La Guerra de los Dioses (9 page)

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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickmnan

Tags: #Fantástico

Dentro del Portal había una oscuridad que sólo los ojos de la magia podían penetrar.

Cada, vez que se levantaba la cortina que ocultaba el Portal, las cinco cabezas cobraban vida, irradiando brillantes colores: azul, verde, rojo, blanco y negro. Matarían y devorarían a cualquier mago lo bastante necio como para intentar entrar por sus propios medios, como había ocurrido durante la Prueba...

Palin parpadeó, cegado por el fulgor. Los ojos le ardían, y tuvo que frotárselos. El brillo de las cabezas se hizo deslumbrante, y en el aire se alzaron unos cánticos.

La primera:
De la oscuridad a la oscuridad, el eco de mi voz resuena en el vacío.

La segunda:
De este mundo al otro, mi voz clama exultante de vida.

La tercera:
De la oscuridad a las tinieblas, llamo. Bajo mis pies, el suelo es firme.

La cuarta:
Tiempo: deten el curso de tu marcha.

Y, por último, la quinta cabeza:
Puesto que incluso los dioses se someten al destino, lamentadlo conmigo.

...
Su visión se hizo borrosa, y las lágrimas corrieron a raudales por sus mejillas mientras intentaba ver a través de la cegadora luz... Las luces multicolores formaron un torbellino y giraron alrededor del vacío negro que vibraba palpitante... La propia oscuridad se movía, giraba en torno a un punto de mayor negrura en el centro del vacío...

—¡Caray, mira esto! —dijo Tas de repente. Se incorporó de un brinco y corrió a tirar de la manga a Palin—. ¡Puedo ver dentro! ¡Palin, puedo ver dentro! ¿Y tú?

El joven mago dio un respingo.
Podía
ver dentro del Portal. Un paisaje llano, desierto, grisáceo se extendía bajo un cielo gris y vacío.

Las cinco cabezas de dragones estaban silenciosas, oscuras. Los ojos de las cabezas, que deberían haber relucido en una feroz advertencia ante este intento de abrirse paso burlando su vigilancia, permanecían apagados, mortecinos, vacíos.

—Eso es el Abismo —dijo Tas solemnemente—. Lo reconozco. Es decir, lo recuerdo. Pero el color no está bien. No sé si te lo he contado o no...

—Lo has hecho —murmuró Palin, aunque sabía que daba igual porque Tas continuaría con su historia.

—Estuve una vez en el Abismo, y sufrí una gran desilusión. ¡Había oído tantas cosas acerca de él! Demonios y diablos y aparecidos y espectros y almas en pena... Tenía verdaderas ganas de visitarlo. Pero el Abismo no es así. Es vacío y horrible y aburrido. Casi me morí de aburrimiento.

Lo que para un hombre es el cielo para otro es el infierno, como reza el dicho, y esto era especialmente cierto en el caso de los kenders.

—Casi tan aburrido como aquí —añadió Tas, un comentario ominoso viniendo de un kender, como Palin debió haber recordado.

Pero el joven estaba absorto en sus pensamientos, intentando explicar lo inexplicable. ¿Qué le pasaba al Portal?

—Pero recuerdo muy bien —siguió parloteando Tas— que el Abismo no tenía este color gris. Era una especie de rojizo, como si un fuego ardiera a lo lejos. Así es como lo describió Caramon. Quizá la Reina Oscura decidió volver a decorarlo. —La idea animó al kender—. Podría haber elegido un tono mejor... Así, todo tan gris, no me hace mucha gracia. Sin embargo, cualquier cambio sería para mejor.

Tas se estiró el blusón, comprobó que llevaba encima todas sus bolsas y saquillos, y se dirigió hacia el Portal.

—Vayamos a echar un vistazo.

Palin no le estaba prestando atención; su mente estaba ocupada en recordar todo lo que había oído decir o había leído acerca del Portal al Abismo. Pero esa parte de él que estaba en constante alerta cuando había un kender cerca —un instinto de supervivencia que los humanos desarrollaban— dio la alarma y lo sacó de sus reflexiones.

Adelantándose de un salto, tropezando con la grada en su precipitación, Palin se las arregló para agarrar a Tas segundos antes de que el kender cruzara el Portal.

—¿Qué? —preguntó Tas con los ojos muy abiertos— ¿Qué pasa?

A Palin le costaba trabajo respirar.

—El conjuro... podría estar activado... impidiendo el acceso... Podrías haber... muerto...

—Supongo que sí —dijo Tas con actitud pensativa—. Claro que, por otro lado, supongo que no. Así es el rebote de las bolas de fuego, como solía decir Fizban. Además, me da la impresión de que Raistlin se está impacientando, y me parece de muy mala educación tenerlo esperando más tiempo.

A Palin se le cortó la respiración del todo. Se quedó helado, con el corazón en un puño.

—Mi... tío...

—Está justo ahí delante. —Tas señaló el Portal, hacia el vacío paisaje gris—. ¿Es que no lo ves?

Palin apretó con fuerza el Bastón de Mago, buscando apoyo en él. Volvió a mirar dentro del Portal, temiendo ver...

El cuerpo de Raistlin colgaba inerte por las muñecas; la túnica negra estaba hecha jirones. El largo cabello blanco le caía sobre el rostro, al tener la cabeza reclinada sobre el pecho... Desde el pecho hasta el bajo vientre, el cuerpo de Raistlin estaba desgarrado y quedaban al descubierto los órganos vitales aún palpitantes. El goteo que había escuchado Palin era la sangre al caer sobre un aljibe colocado a sus pies.

Raistlin estaba de pie, vestido con sus ropajes negros, los brazos cruzados sobra el pecho. Tenía la cabeza inclinada, en un gesto pensativo, pero de vez en cuando echaba una mirada hacia el Portal, como si estuviera esperando a alguien. Luego volvía a sumirse en sus reflexiones, que no parecían ser agradables a juzgar por la expresión sombría plasmada en su rostro.

—¡Tío!

Fue sólo un susurro; Palin casi ni se oyó pronunciar la palabra. Pero Raistlin lo hizo. El archimago levantó la cabeza y volvió hacia el joven los dorados ojos con pupilas en forma de reloj de arena.

—¿Por qué vacilas, sobrino? —preguntó una voz seca y ronca, con irritación—. ¡Aprisa! ¡Ya has perdido bastante tiempo! El kender ha estado antes aquí. Él te guiará.

—Ése soy yo —exclamó Tas, excitado—. ¡Se refiere a mí! ¡Voy a hacer de guía! Nunca había sido guía antes. Salvo en Tarsis, que no estaba junto al mar como debería haber estado, pero eso no fue culpa mía. —Cogió a Palin de la mano—. Vamos, sígueme. Sé exactamente qué hay que hacer...

—¡Pero no puedo! —Palin liberó su mano de la de Tas de un tirón—. ¡Tío! —llamó—. ¿Y qué pasa con el Portal? Según las leyes de la magia, no podemos...

—Leyes —dijo Raistlin suavemente, meditabundo. Desvió la mirada hacia el horizonte, al pálido gris del cielo infinito—. Todas las leyes están canceladas, sobrino, se han roto todas las reglas. Puedes entrar en el Portal sin sufrir daño alguno. Nadie te detendrá. Nadie.

Las leyes canceladas. Las reglas rotas. Qué concepto tan extraño. Y, no obstante, Palin tenía la prueba de ello ante sus propios ojos. Podía entrar en el Portal sin impedimento. La Reina Oscura no intentaría detenerlo. No corría peligro.

—Te equivocas, sobrino —dijo Raistlin en respuesta a sus pensamientos—. Corres un gran peligro. Tú y todos los mortales de Krynn. Ven a mí, y te lo explicaré todo. —Los dorados ojos se entrecerraron—. A menos que tengas miedo...

Palin lo tenía, y había una buena razón para ello, pero sin embargo dijo en voz queda:

—He llegado hasta aquí, tío. No pienso echarme atrás.

—Bien dicho, sobrino. Me alegra ver que no he perdido mi tiempo contigo. Cuando estéis aquí, venid a buscarme.

Palin inhaló hondo, aferró fuertemente el bastón con una mano y agarró la de Tasslehoff con la otra.

Juntos, los dos se acercaron hasta encontrarse delante de las cinco cabezas de dragones.

—Entraremos —les dijo Palin, y dio un paso adelante.

Los dragones no se movieron, no hablaron, no vieron, no oyeron.

—El Portal está roto —musitó para sí el joven mago—. ¡Está... muerto!

Tas y Palin cruzaron el Portal al Abismo tan fácilmente como si hubieran cruzado la puerta de la cocina de Tika.

7

El Abismo.

La búsqueda.

Asamblea de inmortales

Estaban rodeados de gris: suelo gris, cielo gris. No había señales de vida, ni siquiera de vida condenada.

A Raistlin no se lo veía por ningún sitio.

—¡Tío! —empezó a llamar Palin.

—¡Chist! ¡Calla! —exclamó Tas que se aferró al joven y casi lo tiró patas arriba—. No digas una palabra. ¡Ni siquiera la pienses!

—¿Qué? ¿Por qué no? —preguntó Palin.

—En este sitio las cosas pasan de un modo muy extraño —susurró el kender mientras echaba miradas furtivas a su alrededor—. Cuando estuve aquí, pensé lo bonito que sería ver un árbol, y apareció uno, así, sin más. Sólo que no era un árbol verde, frondoso, sino un árbol muerto. Y entonces pensé en Flint porque, según Fizban, se supone que tengo que encontrarme con él debajo de un árbol en la otra vida. Y apareció un enano, sólo que no era Flint. Era un enano perverso llamado Arack y vino hacia mí blandiendo un cuchillo y...

—Comprendo —dijo suavemente Palin—. Aquello que deseamos, lo recibimos, sólo que no es exactamente como lo queremos. ¿Supones, entonces, que Raistlin...? ¿Que no era más que una ilusión, porque yo quería verlo?

—Parecía muy, pero que muy real, ¿no? —repuso Tas después de pensarlo un momento—. Ese misterioso comentario acerca de leyes canceladas y reglas rotas... Es muy propio de Raistlin. Y el modo en que nos dijo que nos encontráramos con él aquí, para después marcharse antes de que llegáramos, eso también es muy propio de él.

—Pero nos dijo que nos diéramos prisa... —Palin consideró el asunto—. «Leyes canceladas... reglas rotas... Cuando estéis aquí, venid a buscarme...» Tas —dijo, ocurriéndosele de pronto una idea—, ¿cómo viajabas por este sitio? No caminabas, ¿verdad?

—Bueno, puede hacerse, pero el paisaje no es nada del otro mundo, por no mencionar que no sabemos adonde vamos... ¿O lo sabemos?

Palin sacudió la cabeza en un gesto de negación.

—Entonces, no aconsejaría que camináramos —dijo Tas—. La última vez que estuve aquí, recuerdo a ese individuo realmente horrible, con una barba que le brotaba de la calavera, y que olía como la merienda de un gully, sólo que peor. Fue el que me encontró y me llevó a ver a la Reina Oscura. Ella no fue nada agradable —añadió Tas con tono severo—. Me dijo que...

—¿Cómo fuisteis a ver a la reina? —lo interrumpió Palin, manteniendo con firmeza las riendas de la conversación, consciente de que si las dejaba flojas el locuaz kender la desviaría hacia media docena de caminos coloquiales secundarios.

Las cejas de Tas se fruncieron en un gesto pensativo.

—Bueno, no fue con un coche de caballos. Eso no lo habría olvidado. Creo... Sí. Aquel tipo horrible puso la mano, que era más bien una garra huesuda, según recuerdo... la puso alrededor de un medallón que llevaba al cuello, y en cierto momento nos encontrábamos en un sitio y al momento siguiente estábamos en otro lugar.

—¿Estás seguro de que nevaba un medallón? —preguntó Palin, decepcionado.

—Sí, completamente. Lo recuerdo porque era un medallón de aspecto muy interesante. Tenía un dragón de cinco cabezas, y me habría gustado tomarlo prestado durante un rato, sólo para echarle una ojeada, y...

—El bastón —dijo Palin.

—No. Un medallón. Estoy seguro. Yo...

—Quiero decir que quizá podríamos utilizar el bastón para encontrar a mi tío. Vamos, agárrate de mi mano. —El joven apretó el cayado con más fuerza.

—¿Vas a hacer magia? —preguntó Tas, anhelante—. Me encanta la magia. Recuerdo una vez, cuando Raistlin me transportó mágicamente a un estanque de patos. Era...

Palin no prestaba atención al kender. Cerró lo ojos, apretó los dedos en torno al bastón y sintió que la suave madera se ponía caliente al tacto. Pensó en su tío, recordándolo como lo había visto, oyó su voz, la oyó claramente.

¡Deprisa! Ven a mí...

—¡Oh! —exclamó Tas con un respingo—. ¡Palin, mira! ¡Funciona! Nos estamos moviendo.

Palin abrió los ojos.

El paisaje gris, invariable, se deslizaba bajo sus pies; el cielo gris giraba y giraba a su alrededor, más y más rápido, hasta que Palin se sintió mareado, con náuseas.

El torbellino gris los envolvió, giró a su alrededor. El suelo desapareció bajo sus pies, pero el remolino gris los retuvo, no los soltó.

Vueltas... y vueltas... y vueltas...

Vueltas... y vueltas... y vueltas...

Devanando sus sentidos, arrebatándole la conciencia como si fuera una hebra hilándose en un huso, girando, girando en una gran rueca, vueltas y vueltas... retorciéndose y afinándose más y más...

Sonó un chasquido.

Palin no podía respirar. Una mano le tapaba la boca. Se debatió, intentó levantar sus propias manos para librarse de los dedos sofocantes...

—¡Chitón! —dijo una voz susurrante—. ¡No digas una palabra! Guarda silencio. Se supone que no tenemos que estar aquí.

Palin abrió los ojos y se encontró mirando unos ojos dorados, con las pupilas en forma de reloj de arena. La mano que le tapaba la boca era delgada y huesuda; los dedos, largos y delicados. La piel tenía un tinte dorado. Era la mano de su tío, era su tío el que lo sujetaba.

El joven hizo un gesto de asentimiento para indicar que había entendido. Raistlin aflojó los dedos, y Palin inhaló hondo.

Algo rebulló a su lado. Tasslehoff.

El kender estaba diciendo algo, pero Palin no podía escucharlo. Sabía que Tas estaba hablando porque la boa del kender se movía, pero de ella no salía ninguna palabra, ningún sonido.

Tasslehoff, con una expresión de absoluto desconcierto, se tocó la garganta y volvió a hablar. Nada.

Puso la mano hueca en torno a una oreja y volvió a intentarlo. No hubo ningún sonido.

Desesperado, el kender sacó la lengua y, poniéndose bizco, se la miró para ver qué le ocurría.

Raistlin se acercó a Palin y le dijo en un susurro:

—El conjuro no es permanente. No lo sueltes.

El joven volvió a asentir con un cabeceo, aunque no pudo evitar preguntarse por qué Raistlin había hecho que el kender lo acompañara. Iba a planteárselo, pero Raistlin le dirigió una mirada severa con la que lo exhortaba a guardar silencio.

Palin, Raistlin y Tas estaban escondidos en unas densas sombras, detrás de una enorme columna de brillante mármol blanco con estrías negras y rojas. Cerca de Palin había otra columna, ésta de mármol negro con estrías rojas y blancas. Y, más allá, había una tercera columna, de mármol rojo con estrías blancas y negras. Bajo sus pies no había suelo ni tierra; sólo oscuridad.

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