La gran aventura del Reino de Asturias (41 page)

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Authors: José Javier Esparza

Tags: #Historia

No perdamos de vista este asunto, fundamental: en comparación con la España del emirato, el reino de Asturias era un mundo ostensiblemente primitivo. Córdoba había heredado el sistema económico de la época goda, asentado sobre una red de comunicaciones, centros urbanos y áreas de producción que venía de tiempos de los romanos. Había riqueza, el dinero circulaba y la fértiles vegas del Guadiana, el Guadalquivir, el Ebro y el litoral mediterráneo garantizaban una cierta abundancia. Incluso había empezado a nacer, al calor de los centros urbanos, una incipiente industria que ya era algo más que artesanal. Por decirlo en términos contemporáneos, el emirato de Córdoba era el primer mundo, como podía serlo el Imperio bizantino.

Por el contrario, el reino de Asturias era un mundo exclusivamente agrario y ganadero, sin otros bienes en circulación que los productos del campo, con explotaciones orientadas fundamentalmente a la subsistencia de pequeñas comunidades, con una red de comunicaciones muy limitada (porque las grandes calzadas romanas quedaban al sur de la Cordillera Cantábrica) y, desde luego, sin moneda propia acuñada; al parecer, la única moneda que seguía circulando eran los sueldos de plata que introdujeron los francos desde los tiempos de Alfonso II, y otras piezas de menos entidad. Asturias, en definitiva, era el mundo pobre.

En una situación así, podemos imaginar que la preocupación fundamental de los reyes sería organizar, poblar y reglamentar el territorio, operación que llevaba implícita una organización de la vida económica. Cuando se habla de reconquista y repoblación, hay que entenderlo sobre todo así: se trata de crear un espacio organizado. La base de la que se partía era clara, los territorios ganados en la incesante expansión hacia el sur de las comunidades cantábricas, con la aportación de pobladores mozárabes que huían del emirato. Todas las tierras ganadas hasta el Mondego en Portugal, hasta el Esla en León, hasta el alto Ebro en Castilla, configuran un espacio económico y social que enseguida va a transformarse en espacio político. Y como pivotes de ese espacio actúan las ciudades reconquistadas y las fortalezas levantadas frente al enemigo. Desde Oporto y Chaves hasta Cea y Sublancia, pasando por Astorga, León y Amaya, por ejemplo, surge una geografía de puntos fuertes que podemos imaginar como nudos de una red. En torno a ellos se construye un mundo nuevo.

El sentido de la repoblación oficial, especialmente intensa a partir de mediados del siglo IX, es precisamente ése: la organización política —y económica, y jurídica— de un espacio nuevo. En nuestro relato hemos hablado mucho de los colonizadores privados, los pioneros que llegaban a una tierra y la ocupaban con sus presuras y sus escalios. Tras ellos vendrá la repoblación oficial, es decir, la de los nobles y eclesiásticos que toman las tierras en nombre del rey y reconocen a los pioneros la propiedad de sus campos. Esa repoblación oficial significa que el territorio ha entrado en el orden político. Y después vendrán otros colonos que llegan para instalarse en tierras que ya no son vírgenes, que ya tienen dueño —al menos, nominal—, y que por tanto disfrutarán en condiciones algo más limitadas que las que caracterizaron a los pioneros.

Pese a esa diversidad en la propiedad de la tierra, en este mundo que va naciendo al calor de la Reconquista hay una serie de rasgos que vale la pena subrayar. Por ejemplo, que el resultado final, a la altura de este último tercio del siglo IX, es el de una sociedad de pequeños y medianos propietarios donde prácticamente todo el mundo tiene, al menos, una casa, un huerto y un solar. Las comunidades se dotan asimismo de bienes colectivos —los montes, los pastos…— que afirman la identidad de los grupos de pobladores frente a los vecinos, frente a los forasteros y también frente al poder.

En el resto de Europa la norma social era el régimen de servidumbre y señorío; también era así en Galicia, por ejemplo. Por el contrario, en la nueva España de la Reconquista la presencia de la servidumbre es mucho menor. Las nuevas tierras adquieren un perfil distinto. Añadamos otro hecho muy importante: en este ámbito de repobladores y colonos, la esclavitud prácticamente ha desaparecido. En parte por la influencia de la Iglesia, y en parte porque el modelo de asentamiento es el familiar, será rarísimo encontrar indicios de mano de obra esclava. E inversamente, lo que encontramos es un número creciente de campesinos en armas: propietarios pequeños o medianos que pueden costearse un caballo y una lanza y que prestan servicios de guerra. Muy pronto se los conocerá oficialmente como «caballeros villanos».

Los reyes van a apostar sin desmayo por este nuevo modelo de sociedad, que garantiza la autoridad regia sobre el conjunto de la comunidad cristiana. Aquí no hay una intermediación nobiliaria que actúe como muro entre el rey y los súbditos. Es verdad que, andando el tiempo, el papel de la aristocracia —lo mismo militar que eclesiástica— se hará cada vez más importante, hasta acaparar el protagonismo del sistema político, y especialmente en el área galaico-leonesa. Pero eso será más adelante. En este momento de nuestro relato lo que ha nacido es otra cosa: una sociedad menos jerarquizada o, si se prefiere, de jerarquías menos rígidas, donde un elevadísimo número de propietarios ha conquistado cotas importantes de libertad.

En los años de la tregua de Polvoraria, la corona asturiana impulsará decididamente este modelo de repoblación. Ante todo se trata de definir un espacio político propio, ahora sustancialmente extendido hacia el sur. La repoblación oficial pone sus ojos en Zamora, en el campo de Benavente, en los valles de Bricia y Sotoscueva… Pero lo más importante no es lo que hay delante, sino lo que queda detrás: un inmenso llano que puede empezar a colmarse de nuevos colonos. El paisaje de los años de la tregua, el paisaje después de la batalla, es el de múltiples hileras de caravanas que recorren el reino de norte a sur. A bordo de esas caravanas, los repobladores construyen un mapa nuevo.

La política exterior

Estamos en tregua. Tras la victoria de Polvoraria, Alfonso ha impuesto a Córdoba una tregua de tres años. En la política interior, van a ser años empleados en la repoblación interior, en organizar políticamente el territorio. Pero también habrá consecuencias de este periodo de paz en la política exterior. Alfonso III lo aprovecha para estrechar lazos con los Banu-Qasi del Ebro. Aprovechemos nosotros para ver cómo estaba el paisaje en torno al reino de Asturias. Y empecemos por el enemigo, el emirato de Córdoba.

Mientras durara la tregua, Alfonso no tenía nada que temer del emirato. No sólo porque el pacto obligaba al emir a abstenerse de cualquier agresión, sino, sobre todo, porque Muhammad I bastante tenía con solucionar sus problemas interiores. La rebelión de Mérida le había hecho mucho daño y, aunque Ibn Marwan seguía en Asturias, los ánimos estaban lejos de haberse calmado. Toledo, por su parte, seguía dando quebraderos de cabeza. ¿Más desgracias? Sí; en 880, un fuerte temblor de tierra sacudía Andalucía causando estragos en numerosos puntos, incluida la misma Córdoba. Y para colmo, en torno a la serranía de Ronda había surgido un nuevo líder rebelde, Ornar ben Hafsún, un muladí de origen godo que se había hecho fuerte en el castillo de Bobastro. Secundado por centenares de muladíes, mozárabes y hasta bereberes, Ornar había empezado una sublevación contra la aristocracia árabe que daría mucho que hablar. Ya lo veremos en su momento.

¿Por qué había tantos problemas internos en Córdoba, si el emirato era una próspera potencia, rica en lo económico y poderosa en lo militar? Fundamentalmente, por la división social, y hay que repetirlo porque el origen de la crisis se mantenía vigente. El sistema de poder en Córdoba seguía descansando sobre una minoría de origen árabe, que dominaba a la población muladí (españoles islamizados), mozárabe (los cristianos residentes en Al Andalus) y berebere. Los árabes odiaban a los mozárabes; muladíes y bereberes se odiaban entre sí, y ambos a su vez odiaban a los árabes. El problema no se resolverá hasta que, muchos años más tarde, Abderramán III decida importar enormes contingentes de población eslava. Pero eso será después. Ahora, a la altura de 880, el panorama en el emirato era el de la perpetua discordia. Y por eso Alfonso veía la frontera sur tranquila.

También la frontera sureste del reino está segura. Castilla, escenario interminable de conflictos, donde convergen las estrategias opuestas de Asturias, Córdoba y los Banu-Qasi, tiene una nueva fisonomía. El viejo y leal conde Rodrigo ha muerto en 873. La Castilla inicial se extiende ahora sobre tres condados. El hijo de Rodrigo, Diego Rodríguez, gobierna desde La Bureba hasta Oca; la zona norte, en torno a Amaya, está bajo la jurisdicción del conde Munio Núñez, muy posiblemente nieto de aquel otro Munio Núñez que dio el fuero de Brañosera; en cuanto a Alava, queda bajo el gobierno del conde Vela Jiménez. Los tres condes fronterizos han levantado sendas fortificaciones: Munio ha fortificado Castrojeriz, que cierra la entrada a tierras leonesas; Diego ha construido un castillo en el desfiladero de Pancorbo, y Vela ha hecho lo propio en Cellorigo, que es la entrada a la Hoz de la Morcuera, de modo que el paso hacia Alava queda también cerrado.

Al este, la frontera navarra está igualmente tranquila. Alfonso está casado con una navarra, Jimena Garcés, hija del rey de Pamplona. Este, el viejo rey, García I Iñiguez, ha muerto en 870. Como el heredero, Fortún, está preso en Córdoba, quien gobierna en Pamplona es un regente, García Jiménez. Un dato interesante: la historia de Pamplona había venido marcada por la oposición entre las familias Iñiga (los Arista) y los Velasco primero, y los Jimeno después. La casa gobernante era la de los Iñigo, pero este regente, García Jiménez, era de la familia Jimena. En todo caso, los asuntos internos de Pamplona no afectan a la estabilidad del reino de Asturias. Al contrario, la alianza entre Oviedo y Pamplona parece inquebrantable.

Más al este aún, hacia el Pirineo, el paisaje se llena de cambios. Se agudiza la tónica que había empezado a dibujarse medio siglo atrás. En la estela de las crisis del Imperio carolingio, primero, y del reino de los francos después, en los territorios de la Marca Hispánica aparecen aristocracias locales que tratan de afirmar un poder independiente. En Aragón se ha consolidado la casa de los Galindo. Allí gobierna Galindo II Aznárez, casado con otra hija del rey García Iñiguez de Pamplona. En Pallars-Ribagorza, entre el Pirineo y Tremp, un tal conde Ramón ha aprovechado las discordias del condado de Tolosa para establecer un área política propia. Y en Barcelona, un personaje fundamental recibe de manos de Carlos el Calvo la investidura condal de Barcelona: es Wifredo el Velloso, que llega a unir bajo su mando los condados de Urgel, Cerdaña, Barcelona, Gerona y Osona. Wifredo se apresura a impulsar la repoblación hacia la plana de Vic, y será el primer conde de la Marca que transmita el título a sus hijos por herencia.

Pero la clave del equilibrio de poder en la Península estaba, como casi siempre, en el valle medio del Ebro: en las tierras de los Banu-Qasi. Esta vieja familia de godos conversos al islam había afianzado su poder entre Tudela y Zaragoza. Tras la muerte del viejo Musa, en 862, sus hijos se habían repartido la herencia. Lope, en Viguera, no lejos de Albelda, en La Rioja; Ismael en Zaragoza; Fortún en Tudela; Mutarrif en Huesca. En algún momento que desconocemos —quizá en 871, cuando Lope se subleva en La Rioja—, los hijos del viejo Musa se las arreglaron para desplazar a los enviados del emir en el gobierno de las ciudades clave de la Marca Superior. Y en otro momento inmediato que tampoco podríamos precisar, los Banu-Qasi se acercaron a Oviedo. Se acercaron tanto que Alfonso hizo algo imprevisible: envió a su hijo Ordoño a Zaragoza para que se criara allí.

La decisión de Alfonso tiene algo de enigmático. ¿Por qué mandar al hijo del rey cristiano a una corte que, después de todo, no dejaba de ser musulmana? Esto sólo puede entenderse si tenemos en cuenta la peculiar idiosincrasia de esta poderosa familia. Los Banu-Qasi, como ya hemos visto aquí sobradamente, mostraron siempre una asombrosa versatilidad estratégica. El objetivo de esta familia era sólo uno desde los lejanos días de la conquista mora, en 711: mantener a toda costa su poder en el área del valle del Ebro. Para conseguir ese objetivo no dudarán en aliarse, ora con Córdoba, ora con Oviedo y con Pamplona, haciendo amigos a los que un día fueron enemigos, y viceversa. Alfonso era hijo de Ordoño I, el vencedor de Albelda; los Banu-Qasi eran hijos de Musa, el vencido en aquella batalla. Pero ni unos ni otros consideraron tal cosa como un inconveniente a la hora de estrechar lazos. Antes al contrario, las dos partes vieron en este acercamiento una buena oportunidad.

Alfonso necesitaba llevarse bien con los Banu-Qasi; estar en paz con esa gente significaba liberar de riesgos la repoblación en el sur de Burgos y de Alava. Y los Banu-Qasi necesitaban llevarse bien con Alfonso: al fin y al cabo, el rey de Asturias acababa de propinar un serio escarmiento al mismísimo emir de Córdoba, y nada le impediría extender sus ofensivas hacia el Ebro. ¿Nada? Sí, algo: Alfonso estaba casado con una navarra y los Banu-Qasi también estaban emparentados con la casa de Pamplona. Así que, ¿por qué alterar la paz familiar? Los dueños del Ebro, en su difícil y perpetuo equilibrio sobre el filo de la navaja, sin duda vieron que Alfonso era un aliado apetecible. Y Alfonso selló la alianza enviando a su hijo Ordoño a la Zaragoza del Banu-Qasi Ismael ibn Musa.

Ordoño no debió de estar mucho tiempo en Zaragoza. Lo más probable es que volviera a Oviedo cuando la tregua de tres años expiró, pues con Córdoba otra vez en pie de guerra, no era seguro mantener al príncipe fuera del reino. Eso nos lleva al año 881. Es el mismo año en que un monje de la corte, quizá Dulcidio, entrega al rey la primera copia de un documentó que Alfonso III esperaba con impaciencia: la primera crónica histórica del reino de Asturias, la llamada
Albeldense
. Tampoco en este campo había desaprovechado Alfonso los años de paz.

Los años de paz terminaban en 881, que era la fecha esperada. Ni Alfonso ni Muhammad ignoraban lo que ocurriría después. Ambos se habían preparado para la guerra. Y comienza así un nuevo periodo de hostilidades que iba a verificar quién se había preparado mejor. Ahora lo veremos.

IX
CONCIENCIA DE RECONQUISTA
Fin de tregua: las grandes cabalgadas

La tregua de tres años terminó en 881. Córdoba y Oviedo se habían preparado ya para la guerra que inevitablemente había de volver. Ni Alfonso ni Muhammad estaban en condiciones de atacar el centro neurálgico de su enemigo. Pero ambos podían golpear en puntos sensibles, con campañas de alcance limitado que sirvieran para obtener beneficios por el saqueo, menoscabar al rival, hacer que sus fuerzas flaquearan y, de paso, otorgar al vencedor un nuevo crédito ante amigos y ante adversarios. Este es el guión de los acontecimientos que van a sucederse en los siguientes años.

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