Recordemos un poco la genealogía del personaje. Alfonso era el único hijo varón de Fruela I. Era fruto del matrimonio de Fruela con una dama vascona cautiva, Doña Munia. Aquel matrimonio, consecutivo a una guerra, significó la incorporación de una parte importante de los vascones al reino de Asturias. La tradición, en tono rosa, sostiene que Fruela, hondamente enamorado de Munia, construyó para ella la ciudad de Oviedo. Y en Oviedo, en el año 760, vio la luz Alfonso. Lo más probable es que Alfonso naciera en Cangas, pero esto, en todo caso, es secundario.
Recordemos también que este caballero había pasado por experiencias nada convencionales. Primero, tras el asesinato de su padre, fue enviado por su madre a un monasterio para que allí se cobijara. Después, su tía Adosinda, esposa del rey Silo, lo llevó a la corte para que se encargara del gobierno de palacio y aprendiera a ser rey. Entronizado en el año 783, fue rápidamente derrocado por la conspiración de Mauregato. Tuvo que huir de nuevo y refugiarse entre los vascones, los parientes de su madre, Doña Munia. Ahora regresaba a Asturias en la peor de las situaciones. El reino estaba postrado ante la mayor amenaza que había conocido desde los días de Covadonga.
Alfonso fue proclamado rey el 14 de septiembre de 791. Más precisamente, fue ungido rey por el rito visigodo, algo que no se había hecho nunca antes en el reino de Asturias y que por ello mismo es muy significativo. Ignoramos si hubo algún tipo de oposición, pero es poco probable: los magnates que hasta entonces habían cortado el bacalao acababan de fracasar estrepitosamente y la situación general era cualquier cosa menos halagüeña. ¿Qué significado político tenía el retorno de Alfonso a Asturias? No lo sabemos a ciencia cierta. Algunos autores sostienen que en el reino había dos partidos: uno más localista, dispuesto a conllevarse con los moros, representado por gentes como Aurelio y Mauregato, y otro proclive a reconocerse en la herencia goda, más beligerante hacia Córdoba y representado por la estirpe de Pelayo, es decir, por Alfonso. Esto es sólo una conjetura; no es imposible, pero es improbable.
Ahora bien, el hecho es que Alfonso, si no era cabeza de un partido godo o «gotizante», actuó como si lo fuera. Las crónicas son muy claras. Alfonso restauró —nos cuentan— «todo el orden gótico toledano, tanto en la Iglesia como en palacio», lo cual quiere decir que introdujo en el reino las formas y maneras que eran de uso común en la monarquía goda de Toledo, y aun algo más: que el nuevo rey manifestaba una voluntad evidente de mostrarse como heredero de la corona que Agila y Rodrigo perdieron a manos de los musulmanes en 711. ¿Por qué es tan importante esta cuestión? Porque de ella se deduce toda una filosofía de la Reconquista. Vamos a verlo, pues, un poco más en detalle. La cuestión clave es en qué medida los reyes asturianos se veían a sí mismos como continuadores de la monarquía hispanogoda, del reino godo de Toledo. Es una pregunta con implicaciones políticas decisivas.
En efecto, si la monarquía asturiana no se consideraba prolongación de la corona goda, sino algo distinto, algo nacido después y en otro lugar, su legitimidad quedaba necesariamente afectada: la legitimidad tradicional seguía estando en Toledo, capital eclesiástica y política, y por tanto el reino astur tendría que reconocer, implícita o explícitamente, la supremacía de un poder que ahora había pasado a manos musulmanas. Pero si el reino de Asturias reivindicaba la herencia de la corona goda, si proclamaba su continuidad con la corona cristiana de Toledo, entonces su designio estaba claro: no se aceptaba la supremacía de Toledo, pues ahora la auténtica legitimidad estaba en Asturias. No se aceptaba el poder del emirato cordobés, invasor y usurpador, y al contrario, se afirmaba el derecho del reino de Asturias a recuperar el territorio invadido, la vieja Hispania romana y goda, la Península Ibérica. Si la corona asturiana se proclamaba heredera del «orden gótico», eso equivalía a reivindicar su derecho a la reconquista. Y exactamente eso fue lo que pasó.
Esto es lo que da a la figura de Alfonso II el Casto una dimensión política crucial. Hasta él, no puede decirse que exista nada semejante a una idea de reconquista; la rebelión contra los musulmanes no implica el designio de recuperar la España perdida. A partir de Alfonso II, sin embargo, esa idea se hace manifiesta. Mucho debieron de influir, sin duda, las elaboraciones doctrinales que en Liébana y otros lugares estaban haciendo clérigos como Beato. Aquellas ideas estaban abriendo un horizonte nuevo para el reino. Y no eran sólo ideas, sino que Alfonso se aplica a materializarlas en actos: en su política religiosa, en su política exterior, en la construcción de su capital.
Alfonso trasladó la capital del reino a Oviedo. O por decirlo mejor, construyó en Oviedo su capital. Porque no se trataba sólo de un cambio de sede a un lugar mejor comunicado y con mayores ventajas estratégicas, sino que Alfonso ordenó levantar un conjunto arquitectónico como nadie había visto hasta entonces en Asturias: una catedral —la del Salvador— con iglesia adjunta —la de Santa María— y panteón regio; a su lado, otra iglesia —la de San Tirso— más un cementerio y una zona residencial para el alto clero; se añadían, por supuesto, un palacio real y diversas edificaciones para alojar al gobierno del reino; para abastecer al conjunto, un acueducto, y además, un hospital y una muralla. Conocemos el nombre del arquitecto, que se llamaba Tioda. Del complejo palatino de Alfonso sólo ha llegado hasta nuestros días la capilla de San Tirso, concebida como capilla de palacio, y que es lo que hoy conocemos como Cámara Santa de la catedral. Alfonso había ordenado construir esa capilla para que albergara las reliquias que habían llegado a Asturias desde Toledo tras la invasión musulmana. Era un símbolo, una forma gráfica de hacer ver que Toledo, ahora, estaba en Oviedo.
Como muestra visible de la nueva legitimidad, Alfonso hizo colocar en la catedral ovetense la llamada Cruz de los Ángeles, una excepcional pieza de orfebrería labrada en oro y cuajada de piedras preciosas. En ella hizo Alfonso inscribir un lema que subrayaba la identificación del reino con la defensa de la cristiandad. Decía así:
Este don permanezca en honra de Dios, siendo recibido agradablemente; ofrécelo el humilde siervo de Cristo Alfonso. Con esta señal el bueno es defendido; con esta señal es vencido el enemigo. Quien quiera que presumiere quitármelo, sea muerto con rayo del cielo, si no cuando mi libre voluntad lo ofrezca.
Con los mismos títulos, Alfonso II intervino en la querella del adopcionismo —ya hemos visto aquí en qué consistió este follón— alineándose con Roma y con Carlomagno —y con la Iglesia asturiana— frente al herético obispo de Toledo. Era una decisión igualmente cuajada de significado político: la Iglesia asturiana se emancipaba, se alejaba de la autoridad de Toledo. Al poder político del reino de Asturias se añadía ahora una autoridad religiosa propia, en relación privilegiada con Roma. Cuando aparezca la tumba del Apóstol Santiago, siempre dentro del reinado de Alfonso II, la personalidad de la Iglesia asturiana como auténtica Iglesia española será incontestable.
Carlomagno, por su parte, entablará con Asturias una relación intensa. Al parecer, el monarca carolingio trató de que la Iglesia asturiana quedara subordinada a la Iglesia francesa. Eso no ocurrió. Pero Alfonso sí que se esforzó por mostrarse ante Carlomagno como un aliado fiel y, si no como un vasallo, sí como un rey que aceptaba la hegemonía carolingia entre las coronas de la cristiandad. Nos consta que Alfonso enviará diversas embajadas a la corte de Aquisgrán. También nos costa que los dos monarcas coordinarán en varias ocasiones sus esfuerzos bélicos contra los musulmanes. Hasta Alfonso, la relación de Asturias con el resto de Europa se circunscribía a los enlaces matrimoniales de la nobleza; a partir de Alfonso, puede hablarse con toda propiedad de una política exterior en el reino.
Un designio fundamental de la política de Alfonso fue, naturalmente, no cejar en la guerra contra Córdoba. En los próximos capítulos veremos cómo Asturias, bajo Alfonso, supo responder a la nueva política ofensiva del emirato cordobés; veremos a Alfonso perder unas veces y ganar otras, pero, al final, asistiremos a la extensión de las fronteras del reino muy al sur, con capítulos tan impresionantes como la conquista de Lisboa. Y veremos también cómo, al mismo tiempo, se intensifica la repoblación cristiana mas allá de la Cordillera Cantábrica y con apoyo expreso del rey.
Rey guerrero, rey político, rey diplomático, rey constructor… Alfonso ciñó la corona durante más de medio siglo. Murió en 842, con ochenta y dos años. Sin familia directa ni descendencia. Dicen que por eso se le llamó
El Casto
, por su renuncia al matrimonio. Aunque en otro tiempo su sobrenombre no fue
El Casto
, sino
El Magno
, por el alcance político de sus victorias militares. Ellas nos acompañarán durante los próximos capítulos de nuestra historia.
Cuando Alfonso II sube al trono, la situación del reino de Asturias es gravísima. Sus ejércitos han quedado deshechos tras la derrota de Bermudo en el Bierzo. Su economía, seriamente tocada por la devastación de los campos en esa misma campaña. Su sociedad, atemorizada y con los horizontes cerrados. Podemos suponer que las esperanzas de los asturianos se elevarían ante la llegada de un nuevo rey con las cualidades de Alfonso: joven —poco más de treinta años—, piadoso y del linaje de Pelayo y Fruela. Pero si tratamos de meternos en la cabeza del propio Alfonso, las circunstancias distaban de ser halagüeñas. La única ventaja que podía tener Alfonso era ésta: tan seria había sido la derrota del año 791 que los moros, verosímilmente, no se sentirían inquietos. Al contrario, más bien estarían confiados en su superioridad militar y táctica.
Los moros, en efecto, estaban confiados. ¿Podían estarlo? El nuevo emir de Córdoba, Hisam, era un hombre prudente. Para explorar la situación, envió en 792 una expedición de castigo al oriente del reino de Asturias, por tierras de Álava. Fue un completo éxito. Los cristianos se mostraron incapaces de oponer la menor resistencia. Parecía evidente que los rebeldes del norte no habían podido recomponer su fuerza militar tras la derrota del Bierzo, el año anterior. El emirato de Córdoba podía poner los ojos en alguna empresa aún más ambiciosa. ¿Cuál? Desarbolar la marca fronteriza que Carlomagno estaba construyendo en el Pirineo, incluso llegar hasta Narbona otra vez, como en los viejos tiempos.
Para tan ambiciosos planes, Hisam había tomado sus providencias. La fundamental era jubilar con honores a los generales vencedores en el Bierzo, Abu Utman y Yusuf, viejos alfiles de Abderramán I, y poner en su lugar a dos jóvenes con ganas de gloria y triunfo: los hermanos ibn Mugait, nietos del conquistador de Córdoba. Se llamaban Abd al-Malik y Abd al-Karim. En aquel mismo año 792, recién devastada (una vez más) la llanura alavesa, y constatado que por aquel flanco nada había que temer, Abd al-Malik conoció su gran misión: invadir el reino de los francos. Palabras mayores, porque las fuerzas de Carlomagno eran temibles. Pero Abd al-Malik las venció.
Vale la pena examinar un poco esta campaña de Abd al-Malik en tierras de los francos, porque nos dice muchas cosas sobre la formidable potencia del ejército musulmán de Córdoba. Lo que Abd al-Malik pone en movimiento para su expedición es sencillamente alucinante: decenas de miles de hombres, poderosos contingentes de caballería, gran cantidad de máquinas de guerra —torres de asalto, catapultas, etcétera—, todo ello concentrado sobre un solo punto. Abd al-Malik sube hasta Gerona, recientemente tomada por los francos, y literalmente deshace la ciudad. Después continúa la marcha hasta Narbona, en territorio francés, y la asedia con violencia. Sus máquinas de guerra rompen las murallas, la morisma penetra en la villa, la incendia y saquea todo lo que puede. Acto seguido se dirige contra Tolosa y derrota en campo abierto a las fuerzas del duque tolosano. Desarbolada cualquier defensa, los moros se dedican a saquear durante meses los alrededores. Allí estuvieron hasta que ya no quedó nada por devastar. Abd al-Malik volvió a Córdoba con miles de esclavos y un botín inmenso. Tan grande fue el botín que al emir Hisam, que se reservaba la quinta parte de las ganancias, le dio para rehacer el puente de Córdoba sobre el Guadalquivir y para terminar la mezquita que había empezado su padre. Un éxito.
Es esa fuerza avasalladora la que Hisam se propone desencadenar una vez más contra el reino de Asturias: si los francos no han podido pararle, menos aún podrían las débiles huestes de los rebeldes del norte. Tras intensos preparativos, en el año 794 toda la maquinaria de guerra musulmana se pone en movimiento. La táctica será la de siempre: la tenaza, es decir, un ejército que ataca por el este y otro por el oeste. A Hisam ya le había salido bien una vez. ¿Por qué no intentar una repetición de la jugada? El este, las tierras alavesas y cántabras, serán para Abd al-Karim; el oeste, las tierras gallegas y leonesas, para Abd al-Malik, el vencedor de Narbona y Tolosa. Pero Abd al-Malik tiene una misión suplementaria: no sólo hay que invadir, derrotar y saquear, sino que, además, debe llegar a la misma capital del reino, Oviedo, y devastarla a conciencia.
La expedición de Abd al-Malik fue un paseo triunfal. Los moros habían aprendido, entre otras cosas, que debían evitar los caminos entre valles. Así el caudillo agareno decidió marchar por la calzada de la Mesa, que le permitía controlar el territorio desde lo alto mientras avanzaba hacia el interior de Asturias. Toda la letal maquinaria que había aplastado Gerona, Narbona y Tolosa cayó ahora sobre Oviedo. La ciudad no pudo resistir. Abd al-Malik destruyó la capital de Alfonso sin piedad, redujo a cenizas las casas y a escombros las iglesias, robó todo lo que pudo, apresó a cuantos paisanos dejó con vida. Y cumplida su misión, cargado con rico botín, volvió por donde había venido.
Y mientras el moro destruía Oviedo, ¿qué hacía Alfonso? Aguardar el momento oportuno. El rey cristiano sabía que no podía enfrentarse con el moro a campo abierto; no le quedaba otra opción que salirle al paso en algún punto de su camino. Pero atención, eso ya lo había hecho antes Bermudo con resultados catastróficos. No era tan sencillo como parecía. Había que escoger muy bien el lugar. Después, llegar sin ser visto. Y entonces, pero sólo entonces, atacar de tal manera que la capacidad de reacción del enemigo quedara reducida al mínimo. Hay un punto en la vieja calzada de la Mesa, un pasillo entre dos cerros al lado del río Pigüeña, donde el caminante deja de controlar las alturas. Los diplomas antiguos lo llaman Lutos; al parecer, el nombre deriva de los lodos que en gran cantidad colman una hoya junto al río (lodo, en latín, se dice
lutum
). Allí la vía se estrecha y el paisaje se puebla de amenazas entre abismos y cenagales. Ese fue el sitio que Alfonso escogió.