La última, sí, porque a partir de ese momento se inauguraba un largo periodo de paz entre Córdoba y el reino de Asturias. Es posible que Hasim, antes de abandonar las tierras leonesas, enviara embajadas a Alfonso proponiendo nuevas treguas. Eso no lo sabemos. Lo que sí sabemos es que en los años siguientes no volvería a haber campañas moras contra el reino cristiano del norte, ni campañas cristianas contra el enemigo musulmán del sur. Habría otros combates, pero no entre las dos grandes potencias de la Península. El emirato, por su parte, iba a verse envuelto, como ya era tradición, en feos problemas internos. Y Alfonso aprovecharía esos años de paz relativa para culminar su obra de gobierno.
Alfonso podía mirar hacia atrás con legítimo orgullo: en menos de veinte años de reinado había frenado al enemigo sarraceno, le había golpeado sin misericordia, había rechazado todos sus ataques posteriores, había extendido los límites del reino muy al sur, se había convertido en la potencia determinante de la cristiandad española… Y lo que ahora el futuro le deparaba era la posibilidad de coronar su obra con una política de gran estilo. Veamos cómo lo hizo.
Hay que repetir que el gran mérito de Alfonso III fue su visión política; una visión política de gran estilo que abarcaba tanto la guerra como la paz, tanto la organización física del territorio como la narración histórica del reino, tanto la identidad religiosa del pueblo cristiano como las relaciones exteriores con los reinos vecinos. Alfonso no fue en esto completamente original, porque las líneas fundamentales de su política ya venían sentadas desde tiempo atrás, pero incluso eso hay que computarlo como mérito del vencedor de Polvoraria. Alfonso III supo inscribirse en la corriente heredada de sus antepasados para gobernarla con plena conciencia. Y es eso, tal conciencia, lo que hace grande a este rey.
La conciencia, sí: conciencia de quién es uno y dónde está. Una política de gran estilo es la que sabe dar razones de su acción, justificarse ante sí misma, ante su pueblo y ante la historia. El príncipe que hace esto asciende un escalón: ya no es sólo un caudillo guerrero o un gobernante más o menos acertado, sino un Político con mayúscula que da un sentido a las cosas que hace y transmite ese sentido a los demás. Desde el principio de los tiempos, todos los grandes poderes han buscado proveerse de tal sentido. Eso se hace escribiendo la historia. Lo hicieron los griegos y los romanos. Lo hicieron los musulmanes. Y ahora, siglo y medio después de Covadonga, era hora de hacerlo en Asturias.
¿Cómo se hizo? Con las llamadas
Crónicas alfonsíes,
tres en total, de las cuales una conoció dos versiones. ¿Y quién las escribió, y por qué? Eso es un misterio, pero hay suficientes datos para plantear una hipótesis muy verosímil. Tal y como lo reconstruyó Sánchez Albornoz, la cosa pudo ser así:
Desde los días del rey Ordoño, un nutrido contingente de mozárabes había huido de Al Andalus para buscar refugio en el reino de Asturias. Estos mozárabes trajeron consigo la sabiduría isidoriana, es decir, el acervo cultural que la cristiandad de Toledo y Andalucía conservaba desde la época goda. ¿En qué consistía tal sabiduría? Fundamentalmente, en libros y tradiciones. Y entre esos libros, buen número de códices históricos y geográficos, además de textos religiosos. Los portadores físicos de este legado cultural eran los clérigos, depositarios de la tradición hispanogoda.
Uno de estos clérigos, sin duda mozárabe por su conocimiento de la grafía arábiga, comenzó un día a escribir una larga historia. Es muy probable que viviera en Oviedo, y es también posible que comenzara su relato por indicación expresa de Alfonso III, cuyo gusto por los libros es bien conocido. El clérigo mozárabe compuso un relato al viejo estilo: historia de Roma, historia de la España goda y, por fin, historia del reino astur. ¿De dónde sacó el material para confeccionar su relato? Sin duda, de los materiales hispanogodos que los mozárabes habían conservado. Pero, ¿y el material sobre el reino de Asturias? ¿De dónde lo había sacado? Porque los hechos de la corona de Oviedo no se encontraban en los textos godos, evidentemente, y los mozárabes de Toledo o Córdoba tampoco podían conocerlos sino muy remotamente. Sin duda, alguien en Asturias se había tomado la molestia de redactarlos en alguna crónica que después desapareció. Por eso se supone que hubo alguna vez una crónica asturiana primordial, hoy perdida.
El hecho es que, con todos esos materiales, nuestro clérigo mozárabe, en su latín canónico, terminó su trabajo. Debía de ser el año 881, porque el relato llega hasta las batallas del Monte Oxifer. El clérigo añadió una lista de las diócesis del reino y de los obispos que las gobernaban. Más tarde se añadirán dos párrafos correspondientes a los años 882 y 883. El resultado fue la primera crónica histórica conocida del reino de Asturias; una crónica que sitúa la corona de Oviedo en una línea ininterrumpida desde Roma. En otros términos: el reino de Asturias —literalmente, «los reyes godos de Oviedo»— se identificaba con la legitimidad de la corona goda, heredera a su vez de la legitimidad imperial romana, santificada por la cruz. A esta crónica se la llamó después
Albeldense
, porque en el monasterio de Albelda se halló una primera copia. Pero el clérigo que la escribió no era de Albelda, sino, insistimos, mozárabe, y vivió en la corte de Oviedo.
Casi al mismo tiempo, alguien escribía otra crónica, la llamada
Crónica Profética
, que es el segundo texto fundacional en la ideología del reino de Asturias. Esta crónica se llama profética porque se basa en una supuesta profecía de Ezequiel. Interpretada por los mozárabes de Toledo, la profecía en cuestión venía a anunciar el fin del poder musulmán y el retorno de la corona goda. ¿Cuándo caería el emirato en España? Según los cálculos de Toledo, cerca del día de San Martín de 884. ¿Y cómo volvería la corona goda? Volvería encarnada en el rey de Asturias, que era la prolongación histórica de la vieja monarquía toledana. Esta crónica fue terminada el 11 de abril de 882.
Respecto al autor de la
Crónica Prqfética
, todo apunta al erudito sacerdote Dulcidio, presbítero de Toledo primero, obispo de Salamanca después. Dulcidio, en su gabinete toledano, cotejó la profecía, hizo los cálculos y corrió a Oviedo para contar al rey Alfonso su inminente victoria. Los cálculos no eran correctos, como no tardaría en verse, pero sí es cierto que el emirato, a partir de ese momento, entró en fase de agudísimos problemas internos y todo presagiaba su inminente caída. Dulcidio, en todo caso, se quedó en Asturias y entró al servicio de Alfonso. Pronto le veremos actuando de embajador. Y no sólo eso, sino que además aportará materiales importantes para la tercera crónica del reino de Asturias, la que estaba escribiendo el propio Alfonso.
Porque, en efecto, hay una tercera crónica que conoció dos versiones, y todo apunta a que Alfonso en persona fue su primer redactor. Esto se sabe porque hay cartas en las que Alfonso agradece a un sobrino suyo, cierto obispo llamado Sebastián, su mediación para obtener datos e información con que escribir su relato. ¿Y quién le proporcionaba esos datos, esa información? Dulcidio, el de la
Crónica Profética
. Así, Alfonso pudo componer un relato histórico con abundantes materiales. Esta primera versión de la crónica recibe el nombre de
Rotense
. Parece que la primera versión le quedó al rey un tanto… sincera. Hasta el extremo de que hubo de ser corregida para embellecer un poco no sólo el estilo, sino también los hechos. Y de ahí nace la segunda versión.
¿Quién escribió esa segunda versión de la crónica de Alfonso III? Al parecer, fue Sebastián, su sobrino, y por eso a la segunda versión se la llama
Sebastianense
, aunque también
Ovetense
y
Erudita
. Sebastián no sólo mejoró el bárbaro latín de Alfonso, sino que además introdujo elementos muy importantes en la justificación ideológica del reino. Subrayó el origen noble de Pelayo y la continuidad entre la monarquía visigoda y la corona asturiana, suavizó las enérgicas disposiciones de Fruela contra la corrupción del clero, maquilló determinados pasajes poco edificantes acerca de las luchas intestinas por el poder en la corte de Oviedo… Eso explicaría las lagunas que, como hemos visto en capítulos anteriores de nuestra narración, salpican con frecuencia la crónica astur.
El hecho, en todo caso, es que así se construyó el relato inaugural de la Reconquista, la narración que a partir de ese momento iba a orientar, a encauzar, a dar sentido a la existencia misma de los reinos cristianos de la Península. Las
Crónicas alfonsíes
son el germen narrativo de todo lo que pasó después. Hay quien ve aquí un motivo para sospechar de la «verdad» de la Reconquista. Nosotros pensamos todo lo contrario: precisamente el hecho de que fuera puesta por escrito demuestra que aquella gente sabía lo que estaba haciendo y, sobre todo, lo que quería hacer: recuperar lo que a partir de entonces se llamó la «España perdida».
Una de las primeras cosas que hizo Alfonso III después de la segunda tregua con el emir Muhammad fue enviar un embajador a Córdoba. ¿Para qué? Para recuperar los cuerpos de los mártires Eulogio y Leocricia, asesinados en la capital del emirato en 859 por afirmar la fe de Cristo frente a la de Mahoma. El embajador fue nada menos que Dulcidio, aquel clérigo de Toledo que escribió la
Crónica Profética
. Dulcidio cumplió con éxito su misión: en septiembre de 883 salió de Oviedo y en enero de 884 volvía con las reliquias de los mártires. Alfonso las hizo depositar junto a la iglesia de San Salvador.
¿Y por qué mandaba Alfonso traer los cuerpos de los mártires? ¿Por devoción? Sí, sin duda, pero también por el intenso significado político —en el mejor de los sentidos— de aquel gesto. Porque traer desde la capital del emirato las reliquias de los mártires, y depositarlas en la capital del reino de Asturias, significaba proclamar que Oviedo era el centro de la cristiandad española. Por el mismo motivo, Alfonso III y su esposa Jimena donaron a la catedral de Oviedo la maravillosa Cruz de los Ángeles, claramente emparentada con aquella Cruz de la Victoria que desde un siglo antes ornaba la iglesia de San Salvador.
Hay que tener en cuenta que, en esta época, política y religión son dimensiones inseparables. La resistencia del núcleo asturiano, primero, y de toda la Hispania cantábrica después, no puede entenderse como una resistencia de tipo «nacional». En aquella época la comunidad —incluida la comunidad política— no se fundaba en ese tipo de sentimientos. Lo que constituía una comunidad era un sentimiento de pertenencia basado en cosas como la lengua, la corona o, muy principalmente, la religión. Y fue precisamente la religión lo que marcó la diferencia fundamental entre la España súbitamente mora de 711 y la España cristiana que quiso resistir.
¿En qué medida fue una resistencia consciente o, por el contrario, fue un simple sentimiento de rebeldía espontánea ante un poder que se percibía como profundamente ajeno? Eso es difícil saberlo. Lo que sabemos sin ningún género de duda es que las élites del país debían de verlo con cierta claridad, porque todos los reyes, uno detrás de otro, incluso los más tibios, se preocupan por construir iglesias que den fe de su compromiso. Porque lo que caracteriza al reino de Asturias, lo que fundamenta y justifica su independencia, es su carácter cristiano frente a una Hispania que ha dejado de serlo por la fuerza de las armas.
Pequeño problema: Asturias se quería cristiana, la verdadera cristiandad frente a la cristiandad sometida de Al Andalus, pero, al fin y al cabo, la cristiandad oficial era la encarnada en Toledo, es decir, la que estaba bajo el poder moro. ¿No había ahí una contradicción? La había, y sin duda eso fue lo que llevó a las pequeñas comunidades del norte a mostrarse cada vez más disidentes. Una disidencia que encontró un argumento perfecto para expresarse en la querella del adopcionismo, cuando el obispo de Toledo, Elipando, se permitió transigir con el dogma de la divinidad de Cristo. Y fue entonces cuando Beato de Liébana llamó a Elipando «testículo del Anticristo» —aquí lo hemos contado— y comenzó una polémica que terminaría llevando a la independencia de la Iglesia asturiana, primero, y a su primacía en España después.
Es muy importante subrayar que esa disidencia religiosa del norte respecto a Toledo se disparó sin intervención del poder regio, es decir, fue un proceso autónomo, no promovido por la corona a modo de instrumento político. La única intervención política en este episodio fue la de la monarquía carolingia, que actuaba más bien a modo de delegada papal. Eso sí, la corona asturiana vio rápidamente que en la querella contra Toledo había mucho más que una discusión doctrinal. Por eso, acto seguido, Alfonso II el Casto se apresuró a apoyar a la Iglesia asturiana en un movimiento que era al mismo tiempo religioso y político.
A partir de este momento, la Iglesia se convierte en eje de la vida del reino, y no sólo en lo religioso y lo cultural, sino también en lo político, como demuestra su protagonismo en las labores de repoblación hacia el sur. El hallazgo del sepulcro de Santiago supuso un hito decisivo. Después, la tardía leyenda de Clavijo dará testimonio del intenso sentimiento religioso que acompañaba al reino en aquellos primeros años de la Reconquista.
Una vez más, lo que caracteriza a Alfonso III en este aspecto es la plena toma de conciencia de la situación. El rey es consciente de que en la defensa de la cruz reside la auténtica fuerza de su corona. Y por eso, apenas empuña el cetro, ordena restaurar todos los templos, y no sólo en Oviedo. Por los documentos conservados sobre la repoblación de Chaves sabemos que mandó rehabilitar allí dos viejas iglesias visigodas. Podemos suponer que lo mismo hizo en toda la larga línea que se extendía desde Coimbra hasta Amaya. Y en cuanto a los grandes centros religiosos del reino, especialmente Santiago y Oviedo, se ocupó de protegerlos con fortificaciones pensadas para evitar nuevas incursiones vikingas.
En Santiago hizo algo más, y esto también tiene un gran valor político: sobre la modesta iglesia que Alfonso II había mandado elevar en torno al sepulcro del Apóstol, Alfonso III edificó un gran templo que quedó terminado el 6 de mayo de 899. Por el acta de la ceremonia fundacional conocemos, a pesar de las falsificaciones posteriores, los nombres de las personalidades más eminentes del reino. Entre los condes, Vermudo de León, Sarracino de Astorga y el Bierzo, Betote de Deza, Hermenegildo de Tuy y Oporto, Arias de Coimbra, Pelayo de Braganza, Odoario de Viseo, Silo de Prucios (el norte de Galicia), Lucidio de Guimaráes, Ero de Lugo, Munio Núñez de Castilla, Gonzalo Fernández de Burgos, amén de otros condes, como Osorio Gutiérrez y Fruela Suárez, cuya jurisdicción ignoramos. Y entre los obispos, Teodomiro de Egitania, Gomado de Oporto y Viseo, Nausto de Coimbra, Sisnando de Iria, Elleca de Zaragoza, Argimiro de Lamego, Recaredo de Lugo, Jacobo de Coria…