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Authors: Mario Vargas Llosa

Tags: #Narrativa

La guerra del fin del mundo (25 page)

Mientras escribía, sin distraerse, consciente hasta la raíz de los cabellos de la trascendencia de la misión que el Beatito le había confiado y que le permitía compartir con el Consejero todos los instantes, el León de Natuba sentía, en el otro cuarto, a las beatas del Coro Sagrado, ansiosas, esperando el permiso de María Quadrado para entrar. Eran ocho y vestían, como ésta, túnicas azules con mangas y sin escote, sujetas con un cordón blanco. Iban descalzas y con la cabeza cubierta por un trapo también azul. Habían sido elegidas por la Madre de los Hombres por su espíritu de sacrificio y su devoción para que se dedicaran exclusivamente al Consejero y las ocho habían hecho promesas de vivir castas y de no retornar nunca a sus familias. Dormían en el suelo, al otro lado de la puerta, y acompañaban al Consejero, como una aureola, mientras vigilaba los trabajos del Templo del Buen Jesús, oraba en la Iglesia de San Antonio, presidía las procesiones, los rosarios, los entierros, o cuando visitaba las Casas de Salud. Debido a las costumbres frugales del santo, sus obligaciones eran pocas: lavar y zurcir la túnica morada, cuidar el carnerito blanco, limpiar el suelo y las paredes del Santuario y sacudir el camastro de varas. Estaban entrando; María Quadrado cerró tras ellas la puerta que les acababa de abrir. Alejandrinha Correa traía el carnerito. Las ocho hicieron la señal de la cruz a la vez que salmodiaban: «Alabado sea Nuestro Señor Jesucristo». «Alabado sea», contestó el Consejero, acariciando ligeramente el animal. El León de Natuba permanecía acuclillado, con la pluma en la mano y el papel en el banquito que le servía de escritorio, con los inteligentes ojos —brillantes entre la mugrienta melena que le circundaba la cara — fijos en la boca del Consejero. Éste se disponía a rezar. Se tumbó de bruces, en tanto que María Quadrado y las beatas se arrodillaban a su alrededor, para rezar con él. Pero el León de Natuba no se tumbó ni se arrodilló: su misión lo eximía incluso de los rezos. El Beatito le había indicado que permaneciera alerta por si alguna de las oraciones que decía el santo fuese «revelación». Pero esa mañana el Consejero oró en silencio, en el amanecer que por segundos crecía y filtraba en el Santuario, por los intersticios del techo, los tabiques y la puerta, unas hebras de oro acribilladas por partículas de polvo. Belo Monte iba despertando: se oía a los gallos, a los perros y voces humanas. Afuera, sin duda, ya habrían comenzado a formarse los racimos de romeros y de vecinos que querían ver al Consejero o pedirle una merced.

Cuando el Consejero se incorporó, las beatas le ofrecieron una escudilla con leche de cabra, un atado de pan, un plato de harina de maíz cocida en agua y una canasta con mangabas. Pero él se contentó con unos sorbos de leche. Entonces, las beatas trajeron un cubo de agua para asearlo. Mientras ellas, silenciosas, diligentes, sin estorbarse unas a otras, como si hubieran ensayado sus movimientos, circulaban en torno al camastro y mojaban sus manos, le humedecían la cara y le restregaban los pies, el Consejero permaneció inmóvil, concentrado en sus pensamientos o rezos. Cuando le estaban poniendo las sandalias de pastor que se quitaba para dormir, entraron al Santuario el Beatito y João Abade.

Eran tan distintos que aquél parecía más frágil y absorbido y éste más corpulento cuando estaban juntos. «Alabado sea el Buen Jesús», dijo uno de ellos y el otro «Alabado sea Nuestro Señor Jesucristo». «Alabado sea.» El Consejero estiró la mano y, mientras se la besaba, le preguntó con ansiedad:

—¿Hay noticias del Padre Joaquim?

El Beatito dijo que no. Aunque menudo, enclenque y envejecido, en su cara se notaba esa indomable energía con que organizaba todas las actividades del culto, el recibimiento de los peregrinos, el recorrido de las procesiones, el cuidado de los altares y se daba tiempo para inventar himnos y letanías. Su túnica marrón estaba llena de escapularios y también de agujeros por los que se divisaba el cilicio, que, se decía, no se había quitado desde que de niño se lo ciñó el Consejero. Él se adelantó a hablar mientras João Abade, a quien la gente había comenzado a llamar Jefe del Pueblo y Comandante de la Calle, retrocedía.

—João tiene una idea que es inspiración, padre —dijo el Beatito, con la voz tímida y reverente con que se dirigía siempre al Consejero—. Ha habido una guerra, aquí mismo, en Belo Monte. Y mientras todos peleaban tú estabas solo en la torre. Nadie te protegía.

—Me protege el Padre, Beatito —murmuró el Consejero—. Como a ti y a todos los que creen.

—Aunque nosotros muramos, tú debes vivir —insistió el Beatito—. Por caridad hacia los hombres, Consejero.

—Queremos organizar una guardia que te cuide, padre —susurró João Abade. Hablaba con los ojos bajos, buscando las palabras—. Vigilará para que nadie te haga daño. Los escogeremos como la Madre María Quadrado escogió al Coro Sagrado. Entrarán los más buenos y los más valientes, los de toda confianza. Se consagrarán a tu servicio.

—Como los arcángeles del cielo al Buen Jesús —dijo el Beatito. Señaló la puerta, el creciente bullicio—. Cada día, cada hora, hay más gente. Ya están cientos ahí, esperando. No podemos conocer a todo el mundo. ¿Y si se meten los canes para hacerte daño? Ellos serán tu escudo. Y si hay guerra, no quedarás nunca solo.

Las beatas permanecían acuclilladas, quietas y mudas. Sólo María Quadrado estaba de pie, junto a los recién llegados. El León de Natuba, mientras hablaban, se había ido arrastrando hasta el Consejero y, como lo habría hecho un perro preferido por su amo, apoyó la cara en la rodilla del santo.

—No pienses en ti sino en los demás —dijo María Quadrado—. Es una idea inspirada, padre. Acéptala.

—Será la Guardia Católica, la Compañía del Buen Jesús —dijo el Beatito—. Serán los cruzados, los soldados creyentes de la verdad.

El Consejero hizo un movimiento casi imperceptible pero todos entendieron que había dado su asentimiento.

—¿Quién la va a mandar? —preguntó.

—João Grande, si te parece a ti —repuso el ex cangaceiro—. El Beatito también cree que podría ser él.

—Es un buen creyente. —El Consejero hizo una brevísima pausa y, cuando volvió a hablar, su voz se había despersonalizado y ya no parecía dirigirse a ninguno de ellos sino a un auditorio más vasto e imperecedero—. Ha sufrido del alma y del cuerpo. Y el sufrimiento del alma, sobre todo, es el que hace buenos a los buenos.

Antes de que el Beatito lo mirara, el León de Natuba había apartado su cabeza de la rodilla donde reposaba y, con rapidez felina, había cogido la pluma y el papel y escrito lo que había oído. Cuando terminó y, siempre gateando, volvió a acercarse al Consejero y a colocar su enmarañada cabeza en sus rodillas, João Abade había comenzado a referir lo ocurrido en las últimas horas. Unos yagunzos habían partido a hacer averiguaciones, otros vuelto con víveres y noticias y, otros, incendiado haciendas de gente que no quería ayudar al Buen Jesús. ¿Lo escuchaba el Consejero? Tenía los ojos cerrados y permanecía inmóvil y mudo, igual que las beatas, como si su alma hubiera partido a celebrar uno de esos coloquios celestiales —así los llamaba el Beatito — de los que traería revelaciones y verdades a los vecinos de Belo Monte. A pesar de que no había indicios de la venida de nuevos soldados, João Abade había apostado gente en los caminos que salían de Canudos a Geremoabo, a Uauá, al Cambaio, a Rosario, a Chorrochó y a Curral dos Bois y estaba abriendo trincheras y levantando parapetos a orillas del Vassa Barris. El Consejero no le hizo preguntas. Tampoco las hizo cuando el Beatito dio cuenta de los combates que él libraba. Con la entonación de las letanías, explicó cuántos romeros habían llegado la víspera y este amanecer; procedían de Cabobó, de Jacobina, de Bom Conselho, de Pombal y estaban ahora en la Iglesia de San Antonio, esperando al Consejero. ¿Los vería en la mañana, antes de ir a visitar los trabajos del Templo del Buen Jesús, o en la tarde, durante los consejos? El Beatito continuó dándole cuenta de los trabajos. Se había acabado la madera para los arcos y no se podía empezar el techo. Dos carpinteros habían partido a Joazeiro a contratarla. Como, felizmente, no faltaban piedras, los albañiles seguían apuntalando los muros.

—El Templo del Buen Jesús tiene que acabarse pronto —murmuró el Consejero, abriendo los ojos—. Eso es lo más importante.

—Lo es, padre —dijo el Beatito—. Todos ayudan. No son brazos los que faltan, sino materiales. Todo se acaba. Pero conseguiremos la madera y, si hay que pagarla, la pagaremos. Todos están dispuestos a dar lo que tienen.

—Hace muchos días que no viene el Padre Joaquim —dijo el Consejero, con cierta zozobra—. Hace muchos días que no hay misa en Belo Monte.

—Debe ser por las mechas, padre —dijo João Abade—. Ya casi no nos quedan y él ofreció comprarlas en las minas de Cacabu. Las habrá encargado y estará esperando que se las traigan. ¿Quieres que mande a buscarlo?

—Vendrá, el Padre Joaquim no nos traicionará —repuso el Consejero. Y buscó con los ojos a Alejandrinha Correa, quien, desde que habían mencionado al párroco de Cumbre, estaba con la cabeza sumida entre los hombros, visiblemente confusa —: Ven aquí. No debes tener vergüenza, hija.

Alejandrinha Correa —los años la habían adelgazado y arrugado, pero conservaba siempre la nariz respingada y un aire díscolo que contrastaba con sus maneras humildes — se arrastró hasta el Consejero sin atreverse a mirarlo. Éste le puso una mano sobre la cabeza mientras le hablaba:

—De ese mal salió un bien, Alejandrinha. Era un mal pastor y, por haber pecado, sufrió, se arrepintió, arregló sus cuentas con el cielo y es ahora buen hijo del Padre. Le hiciste un bien, al final. Y a tus hermanos de Belo Monte, porque gracias a Don Joaquim todavía podemos oír misa de vez en cuando.

Dijo esto último con tristeza y tal vez ni se dio cuenta que la ex rabdomante se inclinó a besarle la túnica antes de regresar a un rincón. En los primeros tiempos de Canudos varios párrocos venían a decir misa, a bautizar a los niños y a casar a las parejas. Pero desde aquella Santa Misión, con misioneros capuchinos de Salvador, que terminó tan mal, el Arzobispo de Bahía había prohibido a los párrocos prestar servicios espirituales a Canudos. Sólo el Padre Joaquim seguía viniendo. No sólo traía confort religioso; también, papel y tinta para el León de Natuba, cirios e incienso para el Beatito y encargos diversos a João Abade y los hermanos Vilanova. ¿Qué lo impulsaba a desafiar a la Iglesia y, ahora, a la autoridad civil? Tal vez Alejandrinha Correa, la madre de sus hijos, con la que, en cada visita, mantenía una austera conversación en el Santuario o en la capilla de San Antonio. O, tal vez, el Consejero, ante quien se lo notaba siempre turbado y como removido interiormente. O, tal vez, la sospecha de que, viniendo, pagaba una vieja deuda contraída con el cielo y con los sertaneros.

El Beatito se había puesto a hablar de nuevo, sobre el triduo de la Preciosa Sangre que se iba a iniciar esa tarde, cuando unos nudillos tocaron la puerta, entre una agitación del exterior. María Quadrado fue a abrir. Con el sol brillando a su espalda y una muchedumbre de cabezas que trataban de espiar, apareció en el umbral el párroco de Cumbe.

—Alabado sea Nuestro Señor Jesucristo —dijo el Consejero, poniéndose de pie tan de prisa que el León de Natuba tuvo que apartarse de un salto—. Nosotros pensando en usted y usted se aparece.

Fue al encuentro del Padre Joaquim, cuyo hábito venía enterrado, así como su cara. Se inclinó ante él, le cogió la mano y se la besó. La humildad y el respeto con que lo recibía el Consejero incomodaban siempre al párroco, pero hoy estaba tan inquieto que no pareció notarlo.

—Llegó un telegrama —dijo, mientras le besaban la mano el Beatito, João Abade, la Madre de los Hombres y las beatas—. Viene un Regimiento del Ejército Federal, desde Río. Su jefe es un famoso militar, un héroe que ha ganado todas las guerras.

—Todavía nadie ha ganado una guerra al Padre —dijo el Consejero, con voz gozosa.

El León de Natuba, agazapado, escribía rápidamente.

Al terminar su contrato con la gente del Ferrocarril de Jacobina, en Itiuba, Rufino guía a unos vaqueros por los vericuetos de la Sierra de Bendengó, aquella donde una vez cayó una piedra del cielo. Persiguen a unos ladrones de ganado que se han robado medio centenar de reses de la hacienda Pedra Vermelha, del coronel José Bernardo Murau, pero antes de encontrar a los animales se enteran de la derrota de la Expedición del Mayor Febronio de Brito, en el Cambaio, y deciden cesar la búsqueda para no toparse con los yagunzos o los soldados en retirada. Cuando acaba de separarse de los vaqueros. Rufino, en las estribaciones de la Sierra Grande, cae en manos de una patrulla de desertores, mandada por un sargento pernambucano. Le quitan su escopeta, su machete, sus provisiones y la talega con los reis que se ha ganado como pistero. Pero no le hacen daño e, incluso, le advierten que no pase por Monte Santo pues allí se están concentrando los soldados derrotados del Mayor Brito, que podrían enrolarlo.

La región está removida con la guerra. La noche siguiente, cerca del río Cariacá, el rastreador escucha un tiroteo y al amanecer descubre que gente venida de Canudos ha quemado y saqueado la hacienda Santa Rosa, que él conoce muy bien. La casa, que era amplia y fresca, con balaustrada de madera y una ronda de palmeras, está chamuscada y en pedazos. Ve los establos vacíos, la senzala y los ranchos de los peones también quemados y un viejo del contorno le dice que todos se han marchado a Belo Monte, llevándose los animales y lo que se libró del fuego.

Rufino da un rodeo, para evitar Monte Santo, y al día siguiente una familia de peregrinos que va rumbo a Canudos le avisa que tenga cuidado, pues hay grupos de la Guardia Rural recorriendo la tierra en busca de hombres jóvenes para el Ejército. Al mediodía llega a una capilla medio perdida entre las lomas amarillentas de la Sierra de Engorda, donde, tradicionalmente, hombres que tienen sangre en las manos vienen a arrepentirse de sus crímenes, y, otros, a hacer ofrendas. Es una construcción pequeña, solitaria, sin puertas, de muros blancos por los que corren lagartijas. Las paredes rebosan de ex votos: escudillas con comida petrificada, figurillas de madera, brazos, piernas, cabezas de cera, armas, ropas, toda clase de minúsculos objetos. Rufino examina cuchillos, machetes, escopetas y elige una faca filuda, dejada allí hace poco. Luego va a arrodillarse ante el altar, en el que sólo hay una cruz, y explica al Buen Jesús que se lleva esa faca prestada. Le cuenta que le han robado lo que tenía y que la necesita para poder llegar a su casa. Le asegura que no quiere quitarle lo que es suyo y le promete devolvérsela, junto con otra nueva, que será su obsequio. Le recuerda que él no es ladrón y que siempre ha cumplido sus promesas. Se persigna y dice: «Gracias, Buen Jesús».

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