La Guerra de los Dioses (6 page)

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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickmnan

Tags: #Fantástico

* * *

Lord Ariakan reunió a su ejército en las Alas de Habbakuk, una extensión de terreno llano con forma de faldar desplegado justo a los pies de la Torre del Sumo Sacerdote. Siendo el bastión más fuerte de las defensas de Ansalon, la fortaleza no tenía secretos para Ariakan. El mandatario conocía cada sala, cada corredor, cada entrada falsa, cada sótano; conocía sus puntos fuertes y sus debilidades. Había esperado este momento desde que se había marchado de allí, hacía muchos años.

Ariakan se recordaba a sí mismo montado en su caballo, en este mismo altozano, contemplando la torre y planeando cómo podría tomarla. El recuerdo le produjo la espeluznante sensación de haber hecho todo esto antes, aunque entonces los hombres que lo rodeaban habían sido Caballeros de Solamnia, algunos de los cuales era más que probable que hoy estuvieran esperando para enfrentarse a su antiguo compañero en batalla.

Sus servidores instalaron la tienda de mando en la oscuridad. Sus oficiales se reunieron en el mismo momento en que los primeros trazos rosa anaranjados tiñeron el cielo. Cinco oficiales se encontraban presentes: los comandantes de los tres ejércitos de asalto, el comandante de la fuerza draconiana, y el comandante de una fuerza a la que se conocía entre las demás tropas como los Esbirros de la Oscuridad, un ejército compuesto por goblins, ogros y mercenarios humanos, muchos de los cuales habían estado merodeando por las montañas Khalkist desde el final de la Guerra de la Lanza, esperando que se presentara la oportunidad de vengarse. También entre éstos había una numerosa tropa de minotauros dirigidos por oficiales de su propia raza, ya que los minotauros no aceptan recibir órdenes de simples humanos.

Ariakan repasó de nuevo su plan de batalla. El primero, segundo y tercer ejército de asalto tenían como misión atacar, batir y franquear la muralla por los accesos principales. A cada uno de ellos se le proporcionaría máquinas de asedio para llevar a cabo su misión. El primer ejército que abriera brecha en las defensas tenía que despejar ese sector de la muralla para que las otras fuerzas pudieran entrar.

Los Esbirros de la Oscuridad tenían que atacar la puerta principal de la Espuela de Caballeros. Si tenían éxito, debían abrirse paso hasta la torre central y ayudar a los ejércitos de asalto en la destrucción del enemigo.

El quinto ejército, la fuerza draconiana, se estaba reuniendo con los Caballeros de Takhisis, que atacarían desde el aire. Los draconianos, montados a lomos de los dragones azules, saltarían sobre las almenas y despejarían el camino para los ejércitos de asalto. Los caballeros permanecerían a lomos de los dragones, combatiendo contra los reptiles plateados que sin duda acudirían en ayuda de los Caballeros de Solamnia.

Acabada la reunión, Ariakan despidió a sus oficiales y ordenó a sus sirvientes que le llevaran el desayuno.

* * *

La espera era dura; Steel paseaba impaciente, incapaz de estar sentado, inmóvil. La excitación que corría por sus venas necesitaba un escape. Se acercó al grupo de especialistas que montaba la máquina de asedio con la que atacarían la entrada principal. Steel se habría sumado al trabajo con tal de hacer algo, pero supuso que sería más un estorbo que una ayuda.

El enorme ariete estaba hecho con el tronco de un roble gigantesco. La cabeza, reforzada con hierro, estaba moldeada a semejanza de la de una tortuga marina (en honor de la madre de Ariakan, diosa del mar), e iba montada sobre una plataforma con ruedas que se llevaría rodando calzada arriba, hasta la puerta principal. El ariete colgaba de lo alto de la máquina de asedio, suspendido en un soporte de cuero, e iba conectado a un complejo conjunto de poleas. Unos hombres tirarían de las gruesas sogas, echando el ariete hacia atrás. Cuando se soltaran las cuerdas, el ariete saldría impulsado hacia adelante y asestaría a las puertas un tremendo impacto. Un techo de hierro situado encima del ariete protegía de flechas encendidas, piedras y otras armas que los defensores utilizarían en un intento de destruirlo antes de que ocasionara un daño importante en los portones.

Los Caballeros de la Espina habían reforzado la infernal máquina de asedio con varios tipos de magia. Los Caballeros de la Calavera, dirigidos por la suma sacerdotisa de Takhisis, se adelantaron y dieron al ingenio sus oscuras bendiciones, invocando a la diosa para que los ayudara en su empeño. Las inmensas puertas, hechas con madera de carpe y guarnecidas con bandas de acero, estaban reforzadas aún más por la magia, y se temía que no cederían sin la intervención de la Reina Oscura.

Pero ¿estaba Takhisis presente? ¿Había acudido a presenciar el mayor triunfo de su ejército? Steel tuvo la impresión de que la gran sacerdotisa vacilaba en mitad de la plegaria, como si no estuviera segura de que hubiera alguien escuchándola. Los Caballeros de la Calavera que flanqueaban a la sacerdotisa, parecían inquietos y se miraban de soslayo unos a otros. El técnico, que se había visto obligado a interrumpir su trabajo durante las oraciones, estaba impacientándose con todo el asunto.

—Un montón de tonterías, si quieres saber mi opinión —le dijo rezongando a Steel cuando las plegarias terminaron—. Eso no quiere decir que no sea creyente —se apresuró a añadir al tiempo que echaba una mirada a su alrededor para asegurarse de que los clérigos no lo habían oído—. Pero he empleado seis meses de mi vida en el diseño de esta máquina y otros seis construyéndola. Un poco de apestoso polvo de hechiceros y unas cuantas plegarias masculladas no van a ganar esta batalla. Nuestra Oscura Majestad tendrá cosas mucho más importantes que hacer hoy que rondar por aquí y ponerse a llamar a la puerta principal de los solámnicos. —Contempló su invento con ojos rebosantes de orgullo—. Mi máquina hará ese trabajito en su lugar.

Steel se mostró cortés dándole la razón, y los dos hombres pasaron a discutir la coordinación de ambas fuerzas. Hecho esto, Steel se marchó para reunirse con sus tropas de bárbaros.

Encontró a los cafres entretenidos en algún tipo de juego popular entre los de su raza. Uno de ellos, uno de los pocos que hablaban el Común, intentó explicar a Steel cómo era el juego. El joven escuchó pacientemente, procurando mostrarse interesado. No tardó en encontrarse perdido en la complejidad de las reglas del juego, en el que se utilizaban palos, piedras, pinas y estaba implicado el lanzamiento, en apariencia descuidado, de grandes cuchillos con mangos de hueso y aspecto mortífero.

El cafre explicó que el riesgo de recibir un corte y sangrar excitaba a los hombres y los preparaba para la batalla. Steel, que se había preguntado a qué se debían todas esas cicatrices de aspecto extraño que los bárbaros tenían en las piernas y los pies, no tardó en dejar a los cafres con sus peligrosas diversiones y reanudó sus paseos de un lado para otro.

Su mirada se dirigió hacia las murallas de la Torre del Sumo Sacerdote, donde podía ver pequeñas figuras moviéndose de aquí para allí, asomándose entre los huecos de las almenas. Hacía mucho que el alba había quedado atrás, así como la hora en que los ejércitos solían atacar. Si la espera era dura para Steel, imaginaba que para los que estaban dentro de la torre tenía que serlo mucho más. Debían de estar preguntándose cuál era la razón del retraso, qué estaría tramando Ariakan, y replanteándose sus propias estrategias. Y, entre tanto, el miedo atenazaría sus corazones y su valor menguaría con el paso de las horas.

El sol siguió ascendiendo en el cielo; las sombras arrojadas por la torre se acortaron. Steel sudaba bajo la pesada armadura y miraba con envidia a los cafres, que entraban en batalla casi desnudos, con los cuerpos cubiertos con un tipo de pintura azul que apestaba, y que, según ellos, tenía propiedades mágicas y era todo cuanto necesitaban para protegerse contra cualquier arma.

Steel afrontó el calor para encaminarse hacia donde los caballeros, su propia garra, preparaban a sus dragones para el combate. El subcomandante Trevalin lo divisó e hizo un gesto con la mano, pero estaba demasiado ocupado ajustando la lanza —una copia de las famosas Dragonlances— para ponerse a charlar. Steel vio a Llamarada, que tenía un nuevo jinete. El joven no envidiaba la suerte de este caballero. Llamarada se había puesto furiosa cuando supo la destitución de Steel, incluso había amenazado con no tomar parte en la batalla. Steel había logrado convencerla para que no desertara, pero saltaba a la vista que la hembra de dragón seguía irascible. Llamarada era fiel a la Visión y lucharía valerosamente, pero también se las arreglaría para hacer la vida imposible a su nuevo jinete.

Reprimiendo los sentimientos de pesar y envidia, Steel volvió a su propia compañía, lamentando haberse marchado. Empezaba a notar el calor y su entusiasmo comenzaba a decaer, cuando una agitación en la parte central del ejército atrajo su atención. Lord Ariakan había salido de su tienda. Un profundo silencio cayó sobre los que estaban a su alrededor.

Acompañado por su guardia personal, el abanderado, los hechiceros y los clérigos oscuros, Ariakan montó en su caballo, un corcel de guerra, negro como el carbón, llamado
Vuelo Nocturno,
y se dirigió cabalgando hasta ocupar una posición justamente detras del escuadrón de retaguardia del segundo ejército de asalto. Ordenó que se desplegara la bandera de combate.

Los estandartes de todos los otros ejércitos fueron izados; las banderas colgaban fláccidas en el quieto aire. Ariakan levantó un bastón de negra obsidiana, decorado con lirios de la muerte plateados y rematado con una calavera sonriente. Echando un último vistazo a su alrededor y advirtiendo que todo estaba dispuesto, Ariakan bajó el bastón.

El toque claro de una trompeta sonó en el aire rielante por el calor. Steel reconoció el toque: «avance de aproximación al enemigo», y la sangre le latió en las venas a un ritmo tan acelerado que creyó que el corazón le iba a estallar de emoción.

Las trompetas de todos los ejércitos de Takhisis sonaron en respuesta, sumándose a los agudos toques de los cuernos de diversos escuadrones, fundiéndose en una estruendosa, ensordecedora melopea guerrera. Con un clamor de voces que debió de sacudir los cimientos de la torre, el ejército de Takhisis se lanzó al ataque.

4

Una discusión entre viejos amigos.

Sturm Brightblade pide un favor

Al filo del alba, Tanis el Semielfo subió la escalera que conducía a las almenas próximas a la torre central, no muy lejos del lugar donde la sangre de Sturm Brightblade teñía las piedras de la muralla. Pronto ocuparía su posición aquí, pero no llamó a sus tropas para que se unieran a él. Todavía no. Tanis había elegido este sitio concreto deliberadamente. Percibía la presencia de su amigo, y, en este momento, necesitaba sentirlo cerca.

El semielfo estaba cansado; había pasado despierto toda la noche, reunido con sir Thomas y los otros comandantes, intentando encontrar un modo de lograr lo imposible: vencer a un enemigo infinitamente superior en número. Hicieron planes, buenos planes. Luego salieron a las almenas y vieron a los ejércitos de la oscuridad, iluminados profusamente, ascender por la ladera de la colina como una marea creciente de muerte.

Al garete los buenos planes.

Tanis se sentó con pesadez en el suelo de piedra de la muralla, echó la cabeza hacia atrás, y cerró los ojos. Sturm Brightblade estaba en pie frente a él.

El semielfo veía al caballero claramente, con su anticuada armadura, la espada de su padre en las manos, plantado en el mismo punto de las almenas en el que ahora descansaba Tanis. Cosa curiosa, al semielfo no lo sorprendió ver a su viejo amigo. Parecía lógico y oportuno que Sturm se encontrara allí, recorriendo las almenas de la torre por la que había dado su vida defendiéndola.

—No me vendría mal un poco de tu valor, viejo amigo —dijo Tanis en voz queda—. No podemos vencer. Es inútil. Lo sé. Sir Thomas lo sabe. Los soldados lo saben. ¿Y cómo podemos seguir adelante sin esperanza?

—A veces la victoria acaba siendo una derrota —repuso Sturm Brightblade—. Y la victoria se consigue mejor con la derrota.

—Tus frases son enigmas que no acierto a descifrar, amigo mío. Habla con claridad. —Tanis buscó una postura más cómoda—. Estoy demasiado cansado para jugar a las adivinanzas.

Sturm no respondió enseguida. El caballero paseó por las almenas, se asomó por el borde de la muralla y contempló fijamente el vasto ejército que se iba concentrando en las inmediaciones de la torre.

—Steel está ahí abajo, Tanis. Es mi hijo.

—Así que está aquí, ¿eh? No me sorprende. Al parecer, fracasamos. Ha entregado su alma a la Reina Oscura.

Sturm se volvió para mirar de frente a su amigo.

—Vela por él, Tanis.

El semielfo resopló.

—Me parece que tu hijo puede cuidar de sí mismo estupendamente, amigo mío.

—Lucha contra un enemigo infinitamente más fuerte que él. —Sturm sacudió la cabeza—. Su alma no está del todo perdida, pero, si no sale victorioso de esa lucha interna, lo estará. Vela por él, amigo mío. Prométemelo.

Tanis estaba perplejo, turbado. Sturm Brightblade rara vez pedía un favor.

—Haré cuanto pueda, Sturm, pero no lo entiendo. Steel es un servidor de la Reina Oscura. Ha rechazado todo aquello que intentaste hacer por él.

—Milord...

—Si quisieras explicármelo...

—¡Milord! —Alguien lo sacudió por el hombro.

Tanis abrió los ojos y se incorporó bruscamente.

—¿Qué? ¿Qué sucede? —Echó mano a la espada—. ¿Es la hora?

—No, milord. Siento haberos despertado, pero necesito saber vuestras órdenes.

—Sí, desde luego. —Tanis se puso de pie despacio, con los músculos entumecidos. Echó un rápido vistazo a su alrededor. No había nadie más en las almenas, sólo este joven caballero y él—. Lo siento, debo de haberme quedado dormido.

—Sí, milord —asintió cortésmente el caballero—. Estabais hablando con alguien.

—¿De veras? —Tanis sacudió la cabeza intentando librarse del aturdimiento que enturbiaba su cerebro—. He tenido un sueño la mar de extraño.

—Sí, milord. —El joven aguardó, pacientemente.

Tanis se frotó los ojos, irritados por el cansancio.

—Bien, ¿qué me preguntabas?

Prestó atención a las palabras del joven caballero, respondió y siguió con sus obligaciones; pero, cada vez que se hacía un silencio, podía oír una palabra pronunciada quedamente:

Prométemelo...

* * *

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