La Guerra de los Enanos (41 page)

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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Aventuras, Juvenil, Fantastico

Anonadado por la insólita alabanza que le dedicara su gemelo, Caramon no pudo contestar y tuvo que contentarse con asentir. El representante de las Colinas lanzó un nuevo resoplido, pero una mal velada admiración animaba sus pupilas en el momento en que traspasó el acceso entre el estruendoso repiqueteo de sus piezas metálicas.

Antes de alejarse, Reghar reculó sobre sus pasos y asomó la cabeza por la abertura.

—Os acompañaré en la cena —accedió reticente, y desapareció.

—Yo también me retiro, hermano —se despidió el mago.

Con aire ausente, el hechicero se dirigió hacia la salida. Enlazadas las manos bajo los pliegues de su pectoral, no despertó de sus hondas cavilaciones hasta que unos dedos rozaron su brazo. Molesto, irritado con el hombretón por osar distraerle, le espetó secamente:

—¿Qué quieres?

—Darte las gracias —balbuceó el luchador—. Nunca antes habías ensalzado así mis virtudes, ni en la intimidad ni en presencia de extraños.

El nigromante sonrió complaciente. Ninguna luz en sus ojos confirmaba esta muestra de cordialidad, pero Caramon se sentía demasiado feliz para percatarse.

—Lo que he aseverado es la pura verdad —insistió Raistlin—. Además contribuirá a la consecución de nuestro objetivo, ya que necesitamos a esos enanos. He dicho incontables veces que tienes recursos ocultos, que sólo has de tomarte la molestia de desarrollarlos. Después de todo, somos gemelos —añadió, sarcástico—; no nos separan tantas diferencias como tú supones.

Echó a andar, pero de nuevo se lo impidió la mano del guerrero al agarrarle por la manga. Conteniendo un suspiro de impaciencia, el archimago se detuvo.

—Traté de matarte en Istar, Raistlin —recordó el hombretón, al mismo tiempo que se lamía los resecos labios—. Estaba convencido de que me sobraban razones, basadas en hechos que se me antojaban pruebas irrefutables de tu perversidad. Ahora no sé a qué atenerme —confesó, ajeno al sonrojo que inflamaba su rostro—. Me gustaría pensar que colocaste a los miembros del cónclave arcano en una situación en que no les quedó otro remedio que catapultarme al pasado con el único propósito de rehabilitarme. No fueron ésas tus intenciones —se apresuró a añadir al observar cómo apretaba los labios su interlocutor y endurecía sus rasgos—, al menos no exclusivamente. Estoy persuadido de que has maquinado todo esto en tu propio beneficio, mas vislumbro que en una recóndita parte de tu ser anida un resquicio de afecto hacia mí. Intuiste que estaba en apuros y algo te indujo a socorrerme.

El hechicero estudió a su oponente entre divertido e irónico, antes de desencantarlo, encogiéndose de hombros.

—Si esa romántica noción que has concebido te ayuda a luchar con mayor ahínco, te inspira mejores estrategias, desentumece tu mente y, sobre todo, me permite salir de esta tienda para consagrarme a mi tarea, te exhorto a acunarla en tus entrañas. Poco me importa.

Tras deshacerse, con una brusquedad no inferior a la que desplegara en su discurso, de la garra que le sujetaba, se plantó junto a la cortinilla. No obstante, algo refrenó su arranque, porque se inmovilizó y, ladeada su encapuchada cabeza, susurró:

—Nunca me comprenderás.

Aunque nervioso, pronunció tal sentencia con acento más triste que enojado.

Reanudó el hechicero la marcha, con un fustigar de negros pliegues en torno a sus tobillos.

El banquete nocturno se celebró en el exterior, bajo unos auspicios funestos.

Se dispusieron los manjares en largas mesas de madera, construidas de forma precipitada a partir de las balsas que se utilizaran en la travesía del estrecho. Reghar llegó con un nutrido séquito de unos cuarenta enanos mientras que Darknight, cabecilla de los bárbaros —un individuo de descomunal estatura y porte altivo cuya gravedad le asemejaba a Riverwind, al menos en la memoria de Caramon—, lo hizo acompañado de otros tantos guerreros. El general, por su parte, eligió el mismo número de hombres entre los soldados que más confianza le merecían debido a su talante moderado.

El hombretón había imaginado que, al ordenarse las filas, los enanos se sentarían aislados y los bárbaros también. No se entablarían conversaciones susceptibles de mezclarlos. Y así fue. Una vez organizados, cada grupo estudió al otro en un tenso silencio, apiñados los unos en torno a Reghar y alrededor de Darknight los otros, con los seguidores de Caramon en una incómoda posición intermedia.

Caramon se situó, equidistante, en el centro de las comitivas. Se había vestido con sumo celo: lucía el yelmo y piezas doradas de su época de gladiador, además de la armadura nueva que le habían regalado y que encajaba a la perfección con los antiguos adornos. Su piel broncínea, su incomparable físico y sus rasgos cincelados y fuertes le conferían una autoridad que hasta los enanos reconocieron. En efecto, aquellas criaturas obstinadas en su hostilidad intercambiaron miradas con las que significaban su aprobación.

—¡En primer lugar, quiero saludar a mis huéspedes! —exclamó el general con su resonante voz de barítono—. Sed bienvenidos a este ágape de camaradería, que ha de simbolizar la alianza y, espero, una incipiente amistad entre nuestras respectivas razas.

Este prólogo suscitó murmullos despreciativos, resoplidos que denotaban escarnio. Uno de los enanos incluso escupió en el suelo, un acto deliberado que hizo que varios bárbaros agarrasen sus arcos y dieran un paso al frente, por considerarse en su tribu una ofensa digna del peor castigo. Su adalid los detuvo y, sin conceder mayor importancia al incidente, el hombretón prosiguió.

—Vamos a combatir juntos, quizás a morir en el mismo campo de batalla. Por lo tanto, demostremos nuestra buena predisposición en esta primera noche compartiendo el alimento como los hermanos que hemos de ser. Sé que os disgusta separaros de vuestros congéneres y amigos, pero es mi deseo que trabéis conocimiento con quienes sin duda se transformarán en nuevos compañeros. Para ayudaros a romper el hielo, he preparado un pequeño juego. No os inquietéis; es del todo inocente.

Al oír estas palabras, los enanos quedaron boquiabiertos. Desorbitados los ojos, muchos de ellos se acariciaron la barba y emitieron quedos susurros que rasgaron el aire por su violencia. ¡Los adultos de su pueblo no jugaban! Cierto que lanzaban piedras o mazos, mas tales actividades eran definidas como deportes y no como entretenimientos pueriles.

Los bárbaros, con Darknight a la cabeza, tuvieron la reacción opuesta. Los habitantes de las Llanuras vivían para las justas, los certámenes y otras diversiones, que incluso juzgaban más emocionantes que declarar la guerra a sus vecinos.

Ondeando la mano, el anfitrión señaló una tienda enorme, de forma cónica, que se hallaba plantada detrás de las mesas y había sido objeto de curiosas miradas, algunas teñidas de resquemor, por parte de todos. La coronaba, a unos veinte pies de altura, el estandarte del guerrero. La sedosa bandera con la estrella de nueve puntas se agitaba en la brisa nocturna, bajo la luz de una hoguera encendida en su proximidad.

Mientras los presentes espiaban perplejos la tienda, Caramon estiró un brazo y tiró de una cuerda. Se desprendieron al instante las paredes de cañamazo que la configuraban y que, obedientes a la señal de su adalid, retiraron sin demora unos jóvenes sonrientes.

—¿Qué majadería es ésta? —rezongó Reghar, acariciando su hacha.

Un solitario poste se erguía en un mar de fango, negro y burbujeante. Su superficie había sido alisada, de tal suerte que refulgía alumbrada por las llamas. Cerca de su cúspide había una plataforma redonda, confeccionada con sólida madera, salvo en algunos puntos donde se habían abierto agujeros de irregular contorno.

No fue la visión del pilar, ni del entarimado, ni tampoco del fango, lo que arrancó frases de asombro tanto de los enanos como de sus oponentes, sino los objetos que, incrustados en la madera, se dibujaban en la cumbre. Reverberantes en la aureola luminosa de la fogata, cruzados sus destellantes metales, se destacaban en la oscuridad del poste una espada y un hacha guerrera. No eran aquéllas las toscas armas que portaban la mayoría de los soldados de ambos ejércitos. Su acero estaba templado por manos expertas, sus exquisitas tallas resplandecían frente a quienes las contemplaban incluso a cierta distancia.

—¡Por la barba de Reorx! —se admiró Reghar en un susurro ahogado, tembloroso—. Esa hacha es más valiosa que todo nuestro poblado. Renunciaría a cincuenta años de mi vida a cambio de poseer un arma tan espléndida.

Darknight, clavadas sus pupilas en la espada, tuvo que parpadear al asomar a sus ojos unas lágrimas de ansiedad que nublaban sus sentidos.

—¡Estos pertrechos son vuestros! —anunció Caramon, complacido.

Los dos cabecillas le consultaron con la mirada, con una expresión de sorpresa que ninguno se molestó en disimular.

—Si lográis apoderaros de ellos y bajarlos —concluyó el general.

Un tumulto de entusiasmo se propagó entre los componentes de ambos bandos, que corrieron prestos hasta la orilla del lodazal. Tanto creció el vocerío, que el guerrero tuvo que gritar con todas sus fuerzas para acallarlo.

—Reghar y Darknight, escuchadme bien. Cada uno de vosotros puede escoger a nueve miembros de su escolta para ayudarle en su empeño. El primero que acceda a los trofeos pasará a ser su único dueño.

El bárbaro no necesitó que le apremiasen. Sin preocuparse de seleccionar a ninguno de sus soldados, saltó sobre el barro y comenzó a vadearlo en dirección del madero. Pero a cada zancada se hundía en el viscoso terreno, ya que el fango ganaba en profundidad a medida que se acercaba a su objetivo. Cuando llegó al pie del pilar, la negra sustancia le llegaba hasta las rodillas.

Reghar, más cauto, se tomó unos minutos para observar a su contrincante. Tras llamar a nueve de sus seguidores más robustos, el hombrecillo de las Colinas entró en la laguna junto a los elegidos, aunque con escaso éxito, pues todo el contingente se desvaneció bajo el peso añadido de sus armaduras, que les empujaron hacia el fondo. Sus compañeros los arrastraron hasta la superficie, siendo el dignatario el último en emerger.

El enano exhaló una retahíla de reniegos, en los que no olvidó mencionar a ninguno de los dioses que conocía, a la vez que se limpiaba la barba y procedía a desanudar las trabas y las hebillas de su metálica vestimenta. Ya más ligero, alzada el hacha por encima de su cabeza, realizó una segunda intentona sin esperar a su escolta.

Entretanto, Darknight había comprobado que en las inmediaciones del poste, el suelo era más firme que en el recorrido. Abrazado ahora al madero, se dio impulso y cruzó las piernas por detrás para asirse mejor. En esta postura, consiguió escalar hasta cierta altura con una sonrisa de triunfo dedicada a los integrantes de su tribu, que le vitoreaban y animaban a continuar. De pronto, cuando creía próxima la victoria, empezó a deslizarse hacia abajo y, apretados los dientes, forcejeó a la desesperada a fin de no perder el terreno ganado. Fue inútil, a los pocos segundos el gran cacique de los bárbaros se encontraba de nuevo en la base, entre las despiadadas mofas de los enanos. Sentándose en el barro, estudió el engañoso pilar y constató que, como sospechaba, lo habían untado con grasa animal.

A nado más que a pie, Reghar alcanzó la misma posición que su adversario. El fango le cubría hasta la cintura, pero su extraordinaria voluntad le ayudó a sostenerse.

—Hazte a un lado —ordenó al frustrado hombre de las Llanuras—. Hay que aguzar el ingenio en estos casos —lo aleccionó—. Si no podemos subir, derrumbaremos la estructura y los trofeos caerán en nuestras manos.

Con una mueca de orgullo en su faz barbuda, salpicada de lodo, el enano descargó un contundente golpe con su pertrecho sobre la pértiga.

Caramon, que había urdido a conciencia su estratagema, sonrió en su fuero interno y encogió el cuerpo en anticipación de lo que había de ocurrir.

Retumbó en el aire un tintineo ensordecedor. La hoja del hacha rebotó contra el poste como si hubiera acometido la ladera rocosa de una montaña y el agresor averiguó entonces que el pilar no era sino un tronco desbastado del árbol llamado «férrea corteza», inmune a los golpes. Mientras el arma salía despedida de sus pegajosas manos, el hombrecillo fue también catapultado hacia atrás, dando con sus huesos en el charco. Ahora fueron los bárbaros quienes se carcajearon, aunque ninguna de sus risotadas fue tan sonora como las de su cabecilla.

El representante de los pueblos de las Colinas intercambió una mirada fulgurante con su rival humano, y creció la enemistad entre los bandos. Murió el alborozo, sustituido por hostiles murmullos que inquietaron al general. Al fin, Reghar apartó la vista de su oponente para contemplar la vieja hacha que se zambullía en el cieno antes de, fruto de una lógica asociación de ideas, admirar el codiciado tesoro que se erguía sobre su cabeza. Debía adueñarse de aquel espléndido objeto que centelleaba en la ígnea aureola de la fogata, exprimirse el cerebro hasta forjar un plan.

Mientras así discurría, sus seguidores, despojados de sus armaduras, se abrieron camino hasta él. Con su desabrido temple, el enano les indicó mediante imperativas voces y gesticulaciones que se alineasen en la base del madero. Una vez reunidos, les mandó que formasen una pirámide. Tres se enlazaron en un círculo inicial, dos más se encaramaron por sus espaldas para crear el segundo soporte y otro, más delgado, ocupó el tercero. El trío que constituía los cimientos se hundió hasta el pecho al recibir la presión de los de arriba, pero los valerosos hombrecillos lograron apalancarse en el sólido fondo y resistieron el peso.

Darknight los examinó unos momentos en afligido silencio y convocó a nueve de sus guerreros. Poco después, los humanos construían su propia pirámide, con más posibilidades en apariencia, de alcanzar los trofeos. Los enanos, debido a su inferior estatura, tuvieron que alargar su castillo a base de colocar un solo individuo en cada nivel a partir del tercero, reservándose Reghar el privilegio de trepar el último. Tras coronar el pináculo sobre unos apoyos vivientes que se mecían y gemían bajo sus pies, estiró los brazos en pos de la plataforma. No logró asirse a ella.

El bárbaro, en cambio, se subió sobre sus hombres y pronto se situó cerca del entarimado. Burlándose de la mueca distorsionada de su rival, el mandatario trató de introducirse en una de las dispares aberturas. Pero era demasiado corpulento y únicamente pudo asomar la cabeza.

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