La gran aventura del Reino de Asturias (22 page)

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Authors: José Javier Esparza

Tags: #Historia

¿Y se acordaba alguien de Santiago en la España del siglo VIII? Hagamos un poco de memoria. Aquí hemos contado que el culto a Santiago había empezado a extenderse en la corte asturiana hacia finales de ese siglo, y aportábamos como prueba el himno que le compuso Beato de Liébana. Santiago era «cabeza refulgente y dorada de España, defensor poderoso y patrono nuestro». Es dudoso que Beato pudiera cantar al santo si no hubiera existido previamente un culto más o menos extendido. Por otro lado, que el Apóstol Santiago fuera adoptado como advocación nacional era algo que tenía muchas consecuencias. Para empezar, identificaba al reino cristiano del norte con el primer evangelizador de
toda
España. Era, pues, toda la vieja Hispania lo que Asturias reclamaba, y no sólo ese pequeño territorio de la cornisa cantábrica. Además, a través del Apóstol se trazaba una línea de continuidad histórica con Roma y con el reino visigodo. Asturias, pues, no reclamaba sólo una tierra, sino también un pasado.

Sabiendo todas estas cosas podemos entender mejor por qué fue tan importante la noticia del hallazgo de la tumba jacobea. El acontecimiento voló de Iria Flavia a Oviedo, de Oviedo a Aquisgrán, de Aquisgrán a Roma. El papa León III no tardará en avalar el descubrimiento. Queda establecida la versión canónica sobre la tumba de Compostela. Así lo contará años después, en 1077,1a
Concordia de Antealtares
:

No hay duda alguna y para algunos es claro, como el testimonio del Papa León, que el bienaventurado Apóstol Santiago, degollado en Jerusalén y llevado por sus discípulos a Jaffa, y después de algún tiempo, fue trasladado por el mar al extremo de Hispania, guiado por la mano de Dios, y fue sepultado en el extremo de Gallecia permaneciendo oculto mucho tiempo. Pero como la luz en las tinieblas, o una candela bajo el celemín no pueden permanecer mucho tiempo ocultas, con la ayuda de la divina providencia, en tiempo del serenísimo rey don Alfonso, llamado el Casto, un anacoreta de nombre Pelayo, que vivía cercano del sepulcro del Apóstol, tuvo en principio una revelación por medio de ángeles. Después se manifiesta como muchas lucecitas a los fieles que estaban en las iglesias de San Félix de Lovio; los que buscando consejo, visitaron al obispo de Iria, Teodomiro, y le contaron la visión. El cual, después de un ayuno de tres días, con gran cantidad de fieles, encontró el sepulcro del bienaventurado Apóstol, cubierto con piedras de mármol.

Y lleno de enorme alegría llamó enseguida al citado religiosísimo rey; el cual, como era guardador de la castidad y amador de la santidad, se apresuró a construir de momento una iglesia en honor del mismo Apóstol.

Y así fue. Teodomiro corrió a ver a Alfonso II el Casto, rey de Asturias y amigo de Carlomagno. Alfonso percibió inmediatamente la importancia del hallazgo y acudió en persona a comprobarlo. De hecho, él fue el primer peregrino. Y sobre el mismo campo donde se habían encontrado los restos, ordenó que se elevara una iglesia. Será el primer templo de Santiago: una iglesia de estilo asturiano, típica del siglo IX, pequeña y un tanto rústica, pero que enseguida alcanzará enorme importancia como centro de peregrinación. Después el obispo Teodomiro abandonó Iria Flavia, instaló en Compostela su sede episcopal y aquí residirá hasta su muerte, en 847; su tumba se ha hallado en las excavaciones de la catedral.

Varias veces hemos subrayado la buena relación entre Alfonso II y Carlomagno, y éste es un dato muy importante para entender el enorme eco del hallazgo jacobeo en toda Europa. Recordemos que Carlomagno era el faro de la cristiandad occidental, el heredero del Imperio de Occidente. En torno a él, la corte de Aquisgrán estaba alentando una auténtica reconstrucción del Imperio, también en el terreno religioso y cultural. Tanto impacto causó allí la noticia del hallazgo de Compostela, que en muchas representaciones francesas de la época —incluida la propia tumba del monarca, que iba a fallecer poco después de estos hechos— se atribuye a Carlomagno el descubrimiento. El hecho es que gracias a la corte carolingia toda Europa se enteró: en el extremo occidente, en el lugar que marcan las estrellas de la Vía Láctea —el Camino de Santiago—, había aparecido milagrosamente la tumba del Apóstol. Las peregrinaciones comenzaron casi inmediatamente.

Al mismo tiempo, la figura del Apóstol Santiago empieza a aparecer como refuerzo legendario de las tropas cristianas. En 844, Ramiro II de Asturias hace frente a los moros en Clavijo, La Roja. La aparición del Apóstol, a caballo, decidirá la batalla. Los historiadores científicos han llegado a la conclusión de que esa batalla no fue exactamente tal —también en su momento lo veremos—, pero a aquella fecha se remonta la invocación de Santiago como auxilio de los españoles en la batalla, invocación que perdura hasta hoy.

Así se convirtió Santiago en el epicentro de la cristiandad. En el año 899 otro rey asturiano, Alfonso III el Magno, consagrará al Apóstol una nueva catedral, en el mismo emplazamiento que la anterior, pero más grande y rica. Comenzaron a llegar peregrinos ilustres: el obispo de Puy Gotescalco, en 950, con imponente comitiva; el marqués de Gothia, Raimundo II, que morirá asesinado en el trayecto; ya en el siglo XI, el arzobispo de Lyon. Estas personalidades llegaban entre un incesante goteo de gentes de todos los lugares de Europa. El islam no ignoraba la gran importancia religiosa y cultural de Santiago, y así el sanguinario caudillo moro Almanzor, en el año 977, organizará una expedición para arrasar la capital jacobea. Almanzor destruyó la catedral y se llevó las campanas (las devolverá dos siglos después Fernando III el Santo), pero dejó la tumba, de modo que el culto al apóstol siguió adelante. Y un siglo después, en 1073, con el obispo Peláez, comienza la construcción del tercer templo, que es el que hoy conocemos: una auténtica joya monumental.

Y bien, ¿es realmente Santiago quien está enterrado en Compostela? Sabemos a ciencia cierta que se trata de restos humanos inhumados en una necrópolis romana, y que pertenecen a alguien que vivió en los primeros siglos de nuestra era, entre el I y el III. También sabemos a ciencia cierta que la tradición cristiana sostiene desde antes del siglo vil que Santiago está enterrado en Galicia. Y a partir de aquí, no podemos saber nada más. Es verdad que habría algo milagroso en que el cadáver de aquel apóstol, decapitado en Palestina en el año 44, pudiera ser trasladado a Galicia en aquellos tiempos. Pero aún más milagroso sería que un remoto rincón de España se convirtiera en centro espiritual de toda Europa. Y este milagro fue el que aconteció, reinando Alfonso II en Asturias, y en Europa Carlomagno.

Ludovico Pío, Navarra y la batalla del río Orón

Corre el año 812 cuando Carlomagno mueve ficha en España: envía a su hijo Ludovico Pío para tomar el control de Pamplona, muy probablemente con el conocimiento de Alfonso II de Asturias. Amanece así un bloque de poder que inquieta sobremanera al emirato de Córdoba. El emir responderá con una fuerte ofensiva en 816; su punto culminante será la batalla del río Orón, una de las más tremendas de este primer siglo de la Reconquista. Curiosamente, esta fecha iba a marcar de forma imprevisible los destinos de nuestros protagonistas.

Empecemos por el principio. ¿Para qué entra Ludovico Pío en Pamplona? Para terminar de cerrar la Marca Hispánica, aquel largo y denso territorio fronterizo que Carlomagno había ido construyendo sobre el Pirineo. Desde 801, cuando los carolingios llegaron a Barcelona, comprendía ya casi la totalidad del área pirenaica. Sólo faltaba, en el otro extremo, el rincón navarro. Navarra, recordemos, vivía una larga oposición entre dos familias rivales: los Iñigo, aliados de los Banu-Qasi, y los Velasco, aliados de los francos. El reino de Pamplona conocerá sucesivos cambios de poder. Como esa inestabilidad inquieta a Carlomagno, éste manda a su hijo Ludovico a tapar la brecha.

Ludovico Pío, es decir, Luis el Piadoso: tercer hijo de Carlomagno, nacido en el centro de Francia en 778, mientras su padre estaba en España; un hijo de Roncesvalles, por decirlo así. Carlomagno encomendó desde muy pronto a sus hijos el gobierno de las distintas partes de su gran imperio. A Ludovico le correspondió el sur. Tenía sólo tres años cuando fue coronado rey de Aquitania. Crecerá y será educado entre una nube de cortesanos y consejeros con la finalidad expresa de gobernar esa parte del reino, un amplio espacio que ocupaba la mitad sur de la actual Francia y, por tanto, la frontera española. Desde los dieciséis años, su vida girará en torno a los cuatro castillos que su padre le había edificado para controlar la región. Estará en las batallas por la plana de Vic hacia 795; tomará Barcelona a los moros en 801. Entre 810 y 811 mueren sus dos hermanos, Pipino y Carlos. Así, Ludovico va a convertirse en único heredero del vasto Imperio carolingio. Ese es el personaje que en 812 se presenta con sus tropas en el Pirineo navarro.

No debió de costarle mucho a Ludovico tomar el control de Navarra. El territorio, que todavía no conformaba un reino propio, seguía sujeto a las peleas entre Iñigos y Vélaseos. La clave estaba en la ciudad de Pamplona, auténtico pivote de la región desde tiempos de los romanos. No sabemos exactamente quién controlaba qué en aquel momento. Los Iñigos se habían hecho con el poder poco antes, los Velasco los habían derribado inmediatamente después. Ludovico Pío llega para asentar el poder de los Velasco, que son, por así decirlo, sus agentes en la región. Hay quien aventura una supuesta tregua entre Carlomagno y el emir de Córdoba, Alhakán, que habría permitido la entrada de los francos en Navarra. Es improbable. El hecho es que Ludovico entra, refuerza a Velasco como rey de Pamplona y, cumplida la misión, se retira. Para evitar complicaciones en Roncesvalles y Valcarlos, lleva en su retirada gran cantidad de rehenes: así nadie le atacará. Hombre prudente, Ludovico Pío.

El movimiento de Ludovico Pío dejaba un mapa político inquietante para el emir de Córdoba. Desde el Atlántico hasta el Mediterráneo, a lomos del Pirineo, una franja fronteriza bajo dominio cristiano; en Navarra, un ancho punto de contacto entre el reino de Asturias y el Imperio carolingio. A partir de ese paisaje, a Alhakán podían lloverle tortas por todos lados. Dejar que aquello se consolidara era arriesgarse a que, un día, asturianos y francos reunieran sus fuerzas sobre el campo de batalla en un único e invencible ejército cristiano. El emir no tardará en acosar a la Pamplona carolingia. Pero, de momento, estaba con las manos atadas: las sublevaciones dentro del propio emirato absorbían toda su atención.

Y mientras tanto, ¿qué pasaba en Asturias? Asturias —esa gran Asturias que iba desde Galicia hasta Vizcaya— vive en ese momento años de esplendor. La amenaza musulmana sigue vigente, pero ha sido controlada. El reino goza de un periodo poco frecuente de paz. Alfonso no sólo ha consolidado su poder, sino que además ha afianzado su posición internacional ante Carlomagno y ante el Papa. También ha comenzado la repoblación al sur de la Cordillera Cantábrica. El rey puede consagrarse a la tarea de edificar una capital a la medida de su proyecto, y así se va construyendo la Oviedo regia, el gran complejo palaciego y eclesial que crece en torno a la iglesia del Salvador. Hoy nos quedan pocos vestigios de aquella empresa, pero sabemos que por allí pasaron orfebres lombardos, constructores francos, artesanos italianos… Córdoba tenía razones para sentirse amenazada; aquello ya no era un pequeño reducto rebelde, sino que se estaba convirtiendo en una pequeña potencia europea.

Alhakán no pudo responder hasta 816. Pero, en cuanto pudo, no perdió un minuto. Organizó un ejército formidable. Puso al frente a su mejor y más veterano general, Abd al-Karim. Señaló un claro objetivo: una vez más, el punto de unión de asturianos y navarros, en el sureste de Álava. Las tropas musulmanas ascendieron hacia el norte. En algún momento de su camino, los moros se toparon con una cuantiosa fuerza cristiana: pamploneses, guerreros de Alfonso, incluso huestes vascoñas. Era la tarde del 25 de mayo de 816. Aquellas tierras iban a asistir una de las mayores batallas libradas hasta entonces.

¿Dónde fue exactamente la batalla? Las fuentes musulmanas llaman al lugar Wadi-Arun. Con toda probabilidad se trata del río Orón, que corre desde el desfiladero de Pancorbo hasta volcarse en el Ebro a la altura de Miranda. Parece probable que el propio Alfonso estuviera allí. El que estaba con toda seguridad era Velasco. Poco sabemos de este Velasco que comparece en la batalla al frente de sus pamploneses. Las fuentes moras le llaman Velasco al-Galiqui, Velasco
el Gallego
, o sea, Velasco
el Español
. Era el hombre en Navarra de Ludovico Pío, ya emperador. Conocemos también los nombres de algunos guerreros: García López, magnate asturiano casado con la hija de Bermudo I; Sancho, que las fuentes moras describen como el mejor caballero de Pamplona; Zaldún, el guerrero más destacado de los vascos…

Como el crepúsculo no era hora adecuada para combatir, Abd al-Karim ordenó a sus tropas detenerse; aguardarían hasta el alba del 26 de mayo. A esa hora, el general musulmán ordenó un vigoroso ataque para cruzar el río. Los cristianos, sin embargo, defendieron con fiereza los pasos. El ataque musulmán se estrelló contra las defensas cristianas. Viendo a los musulmanes en apuros, los cristianos optaron por pasar a la ofensiva. Pero esta vez fueron los moros los que aguantaron sus posiciones. Y más aún, el veterano Abd al-Karim —la veteranía siempre es un grado— se las arregló para que sus tropas fueran empujando a los cristianos hacia los desfiladeros. El viejo general estaba utilizando la misma táctica que tantas veces habían empleado contra él los cristianos: encerrar al enemigo en lugares sin salida, para anular su capacidad de maniobra, y destrozarlo a golpes de espada y lanza. Todo parecía perdido para la coalición cristiana. Pero, con la fuerza de la desesperación, los cristianos que pudieron escapar a la matanza escalaron hacia las alturas y, desde allí, sometieron a los sarracenos a una inclemente lluvia de rocas. Eso les permitió volver a sus posiciones. Al caer nuevamente la tarde, después de un día de intenso combate, los contendientes se hallaban de nuevo en el punto de partida.

Unos y otros aprovecharon la noche para fortificar sus posiciones, cada cual en una orilla del río Orón. Una densa capa de fosas, empalizadas y trincheras guarnecía los pasos del río en ambas direcciones. A la mañana siguiente, ni moros ni cristianos se atrevieron a tomar la iniciativa. Hubo pequeñas escaramuzas sin consecuencias. Se combatió a distancia, con dardos y flechas. Las dos fuerzas habían optado por una estrategia defensiva. Pasaron un día y otro, hasta trece jornadas consecutivas. Entonces comenzó a llover. Y mucho. Las aguas arruinaron las defensas cristianas, que se convirtieron en un lodazal. Pero los moros, por su parte, tenían exactamente el mismo problema. Al amanecer del 7 de junio de 816, Abd al-Karim ordenó la retirada: los moros levantaron el campo.

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