La gran aventura del Reino de Asturias (36 page)

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Authors: José Javier Esparza

Tags: #Historia

El ejército del conde Rodrigo cayó sobre Talamanca como una maza. De poco sirvieron las murallas de la ciudad. Hubo combate, pero la fuerza sarracena cedió. Las huestes del conde castellano vengaron en los defensores moros las muertes y desolaciones de Alava y Castilla. La tropa sarracena pereció por entero. Los habitantes musulmanes de la ciudad fueron apresados y llevados al norte; posiblemente la esclavitud sería el destino de muchos de ellos. Como Ordoño en Coria, también Rodrigo en Talamanca tomó la providencia de apresar al alcalde de la ciudad, Mozeror, y a su esposa Balcaiz. Sabemos que Ordoño confinó a ambos en los alrededores de Peña Santa, en León, donde, aun siendo rehenes, se les dejó vivir con cierta libertad.

Después de las batallas de Coria y Talamanca, el paisaje quedaba de lo más favorable para el rey de Asturias: desde el norte del actual Portugal, en el Atlántico, hasta lo que hoy es La Rioja, no había enemigo capaz de hacerle frente. De oeste a este se extendía una ancha zona de influencia que Ordoño se apresuró a marcar como propia. Los colonos descendieron hasta el Arlanzón y parece ser que empezaron a repoblar el área de lo que hoy es la ciudad de Burgos. Con más claridad consta la repoblación de Mijangos, a un paso de la línea del Ebro en Burgos. Más al este, la repoblación descendía desde los montes Obarenes a los montes de Oca, y allí, sobre las ruinas de la vieja Auca romana y goda, crecía lo que hoy es Villafranca de Montes de Oca. Un avance espectacular.

El emir de Córdoba, Muhammad, debió de comprender inmediatamente que le era imprescindible golpear al reino de Asturias. Con semejante paisaje en el norte, sólo podía esperar que la osadía de los cristianos se proyectara cada vez más hacia el sur. Para colmo, en 862 había desaparecido Musa, el Banu-Qasi, dejando en el valle del Ebro un peligrosísimo vacío. Parece que hacia 863 hubo, además, un ataque moro sobre Talamanca, donde Rodrigo había dejado guarnición, y la fuerza cristiana lo resistió con éxito. Era preciso —pensaría Muhammad— volcar toda la fuerza del emirato contra el rey Ordoño.

La expansión cristiana hacia el sur había llegado más lejos que nunca, pero se avecinaban tiempos extremadamente duros, tiempos en los que el emirato de Córdoba iba a concentrar todo su potencial militar, económico y político en la tarea de desarbolar los logros de la Reconquista.

La cólera de Muhammad

La cólera del emir Muhammad fue terrible. Con esa frase podemos resumir todo lo que pasó en España después de las audaces campañas de Ordoño. El rey de Asturias había conseguido llevar sus límites muy al sur, hasta donde nunca habrían soñado sus predecesores. La Reconquista ganaba terreno hacia el Miño, el Esla, el alto Duero, el alto Ebro. El emir de Córdoba se sintió amenazado. Muhammad tenía que tomar una determinación. Y esa determinación cayó sobre nuestras cabezas.

La cólera de Muhammad fue terrible, en efecto, pero no fue ni mucho menos improvisada ni irreflexiva. El emir se pensó muy bien cómo, dónde y cuándo actuar. Primero, se aseguró de tenerlas espaldas guardadas. Ante todo había que prevenir cualquier trastorno interior que pudiera restar fuerza al golpe contra Asturias. Así, comenzó por garantizarse que los Banu-Qasi del Ebro serían buenos chicos: tras la muerte del viejo Musa en 862, poco le costó al emir convencer a sus herederos de que doblaran la cerviz; Muhammad logró recuperar el control de Zaragoza, Tudela y Huesca, donde situó a gobernadores de su propia elección.

Con el valle del Ebro en calma, Muhammad procedió después a verificar que ni Mérida ni Toledo volverían a levantarse. Las dos viejas ciudades hispanas, en efecto, parecían tranquilas. En todo caso, el emir, precavido, tomó una prudente decisión: sus ejércitos, en la inminente campaña contra el norte, no pasarían ni por Toledo ni por Mérida, para evitarse complicaciones. Y, por supuesto, tampoco cruzarían la meseta norte. Las repoblaciones cristianas de Tuy, Astorga, León y Amaya habían configurado una línea defensiva bien plantada, que cerraba los caminos de acceso al norte. Sin embargo, al este de Amaya…

Al este de Amaya, era verdad, se dibujaba un amplio espacio de muy frágiles defensas. Desde Amaya hasta las hoces riojanas del Ebro había un frente de más de ciento veinte kilómetros extremadamente vulnerable. Era precisamente allí, en esa zona, donde los colonos cántabros y vascones habían empezado a hacer brotar Castilla: los valles de Mena, Losa, Tobalina, Valdivielso… Ciudades como Oca, Salinas de Anana y Oña eran todavía pequeñas aldeas de recién llegados. La frontera sur de la colonización, sobre la línea del río Tirón y en la margen norte del Ebro, carecía de estructura militar y política. Pequeños castillos actuaban como vigías, pero ni en sueños podrían pensar en frenar una invasión. Y sin embargo, era la región más peligrosa para el emirato, el punto donde podría romperse la comunicación de Córdoba con el valle del Ebro y el Pirineo. Ahí es donde Muhammad concentraría todos sus esfuerzos.

¿Conocía Ordoño las consideraciones estratégicas del emirato? No hay razones para dudarlo. Las acciones de Albelda, Coria y Talamanca, ejecutadas sobre lugares particularmente sensibles del mapa, dejan pensar que el rey de Asturias sabía bien dónde pegaba. Consta que hacia 863 hubo aún combates en torno a un punto tan meridional como Torija, en la cabecera del valle del Henares, es decir, en el paso natural desde la meseta hacia Aragón, a través de La Alcarria. Ordoño, pues, sabía dónde pegaba, sí, pero sus recursos militares estaban bastante por debajo de sus cálculos estratégicos. Muhammad era perfectamente consciente de su superioridad material. Y la iba a emplear a fondo.

La primera campaña fue en aquel mismo año 863. Muhammad apuntó directamente a Castilla y Alava, la región más desguarnecida del reino cristiano. Envió un poderoso ejército. Como era costumbre en los emires, puso al frente a uno de sus hijos, Abderramán, con un general de confianza, en este caso Abd al-Malik ben Abbas. La fuerza sarracena penetró por la orilla del Ebro desde las tierras riojanas controladas por los Banu-Qasi, ahora domados, y atacó en Miranda, que por entonces era un pequeño núcleo rural perteneciente a la demarcación de Valpuesta. La crónica de Ibn Idhari detalla con claridad qué hizo allí el ejército moro: «Los entró y dio muerte a los hombres y destruyó las fábricas y se extendió por las llanuras, de lugar a lugar, asolando sembrados y cortando frutos».

Alertado, el conde Rodrigo —aunque otros creen que fue Gatón— corrió hacia el lugar. Planificó la respuesta: trataría de cortar la retirada mora en el desfiladero de Pancorbo. Pero Abderramán y Abd al-Malik se dieron cuenta de la maniobra y cambiaron de rumbo. Enfilaron hacia lo que la crónica mora llama «estrechura de Al-Feg» y que probablemente es la Hoz de la Morcuera, entre Bugido y Cellorigo. El cronista Ibn Id-hari refiere un gran combate: los moros paran el primer golpe, se enzarzan después en un largo cuerpo a cuerpo con los cristianos, caen abundantes hombres por ambas partes hasta que, finalmente, la superioridad numérica de los sarracenos se impone y las huestes de Rodrigo, derrotadas, abandonan el lugar.

Dice Ibn Idhari que los cristianos perdieron «diecinueve condes». Probablemente ni fueron diecinueve ni eran condes; es más verosímil que el moro se refiera a los jefes de las fortalezas que Rodrigo había ido desplegando en la margen del norte del Ebro. En todo caso, aquello debió de ser un duro golpe para la defensa militar de la marca alavesa y castellana. También las fuerzas del emir sufrieron grandes bajas. De hecho, el año siguiente, 864, no hubo ninguna expedición mora contra el reino de Asturias. Eso indica claramente que Abderramán y Abd al-Malik sufrieron serias pérdidas. La gran diferencia es que el emirato podía recuperarse rápidamente de esas pérdidas, y Asturias no.

¿Cómo recuperaba el emirato de Córdoba las pérdidas sufridas en sus expediciones militares? Sacando partido de su superioridad demográfica y económica. Sabemos los enormes recursos que Muhammad movilizó para la siguiente campaña, en 865. Las cifras son asombrosas: 2.900 jinetes de Elvira (Granada), 2.200 de Jaén, 1.800 de Cabra, 1.200 de Écija, 2.600 de Málaga, 6.800 de Sidonia, y más jinetes de Priego, Algeciras, Carmona, Murcia, Calatrava, Morón, hasta un total de 20.000 soldados de a caballo. Añadamos las tropas de caballería de la propia Córdoba, que no debían de ser menguadas, más los soldados de a pie. No será descabellado cifrar el total de la fuerza sarracena en un mínimo de 50.000 hombres.

Hay que tener muy presente esta potencia demográfica y económica del emirato de Córdoba para hacerse una idea completa de las circunstancias reales de la Reconquista. Los cristianos del reino de Asturias estaban luchando contra un enemigo muy superior. Después de la conquista del año 711, los moros habían conservado las regiones más ricas de la vieja Hispania: los valles del Guadalquivir, el Guadiana, el Tajo y el Ebro, así como toda la cuenca mediterránea. Es decir, las regiones de agricultura más fértil, población más abundante y organización más asentada. La obra de gobierno de los Omeyas, aun con sus frecuentes crisis, había logrado mantener ese potencial y multiplicarlo con la llegada de población nueva. Y ése es el poder al que tenía que enfrentarse, año tras año, el reino de Asturias, mucho más pobre y mucho menos poblado que el emirato.

El golpe de Muhammad será feroz. Con sus huestes rehechas, y a sabiendas de que los cristianos no habrían podido recomponer sus fuerzas en tan poco tiempo, el enorme ejército del emir se dispuso al combate. Lo mandarían de nuevo, muy probablemente, el príncipe Abderramán y el general Abd al-Malik. Empezaba el verano de 865. Y la fuerza sarracena no se encaminó esta vez hacia Alava, sino que apuntó a un objetivo mucho más suculento: Amaya, la vieja fortaleza que el conde Rodrigo acababa de repoblar, a modo de guardián, en la entrada natural a Cantabria.

En el calor de julio, decenas de miles de jinetes sarracenos cruzaron el valle del Duero para asaltar la puerta del reino de Asturias. Enfrente, las huestes cristianas, todavía menguadas por las crueles batallas de la campaña anterior, no podían ni imaginar lo que se les venía encima. Se anunciaban días de sangre; días en los que el trono de Ordoño pendería de un hilo.

El desastre de la Corcuera

Un desastre sin precedentes iba a marcar los últimos días del reinado de Ordoño I: la derrota de la Hoz de la Morcuera. El emir Muhammad había reunido el mayor ejército visto hasta entonces por aquellos pagos. Se proponía desmantelar el esfuerzo de repoblación cristiana en Castilla. El camino de las huestes moras debió de pasar por Sigüenza, Medinaceli, Osma y Clunia, siguiendo la red de las calzadas romanas, hasta desembocar en la llanura del Pisuerga. Desde ahí, la llanura conduce suave a la peña donde se alzaba Amaya. Era el objetivo.

Era el objetivo, sí, pero los moros, como otras veces, optaron por no complicarse la vida. Amaya era una fortaleza natural, una peña de trescientos metros de alto encajonada entre ríos que conforman un foso invencible y, sobre el peñasco, un castillo indomable. Abderramán y Abd al-Malik debieron de evaluar la situación: tratar de tomar Amaya significaba disponerse a un asedio que podía durar semanas, incluso meses; en ese tiempo, sin duda las huestes cristianas acudirían en socorro de la fortaleza castellana. Era más aconsejable pasar de largo y sacar partido de las ventajas estratégicas de su hueste: número y movilidad. Y eso es lo que hicieron.

El ejército sarraceno cruzó por Ordejón y Humada hacia el este. Había allí cuatro pequeños fuertes que nada pudieron contra la ola musulmana. Los jinetes del emirato se desparramaron por los campos. Según cuenta el cronista moro Ibn Id-hari, «no dejaron en pie ninguna localidad ni habitación alguna, lo destruyeron y lo quemaron todo». El objetivo era claro: destruir toda la obra de repoblación en la línea del alto Ebro. Caminando de oeste a este, el gigantesco contingente de Abderramán y Abd al-Malik atacó uno tras otro los castillos que jalonaban la marca sureste del reino de Asturias. Sabemos que cayeron los fuertes del conde Rodrigo en Castilla, los del conde Diego en Oca, los del conde Gonzalo en Burgos, los del conde Gómez en Mijangos. Tierra quemada.

La ola sarracena prosiguió su camino hacia el este. Salió a los llanos de Miranda de Ebro, como dos años antes, para reducirlo todo a cenizas. Y después enfiló hacia el norte, en dirección a Salinas de Anana, en la llanura alavesa. Los moros dicen que Salinas era una de las fortalezas más preciadas del conde Rodrigo; era, en cualquier caso, la que vigilaba el paso hacia el norte, a Vizcaya. El ejército de Abderramán y Abd al-Malik siguió la misma táctica, por así llamarla: que no quedara piedra sobre piedra. El castillo de Salinas fue desmantelado. Y en sus alrededores se desató la misma marea de muerte y esclavitud.

Cuando los jefes musulmanes consideraron cumplida la misión, pusieron ruta al sur, a Miranda, para ganar los pasos que salen de Alava a La Rioja. Entonces fue cuando el conde Rodrigo se planteó qué hacer. Hasta ese momento, la superioridad numérica musulmana era demasiado evidente, y las tropas que Rodrigo tenía a su disposición no habrían podido hacer otra cosa que advertir a los lugareños para que se refugiaran en los bosques y en los montes, como tantas otras veces. Pero ahora Abderramán y Abd al-Malik, con su inmenso ejército, tenían que salir del llano, lo cual les obligaría a atravesar caminos estrechos, donde era difícil maniobrar. Y Rodrigo podría aprovechar su ventaja estratégica para vengar la desolación sembrada por los moros en Castilla.

Para salir del llano de Alava hacia La Rioja hay cuatro pasos naturales. El más occidental es el de Pancorbo, que los combatientes conocían desde la campaña anterior: un paso excesivamente estrecho para un contingente tan numeroso como el sarraceno; demasiado arriesgado. Lo mismo ocurría con el paso más oriental, las Conchas de Haro, que además daban salida a las tierras de los Banu-Qasi, de momento calmadas, pero nunca enteramente seguras ni para asturianos ni para cordobeses. En medio hay otros dos pasos: el Alto de la Morcuera y la Hoz de la Morcuera, el primero cresteando sobre las montañas, el segundo por entre ellas. La cuestión estratégica era la siguiente: ¿por dónde hacer pasar lo más rápido posible y con el menor esfuerzo a un ejército de muchas decenas de miles hombres y caballos? Eso debía de ser lo que Rodrigo se preguntaba, para esperar allí a su enemigo.

El camino de la Hoz era suave, las montañas no se elevaban muy altas, la vía se hacía ancha… Por allí pasa hoy la carretera que lleva de Bugido a Foncea. Era el lugar idóneo para dejar pasar a un ejército tan numeroso. Era, sin duda, el que los jefes moros escogerían. Y allí se instaló el conde Rodrigo. Durante los años anteriores, el conde de Castilla había acentuado las condiciones naturales de la Hoz con obras defensivas: fosos, trincheras… Un ancho foso vetaba el acceso al camino de la Hoz. En él desplegó Rodrigo a sus huestes, cerrando la entrada. Y ante la línea de cierre se presentaron, en efecto, los ejércitos sarracenos, como Rodrigo había previsto. Era miércoles, 8 de agosto de 865.

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