La guerra del fin del mundo (44 page)

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Authors: Mario Vargas Llosa

Tags: #Narrativa

Sintió, por su respiración, que ahora el Consejero dormía. Escuchó en dirección del cubículo donde se amontonaban las beatas: también dormían, hasta Alejandrinha Correa. ¿Permanecía desvelado por la guerra? Era inminente, ni João Abade, ni Pajeú, ni Macambira, ni Pedrão, ni Táramela, ni los que cuidaban los caminos y las trincheras habían venido a los consejos y el León había visto a las gentes armadas detrás de los parapetos erigidos alrededor de las iglesias y los hombres yendo y viniendo con trabucos, escopetas, sartas de balas, ballestas, palos, trinches, como si esperaran el ataque en cualquier momento.

Oyó cantar el gallo; por entre los carrizos, amanecía. Cuando se escuchaban las bocinas de los aguateros anunciando el reparto del agua, el Consejero despertó y se tumbó a rezar. María Quadrado entró al momento. El León estaba ya incorporado, pese a la noche en blanco, dispuesto a registrar los pensamientos del santo. Éste oró largo rato y, mientras las beatas le humedecían los pies y le calzaban las sandalias, permaneció con los ojos cerrados. Sin embargo, bebió la escudilla de leche que le alcanzó María Cuadrado y comió un panecillo de maíz. Pero no acarició al carnerito. «No sólo por el Padre Joaquim está tan triste —pensó el León de Natuba—. También por la guerra. »

En eso entraron João Abade, João Grande y Táramela. Era la primera vez que el León veía a este último en el Santuario. Cuando el Comandante de la Calle y el jefe de la Guardia Católica, después de besar la mano del Consejero, se pusieron de pie, el lugarteniente de Pajeú continuó arrodillado.

—Táramela recibió anoche noticias, padre —dijo João Abade.

El León pensó que, probablemente, tampoco el Comandante de la Calle había pegado los ojos. Estaba sudoroso, sucio, preocupado. João Grande bebía con fruición la escudilla que acababa de darle María Quadrado. El León los imaginó, a ambos, corriendo toda la noche, de trinchera en trinchera, de entrada a entrada, acarreando pólvora, revisando armas, discutiendo. Pensó: «Será hoy». Táramela seguía de rodillas, el sombrero de cuero arrugado en su mano. Tenía dos escopetas y tantos collares de proyectiles que parecían adorno de carnaval. Se mordisqueaba los labios, incapaz de hablar. Al fin, balbuceó que habían llegado a caballo, Cintio y Cruces. Uno de los caballos reventó. El otro tal vez había reventado ya, porque lo dejó sudando a chorros. Los cabras habían galopado dos días sin parar. Ellos también por poco reventaron. Se calló, confuso, y sus ojitos achinados pidieron socorro a João Abade.

—Cuéntale al Padre Consejero el mensaje de Pajeú que traían Cintio y Cruces —lo orientó el ex-cangaceiro. También a él había alcanzado María Quadrado un tazón de leche y un panecillo. Hablaba con la boca llena.

—La orden está cumplida, padre —recordó Táramela—. Calumbí ardió. El Barón de Cañabrava se fue a Queimadas, con su familia y unos capangas.

Luchando contra la timidez que le producía el santo, explicó que, luego de quemar la hacienda, Pajeú, en vez de adelantarse a los soldados, se había colocado detrás del Cortapescuezos, para caerle por la retaguardia cuando se lanzara contra Belo Monte. Y, sin transición, pasó a hablar nuevamente del caballo muerto. Había dado orden de que se lo comieran en su trinchera y de que, si el otro animal moría, lo entregaran a Antonio Vilanova, para que él dispusiera... pero, como en ese momento el Consejero abrió los ojos, enmudeció. La mirada profunda, oscurísima, aumentó el nerviosismo del lugarteniente de Pajeú; el León vio la fuerza con que estrujaba su sombrero.

—Está bien, hijo —murmuró el Consejero—. El Buen Jesús premiará su fe y su valentía a Pajeú y a los que están con él.

Estiró su mano y Táramela se la besó, reteniéndola un momento en las suyas y mirándola con unción. El Consejero lo bendijo y él se persignó. João Abade le indicó con un gesto que partiera. Táramela retrocedió, haciendo unos movimientos reverentes de cabeza, y antes de que saliera, María Quadrado le dio de beber del mismo cazo en el que habían bebido João Abade y João Grande. El Consejero los interrogó con la mirada.

—Están muy cerca, padre —dijo el Comandante de la Calle, acuclillándose. Habló con acento tan grave que el León de Natuba se asustó y sintió que las beatas también se estremecían. João Abade sacó su faca, trazó un círculo y ahora le añadía rayas que eran los caminos por donde se acercaban los soldados.

—Por este lado no viene nadie —dijo, señalando la salida a Geremoabo—. Los Vilanova están llevando allí a muchos viejos y enfermos, para librarlos de los tiros.

Miró a João Grande, para que éste continuara. El negro apuntó con un dedo al círculo.

—Hemos construido un refugio para ti, entre los establos y el Mocambo —murmuró—. Hondo y con muchas piedras, para que resista la bala. Aquí no puedes quedarte, porque vienen por este lado.

—Traen cañones —dijo João Abade—. Los vi, anoche. Los pisteros me hicieron entrar al campamento de Cortapescuezos. Son grandes, lanzan fuego a gran distancia. El Santuario y las iglesias serán su primer blanco.

El León de Natuba sentía tanto sueño que la pluma se le resbaló de los dedos. Empujando, apartó los brazos del Consejero y consiguió apoyar la cabezota, que sentía zumbando, en sus rodillas. Oyó apenas las palabras del santo:

—¿Cuándo estarán aquí?

—Esta noche a más tardar —repuso João Abade.

—Voy a ir a las trincheras, entonces —dijo suavemente el Consejero—. Que el Beatito saque los santos y los Cristos, y la urna con el Buen Jesús, y que haga llevar todas las imágenes y las cruces a los caminos por donde viene el Anticristo. Van a morir muchos pero no hay que llorar, la muerte es dicha para el buen creyente.

Para el León de Natuba la dicha llegó en ese momento: la mano del Consejero acababa de posarse en su cabeza. Se hundió en el sueño, reconciliado con la vida.

Cuando vuelve la espalda a la casa grande de Calumbí, Rufino se siente aligerado: haber roto el vínculo que lo ligaba al Barón le da, de pronto, la sensación de disponer de más recursos para lograr sus propósitos. A media legua, acepta la hospitalidad de una familia que conoce desde niño. Ellos, sin preguntarle por Jurema ni por la razón de su presencia en Calumbí, le hacen muchas demostraciones de afecto y, a la mañana siguiente, lo despiden con provisiones para el camino.

Viaja todo el día, encontrando, aquí y allá, peregrinos que van a Canudos y que, siempre, le piden algo de comer. De este modo, al anochecer, se le han terminado las provisiones. Duerme junto a unas cuevas donde solía venir con otros niños de Calumbí a quemar a los murciélagos con antorchas. Al otro día, un morador le advierte que ha pasado una patrulla de soldados y que rondan yagunzos por toda la comarca. Prosigue su marcha, con un presentimiento oscuro en el ánimo.

Al atardecer llega a las afueras de Caracatá, puñado de viviendas salpicadas entre arbustos y cactos, a lo lejos. Después del sofocante sol, la sombra de las mangabeiras y cipos resulta bienhechora. En ese momento siente que no está solo. Varias siluetas lo rodean, surgidas felinamente de la caatinga. Son hombres armados con carabinas, ballestas y machetes que llevan campanillas y pitos de madera. Reconoce a algunos yagunzos que iban con Pajeú, pero el caboclo no está con ellos. El hombre aindiado y descalzo que los manda, se lleva un dedo a los labios y le indica con un gesto que los siga. Rufino duda, pero la mirada del yagunzo le hace saber que debe ir con ellos, que le está haciendo un favor. Piensa en Jurema al instante y su expresión lo delata, pues el yagunzo asiente. Entre los árboles y matorrales descubre a otros hombres emboscados. Varios llevan mantos de hierbas que los cubren enteramente. Inclinados, en cuclillas, tumbados, espían la trocha y el poblado. Indican a Rufino que se esconda. Un momento después el rastreador oye un rumor.

Es una patrulla de diez soldados de uniformes grises y rojos, encabezada por un Sargento joven y rubio. Los guía un pistero que, sin duda, piensa Rufino, es cómplice de los yagunzos. Como presintiendo algo, el Sargento comienza a tomar precauciones. Tiene el dedo en el gatillo del fusil y salta de un árbol a otro, seguido por sus hombres que progresan también, escudándose en los troncos. El pistero va por media trocha. En torno a Rufino, los yagunzos parecen haberse esfumado. No se mueve una hoja en la caatinga.

La patrulla llega a la primera vivienda. Dos soldados echan abajo la puerta y entran, mientras los demás los cubren. El pistero se acuclilla detrás de los soldados y Rufino nota que comienza a retroceder. Luego de un momento, los dos soldados reaparecen y con manos y cabezas indican al Sargento que no hay nadie. La patrulla avanza hacia la próxima vivienda y se repite la operación, con el mismo resultado. Pero, de pronto, en la puerta de una casa más grande que las otras, asoma una mujer greñuda y luego otra, que observan, asustadas. Cuando los soldados las divisan y apuntan sus fusiles hacia ellas, las mujeres hacen gestos de paz, dando grititos. Rufino siente un atolondramiento parecido al que tuvo cuando oyó a la Barbuda nombrar a Galileo Gall. El pistero, aprovechando la distracción, desaparece en la maleza.

Los soldados rodean la casa y Rufino comprende que hablan con las mujeres. Por fin, dos uniformados entran tras ellas, mientras el resto aguarda afuera, con los fusiles listos. Poco después, retornan los que entraron, haciendo gestos obscenos y animando a los otros a imitarlos. Rufino escucha risas, voces y ve que todos los soldados, con caras exultantes, avanzan hacia la casa. Pero el Sargento hace que dos permanezcan en la puerta, de guardia.

La caatinga comienza a moverse, a su alrededor. Los emboscados se arrastran, gatean, se empinan y el rastreador advierte que son treinta, cuando menos. Va tras ellos, de prisa, hasta alcanzar al jefe: «¿Está ahí la que era mi mujer?», se oye decir. «¿La acompaña un enano, no es cierto?» «Sí. » «Debe ser ella, entonces», asiente el yagunzo. En ese instante una salva de tiros acribilla a los dos soldados que hacen guardia, al mismo tiempo que en el interior rompen gritos, alaridos, carreras, un disparo. Mientras corre, entre los yagunzos, Rufino saca su cuchillo, única arma que le queda, y ve aparecer por la puerta y las ventanas de la casa, a soldados disparando o tratando de huir. Apenas consiguen alejarse unos pasos, antes de ser alcanzados por los dardos o las balas o arrollados por los yagunzos que los rematan con sus facas y machetes. En eso, Rufino resbala y cae al suelo. Cuando se levanta, escucha ulular a los pitos y ve que están arrojando desde una ventana el cadáver sanguinolento de un soldado al que han arrancado la ropa. El cuerpo se estrella en tierra con un golpe seco.

Cuando Rufino entra a la casa, la violencia del espectáculo lo aturde. Hay soldados agonizantes en el suelo, sobre los que se encarnizan racimos de hombres y mujeres que esgrimen cuchillos, palos, piedras; los golpean y hieren sin misericordia, ayudados por los que siguen invadiendo el lugar. Las mujeres, cuatro o cinco, son las que chillan y también ellas quitan los uniformes a jalones a sus víctimas para, muertos o moribundos, afrentarlos en su hombría. Hay sangre, pestilencia y, en el suelo, unos boquetes donde deben haber estado escondidos los yagunzos, esperando a la patrulla. Una mujer, torcida bajo una mesa, tiene una herida en la frente y se queja.

Mientras los yagunzos desnudan a los soldados y cogen sus fusiles y morrales, Rufino, seguro de que en la habitación no está lo que busca, se abre camino hacia los cuartos. Son tres, en hilera, uno abierto, en el que no ve a nadie. Por las rendijas del segundo divisa un catre de tablas y unas piernas de mujer, estirada en el suelo. Empuja la puerta y ve a Jurema. Está viva y su cara, al encontrarse con él, se frunce y toda ella se encoge, golpeada por la sorpresa. Al lado de Jurema, desfigurado por el miedo, minúsculo, el rastreador ve al Enano, que le parece conocer desde siempre, y, sobre la cama, al Sargento rubio a quien, pese a estar exánime, dos yagunzos siguen acuchillando: ambos rugen con cada golpe y las salpicaduras de sangre llegan hasta Rufino. Jurema, inmóvil, lo mira con la boca entreabierta; está desencajada, se le ha afilado la nariz y en sus ojos hay pánico y resignación. El rastreador se da cuenta que el yagunzo aindiado y descalzo ha entrado y que ayuda a los otros a alzar al Sargento y a echarlo a la calle por la ventana. Salen, llevándose el uniforme, el fusil y el morral del muerto. Al pasar junto a Rufino, el jefe, señalando a Jurema, murmura: «¿Ves? Era ella». El Enano se pone a proferir frases que Rufino oye pero no entiende. Sigue en la puerta, quieto y, ahora, de nuevo con el rostro inexpresivo. Su corazón se calma y al vértigo del principio sigue una total serenidad. Jurema continúa en el suelo, sin fuerzas para levantarse. Por la ventana se llega a ver a los yagunzos, hombres y mujeres, alejándose hacia la caatinga.

—Se están yendo —balbucea el Enano, sus ojos saltando de uno a otro—. Tenemos que irnos también, Jurema. Rufino mueve la cabeza.

—Ella se queda —dice, con suavidad—. Vete tú.

Pero el Enano no se va. Confuso, indeciso, miedoso, corretea por la casa vacía, entre la pestilencia y la sangre, maldiciendo su suerte, llamando a la Barbuda, persignándose y rogándole a Dios. Mientras, Rufino revisa los cuartos, encuentra dos colchones de paja y los arrastra a la habitación de la entrada, desde la cual puede ver la única calle y las viviendas de Caracatá. Ha sacado los colchones maquinalmente, sin saber qué se propone, pero, ahora que están allí, lo sabe: dormir. Su cuerpo es como una esponja blanda que el agua estuviera llenando, hundiendo. Coge las amarras de un gancho, va donde Jurema y ordena: «Ven». Ella lo sigue, sin curiosidad, sin temor. La hace sentar junto a los colchones y le ata manos y pies. El Enano está ahí, desorbitado de terror. «¡No la mates, no la mates!», grita. El rastreador se echa de espaldas y, sin mirarlo, le ordena:

—Ponte ahí y si viene alguien me despiertas.

El Enano pestañea, desconcertado, pero un segundo después asiente y brinca hasta la puerta. Rufino cierra los ojos. Se pregunta, antes de desaparecer en el sueño, si no ha matado a Jurema todavía porque quiere verla sufrir o porque, ahora que la tiene, su odio ha amainado. Siente que ella, a un metro suyo, se tumba en el otro colchón. Con disimulo, por entre las pestañas, la espía: está mucho más flaca, con los ojos hundidos y resignados, la ropa deshecha y los cabellos revueltos. Tiene un rasguñón en el brazo.

Cuando Rufino despierta, se incorpora de un salto, como escapando de una pesadilla. Pero no recuerda haber soñado. Sin echar un vistazo a Jurema, pasa junto al Enano, quien sigue en la puerta y lo mira entre asustado y esperanzado. ¿Puede ir con el? Rufino asiente. No cambian palabra, mientras el rastreador busca, en las últimas luces, algo que pueda aplacar el hambre y la sed. Cuando están regresando, el Enano le pregunta: «¿Vas a matarla?». Él no contesta. Saca de su alforja yerbas, raíces, hojas, tallos y los pone sobre el colchón. No mira a Jurema mientras la desata o la mira como si no estuviera allí. El Enano tiene un puñado de yerbas en la boca y mastica empeñosamente. Jurema también comienza a masticar y a tragar, de manera mecánica; a ratos se soba las muñecas y los tobillos. En silencio, comen, mientras afuera anochece del todo y aumentan los ruidos de los insectos. Rufino piensa que esta hediondez se parece a la que sintió la noche que pasó en una trampa, junto al cadáver de un tigre. De pronto, oye a Jurema:

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