El paisaje después de la batalla era atroz. En el bando cristiano habían caído combatiendo García López, Zaldún y Sancho, entre otros muchos. Eso lo sabemos por las fuentes moras. Pero éstas sólo cuentan las bajas del enemigo, nunca las propias. Y si Abd al-Karim optó por volver a casa fue, sin duda, porque también sus bajas habían sido cuantiosísimas y no podía arriesgarse a permanecer allí. Así que, aun a costa de enormes sacrificios, los cristianos habían conseguido detener la gran ofensiva.
Y después de la batalla de río Orón, ¿todo quedó como estaba antes? Aparentemente, sí. Y sin embargo, a partir de esa fecha muchas cosas iban a cambiar. Cambiarían, ante todo, para Navarra y el Imperio carolingio. Ludovico Pío, ya emperador en el trono tras la muerte de su padre, perdió interés por la lucha en el sur: su vasto imperio requería otros esfuerzos. Eso fue letal para los Velasco, que no tardarían en ser desplazados por los íñigo, sus acérrimos enemigos. Y también cambiarían mucho las cosas para Alhakán, el emir de Córdoba, que había fallado nuevamente en su intento de cimentar su autoridad sobre una gran victoria. Inmediatamente se recrudecerían los trastornos internos en Al Andalus, y de ellos nacerá la inconcebible aventura de unos exiliados españoles que, expulsados de Córdoba, se apoderarán de Alejandría y Creta, nada menos. Lo veremos enseguida.
Quien mejor parado salió, después de todo, fue Alfonso. Ante el rey de Asturias se abría ahora un periodo de relativa paz: el emirato tardaría varios años en volver a atacar las fronteras del reino cristiano del norte. Alfonso vería incluso la muerte de Alhakán.
Imagínese usted a varios miles de españoles del común, familias enteras, que de repente se ven expulsados de su tierra. Errantes sin rumbo, recalan en Alejandría y se hacen con la ciudad hasta que son expulsados también de allí. Entonces deciden cruzar el mar y apoderarse de la isla de Creta, que dominarían durante más de un siglo. Esta fue la increíble aventura de los cordobeses del Arrabal, expulsados de sus hogares por el emir Alhakán. Para quedarse con la boca abierta.
Aquí hemos contado ya las numerosas revueltas a las que tuvo que hacer frente el emir Alhakán, lo mismo en Zaragoza que en Toledo, Mérida o la propia Córdoba, la capital. Las de Córdoba inquietaron especialmente al emir, como es natural, y las reprimió con espantosa dureza. Hay cierta polémica sobre cuándo fueron esas revueltas. Consta que las más peligrosas tuvieron lugar en 806 y 818, aunque lo más probable es que la capital viviera un estado de efervescencia permanente. Y sobre todo, precisamente, en el barrio del Arrabal.
¿Por qué se le sublevaba la gente a Alhakán? Por sus pecados: el emir era un tipo despótico, violento y orgulloso, acostumbrado a ejecutar una justicia perfectamente arbitraria. Obsesionado por su propia seguridad, convencido de que todo el mundo quería matarle —y hay que conceder que no andaba descaminado—, Alhakán rodeó Córdoba de un recinto fortificado y se hizo custodiar por varios miles de soldados. Entre la gente del pueblo corrió la voz de que, además, el emir no era suficientemente piadoso. Eso hizo que la oposición al soberano cordobés creciera sin tregua, y tanto entre los notables de la ciudad como entre los estratos populares. La revuelta del año 806 fue la primera señal. Pese a la crueldad con que la reprimió —ya la hemos contado aquí—, la brasa de la rebeldía siguió viva.
¿Y por qué la gente se sublevaba precisamente en el Arrabal? Por la peculiar configuración urbanística de aquella Córdoba del emirato. A lo largo del medio siglo anterior habían ido llegando a Córdoba incesantes oleadas de nuevos vecinos, especialmente árabes y bereberes. Para que nos hagamos una idea de la gente que había allí, señalemos que la mezquita fue ampliada para dar cabida a más de 17.000 personas, que para la época es una cifra extraordinaria. Al principio, Córdoba se desplegaba sobre una de las orillas del Guadalquivir. Cuando el emir Hisam reconstruyó el puente que cruza el río, la ciudad se extendió rápidamente al otro lado. Allí se configuró un arrabal superpoblado, donde convivían numerosos grupos muy pobres, al parecer sobre todo hispanomusulmanes, junto a una parte importante de la aristocracia palaciega. Los pobres veían en los aristócratas una tabla de salvación, alguien a quien exponer sus quejas. En cuanto a los aristócratas descontentos, veían en las clases populares una fuerza sobe la que apoyarse para cambiar las cosas.
La combinación era explosiva. Tan explosiva que la revuelta de 806 se reprodujo en 818. Dicen las fuentes musulmanas que lo que prendió la mecha fue el asesinato de un niño. El protagonista del crimen fue un mameluco del emir. Los mamelucos eran un pueblo originario de Egipto y dedicado a la guerra; los emires habían contratado a varios miles de ellos para sostener su poder. Pues bien, uno de estos mamelucos llevó su espada a un bruñidor para que la limpiara. El bruñidor era un niño. El niño devolvió la pieza más tarde de lo convenido. El mameluco, irritado, tomó la espada y golpeó al niño con ella hasta matarlo. La conmoción fue inmediata. Una muchedumbre llenó las calles del Arrabal. Las gentes se armaron y tomaron camino hacia el Alcázar, el palacio del emir Alhakán.
Alhakán apareció en ese momento. Volvía de una jornada de caza y se encontró con aquella multitud que, amenazante, exigía su destitución. Expeditivo, el emir, que ya estaba harto del Arrabal y sus gentes, ordenó a su guardia que marchara hacia ese barrio y lo incendiara. Dicho y hecho: todo el Arrabal comenzó a arder. La muchedumbre, al ver sus casas devoradas por el fuego, corrió hacia el Arrabal. Allí estaban aguardando los hombres del emir, que apresaron a los rebeldes y mataron a muchos de ellos. Dicen las crónicas que cientos de prisioneros fueron crucificados cabeza abajo por orden del emir. El resto sufrió condena de inmediato destierro. El suelo del Arrabal fue arrasado.
Es entonces cuando empieza la alucinante aventura de los exiliados. Miles de familias abandonan Córdoba. Un pequeño grupo se dirige a Toledo. La mayoría opta por caminar hacia el sur, rumbo al mar, para alejarse del cruel Alhakán. Sabemos que un buen número llegó a Fez, en Marruecos, ciudad de mayoría berebere. Allí, el príncipe Idris II recibió a los cordobeses con los brazos abiertos, porque su llegada le iba a permitir disminuir la enojosa hegemonía de los bereberes. Otro grupo de exiliados cordobeses recaló aún más lejos: en Alejandría, Egipto. ¿Cuántos eran? Algunas fuentes hablan de quince mil cordobeses. No lo sabemos a ciencia cierta. Pero debieron de ser muchos, porque dice la crónica de Al-Nuwari que «llegaron a ser tantos en su nueva ciudad, que lograron hacerse dueños de ella y la erigieron independiente».
Los cordobeses de Alejandría no sólo debían de ser muchos, sino que, además, debían de tener una cualificación notable desde el punto de vista cultural y profesional, porque, de otro modo, no se entiende que pudieran convertirse en el grupo dominante de una ciudad como Alejandría, que no era en absoluto irrelevante. No obstante, poco duraron aquellos días de gloria para nuestros cordobeses. Hacia el año 827 el califa Al-Mamún ben al Paxid envía al gobernador de la región, Abd Allah ben Tahir, la orden de expulsar de allí a aquellos molestos advenedizos. Abd Allah acude a Alejandría, convoca a los cordobeses y les plantea un ultimátum: si aceptan irse, él les dará una suma de dinero y se encargará de transportarles hasta Creta; si no aceptan, la única solución será el combate. Los cordobeses aceptan. Y vuelta a empezar.
Cuesta imaginarse el éxodo de quince mil personas a través del Mediterráneo, rumbo a Creta. ¿Por qué precisamente Creta? Porque el califa quería esa isla, siempre codiciada por su excelente situación, cruce de los caminos del mar. Creta era de Bizancio, pero los bizantinos no tenían una flota capaz de garantizar la posesión de la isla. En cuanto a los cordobeses, no tenían muchas más opciones: o desembarcar y apoderarse de la isla, o perecer. Escogieron lo primero, como es natural. Bajo el mando de un caudillo llamado Abu Hafs Umar al-Balluti (al parecer de estirpe goda, según indica ese
Hafs
), recorrieron la isla, la tomaron bajo su control y se establecieron allí. Comenzaba un dominio que iba a prolongarse durante siglo y medio.
¿Quién era este Abu Hafs Umar al-Balluti, el líder de los rebeldes? Sabemos de él bien poca cosa. Dicen que su auténtico nombre era Umar Ben Shuayb al-Bitrawshi y que era natural de Pedroche, al norte de Córdoba. Umar, en todo caso, sabía bien lo que tenía que hacer: organizó los asentamientos, repartió las tierras, encomendó los cultivos, mandó armar cuarenta barcos y se proclamó emir. Así se constituyó un singular mundo hispano-cretense-musulmán que vivía tanto de la agricultura en el propio suelo como de la piratería en las islas vecinas. La familia Shuayb gobernaría la isla hasta el final.
Ese final se produjo en febrero de 961, es decir, ciento treinta y cuatro años después de que los cordobeses pusieran el pie en la isla. Durante todo ese tiempo, los bizantinos habían tratado numerosas veces de recuperar el control sobre Creta, a veces por vía militar, a veces por vía diplomática, pero siempre infructuosamente. Hasta que en febrero de 961 el general bizantino Nicéforo Focas ideó una treta. Ocurría que Bizancio atravesaba por momentos de gran carestía y se había hecho difícil mantener a los caballos; en Creta, por el contrario, había pastos suficientes. Así que los bizantinos pidieron a los hispano-cretenses permiso para desembarcar algunos caballos en la isla. Así lo cuenta la crónica de Al-Nuwari:
Fueron enviadas a la isla quinientas yeguas con sus pastores necesarios. Luego que estuvieron las yeguas en la isla, el emperador Romano II hizo que partieran con el mayor sigilo y ocultamente las tropas, capitaneadas por Nicéforo el Doméstico y por otro de sus capitanes más bravos (…). La flota griega arribó a la parte de la isla en que estaban las yeguas; cada jinete con su silla y su rienda saltó sobre la yegua respectiva, y sorprendieron en completo descuido a los habitantes de la isla, que fue conquistada rápidamente. Los invasores mataron al señor de la isla. Dejaron con vida a los pacíficos habitantes (…). Redujeron a cautiverio a las mujeres y niños de los milicianos y guarnecieron fuertemente las isla con tropas y pertrechos de guerra.
El último emir español de Creta se llamaba Abd el Aziz Ben Shuayb. Dicen que realmente no murió en el ataque, sino que fue apresado y llevado con su familia a Constantinopla. Allí murió Abd el Aziz, sí, pero uno de sus hijos, Al-Numan, se convirtió al cristianismo con el nombre bizantino de Anemas y sirvió en la guardia del emperador. Este Anemas, el último de los Ben Shuayb, murió combatiendo en Rutenia, en la frontera norte del Imperio bizantino, hacia el 972. En Creta, mientras tanto, proseguía la vida de miles de familias que un lejano día, quizá ya olvidado, habían abandonado Córdoba desterradas por el emir Alhakán. Una aventura extraordinaria.
Alhakán no fue un hombre feliz. Nunca. Sus últimos años aumentaron su amargura. Incapaz de acabar con el reino de Asturias, envuelto en sublevaciones internas de enorme violencia, la gota que colmó el vaso fue la revuelta del Arrabal de Córdoba. Murió el 25 de mayo del año 822. Le sucedió su hijo Abderramán, que gobernó como Abderramán II. El relevo iba a traer consecuencias importantes para los rebeldes cristianos del norte. El nuevo emir, sin embargo, tampoco lograría acabar con la independencia cristiana ni con el proceso de la Reconquista.
Podemos imaginarnos los últimos días de Alhakán: solo, receloso, odiado por todo el mundo, literalmente encerrado en un alcázar fortificado hasta la última esquina, obsesionado con la idea de que asturianos y carolingios fueran a formar frente común, no menos obsesionado con las mil y una conspiraciones que surgían en las tierras de Al Andalus. La revuelta de Córdoba, ahogada en sangre, debió de crearle una zozobra poco común. Alguien tan próximo a él como el veterano general Abd al-Karimse se permitió aconsejarle que moderara la represión. Alhakán la moderó, pero el general cayó en desgracia. Ahora bien, para el emir todo había concluido ya. Tenía sólo cincuenta años, pero hablaba de sí mismo como si no hubiera ya futuro. Así escribía el emir después de la rebelión del Arrabal:
Uní las divisiones del país con mi espada, como quien une con la aguja los bordados, y congregué las diversas tribus desde mi juventud. Pregunta si en mis fronteras hay algún lugar abierto al enemigo y correré a cerrarlo, desnudando la espada y cubierto con la coraza. No fui de los que huyeron cobardemente. No fui de los que se apartaron cobardemente de la muerte. Defendí mis derechos… Humillación y afrenta sufre quien no los defiende. Mira ahora el país que he dejado, libre de disensiones, llano como un lecho.
Era más un epitafio o un testamento que otra cosa. Alhakán dejaba el mundo de los vivos con sólo cincuenta y dos años, una edad temprana incluso para la época. Dejaba tras de sí mucho rencor y, además, diecinueve hijos varones y veintitrés hembras. Uno de ellos le sucedió: dos días después subía al trono Abderramán.
Abderramán era todo lo contrario que su padre. Alhakán había sido un hombre de poder, dado a las soluciones expeditivas y a la vida del guerrero y, psicológicamente hablando, un tipo torturado y torturante (y torturador). Abderramán, a la inversa, era un tipo amable que gustaba del lujo, y sus verdaderas aficiones en la vida eran la poesía y las señoras. Lo primero que hizo para garantizar una transición suave fue nombrar canciller. ¿A quién? A nuestro viejo amigo Abd el-Karim, el veteranísimo general que también lo fue de su padre y de su abuelo, y que debía de estar ya más cerca de los ochenta que de los setenta años.
Abderramán era muy consciente de que su padre le dejaba una herencia espinosa: demasiada gente enfadada, demasiado resentimiento, demasiado muerto que pedía venganza… Estaban enfadadas las clases populares, tanto los cristianos (los mozárabes) como los musulmanes, por los abusos de la aristocracia árabe, y Abderramán intentó aplacar los ánimos propagando una imagen de moderación. Estaban enfadados los alfaquíes —los doctores de la ley islámica, que denunciaban relajación de costumbres—, y Abderramán intentó atraérselos desmantelando el mercado de vinos de Córdoba, conforme al veto musulmán sobre el alcohol. Estaban enfadados los que pagaban impuestos, porque la política fiscal de Alhakán había sido intolerable, y a Abderramán, para calmar la irritación de los contribuyentes, no se le ocurrió mejor cosa que crucificar al responsable de la recaudación, un cristiano o judío —eso no se sabe a ciencia cierta— al que las fuentes dan el nombre de Rabí.