La Guerra de los Enanos (56 page)

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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Aventuras, Juvenil, Fantastico

Los Enanos de las Colinas, tras negarse a asomar ni siquiera los rizos de la barba al interior del recinto, montaron su campamento al aire libre, en las llanuras. Los bárbaros les imitaron, no tanto por miedo a la magia que pudiera anidar en la mole — aunque la observaron con resquemor e intercambiaron secretos comentarios en su lengua— como porque se sentían incómodos en cualquier lugar cerrado.

Los humanos, mofándose de tan burdas supersticiones, entraron en la fortaleza en un tumulto de chanzas sobre espectros y muertos vivientes. Sólo pernoctaron una noche. A la mañana siguiente, se instalaron en la planicie y arguyeron, frente a los enanos, que se dormía mejor bajo las estrellas.

—¿Qué ocurrió ahí dentro? —preguntó el general a su gemelo en el momento de su arribo, mientras cruzaban el patio—. Dijiste que no era una de las Torres de la Alta Hechicería y, sin embargo, es ostensible su origen arcano. La erigieron miembros de tu Orden y, además, flota en el ambiente una extraña amenaza, un halo que no es mágico, como en Wayreth, sino que produce, más bien, sensación de... —Calló, al no encontrar el término apropiado.

—De violencia —le ayudó Raistlin paseando su mirada penetrante, aguda, por todos los objetos que le rodeaban—. De violencia y de muerte, hermano. Los magos concibieron este alcázar como un centro de experimentación y si lo alzaron lejos del mundo civilizado, fue porque eran conscientes de que los encantamientos aquí invocados podían escapar a su control. Y así sucedió, en más ocasiones de las que habían previsto. Pero también en este rincón apartado surgieron grandes prodigios, susceptibles de contribuir al perfeccionamiento de su arte y al bienestar de todas las criaturas de Krynn.

—¿Por qué fue abandonado? —intervino Crysania, que tuvo que arroparse en su capa de pieles a causa de la brisa gélida, rica en aromas de polvo y piedra, que fluía sin trabas por los angostos corredores.

Raistlin arrugó el entrecejo y permaneció callado durante un largo espacio de tiempo. Despacio, en silencio, los tres adalides avanzaron por los sinuosos pasillos. Las blandas botas de cuero de la sacerdotisa no hacían ruido al andar, si bien las contundentes zancadas de Caramon arrancaban ecos de las vacías cámaras y los ropajes del archimago susurraban quedamente, a un ritmo acompasado con los estampidos del bastón en el que se apoyaba. Aunque intentaron amortiguar sus propios sonidos, eran casi los fantasmas de sí mismos en su deambular. Cuando el nigromante se decidió a hablar, el timbre de su voz sobresalto a sus compañeros.

—Desde los albores de la Historia —comenzó—, los hechiceros se han dividido en tres grupos: los bondadosos, los neutrales y los perversos. Pero, por desgracia, no siempre se ha preservado el equilibrio. No ignoráis que en una época ya remota la plebe se volvió contra nosotros. Pues bien, al desatarse la ira popular los Túnicas Blancas se retiraron a sus Torres y se consagraron a salvaguardar la paz, mientras los Túnicas Negras fraguaban su venganza. Para organizar el contraataque, tomaron esta fortaleza, donde buscaron la manera de crear un ejército imbatible. A tal propósito, realizaron múltiples experimentos, ensayos esotéricos que, aunque entonces no dieron ningún fruto, culminaron con la aparición de los draconianos en nuestra era.

»A consecuencia de este fracaso, los magos comprendieron que su situación era irreversible y dejaron el alcázar para unirse a sus colegas en las que se ha dado en llamar Batallas Perdidas.

—Pareces conocer todos los recovecos de este edificio —apuntó el guerrero.

Raistlin sometió a su gemelo a un escrutinio avasallador, pero topó con una faz lisa, cándida, si bien una velada sombra ribeteaba sus ojos pardos.

—¿Todavía no lo has entendido? —reprendió el hechicero al hombretón, deteniéndose bruscamente en un lúgubre pasillo azotado por las corrientes—. No he estado nunca aquí, mas ya he atravesado estas salas. La alcoba que ocupo me ha cobijado innumerables veces, pese a que nunca he pasado una velada completa en el alcázar y, en definitiva, soy un extraño que recuerda la localización de todas las estancias, desde las que se utilizan para el estudio en el nivel superior hasta los salones de banquetes de la primera planta.

También Caramon cesó de caminar. Examinó su entorno, el empolvado techo y los vacíos pasadizos donde la luz solar, que se filtraba por los elaborados ventanales, se remansaba en cuadrículas sobre los suelos de roca. Su errante mirada se posó, al fin, en las pupilas del nigromante.

—En ese caso, Fistandantilus —sentenció con voz ronca—, sabrás que éste ha de ser tu mausoleo.

El general vislumbró una diminuta fisura en las córneas del archimago y leyó, no cólera como esperaba sino burla, triunfo. Cerróse la vidriada superficie y, en los diáfanos espejos que configuraban aquellos ojos insondables, el hombretón vio reflejada su imagen, aureolada por un débil fulgor de luz invernal.

Crysania se acercó a Raistlin, que se había reclinado en su bastón, e introdujo la mano bajo su brazo mientras contemplaba a Caramon con la frialdad dibujada en sus grises iris.

—Los dioses están de nuestra parte —dijo—; nos prestan un respaldo que nunca dieron a Fistandantilus. Tu hermano es firme en su arte, yo en mi fe, así que no podemos fallar.

Observando pertinaz al guerrero, reteniendo su efigie en los refulgentes globos de sus ojos, el nigromante sonrió.

—Sí —confirmó, en un siseo más sutil de lo acostumbrado—, los dioses nos acompañan.

En la primera planta de la inmensa, mágica fortaleza de Zhaman, había una serie de salas de piedra cincelada donde, en un tiempo remoto, se habían celebrado fastuosos banquetes y ceremonias. También subsistían, en el piso intermedio, cámaras que en su día estuvieron atestadas de libros y que habían servido para el estudio y la meditación. Separadas de ambas alas, en el extremo posterior del edificio, se hallaban las cocinas y despensas, ahora vacías y cubiertas por el mantillo de los siglos.

Por último, en el nivel más elevado, se sucedían unas dependencias llenas a rebosar de anticuados y roídos muebles, con unos lechos cubiertos de fundas de lino que los protegían del seco viento del desierto. Caramon, Crysania y los oficiales de alto rango dormían en tales alcobas. Si su sueño no fue profundo, si se despertaron en la madrugada convencidos de oír voces entonando esotéricos cantos o de haber distinguido etéreas figuras deslizándose a través de la penumbra, del claroscuro que la luna poblaba de sombras, nadie mencionó tales fenómenos durante el día.

Sea como fuere, al cabo de unas pocas noches de estancia se olvidaron tales cuitas en favor de otras más apremiantes, tales como la falta de abastos, las reyertas entre humanos y enanos o los informes que traían los espías, a tenor de que los moradores de Thorbardin estaban reclutando un contingente numeroso y bien pertrechado.

También había en Zhaman, en el primer nivel, un pasillo que parecía ser un error. Cualquiera que se adentrase en él descubría que se ramificaba a partir de un corto corredor para desembocar, de manera abrupta, en un muro desnudo, y sacaba la ineludible conclusión de que quien lo construyó desechó, disgustado, sus herramientas y desistió de su inútil obra.

Sin embargo, no era producto de ninguna equivocación. Cuando la criatura predestinada posara las manos en la pared, cuando pronunciara los versículos adecuados y trazara las runas correctas en el punto conveniente, aparecería una puerta que conducía a una ancha escalinata cavada en los graníticos cimientos de la fortaleza.

Esa persona elegida descendería así al Reino de las Tinieblas, a las entrañas de la tierra, después de internarse en los calabozos de Zhaman.

—Una vez más.

La voz que pronunció esta frase era susurrante, tranquila, poseedora de una facultad corrosiva que la asemejaba a una serpiente y, como tal, se enroscaba en derredor de Tasslehoff. Apresándole en su viscosidad, el incorpóreo animal hundía los colmillos en su carne y, despiadado, succionaba su vida.

—Empecemos de nuevo —repitió aquella voz, cargada de paciencia—. Háblame del Abismo. Cuéntame todo lo que recuerdes, cómo entraste, qué aspecto tiene el paisaje, a quién viste. Descríbeme a la Reina, su apariencia, repíteme sus palabras.

—Te prometo que lo intento, Raistlin —protestó el kender—. No hemos hecho otra cosa en los dos últimos días que rememorar los pormenores, hasta los más nimios. ¡No se me ocurre nada más susceptible de interesarte! Me arde la cabeza, mis pies se congelan y esta habitación no cesa de dar vueltas. Si consiguieras detener ese vaivén insoportable, quizá podría concentrarme.

Al sentir en su pecho la mano del nigromante, Tasslehoff se arrebujó en el lecho.

—¡No! —gimió, tratando desesperadamente de rehuir su contacto—. Me portaré bien, haré lo imposible por refrescar mi memoria. ¡No me fulmines como hiciste con el pobre Gnimsh!

La mano del hechicero sólo rozó el cuerpo del asustado hombrecillo, antes de desplazarse a sus sienes. Su piel abrasaba, pero la textura de aquellos dedos rezumaba un fuego mucho más calcinante.

—Debes guardar cama —prescribió Raistlin, a la vez que lo incorporaba por los brazos y estudiaba sus hundidas cuencas oculares.

Al fin, el mago acostó al paciente y, farfullando maldiciones, se puso de pie.

Tendido en su almohada, sudoroso y débil, Tas vislumbró apenas la figura de su aprehensor. Enlutada a perpetuidad, la maléfica criatura se volcó un instante sobre el paciente y salió de la estancia en un remolino de pliegues aterciopelados. En un esfuerzo sobrehumano, el kender levantó la cabeza para comprobar adonde se dirigía. Pero tuvo que renunciar a causa de su febril estado.

«¿Por qué no responden mis músculos? —se preguntó—. ¿Qué me ocurre? Quiero dormir, un buen descanso mitigará el dolor. —No había entornado los párpados cuando volvió a abrirlos, tan deprisa como si le hubieran atado alambres al copete—. ¡No puedo hacer eso! —pensó, amilanado hasta la demencia—. Hay entes en la oscuridad, monstruosos espectros que esperan que concilie el sueño para abalanzarse sobre mí. ¡Los he visto, me acechan desde todos los rincones!»

A una distancia que se le antojó insondable, oyó el familiar timbre de Raistlin en conciliábulo con alguien y, deseoso de ahuyentar el sopor, decidió escuchar la conversación. Quizás averiguaría algo importante, lo que se proponía el archimago respecto a él.

No tuvo más que ladear el rostro para percibir el contorno de la ominosa túnica y otro más pequeño, de una criatura achaparrada. Era obvio que discutían sobre su persona, así que aguzó sus sentidos en una lucha denodada contra los desvaríos de su mente, que se obstinaba en errar de un lado a otro sin invitar a su cuerpo a acompañarla. En tales circunstancias, aunque lograra enterarse de su plática no sabría si la había escuchado o formaba parte de una pesadilla.

—Adminístrale esta pócima, le relajará y le sumirá en un letargo prolongado —murmuró Raistlin a su pequeño y sombrío interlocutor—. Es poco probable que nadie detecte sus gritos, pero no puedo correr riesgos.

El otro individuo contestó algo indescifrable. Tasslehoff cerró los ojos y dejó que las refrescantes aguas de un lago muy azul, el de Crystalmir, acariciasen su cuerpo incendiado. Después de todo, su cabeza había resuelto admitir que sus dañadas vísceras le siguieran en aquellos absurdos vagabundeos.

—Cuando yo me haya ido —surgió la voz del hechicero de las profundidades del lago—, atranca la puerta y apaga la luz. Mi hermano abriga ciertas sospechas y, si encontrara la puerta mágica, no dudaría en bajar hasta aquí. No puede descubrir más que unas celdas desocupadas.

El oyente asintió, y el acceso chirrió sobre sus goznes.

Las aguas de Crystalmir empezaron a bullir en torno a Tas. Unos tentáculos serpentearon sobre su superficie en busca de su garganta y, desorbitadas sus pupilas, el indefenso hombrecillo suplicó:

—¡Raistlin, socórreme! ¡No me abandones!

La puerta se ajustó, implacable, en el dintel y la figura achaparrada, que había quedado dentro, corrió junto al lecho. Mirándole en un arrebato de pánico, irreal y punzante a un tiempo, creyó reconocer a un enano.

—¿Flint? —murmuró a través de sus labios cuarteados—. ¡No, eres Arack!

Hizo ademán de huir, pero los tentáculos habían atenazado sus pies. En un frenesí que le privaba del raciocinio, volvió a llamar al nigromante y se acurrucó en el extremo más alejado del camastro. Quería recoger sus piernas, doblarse sobre sí mismo, si bien todos sus esfuerzos fueron inútiles, pues las imaginarías ventosas se habían adherido a sus miembros. Aulló y bramó, presa de un pánico sin parangón en la historia de su raza.

—¡Cállate, gusano inmundo! Bébete este elixir. —Los tentáculos abrazaron su cráneo y le obligaron a exponer su boca a una copa llena de líquido—. Traga hasta la última gota o te arrancaré la melena de raíz.

Asfixiado, auscultando a la figura que le martirizaba, Tas dio un sorbo. El brebaje tenía un regusto amargo, pero se le antojó tonificante y, como además le acosaba la sed, arrebató el recipiente al enano y agotó su contenido de una sentada. Se recostó entonces en la almohada y, aún entre sollozos, notó que los ondulantes brazos acuáticos aflojaban su garra. Aliviado su dolor, se entregó sin resistencia al arrullo de las transparentes, dulces aguas del lago Crystalmir, que no tardaron en cerrarse sobre su cabeza.

Crysania despertó de su sueño con la vaga impresión de que alguien la había invocado por su nombre. Aunque no recordaba haber oído ningún ruido, su certeza era tan intensa, tan apremiante, que se incorporó ansiosa antes de tomar conciencia de lo ocurrido. ¿Formaba aquella misteriosa llamada parte de una pesadilla? No, cuanto más se despejaba mayor era su seguridad de que había sido real.

¡Había alguien en su aposento! Paseó una mirada de reconocimiento por la estancia, pese a que la luz de Solinari, un tenue rayo que penetraba casi a hurtadillas a través de una ranura en los postigos, poco contribuía a iluminarla. Nada vio, pero percibió un fugaz movimiento y abrió la boca a fin de pedir socorro al centinela.

Una mano selló sus labios. Era Raistlin, quien, materializándose en la penumbra nocturna, se sentó en el borde de su cama.

—Discúlpame si te he asustado, Hija Venerable —dijo en un suspiro que era poco más que una exhalación—; necesito tu ayuda y no deseo atraer a los celosos guardianes.

—No me has asustado —contestó Crysania cuando el hechicero hubo retirado su palma—. Sólo estoy sorprendida. Divagaba en mi letargo, y tu voz se ha mezclado con las imágenes de mis sueños.

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