La gran aventura del Reino de Asturias (49 page)

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Authors: José Javier Esparza

Tags: #Historia

No tuvieron identidad política, en efecto, porque nunca constituyeron un área organizada sino hasta muy entrado el siglo XI. Resumiendo mucho el problema, digamos que la mayor parte del actual País Vasco carecía de una estructura política, religiosa, jurídica o económica que organizara el territorio. Estamos hablando de una población dispersa en comarcas de comunicación difícil con un sistema económico muy primitivo y, por tanto, sujetas a la influencia de sus vecinos con mejor organización. El área guipuzcoana siempre estuvo más influida por el reino de Navarra; el área vizcaína, siempre experimentó más la influencia cántabra y castellana; Alava, por su parte, se configuró como camino natural de los colonos vizcaínos hacia el sur.

Lo que sí tuvieron los tres territorios, a medida que el espacio se organizaba, fue el reconocimiento de libertades locales semejantes a las que por entonces disfrutaban otras áreas y que, por otro lado, se mantendrían más o menos constantes bajo los sucesivos cambios de poder que las tierras vascas iban conociendo, ora la influencia castellana, ora la navarra. Con el paso del tiempo, esas libertades locales, combinadas con el hecho de no haber estado nunca bajo la dominación mora, darán lugar a un sentimiento de «limpieza de sangre» que generará mucha literatura sobre el principio de hidalguía universal de los vascos. Pero eso es otra historia.

No hubo, en fin, una batalla de Padura o de Arrigorriaga; no como nos la ha transmitido la tradición vasca. De hecho, sólo el nacionalismo vasco menos sensato ha seguido manteniendo la historicidad de aquel suceso. Es una leyenda que parece más bien destinada a explicar, con un toque épico, la pertenencia de Vizcaya al condado de Castilla y la pervivencia de libertades locales muy notorias. Una más, en fin, de las leyendas que rodean al reinado de Alfonso III el Magno y que, con ojos de hoy, conviene mirar como lo que son: relatos de fundación en unos tiempos en los que todo estaba empezando. Eso es lo que los hace hermosos.

Conspiración contra el rey

Se llamaba Addamino y era siervo del rey. Poco más sabemos de él, salvo que pagó con la vida su atrevimiento: quiso matar al rey de Asturias, su señor. ¿Una más de las conspiraciones que Alfonso III tuvo que afrontar? Sí, sin duda. Pero esta vez había algo más hondo, algo que terminaría derrocando a Alfonso de su trono, porque el alma de la conspiración fue nada menos que el infante Don García, el primogénito del rey, el heredero. Y aquel episodio, que cerró con una página deplorable un reinado sobresaliente, iba a marcar el principio del fin del reino de Asturias.

Ocurrió, según parece, cuando Alfonso retornaba victorioso de su última expedición hacia el valle del Tajo, probablemente en 909, quizás ya en 910. Volvía el rey a tierra cristiana y, al paso por Carrión, alguien le puso sobre aviso: había una confabulación para matarle. Todos los indicios apuntaban a Addamino,
servus regis
, es decir, servidor del rey. No sabemos qué cualidades adornaban a Addamino ni el puesto que desempenaba, pero el término
servus regis
se aplica a quienes prestaban servicio en la corte, es decir, en el entorno personal del rey, y no eran precisamente ciudadanos de segunda. Un notable, pues, de la corte de Oviedo.

Notable, sí, pero, no un magnate; en todo caso, de rango menor. Si Addamino hubiera desempeñado un cargo de importancia, la crónica no lo silenciaría. Ahora bien, si se trataba de un cortesano de rango menor, ¿cómo alguien así podía haberse metido en una aventura tan ambiciosa como matar al rey, nada menos? Evidentemente, las responsabilidades no se agotaban en Addamino: alguien más tenía que estar implicado, alguien de mayor relieve en la corte. Durante varios años, Alfonso había sido objeto de las conspiraciones de los nobles gallegos. ¿Estábamos ahora ante una nueva edición de las viejas conjuras? ¿Quizás esta vez los conjurados habían tratado de actuar en la propia cámara del rey y Addamino era la mano encargada de asestar el golpe?

Podemos imaginar que el rey mandó interrogar a Addamino. Podemos imaginar también que el interrogatorio sería cualquier cosa menos amable. Lo que nadie podía imaginar es lo que Addamino reveló: el cerebro de la operación no eran los magnates gallegos, ni algún otro noble que guardara cuentas pendientes con el rey, ni tampoco cualquiera de los viejos aliados que Alfonso había dejado en el camino, ni, en fin, ninguno de los enemigos derrotados por el Magno; el cerebro de la operación era nada menos que el infante Don García, el heredero, el hijo primogénito del rey.

No es difícil imaginar la tempestad de emociones que debió de apoderarse del alma de Alfonso. El rey corrió a Zamora. Mandó prender a su hijo. Implacable, lo hizo cubrir de cadenas y lo envió al castillo de Gozón, cerca de Oviedo. ¿Por qué había dado García semejante paso? ¿Quizás estaba impaciente por heredar la corona, que Alfonso ceñía desde hacía más de cuarenta años? ¿Estaba él solo en la maquinación, o sus planes incluían a otros notables del reino, incluso a sus propios hermanos? Son preguntas a las que nunca podremos responder. La suerte de los conspiradores fue severa: Addamino fue muerto —dice la crónica que «por sus hijos», pero no sabemos si se trata de los hijos del rey o de los del propio Addamino—, y García permaneció cautivo en Gozón.

¿Asunto resuelto? No. Algo más debió de haber, algo que la crónica nos oculta. El hecho es que, cautivo García, el conde de Castilla, Munio Núñez, se subleva y marcha sobre Gozón para liberar al infante. Recordemos que García estaba casado con una hija de Munio, llamada Muniadona. El suegro acude en socorro del yerno. ¿Asuntos de familia, una vez más? Sí; pero, en esta ocasión, probablemente, mucho más que eso.

Ante el levantamiento de Munio Núñez, Alfonso libera a García. El panorama cambia de golpe. Con el heredero fuera de prisión, todos sus hermanos se unen a él. Hay un verdadero riesgo de guerra civil en el reino. Y entonces Alfonso, superado por los acontecimientos, decide resignar la corona. Conserva el título real, pero se quita de en medio: se recluye en Boides, cerca de donde hoy está Puelles, en Asturias, y después marcha a Zamora, con su esposa doña Jimena Garcés, y allí se instala. Sus hijos reinarán por él. García asume personalmente el territorio de León. Ordoño, el de Galicia. Fruela marcha al solar asturiano original. El consuegro, Munio Núñez, mantiene, por supuesto, el condado de Castilla, aunque muy pronto pasará a desempeñar el de Amaya.

Es difícil saber cuándo, cómo y por qué ocurrió todo esto. Hay documentos de abril de 910 que todavía mencionan explícitamente a Alfonso como rey en León. Y hay asimismo huella de que en junio de ese mismo año, en Lugo, los condes de Galicia se sometían a Ordoño (ya Ordoño II) como «nuestro señor». De aquí puede deducirse que Alfonso no fue depuesto hasta después de abril, quizá mayo de 910. Esa es la fecha que marca el final de Alfonso III.

La leyenda embellecerá posteriormente estos últimos meses, sin duda amargos, de Alfonso III. Últimos meses, sí, porque Alfonso morirá enseguida, en diciembre de ese mismo año 910. ¿Qué dice la leyenda? Que Alfonso, incapaz de permanecer inactivo, acudió a ver a su hijo, esta vez como súbdito ante su rey («se humilló», dice la tradición), y le pidió permiso para reunir gentes de armas y realizar una última expedición a tierras moras. La tradición da por sentada esta última campaña. Sin embargo, hay razones para dudar de que un rey recién depuesto, con más de sesenta años sobre sus espaldas, emprendiera semejante iniciativa.

Dice también la leyenda que Alfonso, en sus últimos meses, peregrinó a Santiago. E igualmente sobre esto la realidad parece otra. Sabemos que el rey —pues seguía ostentando el título— quiso peregrinar a Santiago, sí, pero debió de verse impedido para hacerlo, porque delegó en otra persona. Esa persona era Genadio de Astorga, monje y obispo, natural del Bierzo, luego beatificado y al cual, por cierto, debemos las figuras de ajedrez más antiguas de Europa: las piezas de San Genadio. Y lo que Alfonso delegó en el santo varón fue una tarea importante: entregar a la sede jacobea quinientos dinares de oro; sin duda, los restos del fabuloso rescate que en su día pagó el ministro Hasim. Por cierto que García, el nuevo rey, cuando se enteró, quiso quedarse con el dinero.

Surge así una situación política difusa. No hay propiamente una ruptura de la herencia regia, porque el reino sigue siendo sólo uno. Pero en el mapa aparecen tres reyes que, sobre sus correspondientes territorios, ejercen como tales con plena soberanía: García I, rey de León; Ordoño II, rey de Galicia; Fruela II, rey de Asturias. Hay quien ha aventurado que Alfonso, siendo emperador tal y como se titulaba, habría confiado a sus hijos el gobierno —con título de reyes— de los distintos territorios de la corona, al estilo carolingio. Es una hipótesis lógica, pero nada permite defenderla. Más bien parece que desde antes de la muerte del viejo rey los hijos se habían repartido la herencia. Quizá fue una imposición de los otros hermanos ante García, para avalar su rebelión; quizá fue la oferta que García hizo a sus hermanos para que le apoyaran. Eso no lo podemos saber. En todo caso, eso es lo que pasó.

Alfonso morirá en Zamora el 10 de diciembre de 910. Con él muere el viejo reino de Asturias. Desde los días de Covadonga, el reino cristiano del norte se había denominado «reino de los astures» y, después, «reino de Oviedo». A partir de ahora, los diplomas consignarán «reino de León». La unidad política del reino no se rompe, pero el protagonismo abandona el viejo solar cantábrico y se desplaza hacia el sur. León, la renacida ciudad romana, es mucho más apta para afrontar los nuevos destinos. Abierta al valle del Duero, nudo de vías que llevan en todas direcciones, desprovista del valladar que forman las montañas cantábricas pero, por eso mismo, más práctica y ejecutiva como centro del poder, León se convierte en capital del reino cristiano del norte. Ha nacido el reino de León.

Quizás Alfonso, antes de morir, echó la vista atrás; no sobre su propia vida, sino sobre la vida del reino. No en vano amaba las crónicas históricas. La estrella de Alfonso III el Magno se apagó en 910; la invasión mora de España había sucedido en 711. Dos siglos de historia. Dos siglos en cuyo transcurso Asturias se había convertido en otra cosa. Del pequeño solar de ásperos riscos en torno a Cangas, aquel refugio de «asnos salvajes» que los invasores despreciaron, la corona había crecido hasta abarcar una extensión que a Pelayo y Alfonso I les hubiera parecido inconcebible. Dos siglos de guerra casi perpetua frente a un enemigo muy superior, que destrozaba una y otra vez los avances conseguidos en la carrera de la supervivencia. Dos siglos, sin embargo, en los que las gentes de la cornisa cantábrica fueron descendiendo hacia el sur, ganando tierra, haciendo posible eso que se llamó la Reconquista.

Tal vez Alfonso, en su invierno, destronado y enfermo en Zamora, temió que la gran obra de su vida y de sus predecesores se echara a perder, dividida por la ambición de sus hijos. Pudo pasar. Pero fue otra cosa lo que ocurrió.

Los pies de los colonos pisan las aguas del Duero

En el año de Nuestro Señor de 912 ocurrió algo muy importante: la frontera del reino de Asturias, que ya era reino de León, bajó hasta el Duero. Los pies de los colonos pisaron las aguas de ese río en sus riberas castellanas. Con aquel movimiento se completaba el proyecto de expansión de Alfonso III. Pero no fue el rey Magno, ya difunto, sino su hijo García quien pondría su nombre al acontecimiento. Vamos a ver cómo ocurrió.

Era una asignatura pendiente del reino de Asturias. El descenso hacia el sur se había producido de manera muy descompensada. Si en el oeste, en Portugal, había incluso cruzado el río Duero, en el este, en Castilla, el control cristiano del territorio permanecía en el Ebro. Había que ocupar la región que se abre entre el Ebro burgalés y riojano y el alto Duero, las tierras llanas que, fronterizas con La Rioja y Aragón, abren pasillos entre las sierras de Alava, la Demanda y el Sistema Central. Y eso fue lo que se hizo.

¿La llegada a la línea del Duero fue obra de García o era, más bien, inercia de la obra de gobierno de Alfonso? La impresión que da, visto el asunto con ojos de hoy, es que el avance hacia el alto Duero se habría producido con cualquiera de esos dos reyes, con cualquier otro o incluso sin ninguno de ellos. Es como si el descenso hacia el sur fuera una potencia imparable, una fuerza telúrica, con la lentitud pero con la constancia de los fenómenos naturales. Los condes de Castilla arbitran la expansión hacia la línea del Duero como quien pone cauces a un torrente: se puede gobernar, pero no se puede parar. La política regia no podía ser otra que el descenso hacia el sur, y la voluntad de los condes no podía ser otra que intentar gobernar un proceso que los colonos ya estaban llevando a cabo de manera espontánea.

Pero como a las cosas hay que ponerles nombres y apellidos, citemos la filiación de los tres protagonistas de esta historia: Gonzalo Téllez, Munio Núñez, Gonzalo Fernández. Los tres, condes en Castilla. Recordemos que en esta época ya existe Castilla, pero no es todavía una unidad política. No hay un condado de Castilla con personalidad jurídica o administrativa fija e inmutable, sino que varios condes ejercen el gobierno en territorios asignados por la corona de León. Ahora bien, todos esos condes trabajan en la tarea de la repoblación hacia el sur, y los tres harán cosas fundamentales. A veces habrá combates, como en Carazo y probablemente en Osma; en otras ocasiones, la ocupación será pacífica. Tratemos de reconstruir su camino.

Empecemos por el más enigmático de nuestros personajes, Gonzalo Téllez. Enigmático porque lo que sabemos de él, que es muy poco, no guarda proporción con su importancia, que fue mucha. Los documentos de la época nos lo muestran como conde de Castilla entre 901 y 904 y, además, como conde de Lantarón y Cerezo desde 897 hasta 913. ¿Qué territorio es ese de Lantarón y Cerezo? Es la frontera nororiental del reino de León. Lantarón, según parece —porque no hay constancia completa—, era el área del suroeste de Alava, desde el valle del Nervión. Y Cerezo (Cerezo del Río Tirón) está justo al lado, en el este de Burgos. A Gonzalo, pues, le correspondía una zona dificilísima: la frontera con La Rioja, el pasillo entre los montes de Alava y la sierra de la Demanda, comarca de permanente fricción con los musulmanes Banu-Qasi.

Este Gonzalo Téllez debió de participar en las campañas de Alfonso III contra los Banu-Qasi; debió de estar en Grañón y en Ibrillos, seguramente también en Tarazona. Pero pasó a la historia, sobre todo, por la reconquista de Osma, en Soria. Hablamos de la vieja ciudad de Uxama, arévaca primero, romana después, más tarde visigoda, que los moros ocuparon después de 711. Aunque estaba muy al norte del emirato, consta que los musulmanes permanecieron allí mucho tiempo: una atalaya árabe lo confirma. En la cabecera del alto Duero, entre la sierra de la Demanda y el Sistema Central, Osma era el punto fuerte de otro pasillo estratégico decisivo: el que lleva desde los llanos de Burgos hacia tierras aragonesas.

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