La Guerra de los Enanos (61 page)

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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Aventuras, Juvenil, Fantastico

El joven caballero se sonrojó. Se adueñó de él el deseo repentino de que mentir no contraviniese todos los códigos del honor que tan arraigados tenía, habría sacrificado su vida con tal de no apenar a aquel hombre admirable e incluso meditó sobre la posibilidad de engañarle, de ahorrarle un disgusto. Vaciló, pero, al mirar a su ídolo, constató que no era necesario incurrir en aquella falta. Caramon estaba al corriente.

—Se trata de los bárbaros, ¿no es cierto? —ayudó al titubeante soldado.

Garic bajó la cabeza, un ademán más expresivo que cualquier asentimiento verbal.

—¿Todos?

—Sí, señor.

El mandamás entornó los párpados y, con un suspiro, agarró uno de los pequeños peones de madera que había distribuido sobre el mapa para reproducir el emplazamiento y la disposición de sus tropas. Perdido en sus cavilaciones, jugueteó con la figurilla hasta que, de pronto, exhaló un improperio y la arrojó a las llamas. Tras unos momentos de silencio, hundió la faz en sus manazas y declaró:

—No culpo a Darknight por lo que ha hecho. Él y sus hombres se tropezarán con múltiples vicisitudes, ya que los Enanos de las Montañas deben de haber bloqueado los pasos. Ése es sin duda el motivo de que no hayan llegado los suministros, y significa también que nuestro aliado habrá de batallar para franquearse el acceso a su patria. ¡Los dioses le guarden de todo mal!

Permaneció callado unos instantes antes de exclamar, apretando el puño:

—¡Maldito sea mi hermano! No se ha inventado un castigo digno de su vileza.

Garic se agitó en un escalofrío y se apresuró a escudriñar la estancia, temeroso de que el nigromante se materializara entre las sombras.

—Nada lograremos lamentándonos —razonó el hombretón, al mismo tiempo que se enderezaba y volvía a consultar su cartografía—. En mi opinión, nuestra única esperanza reside en agrupar al menguado ejército en el llano y obligar a los enanos a salir, a combatirnos en campo abierto, de tal modo que podamos utilizar la caballería. Nunca asaltaremos su refugio en el seno de la tierra —añadió, prendida de su voz una nota de amargura—, pero al menos nos batiremos en retirada con todas nuestras fuerzas intactas. Una vez en Pax Tharkas, la fortificaremos y...

—¿General? —Quien así le llamaba era uno de los centinelas de la entrada, azorado por tener que interrumpirle—. Disculpa mi intromisión, señor, pero un emisario solicita audiencia.

—Hazle pasar —accedió el guerrero.

Cruzó el umbral un hombre joven. Cubierto de polvo, enrojecidos sus pómulos a causa del frío, dirigió una mirada anhelante al cálido hogar, pero antes, imbuido de su deber, avanzó hacia Caramon a fin de entregarle el mensaje que portaba.

—Puedes calentarte si gustas —le ofreció éste, señalándole la fogata—. Me alegro de que alguien pueda beneficiarse de la sofocante atmósfera que crea esa horrible hoguera. En cualquier caso, su influjo no empeorará la crítica situación que, intuyo, has venido a exponerme.

—Gracias, señor —susurró el recién llegado. Se aproximó al fuego y estiró las manos para desentumecerlas, mientras explicaba—: La nueva que traigo es que los Enanos de las Colinas han abandonado Zhaman.

—¿Cómo? —vociferó Caramon, incrédulo—. Supongo que no habrán regresado a sus regiones, ¿verdad?

—Han iniciado la marcha hacia Thorbardin —le reveló el mensajero—. Les acompañan los Caballeros de Solamnia.

—¿Qué desafuero es éste? —se encolerizó el general, tanto que su puño se incrustó en el escritorio y los hitos salieron despedidos por el aire—. Mi hermano es el instigador —aseveró.

—Te equivocas, señor. Fueron los dewar —le rectificó el humano—. He recibido instrucciones de darte esta misiva.

Extrajo un pergamino de una bolsa y se lo alargó a Caramon, quien lo desenrolló precipitadamente.

«General Caramon:

Espías dewar acaban de poner en mi conocimiento que las puertas de la Montaña se abrirán cuando suenen los clarines. Nuestro plan es abalanzarnos sobre el enemigo. Si partimos al alba, arribaremos antes del anochecer. Siento mucho no haberte hecho partícipe de nuestro proyecto, pero el tiempo apremia. Puedes estar seguro de que se te reservará la parte del botín que te corresponde. Brille la luz de Reorx sobre vuestras hachas.

»Reghar Fireforge.»

Sin proponérselo, el hombretón recordó el pergamino manchado de sangre que sostuviera en su mano la noche en que les atacaron en la tienda. «El archimago os ha traicionado», rezaba.

—Los dewar —gruñó en voz alta—. Son espías, de acuerdo, pero no a nuestro servicio. También han dado pruebas de su deslealtad, aunque estoy convencido de que nunca perjudicarían a su propio pueblo.

—En ese caso, la única conclusión posible es que nos han tendido una trampa —comprendió Garic.

—Sí, y hemos caído en ella como conejos —ratificó Caramon, evocando el episodio no muy lejano en que Raistlin devolviera la libertad a uno de esos animales—. ¡No puede estar más claro! Nos rindieron Pax Tharkas porque recuperarla no había de resultar difícil, sobre todo si sus defensores morían antes de parapetarse. Nuestros seguidores desertan en tropel, los bárbaros de las Llanuras se van y, previamente engatusados, los Enanos de las Colinas deciden atacar Thorbardin flanqueados por los dewar. Y, cuando el sonido de las trompetas vibre en la fortaleza de la Montaña...

Retumbó un clamor musical, y el guerrero se sobresaltó. ¿Había oído un clarín o formaba parte de un sueño, de una pesadilla que cabalgaba sobre la grupa de una terrible visión? Casi vislumbraba al enano que arrancaba la ominosa nota del instrumento, y también a los dewar mientras despacio, de manera imperceptible, se desplegaban entre las filas de sus supuestos aliados. Unas descargas de hacha, varias escaramuzas hábilmente conducidas, y todo habría terminado.

Las tropas de Reghar nunca sabrían quién les había abatido, no tendrían la más mínima oportunidad de volverse.

En la mente de Caramon resonaron los gritos de guerra, los estampidos de botas con remaches de hierro, el estrépito de las armas en sus certeros lances y los aullidos ásperos, discordantes, de los agredidos. Era real, demasiado para desentenderse.

Extraviado en su alucinación, apenas reparó en la extrema lividez que había asumido el semblante de Garic. Desenvainando la espada, el joven caballero echó a correr hacia la puerta con un bramido que devolvió al general al presente. Se giró éste sobre sus talones y vio una negra marea de enanos, un bullente amasijo que se arracimaba al otro lado del umbral.

—¡Una emboscada! —anunció el fiel guardián.

—¡Recula! —le ordenó su superior con voz estruendosa—. No salgas, los caballeros han partido y esos asaltantes nos triplican, al menos, en número. Estamos solos, no podemos vencerlos. ¡Quédate en la estancia, cierra la puerta! —insistió a la vez que, de un salto, se plantaba detrás del valeroso soldado y le arrastraba hacia el interior—. ¡Centinelas, entrad!

Uniendo la acción a la palabra, el general asió por el brazo a uno de los dos hombres que, apostados en el exterior, se debatían para salvar la vida, en el momento mismo en que un dewar se arrojaba sobre él. Caramon enarboló su espada y, de una ágil estocada, hendió el yelmo del adversario. La sangre manó a borbotones, mas el guerrero no le prestó atención y, tras colocar al centinela a salvo del enemigo, embistió a la horda de enanos oscuros que se amontonaban en el corredor.

—¡Ponte a cubierto, necio! —espetó por encima del hombro al segundo guardián, quien, después de una breve vacilación, acató su mandato.

El objeto de la feroz arremetida del hombretón era desestabilizar a sus rivales. Surtió efecto. Los hombrecillos perdieron el equilibrio y retrocedieron presas del pánico frente al espectáculo que ofrecía aquella gigantesca fiera. No obstante, su pavor fue fruto de la sorpresa y, como tal, pronto se disipó. El inesperado agresor constató que, en cuestión de segundos, las abyectas criaturas recobraban la cordura y el valor.

—¡General, cuidado! —le advirtió Garic, que se hallaba en el umbral con la espada aún en la mano.

Sabedor de su inferioridad de condiciones, Caramon dio media vuelta y emprendió carrera hacia la sala del consejo. Pero su pie resbaló en el charco de sangre y se desmoronó, torciéndose la rodilla. Con un rugido ensordecedor, los dewar le acometieron.

—¡Entrad todos y atrancad el acceso, no hagáis heroicidades! —urgió el guerrero a sus hombres, y desapareció bajo los arremolinados enanos.

Desazonado, maldiciéndose por no haber intervenido, Garic irrumpió en la reyerta. El astil de un hacha se estrelló contra su brazo y sintió crujir el hueso, como si se hubiera astillado bajo el tremendo impacto. «Por fortuna —pensó, indiferente al dolor y la subsiguiente pérdida de sensibilidad—, no ha sido el de la espada.» Danzó el filo en el aire, y un contrincante cayó decapitado. Rasgó el aire el canto de un pertrecho enemigo, mas erró el golpe y, para colmo de venturas, el agresor sucumbió al poderoso golpe de uno de los centinelas de la puerta.

Aunque incapaz de levantarse, el hombretón batalló con toda su energía. Un puntapié de su pierna ilesa catapultó a dos enanos oscuros contra sus compinches y, aprovechando la confusión, el forzudo luchador se inclinó de costado y cruzó de un revés el rostro de un tercero ayudado por su recia empuñadura, que, al abrir la brecha, vertió la sangre del herido. Bañado de savia vital hasta los codos, coronó su impulso en sentido inverso y hundió la hoja en el vientre de otro dewar. El súbito arranque del caballero le había proporcionado una leve ventaja, le había rescatado de la muerte, pero poco duró el regocijo.

—¡Caramon, encima de ti! —volvió a prevenirlo su esbirro.

Tumbándose de espaldas, el incansable general reconoció la figura erecta, firme de Argat con el hacha equilibrada sobre su cabeza. En un movimiento reflejo, también él blandió su arma. Mas cuatro enanos, atentos a la maniobra de su cabecilla, lo sujetaron con fuerza y lo atenazaron contra el suelo.

Al borde del llanto, con una rabia que cegaba sus ojos frente al fulgor de los aceros circundantes, el caballero intentó salvar a su adalid. Fue inútil. Eran demasiados los enanos que le separaban del cautivo, y el hacha de Argat ya había iniciado el descenso.

Concluyó el arma su recorrido, aunque no de la forma prevista. El astil se desprendió de unas manos paralizadas, y Garic observó que al dewar se le desorbitaban los ojos en señal de perplejidad. El hacha se desplomó sobre las ensangrentadas losas con un sonoro repiqueteo, y el verdugo se derrumbó sobre el pecho de la pretendida víctima. Al examinar el cadáver del enano, el guardián descubrió un pequeño cuchillo clavado en su nuca. Alzó los ojos para identificar a la criatura que le había ajusticiado, y su pasmo no conoció límites.

Sobre el cuerpo sin vida del traidor, a horcajadas, se apalancaba... ¡nada menos que un kender!

El caballero pestañeó, persuadido de que el miedo y el dolor le habían trastocado hasta el extremo de concebir fantasmas que sólo en su mente existían. Pero no había tiempo de reflexionar sobre el fenómeno. Había llegado al fin junto a su general y, a su espalda, oía el griterío de los centinelas mientras ponían en fuga a los dewar, quienes, ante la derrota de su cabecilla, habían perdido buena parte de su entusiasmo en cumplir una misión que les habían presentado como una fácil matanza.

Los cuatro enanos que sujetaban a Caramon se retiraron a trompicones cuando el musculoso guerrero comenzó a forcejear bajo el cuerpo de Argat. Agachándose, Garic izó el cadáver por una pieza metálica de su armadura y se deshizo de él para que, ya libre de la farragosa carga, su adalid pudiera incorporarse. El hombretón se levantó vacilante, entre gemidos, como si la tullida rodilla cediera al tener que soportar su peso.

—¡Ayudadnos! —urgió el caballero a los dos soldados con una vehemencia innecesaria, pues, antes de que les llamase, los dos humanos se hallaban a sus flancos.

Entre los tres, con evidente esfuerzo dada la corpulencia del herido, le transportaron hasta la sala del consejo. El general, aunque renqueaba de manera ostensible, colaboró en la ardua tarea de sus seguidores.

Una vez hubo instalado a su superior en una butaca, Garic se asomó al pasillo a fin de estudiar la escena. Los frustrados conspiradores le espiaron en una postura hosca que denotaba resentimiento y, detrás de ellos, distinguió a otros hombrecillos que identificó como Enanos de las Montañas.

En primer plano, tan quieto que se diría que había echado raíces en la piedra, estaba el singular kender que se había moldeado a partir del vacío para salvar la vida de Caramon. Cenicienta su tez, el aparecido exhibía unas sombras verdosas en torno a los labios. Sin saber a qué atenerse, el guardián le rodeó la cintura con el brazo sano y, alzándole en volandas, le condujo al interior de la estancia. Cuando hubieron cruzado el dintel, los dos soldados cerraron el acceso de un violento portazo y corrieron los postigos.

Pese a que desfiguraba su rostro una capa de sangre y sudor, el general sonrió a su joven asistente. Sin embargo, no debía permitir que la gratitud se interpusiera en la determinación que había tomado de regañarle, así que adoptó una mirada iracunda y le sermoneó:

—Eres un perfecto atolondrado, caballero. Te he mandado que te mantuvieras al margen y has desafiado mi voluntad mezclándote en...

La causa de que se interrumpiera tan bruscamente en su reprimenda era que el kender en las garras de Garic, había estirado el mentón y clavado en él sus pupilas.

—¡Tas! —susurró, anonadado, el hombretón.

—Hola, Caramon —saludó el interpelado—. Estoy muy contento de volver a verte. He de informarte de unos hechos luctuosos, de una confabulación que debes conocer sin demora, pero temo que voy a desmayarme.

Y cerró los ojos.

—Y eso es todo —concluyó Tasslehoff, húmedos sus ojos en lágrimas al enfrentarse al rostro pálido, carente de expresión, de Caramon—. Me mintió acerca del funcionamiento del ingenio mágico, que se desarticuló en el momento en que intenté activarlo. Presencié el desmoronamiento de la montaña ígnea, un espectáculo que me compensó por las desdichas padecidas y que me indujo a perdonarle su patraña, mas luego perpetró otras acciones que no tienen disculpa. Te aseguro que sacrificaría mi vida a cambio de volver a contemplar otro Cataclismo, fue algo sobrecogedor —cambió de tema, deseoso de levantar el ánimo de su amigo—. La muerte sería un precio pequeño, aunque, en realidad, nunca he estado muerto y no puedo opinar. Si se asemeja a la experiencia que viví en el Abismo, desde luego, prefiero renunciar, ya que se trata de un paraje desolador. No imagino por qué se empeña tu hermano en traspasar sus fronteras.

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