Fueron largas y feroces las guerras que las gentes de Abderramán libraron contra sus rivales musulmanes. Durante treinta y dos años prácticamente no hubo descanso. Después de derrotar y ejecutar al viejo emir, Yusuf al-Fihri, tuvo que enfrentarse a los hijos de éste, a los partidarios de los abasidas —recordemos, la dinastía reinante en Damasco—, a los rebeldes bereberes… Abderramán se mostrará inflexible: a los líderes del partido abasida en España les cortó las cabezas, las envolvió en sal y alcanfor y las mandó a su jefe, el califa de Damasco, para que supiera a qué atenerse.
El emir independiente de Córdoba organizó su territorio con el claro propósito de convertirlo en un Estado puramente musulmán. Habían pasado ya más de cuarenta años desde la invasión, era hora —debió de pensar Abderramán— de acabar con todas aquellas componendas con las estructuras de la vieja Hispania goda. Los abasidas habían acusado a los Omeyas de no islamizar suficientemente los territorios conquistados. Ojo, por cierto, a este argumento, porque desde ahora, y durante siglos, todas las grandes conmociones políticas en el islam español vendrán de la mano de sectores cada vez más fundamentalistas, que conquistarán el poder acusando a sus predecesores de no haber islamizado bastante. El caso es que Abderramán, el único Omeya con poder territorial, iba a demostrar a los nuevos amos de Damasco que era capaz de islamizar, y a fondo. Y para que nadie lo dudara, utilizó la vieja basílica hispanogoda de Córdoba, San Vicente, ya profanada por los moros, para construir sobre ella una mezquita que sería el monumento mayor de la España musulmana.
Abderramán dividió el territorio en siete provincias. Al frente de cada una de ellas puso a un gobernador de su absoluta confianza. Creó un aparato judicial propio para aplicar la ley islámica (la
sharia
) y estableció un consejo coránico. Privilegió a los musulmanes de origen y a los muladíes —cristianos conversos al islam—, mientras que a los mozárabes, es decir, a los que querían seguir siendo cristianos, les hizo pagar un impuesto extraordinario por permanecer en sus tierras. Se proclamó príncipe de los creyentes y acuñó moneda propia. Después vendrán los choques con los asturianos y con los francos. No siempre le saldrán las cosas bien: cuando envíe a su hijo Ahumar al frente de una expedición contra los cristianos de Asturias, éstos derrotarán a la hueste mora y apresarán y darán muerte al hijo de Abderramán. El paisaje general iba a seguir siendo el de la guerra, tanto interna como frente a enemigos exteriores. Pero en Al Andalus ya había un solo poder.
La figura de este caballero, Abderramán —alto, rubio, barbilampiño, según nos lo pintan las crónicas moras; como Peter O'Toole en Lawrence de Arabia, pero tuerto— iba a acompañarnos durante casi el resto del siglo VIII. Enérgico, astuto, devoto, supo ser el caudillo que el islam español necesitaba. De no ser por él, lo más probable es que a la altura de 750 Al Andalus se hubiera descompuesto. Pero no, Al Andalus sobrevivió, y lo hizo como entidad política independiente. El destino no iba a ahorrarle los sinsabores de las intrigas palaciegas, pero el emirato superó las conspiraciones.
Abderramán murió en 788. Dejó once varones y nueve hembras. Escogió como sucesor a su hijo Hisham, el retoño de la goda conversa, porque era, según dijo el primer emir, «el que más se le parecía». La dinastía Omeya quedaba asegurada en España. Duraría dos siglos y medio más, pronto erigida en califato independiente. Por eso la llegada de Abderramán fue lo peor que podía pasarnos.
Alfonso I había sido un gran rey: inteligente, con talento político, bravo en el campo de batalla y, además, un hombre con suerte. Su hijo Fruela —no confundir con el guerrero Fruela Pérez, tío de este Fruela rey— heredará la corona y, según se dice, también las virtudes políticas y militares de su padre, pero, desde luego, no heredará su suerte. Todo se le va a complicar. Y se le va a complicar tanto que terminará asesinado, después de asesinar mucho a su vez. Para colmo, pasará a la historia como
el Cruel
, por su carácter insoportable. Una historia atribulada.
Ante todo, dibujemos el paisaje. Alfonso I deja a su muerte, en 757, un reino de Asturias que abarca toda la cornisa cantábrica desde el Atlántico gallego hasta Vizcaya y las montañas vascas, y que por el sur, protegido por la cordillera, se proyecta hacia un espacio abierto que es el valle del Duero. El reino ha multiplicado su población para el campo y para la guerra. La Iglesia se ha convertido en columna vertebral de esta España cristiana. A los moros se los mantiene a raya. Es una buena herencia para Fruela, ¿verdad? Pues bien: en todos y cada uno de estos aspectos, el paisaje se va a complicar. Vamos a verlo por partes.
Empecemos por el principio. ¿Por qué Fruela fue rey? ¿Por ser hijo de Alfonso? Sin duda, pero hay que apresurarse a señalar que la monarquía, en este momento, no es formalmente hereditaria. En ningún lado está escrito que la corona deba ser heredada por el primogénito, ni siquiera que un rey tenga derecho a designar sucesor. En su momento, Alfonso había subido al trono porque encarnaba la unión de las tierras cántabras y asturianas, porque ya tenía detrás una buena carrera militar y política y porque, siendo hijo de Pedro de Cantabria, además era, por matrimonio, heredero de Pelayo. Por el contrario, su hijo Fruela llega al trono —tiene ya treinta y cinco años— porque su padre lo deja así dispuesto, pero no tiene en las manos nada más. Hay que suponer que la propuesta sería formalmente aprobada por un consejo de nobles, al viejo estilo, pero esa fórmula, como es sabido, era excesivamente reversible. De modo que el reinado de Fruela nace tocado por un riesgo de inestabilidad.
Después estaba la cuestión territorial: la geografía que Fruela hereda es mucho más heterogénea que la que heredó su padre. Bajo la corona asturiana se situaban ahora regiones nuevas —Galicia, las áreas occidentales de los vascones— que habían reconocido la autoridad de Alfonso, pero que no habían pactado nada con Fruela y que, por tanto, podían sentir la tentación de rebelarse contra el nuevo rey. No sólo iban a sentir la tentación, sino que caerían en ella; aquí y allá, en Galicia y entre los vascones, al nuevo rey la gente se le rebela. La unidad territorial del reino va a convertirse en un quebradero de cabeza para Fruela desde el primer momento.
Tercer asunto peliagudo: la cuestión religiosa. Este aspecto de la España de entonces es tan importante que merece examen aparte, pero adelantemos que la reforma del clero va a ser otro de los frentes de crisis de Fruela. Desde Covadonga, la cruz se había convertido en santo y seña del reino; la religión era el signo de identidad esencial de los rebeldes. Pelayo funda iglesias, Favila funda iglesias, Alfonso funda iglesias. Y la Iglesia propiamente dicha, ¿qué hace? Debatirse en una seria crisis interna. Los últimos reyes godos habían dejado la Iglesia hecha unos zorros. Witiza había levantado la obligación del celibato, de manera que numerosos clérigos vivían casados o amancebados. Las distintas herejías de la época, y en particular las que negaban la divinidad de Cristo —arrianismo, adopcionismo—, habían corrido mucho y, además, se habían extendido fácilmente en una élite hispanogoda muy predispuesta a pactar con los musulmanes. Fruela, decidido a asegurar la unidad y la identidad religiosas del reino, meterá el dedo en esa llaga. Sin duda le secundaron en la tarea importantes sectores del clero, pero no por ello dejará de traerle sinsabores.
Y por último está, cómo no, la amenaza musulmana, que se había intensificado. Alfonso tuvo la buena suerte de que hacia 740 los moros empezaron a pelearse entre sí; Fruela tendrá la mala suerte de que, hacia 756, en Al Andalus se instala un poder sólido y dispuesto a hacer sentir su peso: el emirato independiente de Abderramán, como ya hemos visto. Así que, a todos esos problemas internos que hemos señalado, a Fruela se le añadía el problema exterior. Todo un programa.
A partir de este paisaje, podemos imaginarnos el reinado de Fruela como la tarea sobrehumana de un tipo condenado a achicar agua en una barca que amenaza con hundirse. Lo primero que le pasa es que los moros, después de largos años de debilidad, dan señales de vida. Es el año 759. Abderramán I lanza una expedición contra Galicia; evidentemente, quiere recuperar lo perdido. Las tropas moras se internan en territorio gallego. Pero estos asturianos ya no son los de Pelayo; Alfonso I ha dejado en herencia un ejército eficaz. Así, el rey Fruela tiene recursos para hacer frente a la invasión. Las crónicas dicen que fue en Pontuvio o Pontumio; seguramente se trata de Caldas de Reyes, en Pontevedra. Allí Fruela cortó el paso a los moros. La victoria cristiana fue total. Dicen las crónicas que perecieron 54.000 caldeos; ya serían algunos menos, pero el hecho es que Fruela ganó. No sólo ganó, sino que cogió preso a Umar o Ahumar, un hijo de Abderramán, nada menos. Expeditivo, Fruela devolvió la pelota en el mismo lenguaje que el moro usaba: mandó decapitar al hijo del emir.
Al mismo tiempo que frena a los moros, Fruela se lanza a la reforma religiosa: está dispuesto a detener la crisis heredada del siglo anterior. Por eso prohíbe taxativamente el matrimonio para los clérigos, desde obispos hasta presbíteros; a los que ya estuvieran casados, les da a elegir entre colgar los hábitos o dejar a su esposa. Parece que la medida le creó muchas hostilidades, porque, además, menoscababa la autonomía de la jerarquía eclesiástica, pero el hecho es que salió adelante. Más aún, Fruela quiere marcar su propia sede religiosa y decide hacerlo en un nuevo lugar. Escoge un llano entre montañas, sobre una colina, donde acaba de instalarse el presbítero Máximo con su sobrino Fromestano. Fruela manda construir allí varios edificios religiosos y crea un obispado. En torno a esa colina crece un primer núcleo urbano. Así nace la ciudad de Oviedo. El propio Fruela fijará en Oviedo uno de sus lugares predilectos de residencia.
Más sobre la reforma religiosa: el 24 de abril de 759 el rey Fruela funda un convento de monjas —veintiocho monjas, concretamente— en San Miguel de Pedroso, en el este de Burgos, cerca de Álava y La Rioja. Es la frontera oriental del reino, cerca de Belorado, en torno a los montes de Ayago, en la comarca de Montes de Oca, donde los hispanogodos habían sabido frenar al islam. Este convento —la abadesa, por cierto, se llamaba Muniabella— es una plaza fuerte de gran significación política: al mismo tiempo que marca la frontera del reino, materializa el deseo de reforma moral de la Iglesia.
Fruela ha vencido a los moros y está metiendo en cintura al clero, pero entonces se le incendia el mapa por el este: los vascones se rebelan. No sabemos bien por qué, ni cómo, ni el origen exacto de esta historia. Hay quien dice que las tribus vasconas no aceptaban a Fruela con la misma benevolencia que dispensaron a su padre, Alfonso; otros inscriben el episodio en el contexto del ducado de Aquitania y sus intentos por afirmar un poder propio frente a francos, moros y asturianos. Sea lo que fuere, el hecho es que el atribulado rey tiene que marchar a tierras de Álava y presentar batalla. Ganará. Dicen que la represión fue dura, pero no todo será hierro: para establecer lazos firmes con los rebeldes, Fruela, que todavía estaba soltero, decide casarse con una noble alavesa, Doña Munia.
Cuenta una hermosa tradición que Oviedo se convirtió en ciudad precisamente para albergar el amor de Fruela y Munia. Y atención al nombre de esta mujer, doña Munia, porque va a tener un cierto peso en la historia posterior.
Hemos dejado a Fruela I, el hijo de Alfonso I, reinando sobre un avispero. No lo iba haciendo mal, sin embargo. Cuando le atacan los moros, logra vencerles. Cuando ha de afrontar la reforma religiosa, la sabe llevar adelante. Cuando tiene un problema serio con los vascones, lo resuelve primero en el campo de batalla y después casándose con la noble Doña Munia. Por el camino funda Oviedo y, según la tradición, ofrece a su mujer la nueva ciudad. Pero…
Pero en esas estábamos cuando en la vida de Fruela ocurre algo terrible: asesina a su propio hermano, Vimarano, el segundón de la familia. Ya habíamos contado antes que la llegada de Fruela al trono venía tocada por un serio riesgo de inestabilidad, y eso iba a manifestarse ahora de una forma especialmente atroz: el rey creyó que su hermano conspiraba contra él y le mató.
Conocemos poco sobre el origen de este luctuoso episodio. Las crónicas sólo nos dicen que Fruela mató a su hermano por envidia. ¿Qué quiere decir eso? Sabemos que Fruela era áspero, antipático y autoritario, mientras que Vimarano, según parece, era todo lo contrario. De esta manera, los numerosos descontentos que Fruela iba dejando en su camino pasaban, automáticamente, a apostar por Vimarano. No podemos saber si Vimarano realmente conspiraba o si Fruela se obsesionó hasta la ofuscación. Lo que nos consta es que «andaba el año de la Encarnación en setecientos et sesenta et cinco —así habla la crónica— cuando el rey Don Fruela, habiendo miedo de su hermano Vimarano que tomara el reino, matólo con sus manos». Aquel crimen terrible marcará el reinado de Fruela con un tinte siniestro.
El destino había querido que Fruela no pudiera descansar jamás. Pacificado el este, y ahogada la supuesta revuelta palaciega, al rey se le subleva el oeste: los nobles gallegos se rebelan. Querían más poder, más autonomía, más riquezas; no depender del rey asturiano. Fruela aplicará sobre los nobles gallegos la misma mano dura que había demostrado con los vascones, pero esta vez ya no podía suavizar el expediente con un matrimonio. De todas maneras, tampoco hubiera tenido tiempo: justo en ese momento, vuelven a asomar la nariz los moros.
Al sur, en efecto, Abderramán se sentía cada vez más fuerte. Había aplastado las rebeliones de los hijos de Al-Fihri, de los abasidas de Al Andalus y de los yemeníes. Era el momento —debió de pensar el emir— de volver a probar suerte en el norte. No se atreve a aventurarse en las zonas despobladas del Duero, donde hay poco botín que capturar, pero las fronteras oriental y occidental le parecen accesibles. Hacia el año 766 aparece por el este un fuerte ejército musulmán al mando de Badr, la mano derecha de Abderramán. Debió de ser entre Burgos y Álava, aquella región que Fruela había jalonado con el monasterio de San Miguel del Pedroso. La victoria musulmana fue completa. Los moros impusieron a los cristianos fuertes tributos: dinero, caballos, esclavos, armas…