortalezas de Tudela y Zaragoza. Los generales de Córdoba ni siquiera intentaron tomar esas ciudades; no era su objetivo ni, por otra parte, podían desgastar a sus tropas en un asedio imprevisible. Se limitaron a saquear sistemáticamente los riquísimos campos, acumulando provisiones para la larga marcha que aún les esperaba. Y cuando ya no quedó nada por saquear, bajaron hasta la calzada que lleva de Calahorra a Astorga y enfilaron hacia Zamora.
En el oeste, mientras tanto, las huestes de Al-Warraq ibn Malik depredaban a conciencia las tierras de la Lusitania. En su marcha imparable hacia el norte, cruzaron el río Mondego. Ante ellos apareció su primer gran objetivo, la ciudad cristiana de Coimbra. Para entonces ya se habría puesto en marcha el tercer vector del ataque. Las tropas de Toledo, Guadalajara y Talamanca, concluidas las faenas del campo, se pusieron en marcha hacia el norte, a través del valle del Duero, por la calzada que desde el sur conduce hasta Zamora. En Zamora tendrían que reunirse con las fuerzas de Al-Mundir y Walid ibn Ganim.
Alfonso tuvo que tomar una decisión sobre la marcha. Sin duda los vigías del reino habían podido traerle noticias de la ofensiva. Le habrían referido la campaña de Al-Mundir y Walid en territorio Banu-Qasi; le habrían informado de la amenaza sobre Coimbra; le habrían puesto al tanto de aquel otro ejército que ascendía desde el sur, a través de la meseta, con dirección a Zamora. Tres ataques a la vez. Alfonso no podía dispersar a sus fuerzas para hacerles frente por separado; tampoco podía esperar a que los tres brazos de la ofensiva mora se reunieran, porque entonces el enemigo impondría su superioridad. Había que escoger un objetivo para golpear con rapidez. Pero, ¿cuál de los tres?
El principal peligro era la confluencia de los ejércitos moros en Zamora. Eso era lo que había que impedir a toda costa. Alfonso confiaba en que los hombres del conde Hermenegildo sabrían retener a los musulmanes en las murallas de Coimbra. Descartado ese peligro, quedaban otros dos: las alas centro y este. El ala este, la de Al-Mundir y Walid, era muy poderosa para hacerle frente a campo abierto, pero resultaba factible frenar su marcha desde los puestos fortificados que Alfonso había sembrado en torno a León. El ala central, por el contrario, era menos numerosa y, además, seguramente no esperaría un ataque. Desarbolada ésta, la baza fundamental del ataque sarraceno quedaría anulada. Y ahí fue donde Alfonso golpeó.
Las tropas cristianas descendieron hacia la confluencia de los ríos Esla y Órbigo. Alfonso esperó allí al enemigo. En los campos polvorientos de Benavente, en la zona que por entonces se llamaba Polvoraria (y hoy, Polvorosa), sorprendieron los cristianos al ejército musulmán. Los moros no esperaban el ataque. Privados de información, en una zona deshabitada, nadie había podido advertirles de la amenaza. Las huestes de Alfonso cayeron sobre los sarracenos sin darles tiempo a organizar sus filas. Los moros se vieron empujados hacia las aguas del Orbigo. Pocos pudieron vadearlo. Trece mil moros —dicen las crónicas— cayeron ante las espadas del reino de Asturias.
El golpe había sido un éxito, pero la ofensiva mora aún estaba viva. Sin perder un minuto, Alfonso III llevó sus ejércitos hacia la fortaleza de Sublancia, que cerraba la entrada del reino por el este: por allí debía de estar viniendo el poderoso contingente de Al-Mundir y Walid ibn Ganim, el ala este del tridente musulmán. Justo a tiempo: Alfonso acababa de poner sus tiendas delante de la fortaleza de Sublancia cuando los vigías avizoraron la llegada de los moros.
Podemos imaginar que Al-Mundir y Walid no saldrían de su asombro: esperaban amigos y encontraron enemigos. El ala central cuyos refuerzos esperaban había desaparecido; por los fugitivos se enteraron del desastre moro en Polvoraria. En cuanto al ala oeste, la que debía atacar desde Coimbra, nada se sabía de ella. El rey Alfonso les había desmantelado la ofensiva con un solo movimiento. Cayó la tarde. Sin duda muchas voces se escucharon en el campamento sarraceno. Finalmente, los jefes moros decidieron renunciar a la presa; no podían exponerse a un nuevo desastre. De manera que, al caer la noche, el ejército de Al-Mundir y Walid abandonó sigilosamente el campo de Sublancia.
Alfonso se enteró de la maniobra al alba. Salió el sol y el enemigo ya no estaba allí. Asturias podía respirar tranquila. Pero Alfonso no era de los que se conforman con poco: tenía la oportunidad de asestar a los ejércitos de Córdoba un golpe definitivo y no iba a dejarla pasar. Inmediatamente salió en persecución de los moros. Sacó provecho de su mejor conocimiento del terreno y, caminando por atajos, adelantó a las huestes de Al-Mundir y Walid. Las tropas cristianas esperaron a los moros en el secarral de Valdemora, río Esla abajo. La caballería de Alfonso se precipitó sobre los sarracenos en retirada. El grueso del ejército invasor pereció. Los propios generales de Córdoba, Al-Mundir y Walid, a duras penas lograron escapar. La segunda pieza del tridente moro había sido aniquilada.
¿Y mientras tanto, qué ocurría con la tercera pieza, la que estaba asediando Coimbra? Que también fracasó. Tras largos días de asedio, la plaza de Coimbra resistió todos los ataques; los caballeros gallegos de Alfonso incluso pudieron infligir serias pérdidas al ejército de Al-Warraq ibn Malik. Y, finalmente, el general moro evaluó la situación y decidió levantar el campo. Tal vez recibiera noticias del desastre de Polvoraria. El hecho es que Al-Warraq, con sus fuerzas quebrantadas, se retiró hacia el sur. La victoria cristiana había sido completa.
Muhammad debió de hacer cuentas tras conocer el resultado de la batalla; contra todo pronóstico, la ofensiva militar más ambiciosa jamás pensada en Córdoba había fracasado de manera rotunda. La situación ahora era la siguiente: los ejércitos del emirato, destrozados; el rey de Asturias, dueño del valle del Duero; el emir Muhammad, incordiado por los problemas internos, y para colmo, el primer ministro del emir, Hasim, seguía preso en Oviedo. Era el momento de tragarse el orgullo, y Muhammad, que era buen político, no lo dudó, pidió una tregua.
¡Una tregua! ¡Córdoba pedía una tregua a Oviedo! Jamás había pasado una cosa igual. Siglo y medio después de Covadonga, aquellos «asnos salvajes» que la soberbia mora despreció se hallaban en condiciones de imponer una tregua al poderoso emir de Al Andalus. Esta tregua de 878 fue el mayor triunfo político del reino de Asturias en toda su historia. Alfonso la aceptó. Duraría tres años. Tres años en los que el rey de Asturias, por supuesto, no iba a estarse quieto. Por eso se ganó el apelativo de El Magno.
De Alfonso III hay que decir una y otra vez que fue un político eminente; se había fijado desde el principio unos objetivos muy claros y nunca dejó de perseguirlos, aprovechando cada oportunidad para llevarlos a cabo. Ahora, 878, tras la victoria de Polvoraria, el rey se encontraba en una circunstancia única, nunca antes conocida: Córdoba pedía una tregua. Era la primera vez que eso pasaba. Y el reino de Asturias no iba a desperdiciar la ocasión. Había que llenar de gente el territorio que ahora quedaba bajo control cristiano.
Una tregua no es una paz: es un alto en las hostilidades. Ni Muhammad ni Alfonso ignoraban que la consecución inevitable del periodo marcado sería el retorno de la guerra, y para ella iban a prepararse durante esa paz temporal. La diferencia era que Asturias podía concentrarse en sus asuntos con cierta tranquilidad, mientras que Córdoba tenía que resolver muchos problemas internos. Y había otra diferencia no menor: era Asturias quien había impuesto esa tregua a su enemigo.
En efecto, así sucedieron las cosas. Tras la derrota de Polvoraria, fue Muhammad quien envió embajadores a Oviedo para pedir un alto en las hostilidades. Y Alfonso, que tenía todos los triunfos en la mano y era perfectamente consciente de su superioridad, fue quien puso las condiciones: tres años de tregua y una fortuna en oro por la libertad de Hasim, el primer ministro del emir, preso en Oviedo desde varios meses atrás. Córdoba sólo pudo aceptar las exigencias de Alfonso. No obstante, el tacaño Muhammad no pagará ni un diñar; será Hasim quien tenga que pagar íntegro su rescate.
Este asunto del rescate de Hasim merece un comentario aparte, y es que nos dice mucho sobre la realidad económica de Al Andalus y de Asturias. Alfonso pidió cien mil dinares de oro. Era una suma fabulosa. Para Hasim resultó muy difícil pagarla. De hecho, tuvo que dejar en Oviedo a dos hermanos, un hijo y un sobrino como rehenes mientras reunía el dinero. Pero si para los moros era una cifra exorbitante, mucho más lo era para los cristianos, que en aquel momento ni siquiera acuñaban moneda.