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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Aventuras, Juvenil, Fantastico

La Guerra de los Enanos (54 page)

—¡Traidores! —le espetó el interrogado.

Llegaron a una celda situada en el otro extremo del pasadizo. El centinela desprendió un manojo de llaves de su cinto, insertó una en el cerrojo y abrió la puerta.

Tasslehoff espió el interior y distinguió a una treintena de dewar hacinados en todo su perímetro. Unos yacían aletargados en el suelo, otros dormían apoyados en la pared y un tercer grupo, acuclillados en corro junto a una oscura esquina, hablaban en voz baja cuando irrumpieron los recién llegados. Enmudecieron al verles, lo que hizo pensar al kender que estaban conspirando. No había mujeres ni niños en la cámara, tan sólo una asamblea de varones que miraron al trío con ojos rebosantes de rencor, de odio.

Tas asió el brazo de Gnimsh en el instante en que éste, aún obsesionado por cómo evitar que los ocupantes del ascensor quedaran atascados en el trayecto, se disponía a entrar en la mazmorra llevado de la inercia.

—Bien, bien —se encaró Tasslehoff con el soldado sin soltar al gnomo, al que había arrastrado hasta detrás de su espalda—. Ha sido un periplo muy instructivo, te lo aseguro. Pero ahora he de rogarte que nos devuelvas a nuestro calabozo que era, sin lugar a dudas, más aireado y espacioso que este cuchitril. Si lo haces te prometo que mi compañero y yo nos abstendremos de realizar excursiones no autorizadas por tu ciudad, aunque se trata de un lugar de lo más interesante y a ambos nos gustaría explorarlo.

El enano, por toda respuesta, arrojó al kender al centro de la estancia, con tal violencia que éste cayó despatarrado.

—Haz el favor de decidirte —reconvino el gnomo a su amigo, a la vez que salía catapultado detrás de él—. ¿Nos vamos o nos quedamos?

—Creo que no tenemos elección —susurró Tas, descorazonado.

Tomó asiento y estudió a los dewar, que observaban en silencio a los dos nuevos prisioneros. Los ecos de las pisadas de los guardianes en retroceso resonaron en el corredor, acompañados por las obscenidades y amenazas que les dedicaban desde las celdas circundantes.

—Hola —saludó el hombrecillo a los mugrientos enanos cuando se hubieron disipado los retumbos. Su tono era cordial, pero no les tendió la mano—. Me llamo Tasslehoff Burrfoot y éste es Gnimsh, un colega. Ya que por lo visto hemos de convivir en este agujero, será mejor que os presentéis y hagamos lo posible para que reine la concordia.

Pronunciadas estas palabras, Tas se incorporó y ojeó, desconfiado, a un individuo que también se había puesto de pie y avanzaba hacia ellos.

Se trataba de un enano de considerable estatura, cuyo rostro era apenas visible bajo el tupido velo de su barba y melena. Esbozó una aviesa sonrisa y una hoja de cuchillo refulgió en su mano, un arma surgida de la nada que blandió con aire bravucón mientras se encaminaba hacia el espantado hombrecillo. Tas, al sentirse acorralado, reculó hasta que el ángulo de los muros obstaculizó sus movimientos.

—¿Quiénes son estas personas? —vociferó Gnimsh, que le había seguido inmerso en sus cálculos y al fin se percataba del sombrío cubil donde habían ido a parar.

Sin darle opción a contestar, el dewar agarró al infortunado Tas por la cerviz y aplicó el cuchillo a su garganta.

«Ahora sí que mi muerte es inminente —recapacitó el agredido—. Flint debe de estar carcajeándose.»

La afilada hoja surcó el aire en dirección a su presa, pero, con gran asombro por parte del kender, tan sólo rozó su piel. No era su sangre lo que quería el atacante, sino sus saquillos. Con mano experta, el fornido enano sesgó las correas que los sujetaban a su hombro y las sagradas pertenencias del hombrecillo se desplomaron en su derredor.

Todos los dewar se arrojaron en tropel sobre las bolsas, provocando un caos en el angosto recinto. El enano del cuchillo se apoderó de tantos objetos como pudo, sin reparar en medios o, expresado con más exactitud, repartiendo puntapiés y tajos entre quienes osaban arrebatarle alguno. A los pocos segundos, no quedaba ni un solo tesoro en el suelo.

Satisfecho de su hazaña, el ladrón se sentó y guardó ávidamente las bagatelas recogidas en los saquillos, que también obraban en su poder. Se había adueñado de un auténtico botín y no estaba en su ánimo compartirlo, si bien nada hizo para conseguir las escasas piezas que los otros obtuvieron en el forcejeo. Tras una breve inspección, regresó a su parcela, donde sus secuaces extendieron sobre la roca el fruto de su rapiña.

Tasslehoff se acomodó en un frío rincón. Aunque emitió un suspiro de alivio, no pudo por menos que preocuparse al presentir que, cuando se hubiera agotado el atractivo contenido de las bolsas, aquellas criaturas concebirían la brillante idea de registrarles a ellos.

—Y será mucho más fácil manejarnos si antes nos convierten en cadáveres —masculló.

No obstante, un súbito pensamiento cruzó su mente.

—Gnimsh —le invocó con acento apremiante—. ¿Dónde está el ingenio mágico?

El gnomo tanteó uno de los bolsillos de su mandil: estaba vacío. Hurgó acto seguido en otro, palpó algo duro, se apresuró a sacarlo a la escasa luz y, comprobando que no eran sino una doble escuadra y un carboncillo, volvió a meterlos en su lugar. Analizaba Tas la posibilidad de estrangularle cuando el hombrecillo, iluminada su faz por una sonrisa de triunfo, introdujo la mano en su bota y le mostró el artilugio.

Durante su último período de confinamiento, Gnimsh había logrado encajar y doblar los componentes móviles del artefacto de tal manera que, ahora, había reasumido la forma de un colgante común, insignificante, en lugar de exhibirse como el intrincado y bello cetro en que se metamorfoseaba al extenderlo.

—¡Manténlo oculto! —le advirtió el kender. Examinó a los dewar y constató que estaban muy atareados distribuyendo sus posesiones, así que procedió a exponer su plan—: Este artefacto nos liberó del abismo, Gnimsh, y nos llevó junto a Caramon porque, según me contaste, sólo podía cabi... calibrarse de tal suerte que nos condujera a presencia de la persona a quien se lo había entregado Par-Salian. Sin embargo, dada nuestra actual situación lo que quiero no es viajar en el tiempo, sino dar un pequeño salto. Si mi amigo el guerrero se ha erigido en general de este famoso ejército, no puede estar lejos. ¿Crees que el ingenio nos conduciría de nuevo a su lado a través del espacio?

—¡Una excelente sugerencia! —le aplaudió el gnomo—. Pero has de concederme unos minutos para reajustarlo.

Demasiado tarde. El kender notó que alguien le tocaba en el hombro y, sin acertar a contener un respingo, giró la cabeza con los rasgos endurecidos en una expresión que esperaba se le antojase a su adversario la de un asesino implacable. Al parecer, adoptó el rictus correcto, pues el dewar que le había abordado retrocedió lleno de pánico y levantó los brazos a fin de protegerse.

Tras comprobar que se enfrentaba a un enano joven y de apariencia desvalida, poseedor además de una rara cordura que le distinguía de otros miembros de su raza, Tasslehoff se relajó. El desconocido, por su parte, comprendió que el kender no iba a devorarlo y bajó la guardia.

—¿Qué es lo que deseas? —le interrogó Tas en lengua enanil.

—Ven conmigo —le instó el otro.

Reforzó sus palabras con un gesto por el que le invitaba a seguirle, pero, al ver que el kender fruncía el entrecejo, señaló un punto recóndito de la celda y avanzó unos pasos en aquella dirección.

—Quédate aquí, Gnimsh —dijo el hombrecillo a su compañero, levantándose con mucha cautela.

El gnomo ni siquiera le oyó, concentrado como estaba en manipular y cambiar las posiciones de los diversos mecanismos que configuraban el artilugio arcano. Sabedor de que no había de abandonar su tarea, Tas desistió y caminó en pos del dewar. «Quizás este individuo ha descubierto una vía de escape —caviló—. A lo mejor ha cavado un túnel.»

Cuando el kender lo hubo alcanzado en el centro de la cámara, el enigmático personaje se detuvo y extendió el índice hacia una losa donde se recortaba un curioso fardo.

—¿Puedes ayudarme? —le suplicó esperanzado.

No divisó Tas ningún pasadizo secreto, sino a un dewar acostado sobre una manta. El yaciente tenía el semblante bañado en sudor, el cabello empapado y su cuerpo temblaba en convulsiones espasmódicas. Frente a tal espectáculo, el hombrecillo se agitó en un irrefrenable escalofrío. Después de observar el resto de la estancia, clavó de nuevo los ojos en el joven y meneó la cabeza para significarle su impotencia.

—No —susurró, compungido—; lo lamento, pero no puedo socorrerlo.

El enano pareció hacerse cargo, ya que se limitó a arrodillarse junto al enfermo y se abandonó a un patético desconsuelo sin persistir en su ruego.

Tasslehoff regresó al rincón donde Gnimsh trabajaba anonadado, estupefacto. Desmoronándose sobre la gélida piedra, prestó atención a lo que antes, incomprensiblemente, le había pasado inadvertido: a los gritos de dolor, el incoherente deambular, las demandas de agua y, aquí y allí, el malhadado silencio de quienes permanecían quietos, rígidos.

—Gnimsh —anunció—, estos prisioneros han contraído una horrible enfermedad. He presenciado los síntomas en días aún por venir, y puedo dictaminar que tienen la peste.

Al gnomo se le desorbitaron los ojos, tan perplejo que casi dejó caer el ingenio.

—¡Hemos de salir en seguida de esta cueva! —continuó el kender—. En mi opinión, sólo hay dos alternativas: o nos traspasan con una daga, lo que, aunque interesante, presenta ciertos inconvenientes, o sucumbimos a una muerte lenta y tediosa a consecuencia de la plaga.

—No te apures; estoy persuadido de que funcionará —le reconfortó el aludido sin cesar de dar vueltas al falso colgante—. El único problema es que podría devolvernos al Abismo.

—Hay destinos peores —se conformó Tas—. Resulta un poco difícil adaptarse, y temo que sus moradores no nos recibirán con aclamaciones de júbilo, pero merece la pena intentarlo.

—De acuerdo. Engarzaré esta última joya...

— ¡No oses tocarla!

Tan vehemente prohibición hizo que ambos hombrecillos se incorporasen como movidos por un resorte. La había pronunciado una voz familiar, y su tono imperioso, inapelable, paralizó al gnomo con el artilugio aferrado en su mano.

—¡Raistlin! —exclamó Tasslehoff, que era quien había reconocido el timbre de voz—. Estamos aquí —apuntó para facilitar al hechicero su localización.

—Sé dónde estáis —respondió el mago, a la vez que se materializaba en la penumbra y se plantaba frente a ellos.

Su imprevista aparición arrancó a los dewar alaridos de pánico, de sorpresa. Se armó en la cámara una barahúnda ensordecedora, una confusión a la que sólo quedó incólume el individuo del cuchillo, quien, alzándose en su rincón, arremetió contra el supuesto fantasma.

—¡Raistlin, cuidado! —lo previno el kender.

El nigromante dio media vuelta. No habló, ni enarboló su temible brazo; únicamente clavó sus pupilas en el elfo oscuro y éste, cenicienta la faz, se retiró y buscó refugio en las sombras. Antes de dirigirse de nuevo a Tas, Raistlin miró de hito en hito a los reos. Todos enmudecieron, incluso se disiparon las quejas de los que deliraban.

Cumplido su propósito, el archimago se volvió hacia el que fuera compañero de aventuras.

—Estoy encantado de verte —se regocijó Tasslehoff, superada la primera vacilación frente al portento que acababa de realizar—. Tienes un aspecto excelente, nadie diría que atentaron contra tu vida de una forma tan brutal. Todavía recuerdo la sangre, aquella herida en tu vientre... Pero no es momento de evocar sucesos tristes —rectificó, por miedo a disgustarle—. ¿Has venido a rescatarnos? ¡Es maravilloso!

—¡Basta de parloteos! —le atajó el hechicero y, estirando la mano, lo atrajo hacia él de un brusco tirón—. Y, ahora, cuéntame tus peripecias.

—N... no vas a creerme —balbuceó el kender, y la expresión del mago nada hizo para serenarle—. Nadie nos ha hecho el menor caso, y sin embargo es la pura verdad.

—Relátame los hechos, yo juzgaré si debo o no creerte —le ordenó Raistlin, al mismo tiempo que estrujaba de un ágil sesgo el cuello de su camisa.

—Te complaceré —contestó el hombrecillo, medio asfixiado—. Aunque no olvides dejarme respirar entre las parrafadas, de lo contrario no podré terminar, después de que me dieras el ingenio en Istar traté de impedir que sobreviniera el Cataclismo. Este dichoso artefacto se rompió, ya que, por algún extraño azar, y conste que no pretendo hacerte reproches, te equivocaste al impartir tus instrucciones.

—Fue un acto deliberado, no un error —le corrigió el mago—. Adelante, soy todo oídos.

—Me gustaría, pero me falta el resuello y es difícil articular las frases en estas condiciones.

El mago aflojó un poco la garra, lo justo para que pudiera proseguir.

—Gracias —susurró el kender—. ¿Por dónde iba? ¡Ah, sí! Corrí tras las huellas de Crysania a través de los sótanos del Templo, descendí a las entrañas de la tierra mientras el edificio se derrumbaba y, en mi persecución, percibí que la sacerdotisa entraba en una estancia. Me figuré que se había encontrado contigo, porque repitió varias veces tu nombre, y me alegré de que hubiera dado con tu paradero. «¡Seguramente recompondrá el ingenio arcano!», pensé, y entonces yo...

—Ahórrame los detalles —lo interrumpió su interlocutor.

—Bien —claudicó Tas y, en su afán de obedecerle, se precipitó tanto que su narración se hizo casi ininteligible—. Resonó un estruendo detrás de mí y era Caramon, quien no se percató de mi presencia. De repente todo se ensombreció y, cuando desperté, os habíais ido, si bien abrí los ojos a tiempo para ver cómo los dioses lanzaban la montaña de fuego. —Se detuvo a fin de cobrar aliento—. ¡Fue algo único! ¿Quieres que te lo describa? ¿No? No importa, quizás en otra ocasión.

»Debí quedarme dormido, porque en un momento dado observé el paraje y reinaba una calma absoluta. Supuse que había muerto, pero no era así. Estaba en el Abismo, donde se sepultó el Templo después de la hecatombe.

—¡El Abismo! —repitió Raistlin, trémula su mano.

—No es un lugar grato —declaró el kender con aire solemne—, a pesar de lo que antes he comentado. Conocí a la Reina —musitó estremecido—. Si no te molesta renunciaré a evocar todas nuestras transacciones, aunque tengo una prueba que corrobora esa parte de la historia. Fíjate en esos cinco lunares blancos —le rogó al nigromante, extendiendo su miembro—. Son su estigma. La soberana de las tinieblas me reveló que había de retenerme en sus dominios porque, gracias a mí, podría alterar el curso de los acontecimientos y ganar la guerra. Yo me rebelé, aunque no me atreví a oponerme a tan poderosa señora. Deseaba ayudar a Caramon —se justificó, consciente de que al hechicero podía enfurecerle tal desacato a su ídolo—. Mientras me hallaba en el Abismo, ansioso por escapar, me tropecé con Gnimsh.

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