La iglesia que construyó Alfonso en Santiago ya no existe, pero sabemos cómo era: veinticuatro metros de largo, catorce de ancho, tres naves, nueve pilastras, capiteles visigodos, mármoles verdes, pórfidos violetas… Los trabajos de los arqueólogos bajo el actual templo jacobeo han descubierto también elementos arquitectónicos de origen mozárabe, sin duda traídos por los refugiados del sur. A esa mezcla de elementos ramirenses, mozárabes, romanos y góticos se le llama «arquitectura postramirense» y es la culminación del prerrománico asturiano. Alfonso III dejó varias muestras eminentes, y en particular la iglesia de San Salvador de Valdediós, cerca de Villaviciosa —la única que se conserva íntegra—, y la abadía de San Adriano de Tuñón. Sabemos que el rey impulsó además otras muchas fundaciones monásticas, por ejemplo el monasterio de San Pedro de Cárdena, en Burgos, y en León los de Abellar y Sahagún, entregado este último a un fugitivo del sur, el abad Alonso, para que lo rigiera con su comunidad mozárabe.
Es interesante lo de este abad Alonso, porque Alfonso acogió a otros muchos prelados procedentes del sur: constan al menos los obispos de Osma, Zaragoza, Coria y Guadalajara. Del mismo modo, creó nuevas sedes y, sobre todo, se ocupó de dotarlas abundantemente, de manera que antes de terminar su reinado las sedes episcopales ya eran, en la práctica, el eje de la organización territorial del reino. Como colofón, parece que Alfonso —pero esto no es seguro— convocó un concilio a la altura del año 900 en la sede compostelana. Si no fue un concilio, fue tal vez una asamblea de los magnates del reino. En todo caso, con abundante presencia eclesial.
Se ha dicho que las catedrales eran en la Europa medieval el equivalente de las constituciones en el occidente moderno: la fuente material de la legitimidad. Así hay que entender la constante preocupación de los reyes de Asturias por asentar el papel de la Iglesia, y así hay que enfocar la intensa actividad de Alfonso III en este terreno: fue la más clara manifestación de una política de gran estilo, que quería dar razón de sí ante el pueblo, ante la historia y, por supuesto, ante Dios.
En cierto modo, lo que Oviedo y Córdoba vivieron desde su «alto el fuego» de 883 puede considerarse como una «guerra fría». Aunque en paz entre sí, el reino cristiano del norte y el emirato musulmán del sur siguieron siendo enemigos. Aunque durante esos años ninguno atacó las fronteras del otro, ambos actuaron contra adversarios que eran a su vez aliados del enemigo principal, y ambos recibieron los ataques de terceros. Aunque tanto Oviedo como Córdoba tenían definido su propio espacio político, los dos centros de poder se ocuparon de trabajar sobre otros espacios —el valle del Ebro, el Pirineo, Navarra— que pudieran servirles de apoyo en sus respectivas estrategias. Es decir, que ni a uno ni a otro le faltaron los enemigos.
Alfonso tuvo que hacer frente a un enemigo musulmán en el oeste. Fue Sadún al-Surunbaqui, aquel muladí que años atrás se había aliado con Ibn Marwan, el rebelde de Mérida, y que ahora, quizá tratando de congraciarse con el emir de Córdoba, cambiaba nuevamente el objetivo de sus campañas para dirigirse contra el territorio asturiano. Fue concretamente en Coimbra, en la línea del río Mondego, en la frontera suroeste del reino de Asturias. Poco sabemos de estas campañas, salvo su final: las huestes de Alfonso terminaron venciendo a Al-Surunbaqui, que murió en combate.
Pero donde más correosos se mostraron los enemigos de Alfonso fue en el valle del Ebro: los Banu-Qasi, antes aliados suyos, ahora mandados por el imprevisible Ababdella. Este, después de jugársela al emir, había intentado atraerse a Alfonso. Pero el rey de Asturias, escamado por la doblez del Banu-Qasi, había hecho oídos sordos a sus requerimientos. Y Ababdella, viéndose aislado, comenzó a maniobrar. Primero intentó vender Zaragoza al conde de Pallars, para librarse de la patata caliente que representaba esa ciudad. El ministro Hasim llegó a tiempo de impedirlo y ocupó la capital. Pero para entonces Ababdella ya estaba en otro sitio, atacando incesantemente las fronteras castellana y alavesa del reino de Asturias, y extendiendo su influencia hasta Toledo.
Ababdella se convertirá en un quebradero de cabeza para Alfonso. Sin osar nunca penetrar más allá de la periferia del reino, sin embargo golpeará de manera incesante las tierras de Alava y Castilla. Pronto sus filas se convirtieron en un reclamo para miles de aventureros deseosos de botín. Llegó a acumular un ejército de tal entidad que incluso pudo derrotar a las tropas del reino de Asturias dos veces, en 886 y 891. Finalmente, Ababdella, o sea Muhammad ibn Lope, morirá ante los muros de Zaragoza en 895, sitiando la ciudad, entonces ocupada por el clan rival de los Tuyibi. Pero eso no extinguía el problema, porque el hijo de Muhammad, Lope (Lubb), iba a heredar su política y demostraría ser tan peligroso como su padre… o más.
Ahora bien, los enemigos de Alfonso no iban a estar sólo fuera de sus fronteras, también los iba a haber dentro del reino de Asturias. Y es que desde los años 870 —es decir, casi desde el principio del reinado de Alfonso— vamos a asistir a una larga serie de complots contra el rey, conjuras que se recrudecerán a partir de 885. ¿Dónde? En Galicia, como tantas otras veces. La primera sublevación es la de un tal Flacidio, en Lugo. Con él estuvieron los hermanos Flacenno y Aldereto Tritóniz. La pena fue dura para todos: Flacidio perdió todos sus castillos; Flacenno y Aldereto, aunque severamente multados, lograrán recuperar sus patrimonios por el perdón del rey. Después, un tal Hannu, con tierras en León, complotó para matar al rey. Alfonso, tras desarbolar la intriga, donará las tierras de Hannu a la sede de Compostela. Hubo más conjuras: por ejemplo, la de Hermenegildo Pérez y su mujer, Iberia, de la ría de Arosa; la de Vitiza; la de los hijos de Sarracino y Sindina…
¿Quiénes eran todos esos personajes? Oligarcas, ricos propietarios gallegos. ¿Y por qué se conjuraban? Sólo podemos plantear hipótesis. Lo más probable es que la intensa colonización emprendida al sur del Miño, en Portugal y en el Bierzo, hubiera propiciado la aparición de nuevas fortunas, nuevos linajes, nuevos clanes de poder privilegiados por el monarca, lo cual habría exasperado las rivalidades familiares en un territorio que, recordemos, era el único del reino de Asturias donde la nobleza terrateniente jugaba un papel decisivo en la estructura social y política. Alfonso, en todo caso, aplastará esas conspiraciones.
Es interesante, porque a Alfonso III le coincidieron esas conspiraciones gallegas con un recrudecimiento del peligro Banu-Qasi en el este. No hay razones para pensar que los magnates gallegos rebeldes actuaran de consuno con el fiero Muhammad ibn Lope ni con su hijo y sucesor, Lope ibn Muhammad —todavía faltan algunos años para que el reino empiece a sufrir ese tipo de confabulaciones—, pero el hecho es que las inquietudes de uno y otro lado llevaron al rey a una situación extremadamente delicada. Porque, además, esta vez Alfonso se equivocó. Y mucho.
Era el año 899. Lope había sucedido a su padre Muhammad (Ababdella) como jefe de la casa Banu-Qasi. Tipo osado e implacable, habituado a la guerra desde muy joven, este Lope tenía un expediente realmente temible. A los veintisiete años había derrotado a Al-Tawi, señor de Huesca, apoderándose de la ciudad; después se apoderó de Lérida; al año siguiente —897— atacó al conde de Barcelona, Wifredo el Velloso, venciéndole y dándole muerte en el castillo de Balaguer; acto seguido su padre le confió el gobierno de Toledo, desde donde se dedicó a atacar el área de Jaén. En Toledo estaba Lope cuando murió Ababdella, su padre, ante los muros de Zaragoza; el joven Banu-Qasi tomó el relevo. Y lo primero que hizo, para cubrirse las espaldas, fue reconocer la autoridad del emir de Córdoba. De esa manera se aseguraba el dominio sobre una extensísima región que alargaba su influencia mucho más allá del valle del Ebro, hasta el Pirineo por el norte y Cataluña por el este, y hasta Toledo y la Alcarria por el sur.
Alfonso vio con claridad que ahí había un enemigo que batir. Antes de que el peligro creciera, y sintiéndose fuerte, optó por el ataque. Reunió tropas de Alava y Castilla, probablemente con refuerzos de Pamplona, y penetró en el valle del Ebro. Objetivo: Tarazona, la llave del valle de Borja, que deja el camino abierto a Zaragoza. Tarazona está lejísimos de la frontera oriental del reino de Asturias, unos 200 kilómetros a través de un territorio controlado por fuerzas enemigas. Las primeras jornadas del ataque fueron un éxito: Alfonso hizo gran cantidad de prisioneros. Seguras de su victoria, las huestes del rey de Asturias marcharon contra Tarazona. Nada se interponía entre Alfonso III y la ciudad Banu-Qasi. Pero…
Pero ocurrió que Lope, que en aquel momento estaba aún sitiando Zaragoza, tuvo conocimiento del avance cristiano y reaccionó con una hábil estratagema. Reunió a su caballería y marchó a Tarazona. Al abrigo de la noche, penetró en la ciudad. Cuando las huestes de Alfonso la atacaron, al alba, lo hicieron ignorando que el ejército de Lope estaba allí. Ante el ataque cristiano, Lope hizo salir a una parte de su caballería. Y cuando el combate estaba en lo más intenso, el jefe Banu-Qasi ordenó que saliera el resto de su ejército, desequilibrando la balanza. Fue un desastre para las huestes de Asturias. Las bajas cristianas se evalúan en torno a los 3.000 hombres.
Fue un golpe muy duro. No habían corrido peligro las fronteras del reino, pero la derrota de Tarazona demostraba que las armas de Asturias eran más frágiles de lo que Alfonso había previsto. En cuanto a Lope, el Banu-Qasi, aquella victoria le otorgaba una enorme ventaja estratégica. Invencible en el valle del Ebro, determinante en Toledo, su influencia se extendía ahora sobre el Pirineo —donde amenazaba al conde de Pallars— e incluso sobre Navarra, donde el anciano Fortún, que ocupaba por fin el trono después de su largo cautiverio en Córdoba, tenía razones para preguntarse si Lope no sería mejor socio que Alfonso. Muchas nubes oscuras en el cielo.
Con este paisaje, la pregunta es por qué el emir de Córdoba no aprovechó la debilidad del reino cristiano del norte para desencadenar un ataque que habría sido letal. Pues bien, la respuesta es que el emir no hizo tal cosa porque en Córdoba, mientras tanto, estaba pasando de todo. La rebelión de un aguerrido muladí, Ornar ibn Hafsún, se superpuso a los problemas sucesorios, porque el emir Muhammad moría en 886. O sea que Alfonso no era el único que tenía problemas. Ocupémonos ahora del problema cordobés.
El emirato estaba paralizado porque tenía que hacer frente a tres problemas: la ofensiva Banu-Qasi en el Ebro, que amenazaba las plazas cordobesas en la Marca Superior y especialmente Zaragoza; las sublevaciones de Ibn Marwan, el gallego, en el área de Mérida, que seguían vivas, y la rebeldía de un personaje extraordinario, Ornar ibn Hafsún, en la sierra de Ronda. Estos tres problemas se superponían a las querellas de la corte de Córdoba, las convulsiones de tipo religioso y los problemas sucesorios en el emirato, porque Muhammad I morirá en 886 y el trono Omeya iba a conocer tres emires en tres años. Un paisaje complicado.
De los Banu-Qasi y de Ibn Marwan ya hemos hablado. Ocupémonos ahora de Ornar ibn Hafsún, cuya rebelión no fue la única, pero sí la más peligrosa de las que sacudieron al emirato, entre otras cosas porque su rebeldía duró casi cuarenta años. Una historia fascinante, la de este muladí que, víctima de una injusticia, se levantó contra Córdoba, pasó a servirla después, volvió a sublevarse y terminó convirtiéndose al cristianismo —una hija suya sería proclamada santa— mientras se mantenía como el primero de los «príncipes bandoleros» de la sierra andaluza. Los relevos en el emirato quedarán marcados por la rebeldía permanente de Ornar. Contemos, pues, las dos historias a la vez.
Ornar era muladí, es decir, un hispano convertido al islam. Había nacido en una noble familia de origen godo —los Hafs— con propiedades en el área de Parauta, en la serranía malagueña de Ronda. El padre de Ornar murió bajo las garras de un oso. Nuestro protagonista tenía, además, dos hermanos. Podemos imaginar su vida como la de cualquiera de los miles de muladíes que, después de 711, dejaron de ser godos cristianos para convertirse en hispanos musulmanes: la conversión les permitió mantener sus propiedades y su posición social, que de otra manera habrían perdido. Pero la invasión musulmana no iba a traer sólo una religión distinta y unos jefes nuevos, sino también grupos étnicos y sociales que se comportaban como los amos del país. Y aquí es donde la vida de Ornar se complica.
Hemos de situarnos en algún punto de la sierra malagueña. Entre sus riscos pasta el ganado de la familia Hafsún. Pero hay más ganado y más ganaderos: los bereberes se han atribuido derechos. Y uno de esos pastores bereberes comienza a robar las reses de la familia Hafsún. Ornar lo descubre y persigue al ladrón. Le da caza y los dos ganaderos se enfrentan. En la refriega, Ornar mata al ladrón berebere. Nuestro protagonista sabe que se ha metido en un serio lío. Ante la justicia del emir, un berebere siempre será más favorecido que un muladí. Por otro lado, los bereberes conservan todos sus hábitos tribales. Ornar sabe también que los amigos del ladrón querrán tomarse la justicia por su mano. No le queda otra opción que huir.
El fugitivo se esconde en el alto Guadalhorce, en el desfiladero de los Gaitanes. Allí se elevan las ruinas de un viejo castillo: Bobastro, que será la inexpugnable base de operaciones de Ornar. El caso de Ornar no es una excepción: hay en la región otros muchos fugitivos. Ornar forma una banda y comienza a robar por las campiñas cercanas. En uno de estos saqueos es atrapado. El gobernador de Málaga, que ignora el episodio del berebere muerto, cree que tiene en sus manos simplemente a un ladrón y se limita a hacerle azotar. Antes de que alguien revele el gran secreto, Ornar pone tierra de por medio o, más precisamente, agua. Se escapa al norte de África y, discretamente, se instala como aprendiz de sastre.
En Córdoba, mientras tanto, todo está ardiendo. Muhammad ha fracasado en sus intentos por acabar con Ibn Marwan, el rebelde de Mérida. Hasim, el primer ministro, ha caído preso de los cristianos. El emir planifica una enorme ofensiva contra Asturias, pero sus esfuerzos —ya lo hemos contado aquí— naufragarán en el desastre de Polvoraria. El crédito político y militar de Muhammad se extingue mientras, a la vez, los problemas económicos se mezclan con convulsiones de tipo religioso. El caos en Al Andalus es fenomenal. Buen momento para los aventureros. Ornar ibn Hafsún decide volver a Málaga.