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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Aventuras, Juvenil, Fantastico

La Guerra de los Enanos (53 page)

—¡Mientes!

— ¡No! —se indignó el kender—. Nos catapultamos al pasado utilizando un ingenio mágico que me prestó un..., un conocido. Al principio funcionó sin contratiempos, pero cuando me disponía a regresar a mi época, se rompió. Fue un accidente; yo no tuve la culpa de que fallara. Sea como fuere, sobreviví al Cataclismo y acabé en el Abismo. Un paraje ingrato, puedo asegurarlo, aunque allí conocí a Gnimsh y él lo arregló. El artilugio, claro, no el Abismo. Es un excelente amigo —continuó en tono confidencial, palmoteando el hombro de su vecino—. A pesar de ser un gnomo, todo cuanto inventa funciona.

—Así que habéis surgido del Abismo —recapituló el rey de los enanos—. ¡Confesión de parte no admite duda! Sois apariciones del Reino de las Tinieblas. Os invocó el mago de Túnica Negra y acudisteis, prestos, a socorrerle.

Tan asombrosa acusación dejó a Tas sin habla.

—P... pero... —balbuceó, perdida por un momento la coherencia. Tuvo que hacer una pausa a fin de hilvanar sus pensamientos y devolver el timbre a su voz—.¡Nunca me habían insultado con tanta impunidad! Excepto, quizá, cuando en Istar un guardián me tildó de ratero. No imagino a Raistlin convocando a espectros del más allá, ya que no era ése su estilo, mas de haberlo hecho os garantizo que no nos habría elegido a nosotros. Y eso me trae a colación... ¿Por qué le mataste de un modo tan brutal? —imprecó a Kharas, desbordante de furia—. Estoy de acuerdo en que no era una persona bondadosa, e incluso admito que casi me destruyó al hacer que se desarbolara el mecanismo arcano y abandonarme a mi suerte poco antes de que los dioses arrojaran la montaña ígnea, mas su desconsiderado acto no significa que no fuera una de las criaturas más sabias que nunca pisaron Krynn.

—No te hagas el desentendido, fantasma; sabes de sobra que tu mago no ha muerto —le espetó Duncan.

—¡No soy un tantas...! ¿Dices que no ha muerto? —rectificó, al tomar cuerpo en su mente la revelación que el monarca acababa de hacerle—. ¿De verdad? —insistió, iluminadas sus facciones—. ¿No sucumbió a tu puñalada, a la ingente pérdida de sangre? El artífice de tal prodigio no pudo ser otra que Crysania —aseveró, después de recapacitar unos segundos.

—¿La bruja? —indagó Kharas, hablando casi para sus adentros, mientras los thanes murmuraban entre ellos.

—Aunque en ocasiones se comporte de un modo frío, impersonal —se rebeló Tas—, no te autorizo a usar tan horrendo apelativo en mi presencia. No tienes derecho a menospreciarla, después de todo es una Hija Venerable de Paladine.

—¿Insinúas que esa mujer es una sacerdotisa? —se mofaron los cabecillas enaniles, incapaces de creer tan descalabrado argumento.

—Ahora ya conoces la respuesta —comentó el adalid a su consejero, desviada la vista de aquel hombrecillo que no cesaba de urdir patrañas—. Brujería.

—Cierto, thane — se resignó Kharas—. Pero...

—¿Por qué no me dejáis libre? —interrumpió el kender—. Desde que me apresasteis no he hecho otra cosa que intentar convenceros de vuestra equivocación. ¡Debo conferenciar con Caramon sin demora!

Esta última frase provocó una reacción inmediata en la asamblea. Los representantes de los clanes, que todavía cuchicheaban entre ellos, enmudecieron.

—¿Es que conoces al general Caramon? —inquirió Kharas.

—¿General? —Tas no salía de su pasmo—. ¡Caramba! Tanis estará encantado cuando se entere y Tika estallará en carcajadas. ¡Su esposo general! Por supuesto que conozco a Ca..., al general Caramon —repitió de nuevo para seguir la corriente, a la vez que el arrugado ceño de Duncan le impulsaba a reanudar su relato—. Es mi mejor amigo. Gnimsh y yo hemos venido en su busca con el único propósito de activar el ingenio y llevarlo a casa. Estoy persuadido de que él se encuentra a disgusto, así que el gnomo ha recompuesto el mecanismo de forma que pueda trasladar a más de una persona.

—¿Qué hogar es ése?, el Abismo? —bramó el rey de los enanos—. ¡Aún resultará que el nigromante lo invocó también a él!

—¡No! —gritó Tasslehoff en el límite de su paciencia—. Me refiero a Solace, naturalmente. Si lo desea, Raistlin podrá acompañarnos en el viaje. No comprendo qué hace aquí. La última ocasión en que visitamos Thorbardin, y que será dentro de doscientos años, pasó todo el tiempo tosiendo y quejándose de la humedad. Flint afirmó... Flint Fireforge, un viejo colega —aclaró.

—¡Fireforge! —Duncan saltó de su trono y sometió al prisionero a un escrutinio que nada bueno presagiaba—. ¡Y le llamas «colega»!

—No veo la necesidad de alterarse —le regañó el kender, aunque sospechaba que el asunto iba de mal en peor—. Flint tenía sus defectos, sobre todo aquella manía de protestar por cualquier nimiedad o acusarme de robar objetos, como el famoso brazalete, cuando mi única intención era restituirlos a su dueño, pero no hay motivo para encolerizarse.

—Fireforge —persistió el monarca— es el adalid de nuestros enemigos. ¡Y no finjas ignorancia; de nada te servirá!

—¡No finjo! —porfió Tas con creciente disgusto—. ¿Cómo iba a saberlo, si no he tenido oportunidad de averiguar lo que está ocurriendo? En cualquier caso, debe tratarse de otro Fireforge —determinó tras una breve meditación—. Faltan unos cincuenta años para que nazca Flint; quizá tu adversario sea su padre. Raistlin opina...

—¡Otra vez ese nombre! —rugió el rey de los enanos—. ¿Quién es Raistlin?

—No me prestas atención —se lamentó el kender, y clavó en el demandante una mirada llena de reproche—. Raistlin es el mago, el hechicero contra cuya vida atentasteis. El que había de morir pero no murió porque le curó la sacerdotisa.

—Ese ser maléfico no se llama Raistlin, sino Fistandantilus. —Duncan volvió a acomodarse en su asiento mientras interponía esta rectificación y permaneció callado largos minutos, en los que espió tenazmente al cautivo a través de su enmarañado ceño—. Resumamos —declaró al fin—: lo que pretendes hacer es transportar a ese nigromante, que ha sido sanado por una sacerdotisa en una época en que todos los clérigos han desaparecido del mundo, y a un general que, según tú, es tu mejor amigo, a un lugar que no existe, para reuniros con mi más enconado rival, que aún no ha nacido, utilizando el artilugio infalible —recalcó este adjetivo— de un gnomo.

—¡Exacto! —exclamó Tas en actitud de triunfo—. Salvo en un pequeño detalle, que renuncio a explicar porque no afecta a tus conclusiones —añadió al evocar la imagen del fallecido Flint—. Convendrás conmigo en que se aprende mucho escuchando.

—¡Guardias, lleváoslos! —ordenó el mandatario a los soldados que custodiaban a los dos hombrecillos. Giró entonces la faz hacia Kharas y le dijo—: Empeñaste tu palabra. Preséntate en la sala del consejo dentro de media hora para ultimar los preparativos de la guerra.

—Pero, thane, si es cierto que conoce al general Caramon...

—¡No hay peros que valgan! —dijo el monarca indignado—. El conflicto es inevitable, y tu noble chachara contraría al sacrificio de nuestros congéneres no impedirá que estalle. O sales al campo de batalla o escondes ese rostro rasurado que a todos nos avergüenza en las mazmorras, junto a los traidores de nuestro pueblo. Elige, o la lealtad o los dewar.

—Es a ti a quien sirvo, thane — contestó el consejero, contraídos sus rasgos—. Con mi vida si es preciso.

—Recuérdalo en todo momento —le exhortó Duncan—. Y, para evitar que tus delirios te induzcan a ejecutar planes contrarios a mi voluntad, quedarás confinado en tus aposentos salvo cuando celebremos reuniones en la cámara. Además, los prisioneros —señaló a Tas y Gnimsh— serán encerrados en un rincón seguro, de manera que su paradero se mantenga en secreto hasta que concluya la guerra. Cualquiera que contravenga mi mandato será condenado a muerte.

Los thanes intercambiaron miradas aprobatorias, aunque uno de ellos masculló que era ya demasiado tarde. Se levantó acto seguido la sesión y los centinelas agarraron por el pescuezo a los interrogados para retirarlos de la estancia.

—He dicho la verdad —proclamó Tas, forcejeando en la zarpa de sus aprehensores—. Me figuro que toda esta historia os habrá parecido algo inverosímil, pero es sólo porque no estoy acostumbrado a tanta sinceridad. Concédeme tiempo y adquiriré soltura.

Tasslehoff nunca habría imaginado que fuera posible descender tanto bajo la superficie de la tierra. Recordó que en una ocasión Flint le había explicado que Reorx vivía en simas profundas, desde donde fraguaba el mundo con su hacha y un misterioso mazo.

—Debe de ser una criatura amena y alegre ese dios de los enanos —masculló, temblando hasta que le rechinaron los dientes mientras los guardianes los conducían por lóbregos vericuetos—. Si se ha aposentado en estos parajes, al menos podría haberlos caldeado un poco.

—Confíaenlasabiduríaenanil —le susurró Gnimsh.

—¿Cómo?

El kender tenía la sensación de haber pasado el último tercio de su vida iniciando cada parlamento que sostenía con el gnomo por la fórmula «¿cómo?».

—He dicho que confíes en la sabiduría enanil —repitió éste con un grito estentóreo—. En lugar de construir sus casas en los volcanes activos, los cuales, aunque altamente inestables, constituyen una estupenda fuente de calor, lo hacen en las montañas muertas. A veces me cuesta creer que seamos primos —apostilló, y meneó la cabeza en ademán negativo.

Tas no contestó, enfrascada su mente en otras cuestiones más apremiantes. «¿Cómo saldremos de ésta? ¿Adonde iremos si conseguimos escapar? ¿A qué hora van a servirnos la cena?», se preguntó si bien, dado que no parecía haber respuesta a tan intrigante incertidumbre —incluida la del alimento—, el hombrecillo se encerró en un abatido silencio.

Por fortuna, durante el trayecto se produjo un episodio emocionante, que tonificó al kender. En un punto del recorrido tuvieron que ser arriados a lo largo de un rocoso túnel vertical, que había sido horadado aprovechando una brecha de la roca. Para descolgarlos utilizaron una canasta denominada «ascensor», palabra de origen gnomo según Gnimsh, y Tas comentó que aquel término resultaba un tanto inapropiado cuando lo que hacían era bajar, no «ascender».

La pequeña aventura del ascensor tuvo el don de despertar el interés de Tasslehoff, quien decidió que, como de momento no había de hallar solución a sus múltiples problemas, era mejor no perder el tiempo en devanarse los sesos y estudiar su entorno. Así pues, disfrutó del viaje en el artilugio a pesar de que, en algunos lugares particularmente escabrosos, la desvencijada cesta —manipulada por musculosos enanos, que tiraban de los largos cabos de cuerda mediante ingeniosas poleas— rebotó en los aserrados cantos de piedra, zarandeando a sus ocupantes e infligiéndoles cortes y magulladuras en todo el cuerpo.

Tales incidentes fueron en realidad un acicate dentro de la monotonía del periplo, más aún porque los guardianes que escoltaban a los dos cautivos mostraban el puño cerrado e imprecaban en lengua enanil a los encargados de la cuerda siempre que se estrellaban.

En cuanto al gnomo, la experiencia le excitó hasta lo impensable. Tras arrancar un carboncillo de las paredes de la montaña y pedir prestado a Tas uno de sus pañuelos, se acurrucó en el suelo del aparato y comenzó a diseñar los planos de un nuevo ascensor, perfeccionado de acuerdo con sus conocimientos técnicos.

—El sistema de poleas ha de ser propulsado por vapor y activarse mediante cables —reflexionó, pletórico de entusiasmo, a la vez que esbozaba lo que al kender se le antojó una gigantesca trampa sobre ruedas para langostas—. Arriba y abajo, inclinación hacia la parte trasera, capacidad treinta y dos. ¿Se atora? Alarma. Campanillas, silbatos o cuernos de caza.

Cuando llegaron al fin al plano inferior, Tasslehoff resolvió observar con extrema atención por dónde andaban a fin de encontrar la salida en el caso de que consiguieran fugarse. Pero Gnimsh le impedía concentrarse, obstinado en enseñarle el boceto e instruirle sobre los pormenores.

—Es fantástico, amigo —contestaba, distraído, a la inagotable verborrea de su acompañante, con el corazón más deprimido que la oquedad donde se hallaban—. ¿Una música suave, interpretada por un flautista en un rincón resonante? Una idea espléndida, digna de ti.

Espiando los subterráneos mientras los guardianes les azuzaban, el kender suspiró. Aquel laberinto no sólo era tan tedioso como el Abismo, sino que además olía mucho peor. Una hilera de hediondas celdas surcaba los muros, iluminadas por humeantes antorchas y abarrotadas de enanos hasta el límite de su capacidad. El aire viciado, los efluvios de los prisioneros, asfixiaban al desalentado hombrecillo.

Estudió los habitáculos, con creciente pasmo, en su peregrinar por el pasadizo que separaba los calabozos. Aquellos cautivos no tenían aspecto de criminales, eran familias enteras de criaturas que, arropadas en mugrientas mantas, se apiñaban en deterioradas banquetas o se asomaban a los barrotes.

—¿Qué es esto? —inquirió a uno de los centinelas, vapuleando su manga. Había aprendido algunas frases en lengua enanil en el curso de sus transacciones con Flint, que le permitían comunicarse con sus aprehensores—. ¿Por qué están encerrados aquí todos esos desdichados?

Esperaba haberse expresado con corrección, ya que existía la posibilidad de que hubiera preguntado sin proponérselo por el paradero de la taberna más próxima. Mas el soldado le sacó de dudas al anunciar escuetamente, furibundos sus ojos:

—Dewar.

11

Una visita inesperada

—¿Dewar? —inquirió Tas.

El guardián, poco deseoso de establecer diálogo, dio un agresivo empellón al kender para que siguiera caminando. El hombrecillo tropezó y, una vez equilibrado, echó a andar, aunque sin cesar de escrutar el subterráneo y preguntarse qué sucedía. Mientras tanto, Gnimsh, asaltado por un nuevo arranque de inspiración, disertaba sobre la «hidráulica» de su invento.

Tasslehoff se sumió en sus cábalas, pues acababa de recordar que en alguna ocasión había oído el apelativo «dewar» y no acertaba a precisar cuándo. De pronto, halló la respuesta.

—¡Son los enanos oscuros! —exclamó, alborozado—. ¡Claro!, ¡ahora sé de qué conozco ese nombre! Lucharon junto a los Señores de los Dragones, mas no vivían aquí la última vez, o supongo que he de decir la próxima, que visitamos el reino de las montañas. ¿O sería más correcto hablar en futuro? Me parece que me estoy haciendo un lío. Sea como fuere —desistió de conjugar apropiadamente los tiempos verbales—, esas criaturas no deberían alojarse en calabozos. ¿Qué crimen han cometido? —indagó de nuevo a su custodio—. Ha de ser algo terrible, puesto que les tenéis confinados en un lugar tan inmundo.

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