La gran aventura del Reino de Asturias (37 page)

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Authors: José Javier Esparza

Tags: #Historia

Lo que sabemos del choque es lo que nos han legado las fuentes andalusíes. La clave de los movimientos estuvo en un cerro que estrecha la entrada del camino, sobre el foso construido por Rodrigo. Los moros atacaron. Los cristianos resistieron en el foso. Cuando la superioridad numérica musulmana se impuso, los cristianos abandonaron el foso y se replegaron al cerro, su segunda línea, para mantener el cierre de la Hoz. Anocheció. Los combates se reanudaron al alba. Los moros se habían apoderado del foso. Desde allí reanudaron el ataque. Nuevamente la superioridad numérica hacía flaquear la defensa. Esta, sin embargo, no cedió. Hasta que alguien cometió un grave error. Bajo la presión mora, algunos de los defensores huyeron hacia el interior de la Hoz; otros, pronto, les siguieron. Era un suicidio. La fuga debilitó la presión defensiva y permitió a los jinetes sarracenos vencer la línea para penetrar en la Hoz. Una vez allí dentro, en el desfiladero, los caballos moros tardaron poco en dar alcance a las tropas cristianas que se retiraban a pie. Fue una carnicería.

Con la línea defensiva cristiana quebrantada, el ejército musulmán no tuvo la menor dificultad para aniquilar a los últimos resistentes. Los que seguían parapetados entre los árboles y los riscos fueron cazados sin piedad. Los fugitivos de la Hoz, también. Algunos lograron pasar al llano, hacia el sur, en dirección a Haro, pero allí tuvieron que atravesar el Ebro a nado y, según las fuentes moras, muchos se ahogaron en el intento. «Se hizo de ellos una horrible matanza y gran cantidad de prisioneros quedaron en nuestras manos», dice el cronista musulmán. La misma fuente da una cifra de bajas cristianas escalofriante: «Después de la batalla se reunieron veinte mil cuatrocientas setenta y dos cabezas». Todas ensartadas en lanzas moras como trofeo de guerra.

Seguramente la cifra del cronista —esas 20.472 cabezas— es exagerada. En todo caso, el desastre fue completo. Entre muertos, cautivos y fugitivos, la hueste de Rodrigo quedó totalmente aniquilada. Eso significaba ante todo una cosa: ya nadie podía defender a los colonos. Y en consecuencia, la repoblación se paró. No sólo se paró, sino que se retrajo, volviendo varios kilómetros hacia el norte. Los moros, plenamente conscientes de la coyuntura, intensificaron la presión. No atacarán nunca el corazón del reino de Asturias, sino que insistirán una y otra vez en esa misma área, Alava y Castilla, ahora desguarnecida, víctima fácil de cualquier depredación. El príncipe Abderramán volverá en 866 y 867. En esta última expedición, donde llegó al valle de Mena, ni siquiera pudo obtener botín: todo estaba ya arrasado por sus propios ejércitos.

El rey Ordoño murió el 27 de mayo de 866, después de dieciséis años de reinado que fueron, todos ellos, de lucha sin tregua. Sus últimos años se vieron atormentados por la gota; sus últimos meses, por las derrotas. El rey que había concebido una vasta empresa de repoblación hacia el sur moría viendo su obra frustrada. Se había llegado, sí, a Tuy, a Astorga, a León; Amaya había resistido. Pero el camino hacia el sur, promisoriamente abierto con la victoria de Albelda y con las audaces cabalgadas hasta Coria y Talamanca, quedaba ahora cerrado por el desastre de la Morcuera. Y sin embargo…

Sin embargo, lo asombroso es que pese a las derrotas, pese a la debilidad militar, pese al peligro de un enemigo infinitamente superior, las gentes iban a volver a los campos. Los castellanos —pues ya podemos dar tal nombre a aquella mezcla de cántabros y vascones, de godos y mozárabes— iban a retornar a las tierras arrasadas para devolverlas a la vida. Una vez más, las querellas internas del mundo musulmán les ayudarían. Eso fue ya en tiempos del hijo de Ordoño, Alfonso III. Pero antes hay que contar otras cosas.

VIII
EL QUE RESISTE, GANA
Hablemos de política

El rey Ordoño murió en 866, fresco aún el ingrato recuerdo del desastre de la Morcuera. Le sucedió su hijo Alfonso, que reinaría como Alfonso III. Será un gran rey, victorioso en el campo de batalla, lúcido en los asuntos de gobierno, brillante en el plano cultural. Pero, sobre todo, el nuevo rey iba a darle un sentido histórico a la Reconquista. En buena medida, él fue quien dio significado al propio concepto de Reconquista. Y al hacerlo, demostró un talento político supremo.

Pero detengámonos un momento. Recapitulemos. Han pasado ciento cincuenta años desde la invasión musulmana. En ese siglo y medio, el reino de Asturias había logrado sobrevivir pese a todos los peligros. No vendrá mal repasar ahora cómo estaba la situación geográfica y política, para tomar conciencia del panorama que esperaba al nuevo rey.

El emirato de Córdoba seguía dominando la mayor parte de la Península. Su control político efectivo se extendía al sur de las fronteras naturales marcadas por el valle del Tajo, la sierra de Guadarrama y, en diagonal suroeste-noreste, el valle del Ebro y el Pirineo. Al norte de esa línea seguía habiendo una tierra de nadie en la mitad occidental, marcada por el curso del río Duero. Córdoba no consideraba tal área como parte de su estructura política, pero sí pretendía mantener sobre ella un control militar eficaz, tanto para atacar al norte cristiano como para defenderse de él. En cuanto a la mitad oriental de la línea, las tierras del curso medio del Ebro seguían en manos de los Banu-Qasi, momentáneamente sumisos a Córdoba, y la frontera militar se elevaba hasta los condados aragoneses y catalanes del Pirineo, con Huesca y Lérida como principales núcleos defensivos y ofensivos del islam.

Al norte de la línea estaba la España cristiana, y también aquí hay que distinguir entre distintos tipos de territorios: los que estaban controlados políticamente, los que estaban siendo objeto de repoblación y los que simplemente estaban bajo presión militar, eventual campo de ataque y defensa contra el sur musulmán. El reino de Asturias, que seguía abarcando desde el Atlántico gallego en el oeste hasta Vizcaya y Alava en el este, había bajado la línea de control político al río Miño, el Esla y el alto Ebro, en el eje Tuy-León-Amaya. Al sur y al este de esa línea, hasta el cauce del Duero, se extendían las tierras de repoblación, adonde iban llegando colonos pese al riesgo de verse asaltados por expediciones musulmanas. Al sur del Duero, cruzando horizontalmente la meseta, se desplegaba una franja prácticamente despoblada, que ni moros ni cristianos podían considerar como parte de su territorio, pero que ambos intentaban controlar militarmente.

Por último, en la mitad oriental de la franja norte de la Península habían emergido los nuevos territorios cristianos. Primero, Navarra, configurada como reino de Pamplona desde el Golfo de Vizcaya hasta la comarca de Tafalla, y ya aliada de Asturias. Después, encaramados sobre el Pirineo y de oeste a este, hasta el Mediterráneo, se sucedían el condado de Aragón, que ya contaba con casa gobernante propia; los condados de Sobrarbe y Ribagorza, todavía bajo influencia carolingia, y los condados catalanes, desde Urgel hasta Barcelona, donde las familias de la nobleza autóctona comenzaban a gozar de creciente autonomía respecto a los reyes de Francia.

Con ese paisaje, las vías naturales de proyección del reino de Asturias hacia el sur se alineaban en tres ejes muy concretos. Uno, la franja atlántica, sobre el norte de lo que hoy es Portugal; otro, el gran llano del Duero medio, sobre Zamora, Valladolid y Palencia; el tercero, el área entre el alto Ebro y el alto Duero, es decir, desde la vieja Castilla hasta La Rioja. Son los mismos tres ejes en los que habían actuado los colonos en los decenios precedentes, los mismos cuya repoblación habían alentado los reyes desde Alfonso II el Casto, los mismos donde Ordoño había cosechado triunfos importantes y sonoras derrotas. En ellos se centrará de nuevo, una vez más, la fuerza expansiva de la España cantábrica.

Porque, en efecto, de todo este conglomerado de reinos, señoríos y condados, tanto cristianos como musulmanes, la sociedad más expansiva y dinámica era sin duda la del reino de Asturias. Partiendo de cero, había construido una entidad política propia que lograba mantenerse en condiciones extremadamente adversas; y no sólo lograba mantenerse, sino que año tras año iba ampliando su proyección hacia el sur, desbordando su marco inicial de la Cordillera Cantábrica. Al Andalus era más rico, pero su sociedad estaba más estancada. De hecho, Córdoba no dejará nunca de importar personas, tanto de África como de Europa, y frecuentemente en condiciones de esclavitud, para llenar sus campos y sus ejércitos. Respecto a la España pirenaica, ni en lo social ni en lo político estaba aún lo suficientemente articulada como para protagonizar procesos expansivos. Así que la fuerza más pujante de aquella España, en el siglo IX, era indiscutiblemente la cantábrica.

¿Por qué era la más pujante? ¿Qué es lo que hace a una sociedad más expansiva que otras? Aquí entran factores demográficos, económicos, sociales, políticos y culturales que vale la pena mencionar, para entender mejor las cosas. En el caso del reino de Asturias, no cabe duda de que existía un dinamismo demográfico expansivo: cada vez había más población en un territorio que se iba quedando pequeño. En consecuencia, era lógico esperar que ese excedente de población buscara espacio en nuevas tierras. La Reconquista inicial fue, en buena medida, fruto directo de una circunstancia demográfica.

Ese impulso viene favorecido por factores de tipo social, y se trata de lo siguiente: como hemos explicado aquí varias veces, los colonos de las nuevas tierras gozaban de un estatuto socioeconómico muy favorable, materializado en libertades tanto individuales como colectivas. En las comarcas de origen, lo mismo en Asturias que en Cantabria y en Galicia, el régimen de vida era esencialmente señorial, el sistema heredado de Roma y de los godos: unos poseían la tierra y otros —la mayoría— la trabajaban, sujetos a ella. Pero en las nuevas tierras cambian las cosas: sigue habiendo señores y siervos, pero los lazos son más fluidos, el número de pequeños propietarios aumenta, las oportunidades crecen para todos… Había razones para intentar la aventura.

¿Estamos, pues, ante un fenómeno que puede explicarse por causas únicamente económicas y sociales? No. Desde principios del siglo IX constatamos que quienes acuden a las nuevas tierras repobladas —reconquistadas— no son sólo los cántabros, vascones o bercianos empujados por la presión demográfica, sino también los mozárabes, los cristianos de Al Andalus, que buscan en el norte una vida mejor. La creciente intolerancia religiosa del emirato daba razones para huir, pero, aun así, la aventura no era sencilla. Había que dejar atrás un territorio organizado por un poder implacable, cruzar anchos espacios llenos de peligros, asentarse en tierras donde los recién llegados, al fin y al cabo, no dejaban de ser extranjeros… ¿Por qué huían los mozárabes al norte? ¿Por qué creían que allí encontrarían una vida mejor? Sin duda, porque veían en el reino de Asturias una alternativa al emirato. ¿Y por qué una alternativa? Porque el reino de Asturias simbolizaba la cruz, el orden cristiano frente al orden musulmán.

Esto es de una enorme importancia. Frente a la pujanza política, económica y militar del emirato de Córdoba, el reino de Oviedo había logrado construirse como la más visible alternativa cristiana al islamismo. Esto no fue un azar: era una convicción generalizada, plenamente consciente, en las élites religiosas y políticas del reino al menos desde finales del siglo VIII. A partir de la obra de Beato de Liébana, que sin duda expresaba ideas más o menos extendidas, Asturias se identifica con la cruz y, por tanto, con la esencia de la Hispania romana y goda, frente al invasor extranjero. La política de Alfonso II el Casto subrayó decididamente ese rasgo, de tal modo que el reino cristiano del norte se configuraba como una entidad política dotada de una legitimación religiosa e histórica; legitimación que actuaba como un discurso implícito, como una ideología —valga el término— que justificaba la existencia del reino y, más aún, lo hacía imprescindible, necesario. Y realmente lo era.

De manera que en la gran fuerza expansiva de la sociedad cantábrica encontramos factores religiosos, culturales, políticos, sociales, económicos… Todos estos factores influyeron al mismo tiempo —en la historia rara vez pasan las cosas por una sola razón— para hacer que la Reconquista naciera como un largo proceso que se prolongaría durante siglos, sin interrupción.

¿Cuál fue el gran mérito de Alfonso III en este terreno? Hacer plenamente consciente el proceso. Explicar a las gentes de su reino que la fuerza nacida en Covadonga tenía un sentido. El reino de Asturias era el heredero del reino godo de Toledo, es decir, era el depositario de la legitimidad religiosa e histórica de Hispania. Y por tanto, a él le correspondía el derecho de gobernar el conjunto de las tierras que un día fueron cristianas. Nace el concepto de la «España perdida». Cobra naturaleza consciente la idea de Reconquista. Y ése fue el mensaje de las tres crónicas que Alfonso III ordenó redactar: la
Albeldense
, la
Profética
y la
De los Reyes Visigodos
, que algunos autores atribuyen a la pluma del propio Alfonso.

Todas estas ideas no las inventó Alfonso III: sin duda venían circulando en el reino desde tiempo atrás y hay razones para pensar que eran asumidas como algo natural por sus gentes. Por eso los mozárabes afluían hacia el norte, y por eso los colonos mantenían su constante proyección hacia el sur. Lo que Alfonso hizo fue poner por escrito el espíritu de su gente, el espíritu de la Reconquista.

Alfonso, dieciocho años, toma el mando

Alfonso III era muy joven cuando subió al trono. Unos autores dicen que tenía dieciocho años; otros, que catorce. Teniendo en cuenta que su padre le asoció al trono hacia 853, parece más probable la primera cifra: dieciocho años. Muy joven, en todo caso, pero, eso sí, educado desde muy temprano en las artes del poder. Su escuela fue la gobernación de Galicia, que su padre le había encomendado. Más aún, Alfonso, jovencísimo, había dirigido personalmente la repoblación de extensas áreas de Orense, incluyendo el asiento de una nueva sede episcopal. Es decir que Ordoño pensaba, sin duda, en hacerle sucesor, y Alfonso, aunque muy joven, sabía qué terreno pisaba.

El escenario parecía el habitual en las monarquías hereditarias: un rey que nombra sucesor y le educa para ello, un heredero que se prepara para el trono. Pero esto, en Asturias, aún no era habitual. La corte asturiana aún no había superado del todo la tendencia electiva. Aunque Ordoño ya fue un rey hereditario, entre las grandes familias de la corte siguió latente la vieja costumbre germánica de que el rey fuera elegido por sus pares. ¿Cuántos pensaban todavía así en la corte? Lo ignoramos. Pero debieron de ser los suficientes para que un conde gallego, Fruela Bermúdez, de Lugo, se alzara en armas contra Alfonso y ocupara el trono.

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