La gran aventura del Reino de Asturias (51 page)

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Authors: José Javier Esparza

Tags: #Historia

La vejez de Muhammad se apagó sepultada por ese laberinto de problemas. Su sucesor, Al-Mundir, era más enérgico, pero su reinado fue efímero, apenas dos años. Después, Abdallah no supo o no pudo hacer frente a la descomposición. Por eso el emirato se rompía. Hacía falta alguien que recompusiera las cosas, alguien que fuera tan flexible como implacable, tan buen político como feroz guerrero, tan virtuoso como cruel. Quizás en esas cualidades pensaba Abdallah, el emir, ya viejo y enfermo, a punto de cumplir los setenta años, cuando designó sucesor a su nieto Abderramán. Era el año 912; el mismo en que los colonos de Castilla habían bañado sus pies en el Duero.

Y bien, ¿de dónde había salido este Abderramán? Breve
flashback
: en el año 860, el príncipe Fortún Garcés de Pamplona, heredero del trono, es llevado a Córdoba en calidad de rehén; junto a él viene cautiva su hija Oneca. Esta Oneca es entregada en matrimonio al entonces príncipe Abdallah. Oneca tiene un hijo de Abdallah, al que llaman Muhammad. Oneca volverá a Pamplona, pero Muhammad se queda en Córdoba. Pasará el tiempo y este Muhammad, medio Omeya y medio pamplonés, tomará por esposa a otra cautiva cristiana, la concubina Muzayna. De Muzayna nace Abderramán.

Ahora bien, esto no es todo. Muhammad, el hijo de la pamplonesa, es el favorito de Abdallah. Cuando Abdallah llegue al trono, pensará en Muhammad como sucesor. Pero había otros hijos de otras esposas. Y así, un hermano de Muhammad, un tal Mutarrif, que ambiciona el emirato, decide asesinar a su rival. Mutarrif mata a Muhammad. La cólera de Abdallah es inefable. El padre ordena la ejecución del hijo asesino: Mutarrif desaparece también. Alguna fuente señala que Abdallah no era inocente: el viejo habría estado detrás del asesinato de Muhammad. Sea como fuere, el pequeño Abderramán, huérfano, es entregado al cuidado de una hermana uterina de Mutarrif llamada
La Señora
. Quizás Abdallah quiso reparar con su nieto la desgracia de sus hijos. El hecho es que este Abderramán, nieto de pamplonesa, hijo de cristiana, será designado como sucesor.

Abderramán III tiene sólo veintiún años cuando sube al trono. Reinará durante casi medio siglo. No es difícil hacer su retrato psicológico. Criado en un auténtico lago de sangre, asesinado su padre, ejecutado su tío, había crecido en un mundo que se desmoronaba. Estudioso y reservado, enérgico e introvertido, inteligente y duro, Abderramán era perfectamente consciente de la situación. En realidad, él mismo era producto de la gran crisis cordobesa. Pero sabía qué hacer para resolverla. Y sin perder un minuto, puso manos a la obra.

Lo primero que hizo el nuevo emir fue echar de la corte a La Señora, aquella hermana de Mutarrif con la que se había criado. Después, afrontó el problema principal: acabar con los focos de rebeldía que se habían multiplicado en todo el territorio del emirato. Este asunto tenía dos dimensiones, por así decirlo. Una era interior y otra era exterior. La exterior, los caudillos locales levantados en armas contra los Omeyas de Córdoba. La interior, las perpetua guerra civil larvada entre las dos minorías extranjeras de Al Andalus, a saber, árabes y bereberes. Abderramán neutralizó este interminable conflicto de una manera singular: introduciendo un tercer elemento étnico, los eslavos, de manera que ahora el emir, con más protagonistas en el juego, veía ampliado su margen de maniobra para gobernar el equilibrio de poder interior.

Paréntesis. ¿Quiénes eran los eslavos? «Eslavos» es el nombre que en Al Andalus se daba, por extensión, a todas las personas procedentes de la cristiandad europea y que habían llegado a la España musulmana en calidad de esclavos. Había eslavos propiamente dichos que venían de los Balcanes y el área del mar Negro, pero había también germanos, normandos, francos, daneses, leoneses, gallegos… Capturados en combates aquí y allá y vendidos en el gigantesco mercado esclavista del islam, su único destino posible era la guerra: servir bajo las banderas del emir. No era la primera vez que el emirato introducía eslavos (o bizantinos) en Córdoba. Recordemos a los «mudos» que guardaban el palacio del emir en el siglo anterior. Pero Abderramán III multiplicó su presencia con un claro objetivo: diversificar la composición de sus ejércitos y, de esta manera, hacer más difícil el surgimiento de banderías árabes y bereberes.

La incorporación de grandes contingentes de eslavos atenuaba el problema interior, pero quedaba vivo el problema exterior, ese de los caudillos locales rebeldes. Y en este punto es donde Abderramán III va a demostrar desde el primer instante un gran talento, una singular mezcla de crueldad y mano izquierda que le permitirá asfixiar los focos de rebeldía en un tiempo récord.

Primer objetivo: Ecija. Es enero de 913. Los ejércitos de Abderramán III entran en la ciudad a sangre y fuego, derriban las murallas, arrasan las fortificaciones… Pero luego, con la ciudad vencida, el emir perdona a sus habitantes y, más aún, incorpora a sus defensores al ejército cordobés y les sube el sueldo. Segundo objetivo, en la primavera de ese mismo año: Jaén. Inmediatamente después, Elvira (Granada). La política que aplica siempre es la misma: primero, martillazo implacable; después, paz y prebendas a los vencidos. De este modo se gana primero su sumisión y después su fidelidad. En la misma campaña de primavera llega hasta Fiñana, en Almería, incendia todos los campos que envuelven la ciudad y, acto seguido, ofrece a sus defensores una capitulación ventajosa si entregan a los rebeldes. Los rebeldes: los aliados de Ornar ibn Hafsún, el caudillo de Bobastro. Los de Fiñana aceptan el trato. Lo mismo ocurrirá en Juviles, en las Alpujarras. Abderramán quema los campos, incendia los montes, tala todos los árboles, corta el agua y sitia la ciudad. Después de dos semanas de asedio, el emir ofrece el trato: si la ciudad entrega a los jefes cristianos, aliados del Hafsún, los sitiados salvarán sus vidas. Juviles capitula. Cincuenta y cinco rebeldes son decapitados.

Fueron tres meses de campaña. En ese periodo, Abderramán ocupó y destruyó setenta castillos y más de doscientas torres. Para que los rebeldes no sintieran la tentación de volver a las andadas, el emir se llevó a Córdoba a las mujeres, los hijos y hasta el mobiliario de los vencidos. Así, en tiempo récord, Córdoba recobró la hegemonía sobre una enorme porción de Andalucía.

Al nuevo emir le quedaban dos problemas muy serios: Sevilla y Bobastro. En la primera, las familias árabes de Sevilla y Carmona se habían enseñoreado de la comarca. En Bobastro seguía el irreductible Ornar ibn Hafsún. El problema de Sevilla lo resolvió enemistando a los señores locales con sus primos de Carmona; después de varias maniobras, ora militares, ora diplomáticas, consiguió la sumisión de las dos ciudades.

En cuanto a Bobastro, Abderramán tuvo que movilizar a todo su ejército —creciente, porque recibía la incorporación de las ciudades sometidas— para sofocar a Ornar ibn Hafsún. Cortó sus suministros por mar, asoló los campos que nutrían a sus fortalezas, asedió castillo tras castillo… Ya hemos visto en capítulos anteriores que los rebeldes cristianos de Bobastro resistieron muchos años. Ornar murió en 917 sin haber sido sometido. Sus hijos se mantendrían insumisos hasta 928. Pero para entonces Abderramán ya había conseguido recuperar casi todos los territorios rebeldes en Málaga y Cádiz.

Así recobró Abderramán III el control sobre el emirato. Campañas como las de Andalucía se ejecutarán también sobre Extremadura, Levante y Toledo, siempre con esa misma combinación de crueldad y generosidad que le permitió ganarse tanto el temor como la sumisión de los antiguos rebeldes. En 929, sin enemigos vivos en Al Andalus, se proclamará califa, poniéndose en pie de igualdad con los califas de Damasco como heredero de Mahoma y enviado de Alá. Y Córdoba vivirá sus momentos de gran esplendor.

Un gran personaje, Abderramán III, sí. Pero también un tipo de una crueldad sin límites. No sería justo que el retrato del primer califa quedara limitado a sus logros. Hay que hablar también del sujeto que hizo quemar el rostro de una concubina porque le rechazó un beso, para que perdiera su belleza. A otra, por idéntico motivo, la hizo decapitar en el harén; el verdugo se llevó como premio las perlas que cayeron del collar roto de la desdichada. Es el mismo Abderramán que hizo decapitar ante la corte a su hijo Abdallah porque había conspirado contra él. El mismo que, fastidiado por unos esclavos negros, hizo que los colgaran de las palas de una noria hasta que murieron ahogados. Y el mismo que, encaprichado de un mozalbete cristiano cautivo, Pelayo, sobrino del obispo de Tuy, quiso violarle; como Pelayo se negó, Abderramán le mandó matar. Hoy veneramos a este muchacho como San Pelayo.

Este era, en fin, Abderramán III. Pero, por supuesto, una parte fundamental de su reinado iba a quedar determinada por su guerra contra los reinos cristianos del norte. Porque este personaje iba a marcar —a fuego— más de medio siglo de Reconquista: es el terrible enemigo al que van a tener que enfrentarse los nuevos reinos españoles. Y eso es lo que vamos a ver ahora.

Ordoño y Abderramán: dos adversarios colosales

Ha llegado al trono de Asturias, ahora trono de León, un nuevo rey: Ordoño II. Este será el rey cristiano que tendrá que hacer frente a la potencia desatada en Córdoba por Abderramán III. Un rey que fue buen político y mejor guerrero, y que durante años intercambiará con el nuevo emir de Córdoba, pronto califa, una sucesión ininterrumpida de victorias y derrotas. Dos adversarios colosales.

Recordemos quién era Ordoño: el segundo hijo de Alfonso III, el mismo que fue enviado a la corte zaragozana de los Banu-Qasi en los tiempos de su alianza con Asturias; el mismo Ordoño que, después, casó con Elvira Menéndez, nieta del conde Gatón del Bierzo e hija del poderoso magnate Hermenegildo Gutiérrez. Ordoño, que había nacido en 871, fue destinado desde muy joven al gobierno de las tierras gallegas, que entonces se extendían desde el Cantábrico hasta el río Mondego. Cuando García se rebeló contra su padre, el rey Alfonso, Ordoño mantuvo una posición distante. No empezó a utilizar el título de rey hasta que Alfonso murió. Y cuando murió a su vez García, la candidatura de Ordoño al trono se impuso como indiscutible. Ya era Ordoño II.

Ordoño lo tenía todo para ser un rey respetado, amado… y temido. Como rey en Galicia, había sabido ganarse el aprecio de todo el mundo al gobernar con mucha mano izquierda una tierra tan conflictiva como aquélla, donde se habían sucedido las conspiraciones nobiliarias. En el campo de batalla también era un fenómeno: no sólo había penetrado hasta los arrabales de Sevilla en una audaz campaña que le reportó cuantioso botín, sino que después, en 913, reinando en León su hermano García, llegó hasta Evora, a mitad de camino entre Lisboa y Sevilla.

Esta campaña de Evora hay que contarla con un poco más de detalle, porque nos dice muchas cosas, tanto sobre la audacia de Ordoño como sobre los problemas del emirato. Evora era una de las cabezas del Portugal moro, el puente entre las tierras de Mérida y la marítima Lisboa, un punto estratégico. En agosto de 913, que es cuando ocurrieron estos hechos, Abderramán III ya había conseguido restablecer la autoridad del emirato, pero sus ejércitos adolecían de las mismas carencias que en los decenios anteriores; en particular, una movilidad limitada. Así ocurría en Evora, cuya defensa se limitaba a las tropas allí estacionadas. No eran poca cosa, pero bien podía calcular Ordoño que, si golpeaba rápido, nadie enviaría refuerzos a la ciudad.

Ordoño reunió una gran hueste. La crónica mora de Al-Nasir, quizás exagerada, la evalúa en 30.000 hombres entre jinetes, infantes y arqueros. Podemos imaginar a toda esa muchedumbre concentrada en Coimbra, la frontera sur del reino de Galicia; desde allí, algo menos de 300 kilómetros separaban a los cristianos de su objetivo. El 19 de agosto de 913 llegó ante los muros de Evora la hueste de Ordoño. No hubo asedio: Ordoño descubrió que junto a los muros había un vertedero —quizá contaba ya con esa información— y por allí penetró su ejército. Évora cayó en un solo día. El gobernador moro de la plaza, Marwan Abd al-Malik, sucumbió en el combate junto a los setecientos hombres de la guarnición. Dice el cronista moro que Ordoño se llevó de allí 4.000 cautivos y un gran botín.

La muerte de García, en abril de 914, abrió para Ordoño el camino al trono. Pero no fue un proceso inmediato. Según un documento de donación a la diócesis de Mondoñedo, la salud de Ordoño se hallaba en aquel momento seriamente quebrantada; él mismo se confesaba al borde de la muerte. Se especula con que el rey hubiera contraído algún tipo de enfermedad infecciosa en su campaña por tierras de Evora. Sea como fuere, la naturaleza de Ordoño pudo más que la enfermedad. A finales de ese año, el vencedor de Sevilla y Evora era aclamado en Santiago de Compostela. Y el 12 de diciembre de 914, todos los magnates de España —condes, obispos, abades y primates—, reunidos en asamblea general, le juraban fidelidad como soberano. También su hermano Fruela, rey en Asturias, reconoció la primacía del nuevo monarca leonés. La ceremonia debió de ser digna de verse: doce obispos le ungieron rey mientras sobre su cabeza se ceñía la corona de León.

No sabemos si Ordoño II tenía lo que podríamos llamar un «programa de gobierno». Pero, a juzgar por los pasos de su política, es fácil colegir cuáles fueron sus prioridades. Una, afianzar la corona en León, consolidando a esta ciudad como sede regia; dos, intensificar la repoblación en las tierras conquistadas hasta el Duero; tres, estrechar la relación con Navarra para constituir un único frente cristiano contra Córdoba; cuatro, golpear al emirato para impedir que Al Andalus saliera de su debilidad.

Este último punto es importante. La crisis del emirato había reportado al reino de León muchas ventajas, favoreciendo la repoblación hasta el Duero. Ordoño, sin duda, tenía que saber que desde 912 había en Córdoba un nuevo monarca y que sus primeras acciones, coronadas por el éxito, iban encaminadas precisamente a sacar al emirato de su marasmo; el rey cristiano tenía que saberlo porque nos consta que los rebeldes cristianos de Al Andalus mantenían relaciones con León. Y asimismo Ordoño sabía que un emirato recompuesto era lo peor que podía pasarle, porque la potencia demográfica y económica de Al Andalus era muy superior a la del norte cristiano. En consecuencia, para Ordoño II había una prioridad ineludible: acosar al emirato sin descanso para impedir o, al menos, retrasar cuanto pudiera la recomposición del poder cordobés. Para una personalidad pacifica habría sido un engorro; por el contrario, para Ordoño fue una misión a la medida de su temperamento.

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