La última vez que pasamos por Córdoba tuvimos noticia de que el viejo emir, Alhakán, abandonaba el mundo de los vivos. Le sucedía su hijo Abderramán II, cuya primera ocupación iba a ser, como de costumbre por aquellos lares, apagar las revueltas internas de Al Andalus. También habíamos visto al viejo general Abd al-Karim dirigir una última expedición contra los cristianos antes de morir a su vez. Los cristianos del norte, mientras tanto, seguían repoblando el territorio. Y el nuevo emir, Abderramán, no tardará en fijarse un objetivo, el mismo de su padre y de su abuelo: acabar con el reino cristiano del norte. Pondrá todo su esfuerzo. No lo conseguirá.
Primera ofensiva, verano de 825. Abderramán diseña una operación de gran estilo: un ejército musulmán atacará Álava, al este de la frontera, mientras otro, de mayores dimensiones, ataca Galicia; es el viejo plan, pero con la variedad de que, ahora, ese ejército que invade Galicia se duplicará a su vez, uno por la costa y otro por el interior, para terminar cerrando literalmente una tenaza sobre el oeste del reino cristiano. El ataque por Álava respondía al objetivo habitual: impedir que las tropas cristianas, mucho menos numerosas que las islámicas, pudieran concentrar sus fuerzas en un solo punto. Y el doble ataque sobre Galicia aspiraba probablemente a metas aún mayores: ocupar toda la región, amputar al reino de Oviedo su marca del oeste.
Alfonso —Abderramán lo sabía— era inexpugnable entre las montañas asturianas, pero Galicia, menos accidentada, era un terreno bastante más apto para la guerra. Si el rey de Asturias trataba de combatir al mismo tiempo a los dos brazos de la tenaza mora, sin duda perdería la baza, dada su inferioridad numérica. Y si concentraba su esfuerzo en uno de los brazos de la tenaza, el otro proseguiría su avance, ocupando el territorio y tal vez envolviendo a las huestes cristianas. Un plan perfecto. No podía fallar.
Para esta gran ofensiva, Abderramán escogió a los generales que juzgó más adecuados. Muerto el viejo Abd al-Karim, tres nombres aparecen ahora al frente de los ejércitos musulmanes. Uno es un veterano, Ubayd Allah al-Balansi, nieto de Abderramán I y tío de nuestro actual emir. Los otros son dos hermanos de la familia Quraisí, de la estirpe Omeya: Al-Abbas y Malik. Al veterano, Ubayd Allah, se le encomendó el ataque al este. Apenas halló resistencia. Sabemos que penetró hondo en el país, seguramente hasta las montañas de Guipúzcoa, pues llegó hasta tierras de los vascos aún paganos, que las crónicas moras llaman
mayus
. Su victoria debió de ser arrasadora. No así su botín, porque en aquellas tierras, en esta época, no había más que míseros caseríos.
Otra cosa fue la campaña del oeste, la de los hermanos Quraisíes en tierras gallegas. Malik ascendió con sus tropas por la costa, desde Coimbra hasta la vieja y linajuda Tuy. En la otra línea del ataque, Al-Abbas entró por el Bierzo hacia Lugo. Tal y como los musulmanes habían previsto, Alfonso eligió uno de los brazos de la tenaza, este último, el de Al-Abbas. Fue a la altura de Curzul, cerca de Becerrea, al sureste de Lugo. Allí, a favor de un valle hondo y estrecho, las huestes del rey de Asturias se apostaron para esperar la llegada de los musulmanes. A Alfonso hay que reconocerle que sabía dónde atizar a su enemigo. Los moros no pudieron pasar. No sólo no pasaron, sino que fueron literalmente destrozados. Al-Abbas, el general, murió en el combate. Así Alfonso rompió uno de los brazos de la tenaza mora. Pero, ¿y el otro?
El otro también se rompió. La historia no nos ha dejado saber si fue el propio Alfonso quien lo hizo o alguien que combatía para él. El hecho es que los moros del otro Quraisí, Malik, cruzaron el Miño, ascendieron por Cu de Porco hasta el valle del Oitavén, y allí, cerca de Ponte Caldelas, en Anceo, se toparon con los ejércitos cristianos, que esperaban apostados en los cerros. Una vez más, Alfonso había elegido el lugar perfecto para dar la batalla. Estuviera él o no en el combate, que eso no lo podemos saber, el hecho es que los guerreros del rey de Asturias aniquilaron a los sarracenos. La tenaza mora sobre Galicia había fracasado.
Podemos imaginarnos a Abderramán II comiéndose su turbante. Lo primero que hizo fue clamar venganza: había que devolver el golpe. Pero, ¿dónde? El emir moro optó por una solución fácil, sacudir en la frontera sur y en el este, allí mismo donde hemos visto a los primeros colonos de Castilla tomar tierras y fundar comunidades. Abderramán estaba tan irritado que, aunque ya era diciembre —fecha en la que el clima acónsejaba no combatir—, ordenó una expedición contra el sur de Cantabria e inmediatamente, otra contra la Castilla naciente. Las crónicas moras las consignan; hubo, pues, campañas. Seguramente también habría botín; el pobre botín que pudieran dar aquellas tierras de pequeños núcleos campesinos. Con aquellas expediciones contra los colonos, Abderramán estaba en realidad confesando su impotencia.
Nunca nos hemos preguntado qué harían los colonos de Brañosera, el valle de Mena o el valle de Losa al ver llegar a los moros. Podemos suponer que cualquier cosa menos esperarles sentados. Estamos hablando de comunidades muy pequeñas, de unos pocos centenares de personas, que viven exclusivamente de la agricultura. En el paisaje, sólo campos sembrados, caseríos de pobre factura y alguna iglesia con su minúscula comunidad monástica. Ocasionalmente, algún castillo cercano. Aquella gente sabía que vivía en permanente amenaza, y que la llegada de la primavera significaba el anuncio de una inminente expedición mora.
Podemos imaginarnos a nuestros amigos atendiendo los campos mientras alguien, en la zona más peligrosa, oteaba el horizonte (en eso consistía el servicio de anubda, del que alguna vez hemos hablado aquí). Un ejército enemigo no es un visitante discreto: ante su ruidosa llegada, se daría la voz de alarma. Los colonos correrían a refugiarse con sus familias y sus rebaños en lo alto de las cumbres, en el interior de los bosques, en algún castillo cercano como el del conde Munio Núñez. Los moros pasarían destrozando cuanto encontraran; no perderían tiempo sitiando plazas fuertes ni se expondrían a perseguir a fugitivos por montes y bosques que no conocían. Y al ver marchar al enemigo, los colonos volverían a sus campos para reconstruir el paisaje desolado. Y así un año tras otro, sin tregua, con la misma tenacidad de la tierra.
Abderramán II tuvo que hacer una pausa en su acoso al reino de Asturias. Fue hacia 826, porque el mapa de Al Andalus había vuelto a incendiarse: revueltas en Toledo, en Mérida, en Zaragoza… Los españoles, ya fueran muladíes o mozárabes, llevaban mal la hegemonía aplastante de la minoría árabe. Esas revueltas internas del emirato beneficiaban mucho al reino de Asturias, porque precisamente por Toledo, Mérida y Zaragoza pasaban los caminos que los sarracenos tenían que cruzar para llegar al norte, y con el país revuelto, los caminos quedaban cerrados y, por tanto, Asturias a salvo. El emir tardó más de diez años en apaciguar su casa. Pero cuando lo hubo conseguido, hacia el año 838, no tardó un minuto en volver a declarar la guerra santa contra los rebeldes cristianos del norte.
Volveremos así al programa habitual: un par de campañas anuales, una contra Galicia y otra contra Álava y Castilla; pillaje y desolación. Los moros no volverían a atacar el corazón del reino, al menos por ahora; les bastaba con esa labor de zapa permanente en tierras donde la victoria era fácil. Sangrienta rutina. Hubo una campaña, sin embargo, que merece ser contada con algo más de detalle, tanto por su desmedida crueldad como porque allí apareció nada menos que el propio emir al frente de sus huestes. Así fue la historia:
Era la primavera de 839. Como las aceifas de los moros en los campos de los colonos habían dado buenos frutos y no se temía un contraataque cristiano, Abderramán II decidió encabezar en persona el ejército musulmán. El objetivo era fácil: una vez más, la llanura vasca. Sabemos que Abderramán llegó hasta Guadalajara. Sabemos que, una vez allí, se cansó y decidió volver a Córdoba. ¿Por qué? Al parecer, porque no podía vivir sin mujeres, y tantos días lejos de su harén le estaban resultando insoportables. Fue un hijo suyo, Al-Hakam, quien dirigió las huestes sarracenas. Esta vez no era sólo cuestión de pillaje: los moros entraron en la llanada alavesa persiguiendo con saña a la población. Hombres, mujeres, niños, ancianos, miles de cristianos —dicen las crónicas árabes— perecieron bajo las espadas musulmanas. Y cuentan que con las cabezas decapitadas de los muertos formaron túmulos tan altos como colinas; tan altos que dos jinetes no podían verse de un lado al otro de aquellas siniestras masas sanguinolentas.
El rey Alfonso sabría, sin duda, de aquella carnicería. Parece que se tomó la venganza asolando Medinaceli, cabeza de la frontera musulmana al este del Duero. Y con ello volvería a encorajinar al emir de Córdoba, que sin duda planificaría nuevos ataques. Hay que tener en cuenta algo importante: las aceifas musulmanas en tierras cristianas fueron muchas, pero se ejecutaban sobre un país pobre, de manera que su rentabilidad en términos de botín era limitada. Por el contrario, las tierras bajo control musulmán que Alfonso atacó, ya se tratara de Lisboa, Guadalajara o Medinaceli, eran considerablemente más ricas, de modo que las campañas cristianas, aun siendo menos numerosas, causaban un efecto mayor. Y ese escenario se iba a repetir un año tras otro, sin descanso. Una vida dura.
Habrá un momento, sin embargo, en que los dos ejércitos, el de Alfonso y Abderramán, hallándose frente a frente, rehusarán combatir. Un caso único en la historia de la Reconquista. ¿Qué pasó? Luego lo veremos.
Mientras Abderramán II trataba infructuosamente de someter al reino de Asturias, el Pirineo seguía agitándose bajo el efecto de las luchas de poder. Lentamente van surgiendo formaciones políticas nuevas. ¿Políticas? Bueno, en realidad estamos hablando de señoríos rurales, edificados sobre el control de zonas agrarias relevantes o pasos estratégicos. Que nadie imagine cortes esplendorosas de aguerridos reyes con imponentes ejércitos. Hemos de pensar más bien en territorios poco poblados, regidos por un poder débil, sometidos a las querellas entre las familias más pudientes. Pero es aquí, en este espacio, donde algo nuevo estaba naciendo ya.
La dominación islámica en la región pirenaica, recordémoslo, no consistía en una ocupación física del territorio, sino en una exigencia de vasallaje. Quienes ejercían el poder eran los señores autóctonos, los grandes clanes rurales cuya hegemonía databa de siglos anteriores, como los Galindo y los Velasco. Pero los musulmanes exigían a éstos una sumisión que se materializaba en la entrega periódica de botín: cosechas, cautivos… Si se negaban, entonces los moros asolaban la comarca. Y no se piense que la amenaza era pequeña. La dominación sarracena se manifestará de manera abiertamente cruel. Hay un vestigio de esa violencia: la cueva de Foradada.
Hemos de situarnos en el Sobrarbe, en el norte de Huesca, en el valle del río Vero; un paraje lleno de cuevas y oquedades. En una de esas cuevas, una galería de unos veinticinco metros de largo, se hizo un hallazgo extraordinario: restos óseos de aproximadamente cuarenta personas. Ha sido posible identificar quiénes eran. Hay más mujeres que varones, y dos terceras partes de los restos corresponden a niños, desde recién nacidos hasta chicos de quince años; otros trece esqueletos son de personas mayores de esa edad, pero sólo uno parece mayor de treinta años. Lo más espeluznante es que en la entrada de la cueva de Foradada hay vestigios evidentes de un muro de piedra que cerraba el acceso. Es decir, que a esa gente se la enterró literalmente en vida. ¿En qué época? El análisis de los restos sitúa el drama en algún momento entre 750 y 850. No es difícil reconstruir la tragedia: los moros dominan, la población local se subleva, los hombres mueren en la batalla y las mujeres y los niños son encerrados en una cueva y abandonados a una muerte atroz. Es sólo una hipótesis, pero es la más plausible. Y nos da una idea de la extrema dureza de la vida en aquel momento y en aquel lugar.
¿Qué estaba pasando en el Pirineo? Recompongamos el paisaje. En Navarra tenemos la lucha sin cuartel entre dos familias, los Velasco y los Iñigo. Los primeros tienen el respaldo del Imperio carolingio; los segundos tratarán de apoyarse en los Banu-Qasi del valle del Ebro, asentados sobre el triángulo Tudela-Borja-Tarazona, zona de gran riqueza agraria. Los Banu-Qasi, recordemos, eran musulmanes, pero no de origen: se trataba de una familia goda renegada —la del conde Casio— que se había convertido al islam para mantener su poder en la región. Más al este, siguiendo la línea del Pirineo, aparecen los condados aragoneses y catalanes como producto del empeño de Carlomagno de construir una marca, una frontera militar frente al emirato de Córdoba. Así nace una cadena de pequeñas formaciones políticas que va desde Jaca y Sobrarbe, en Huesca, hasta Barcelona, en el Mediterráneo. Estos condados dependen del Imperio carolingio, pero no tardarán en ser escenario de luchas de poder entre las familias locales. El Pirineo es, en fin, un mundo en ebullición.
A partir de este paisaje empiezan a desencadenarse fuerzas contrapuestas. En el reino de Pamplona, los Iñigo consiguen imponerse a los Velasco. ¿Cómo? Con el apoyo de los Banu-Qasi del Ebro. El caudillo de la operación es Iñigo Arista, hijo de Iñigo Jiménez e hijastro del Banu-Qasi de Tudela Musa ibn Fortún, con quien la madre de Arista, Oneca, había contraído segundas nupcias. Tras los intentos del rey carolingio Ludovico Pío por asentar a los Velasco en Pamplona, que ya hemos contado aquí, Iñigo Arista y sus aliados musulmanes del Ebro consiguen dar la vuelta a la situación. Iñigo queda como rey de Pamplona, lo cual le otorga el dominio sobre un amplio territorio que abarca aproximadamente la mitad norte de la actual Navarra y el oeste de Huesca. En Huesca pondrá sus ojos para aumentar su poder.
Pero Iñigo tiene dos enemigos: al norte, los carolingios; al sur, el emirato de Córdoba. El hecho de que los Banu-Qasi, aliados de Iñigo, fueran musulmanes, no significa que se llevaran bien con el emirato. De hecho, las disputas entre Córdoba y los Banu-Qasi serán permanentes. En una de ellas, Abderramán II atacará Pamplona. También atacarán Pamplona los francos carolingios: en 824, como ya hemos visto, Ludovico Pío ordenó una expedición contra la ciudad. Iñigo, sin embargo, conseguirá derrotar a los francos. Una vez más contará con el apoyo de los Banu-Qasi. Pero ahora, además, tiene otro aliado: García I Galíndez el Malo, conde de Aragón, es decir, del área de Jaca. ¿Quién era este personaje? ¿Por qué le llamaron
El Malo
? Vamos a verlo.