La gran aventura del Reino de Asturias (39 page)

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Authors: José Javier Esparza

Tags: #Historia

Así la «España perdida» va volviendo a la vida bajo el impulso de la repoblación. En apenas cinco años, el avance en el extremo occidental de la España cristiana es impresionante. Los hombres del oeste llenan el territorio, reorganizan las ciudades, restablecen el orden jurídico y político. Tierras antes despobladas, apenas salpicadas aquí y allá por escuálidos núcleos rurales, empiezan a llenarse de campos cultivados, fortificaciones, comunidades religiosas, caminos… La iniciativa es fundamentalmente señorial —nobiliaria y eclesiástica—, pero los pioneros gozan de privilegios notables, especialmente en materia de libertad personal (respecto a los señores) y de autonomía de la propiedad. Esta franja norteña entre el Miño y el Duero empieza ya a recibir el nombre de Portucale. De aquí saldrá, andando el tiempo, la nación de Portugal.

Vimara Pérez muere en 873. Otros nombres tomarán el relevo en el liderazgo de la repoblación: Hermenegildo Gutiérrez, el yerno de Gatón, y Alfonso Betote, que dirige la colonización del Miño inferior. Ante los hombres del oeste aparece ahora un horizonte nuevo, más al sur, en el límite que marca el río Mondego. Pero aún habrá que esperar un poco para esto. Mientras tanto, Alfonso III seguía desplegando sus energías. Y el emir de Córdoba iba a conocer muy pronto hasta dónde llegaba la audacia del joven rey de Asturias.

Los zarpazos del joven león: realidades y leyendas

Alfonso III apenas tenía veinte años cuando protagonizó su primera ofensiva contra los moros: las cabalgadas sobre Deza y Atienza, plazas que conquistó. Pero no sólo gestas guerreras hubo en los primeros pasos de este rey, que sobradamente iba a merecer el apelativo de
Magno
con el que pasaría a la historia: además de las batallas, hubo mucha política. Vamos a verlo. Y de paso, desharemos algunas de las leyendas que siguen rodeando a Alfonso III.

Empecemos por una de esas leyendas. Dice así: acosado en el trono por sus hermanos, Alfonso los derrotó y mandó cegar. Uno de ellos, Bermudo, se refugió en Astorga, donde con ayuda de los musulmanes resistió durante siete años. Esta leyenda surgió en los años posteriores al reinado de nuestro protagonista y nadie sabe exactamente cómo ni por qué. El contexto de la historia es el de aquellos tempranos ataques moros sobre León y Astorga que ya hemos referido. Probablemente no fueron más que expediciones tentativas de los sarracenos, aprovechando el cambio de rey en Oviedo, para calibrar la solidez de la situación. Pero la leyenda convirtió el episodio en un relato terrible.

Tras las rebeliones de Fruela Bermúdez en Lugo y de Eilo en tierras vasconas —dice la leyenda—, los hermanos de Alfonso le disputaron el trono. Alfonso hubo de pelear con ellos. Los derrotó. Conforme a los usos más bárbaros de la época, los mandó cegar. Pero uno de los hermanos, Bermudo, el infante ciego, logró apoderarse de la ciudad de Astorga y se hizo fuerte en ella. Cuando Alfonso envió a sus huestes contra el hermano rebelde, el infante ciego llamó en su socorro a los moros. Siete años mantuvo la posesión de la ciudad hasta que, derrotado, huyó a Córdoba con los sarracenos.

Esta es la leyenda. Y ahora, la verdad. Empecemos por el principio: en realidad, nadie está seguro de que Alfonso tuviera hermanos, ni, de tenerlos, qué relaciones mantenía con ellos. El redactor que terminó la crónica alfonsí dice que Alfonso era hijo único de Ordoño, o sea, que no tenía hermanos. Por otro lado, aquí hemos visto que Alfonso tuvo un hermano llamado Odoario al que encomendó la repoblación de Chaves. Quizás «hermano» no quisiera decir, en aquel documento, hijo de los mismos padres. En todo caso, no parece que se llevara muy mal con él cuando le encargó una misión tan notable como aquélla.

Pero hay más. ¿Es verosímil que un ciego desterrado y condenado, en el siglo IX, pudiera conquistar una ciudad como Astorga, poblada por gentes fieles al rey? No lo es. ¿Es verosímil que esa ciudad estuviera en pie de guerra contra la corona durante nada menos que siete años sin que ninguna fuente directa permita corroborarlo? Tampoco lo es. ¿Es verosímil, en fin, que el emirato emprendiera aventura semejante —socorrer una plaza rebelde en el reino de Asturias— sin que las fuentes musulmanas lo señalaran? Por supuesto, tampoco es verosímil. Lo del infante ciego, en fin, no es más que leyenda.

En realidad, por los años en que supuestamente tuvo lugar aquella rebelión principesca que nunca existió, el rey Alfonso andaba detrás de otro asunto: se tenía que casar. En la corte asturiana, como en todas las cortes de todos los tiempos, el matrimonio tenía una dimensión política eminente; era una declaración de intenciones sobre el presente y sobre el futuro y debía guardar coherencia con las líneas generales del gobierno del reino. Y así Alfonso III escogió como esposa a una dama de la corte de Pamplona: Jimena Garcés (más exactamente, Sancha Jimena Amelina Garcés), hija del rey de Navarra García Iñiguez I, el mismo que había sido secuestrado por los vikingos y que había orientado su política hacia la alianza con Asturias.

La alianza de sangre entre Navarra y Asturias era ya irreversible. El propio Alfonso era hijo de una navarra, doña Munia. Ahora, con este matrimonio, la suerte de los dos reinos quedaba unida. Y para Asturias, que era el socio más poderoso de la coalición, el enlace representaba también una afirmación de liderazgo: la corona cristiana de España por excelencia era la de Oviedo. Jimena Garcés, que tenía veintiún años en el momento de su matrimonio (en 869), dará a Alfonso seis hijos, cinco varones y una mujer: García, Fruela, Ordoño, Gonzalo, Ramiro y Sancha. Tres de ellos llegarán a reinar.

Tiempo para el amor y tiempo para la guerra. Después de los ataques sarracenos contra León y Astorga —aquellos que inspiraron la falsa leyenda del infante ciego—, Alfonso había tomado la providencia de fortificar dos plazas al este de León: Cea y Sublancia. Ambos fuertes tenían por función alargar la línea defensiva hacia el sur, sobre el valle del Duero. Con aquellas fortificaciones, más la repoblación de Portugal hasta el Duero, el oeste y el centro del reino quedaban bien protegidos. Y con las espaldas guardadas, Alfonso pensó en golpear algún punto neurálgico del emirato. Como había hecho Alfonso II en Lisboa, y como había hecho Ordoño en Coria y Talamanca, el joven Alfonso III proyectó otra cabalgada audaz. Y fijó sus ojos en dos plazas del sureste: Deza y Atienza.

Deza está en el sureste de Soria, en el paso a la provincia de Zaragoza, donde la Fosa de Almazán se funde con la Sierra de Miñana. Atienza está en el norte de Guadalajara, en la serranía, cara al valle del Duero. Las dos plazas tenían un valor estratégico semejante: eran hitos en el camino natural que lleva desde el valle del Tajo —es decir, desde el emirato de Córdoba— hacia el valle del Ebro, es decir, hacia el territorio Banu-Qasi, musulmán, pero levantisco. Para el emirato, se trataba de dos puntos fuertes en la corona de puestos avanzados que protegía su frente norte. Y ahí es donde Alfonso quiso golpear.

No conocemos bien el desarrollo de los hechos, porque la crónica es escueta. Deza, al parecer, fue tomada a viva fuerza. En el curso de los combates, las huestes de Alfonso lograron incendiar el principal baluarte defensivo de la plaza y muchos sarracenos perecieron allí. En cuanto a Atienza, la ciudad capituló tras un breve asedio. Fueron, en todo caso, dos éxitos militares de Alfonso III con los que el joven rey envió un mensaje inequívoco al emirato: el león asturiano rugía y estaba dispuesto a pasar a la ofensiva.

Parece que Alfonso no se contentó con golpear sobre estas dos ciudades, sino que también dejó allí guarnición, como su padre había hecho, en su día, en la no lejana Talamanca. Con ese movimiento, el reino de Asturias situaba un núcleo armado muy al sur de sus propias fronteras, de manera que el camino quedaba cerrado por aquella parte a las eventuales incursiones musulmanas sobre tierras del Duero. Eso significaba que la repoblación, en Castilla, podría seguir avanzando.

Y en efecto, la colonización de nuevos espacios en el sur de Alava, Burgos y La Rioja no se detiene. Después de la desolación ocasionada en los años anteriores por las aceifas sarracenas, la vida volvía a ritmo constante sobre las castigadas tierras de Castilla. Consta, por ejemplo, que en el año 872 hay movimientos en la abadía de San Martín de Escalada, en el norte de Burgos, y se menciona expresamente al conde Rodrigo. ¿Qué está ocurriendo en esta región? Está ocurriendo que la repoblación es una fuerza que ya nadie puede parar. Los campesinos vuelven a sus tierras, los monasterios organizan nuevamente la vida, los nobles del rey dirigen la ocupación del territorio, nuevas presuras van colmando de población las tierras abiertas entre el alto Ebro y el Duero.

Y mientras tanto, ¿qué hacían los moros? ¿Por qué no reaccionaban? Los moros no reaccionaban porque el emir Muhammad se estaba encontrando con un auténtico avispero de problemas internos: revueltas de bereberes en el sur, revueltas de mozárabes en distintos puntos del reino, peleas entre árabes y muladíes (es decir, españoles convertidos al islam), sublevaciones… Entre esas sublevaciones, hubo una que iba a marcar la historia del reino de Asturias: la del muladí Ibn Marwan en Mérida. Hora es ya de ocuparse de ella.

Otra vez un rebelde en Mérida

Un rebelde de Mérida había marcado los últimos años de Alfonso II el Casto; otro rebelde de Mérida marcará los primeros años de Alfonso III el Magno. El primero causó grandes perjuicios; este segundo traerá grandes beneficios. Se llamaba —ya lo hemos dicho— Abderramán ibn Marwan y probablemente descendía de aquellos Galiki (o chiliqui, o yilliqui: galiegos) que señoreaban la vieja ciudad romana. Su rebeldía terminará poniendo nada menos que al primer ministro del emirato en manos del rey de Asturias. Y además, Ibn Marwan fundó Badajoz.

Parece que Abderramán ibn Marwan se sublevó por primera vez hacia el año 860. Fue una más de las innumerables insurrecciones que el emirato tuvo que sofocar en la orgullosa Mérida. ¿Por qué se sublevaban los emeritenses? Como Toledo, Mérida era una ciudad compuesta por una mayoría autóctona, hispana, de muladíes (conversos al islam) y mozárabes (cristianos), y una minoría árabe y berebere. Los emeritenses se consideraban dueños de su ciudad; aliados del emir de Córdoba, pero no siervos suyos. Cada vez que Córdoba endurecía la presión fiscal o privilegiaba a los habitantes de origen árabe, los problemas se multiplicaban. Esto venía ocurriendo regularmente desde el año 714 hasta el momento de nuestro relato: siglo y medio de conflictos.

La primera rebelión de Ibn Marwan acabó mal: fue vencido. Pero como era musulmán y, además, de familia notable, Córdoba no podía imponerle un castigo definitivo, so riesgo de aumentar el malestar en Mérida. Así, la pena para el rebelde fue servir en las huestes del emir en la misma Córdoba. Ibn Marwan dobló la espalda, como no podía ser de otro modo, y en Córdoba quedó como servidor del emir durante siete años. Pero allí el rebelde se topó con un problema muy enojoso: la animadversión del primer ministro del emir Muhammad, llamado Hasim, y cuyo nombre hay que retener porque va a ocupar un papel muy importante en nuestro relato. Este Hasim, que se había ganado una deplorable fama por su carácter despótico y chulesco, disputó un día con Ibn Marwan y, en la refriega, le golpeó la nuca en público diciendo: «Un perro vale más que tú». La ofensa era intolerable. Ibn Marwan reunió a sus amigos y planeó la venganza. Primero, la fuga; después, la insurrección.

Era el año 874. Ibn Marwan y los suyos se hicieron fuertes en el castillo de Hins al-Taly, cerca de Guadalupe; recibió innumerables adhesiones de gentes que se sumaban a su rebeldía, y desde allí se dedicó a atacar los alrededores viviendo del saqueo. Fue un año complicado, aquel 874. Una gran hambruna asolaba España, la pobreza creció hasta el extremo de que los consejeros del emir Muhammad propusieron no cobrar impuestos. La carestía ayudaba a Ibn Marwan, porque aumentaba el descontento hacia Córdoba, y perjudicaba al emir, porque le impedía reclutar el ejército necesario para aplastar al rebelde. Ibn Marwan aprovechó la coyuntura y se apoderó del castillo de Alange, no lejos de Mérida, para resistir desde allí a las huestes de Córdoba. Era ya mayo de 875 y el emir Muhammad se encontraba con un serio problema.

Muhammad llegó hasta Alange y ordenó asediar el castillo. Las crónicas refieren escenas de intenso sufrimiento: sin agua ni víveres, los sitiados estuvieron a punto de perecer. Cien días duró el asedio. Ibn Marwan y los suyos consiguieron salir de allí previa negociación. Seguramente influyó en su fuga el hecho de que las tropas del emir tuvieron que hacer frente a un imprevisto: pocos kilómetros al sureste, en la fortaleza de Monsalud, se acababa de rebelar otro renegado, Sadún al-Surunbaqui.

¿De dónde ha salido este nuevo personaje, Sadún? El Surunbaqui era, como Ibn Marwan, un muladí, es decir, un español converso al islam, y había nacido, al parecer, en las sierras de Badajoz. Guerrero de fortuna, estaba en Oporto cuando los hombres de Alfonso III tomaron la ciudad del Duero y en ella se instaló, al servicio del rey cristiano. La circunstancia nos dice mucho acerca de la muy superficial islamización de los muiadíes. El hecho es que allí estaba Sadún, al servicio de Alfonso III, cuando le llega una petición de socorro: su amigo Ibn Marwan está en apuros. Sadún pide permiso al rey de Asturias para acudir a la llamada. El rey cristiano se lo da sin dudar: es una oportunidad de oro para incordiar al emirato. En el verano de 875, Sadún se apodera de Monsalud. Si el emir Muhammad tenía un problema, ahora tiene dos.

Ibn Marwan, fugado de Alange, se hace fuerte en un pequeño núcleo rural elevado sobre un viejo asentamiento romano: es la ciudad de Badajoz, que el rebelde fortifica, y por eso se le considera refundador de la capital pacense. En cuanto a Sadún, se dedicó a atacar todos los territorios del área de Monsalud. De Ibn Marwan, que ya debía estar en edad madura, dicen que era un guerrero intrépido y temible. De su aliado Sadún, cuentan que era tan astuto como valiente, y que conocía los caminos de aquella región como la palma de su mano. El emir Muhammad decidió emplear los grandes remedios para acabar con aquel enojoso problema; alineó un gran ejército y lo envió contra los rebeldes. Al frente de las huestes de Córdoba iba… Hasim ibn Abd al-Aziz, primer ministro del emir; el mismo Hasim que había insultado y deshonrado a Ibn Marwan.

Hasim esperaba sin duda ajustar las cuentas a los rebeldes. Las cosas, sin embargo, estaban dispuestas de otra manera. Tras algunos éxitos iniciales, Hasim llegó a Cárquere, cerca de Monsalud. Allí Sadún planeó una trampa mortal: hizo correr el rumor de que le quedaban muy pocos hombres y se aseguró de que la especie llegara a Hasim, para provocar su ataque. Cuando Hasim atacó, lo hizo con unos pocos jinetes, pensando que Sadún estaba acabado. Fue entonces cuando los rebeldes cayeron en tromba sobre el imprudente primer ministro del emir. Hasim fue vencido, herido y capturado. El que había ofendido a Ibn Marwan —«un perro vale más que tú», le había dicho— quedaba ahora en manos del rebelde de Mérida. Era el 8 de julio de 876.

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