Cuando ya chispeaban estrellas, desmontaron en un bosquecillo de veíame y macambira. Comieron sin hablar y Galileo se durmió antes de tomar el café. Tuvo un sueño sobresaltado, con imágenes de muerte. Cuando Ulpino lo despertó, era aún noche cerrada y se oía un lamento que podía ser de zorro. El guía había calentado café y ensillado los caballos. Trató de entablar conversación con Ulpino. ¿Cuánto tiempo trabajaba con el Barón? ¿Qué pensaba de los yagunzos? El guía respondía con tantas evasivas que no insistió. ¿Era su acento extranjero lo que hacía brotar la desconfianza en esta gente? ¿O era una incomunicación más profunda, de manera de sentir y de pensar?
En ese momento, Ulpino dijo algo que no entendió. Le hizo repetir y esta vez sus palabras sonaron claras: ¿por qué iba a Canudos? «Porque allá pasan cosas por las que he luchado toda mi vida», le dijo. «Allá están creando un mundo sin opresores ni oprimidos, donde todos son libres e iguales. » Le explicó, en los términos más sencillos de que era capaz, por qué Canudos era importante para el mundo, cómo ciertas cosas que hacían los yagunzos coincidían con un viejo ideal por el que muchos hombres habían dado la vida. Ulpino no lo interrumpió ni lo miró mientras hablaba, y Gall no podía evitar sentir que lo que decía resbalaba en el guía, como el viento en las rocas, sin mellarlo. Cuando calló, Ulpino, ladeando un poco la cabeza, y de una manera que a Gall le pareció extraña, murmuró que él creía que iba a Canudos a salvar a su mujer. Y, ante la sorpresa de Gall, insistió: ¿no dijo Rufino que iba a matarla? ¿No le importaba que la matara? ¿No era su mujer acaso? ¿Para qué se la había robado, entonces? «Yo no tengo mujer, yo no he robado a nadie», replicó Gall, con fuerza. Rufino hablaba de otra persona, era víctima de un malentendido. El guía retornó a su mudez.
No volvieron a hablar hasta horas más tarde, en que encontraron a un grupo de peregrinos, con carretas y tinajas, que les dieron de beber. Cuando los dejaron atrás, Gall sintió abatimiento. Habían sido las preguntas de Ulpino, tan inesperadas, y su tono admonitivo. Para no recordar a Jurema ni a Rufino, pensó en la muerte. No la temía, por eso la había desafiado tantas veces. Si los soldados lo capturaban antes de llegar a Canudos, se les enfrentaría hasta obligarlos a matarlo, para no pasar por la humillación de la tortura y, quizá, del acobardamiento.
Notó que Ulpino parecía inquieto. Hacía media hora que cruzaban una caatinga cerrada, en medio de vaharadas de aire caliente, cuando el guía empezó a escudriñar el ramaje. «Estamos rodeados —susurró—. Mejor esperar que se acerquen. » Bajaron de los caballos. Gall no alcanzaba a distinguir nada que indicara seres humanos en el contorno. Pero, poco después, unos hombres armados con escopetas, ballestas, machetes y facas surgieron de entre los árboles. Un negro, ya entrado en años, enorme, semidesnudo, hizo un saludo que Gall no entendió y preguntó de dónde venían. Ulpino repuso que de Calumbí, que iban a Canudos e indicó la ruta que habían seguido para, afirmó, no tropezar con los soldados. El diálogo era difícil pero no le parecía inamistoso. Vio en eso que el negro cogía las riendas del caballo del guía y se subía a él, a la vez que otro hacía lo mismo con el suyo. Dio un paso hacia el negro y en el acto todos los que tenían escopetas lo apuntaron. Hizo gestos de paz y pidió que lo escucharan. Explicó que tenía que llegar pronto a Canudos, hablar con el Consejero, decirle algo importante, que él iba a ayudarlos contra los soldados..., pero, calló, derrotado por las caras distantes, apáticas, burlonas de los hombres. El negro esperó un momento, pero al ver que Gal! permanecía callado dijo algo que éste tampoco entendió. Y al instante partieron, tan discretos como habían aparecido.
—¿Qué dijo? —murmuró Gall.
—Que a Belo Monte y al Consejero los defienden el Padre, el Buen Jesús y el Divino —le contestó Ulpino—. No necesitan más ayuda.
Y añadió que no estaban tan lejos, así que no se preocupara por los caballos. Se pusieron en camino de inmediato. La verdad era que, con lo enredado de la caatinga, avanzaban al mismo ritmo que montados. Pero la pérdida de los caballos había sido, también, la de las alforjas con provisiones y a partir de entonces mataron el hambre con frutas secas, tallos y raíces. Como Gall advirtió que, desde que salieron de Calumbí, recordar los incidentes de la última etapa de su vida, abría las puertas de su ánimo al pesimismo, trató —era un viejo recurso — de enfrascarse en reflexiones abstractas, impersonales. «La ciencia contra la mala conciencia. » ¿No planteaba Canudos una interesante excepción a la ley histórica según la cual la religión había servido siempre para adormecer a los pueblos e impedirles rebelarse contra los amos? El Consejero había utilizado la superstición religiosa para soliviantar a los campesinos contra el orden burgués y la moral conservadora y enfrentarlos a aquellos que tradicionalmente se habían valido de las creencias religiosas para mantenerlos sometidos y esquilmados. La religión era, en el mejor de los casos, lo que había escrito David Hume —un sueño de hombres enfermos—, sin duda, pero en ciertos casos, como el de Canudos, podía servir para arrancar a las víctimas sociales de su pasividad y empujarlas a la acción revolucionaria, en el curso de la cual las verdades científicas, racionales, irían sustituyendo a los mitos y fetiches irracionales. ¿Tendría ocasión de enviar una carta sobre este tema a
l'Étincelle de la révoltel
Intentó de nuevo entablar conversación con el guía. ¿Qué pensaba Ulpino de Canudos? Éste permaneció masticando, un buen rato, sin contestar. Por fin, con tranquilo fatalismo, como si no le concerniera, dijo: «Les cortarán el pescuezo a todos». Gall pensó que no tenían nada más que decirse.
Al salir de la caatinga, entraron en un tablazo cargado de xique-xiques, que Ulpino partía con su faca; en el interior había una pulpa agridulce que quitaba la sed. Ese día encontraron nuevos grupos de peregrinos que iban a Canudos. Esas gentes, que dejaban atrás, en cuyos ojos fatigados podía distinguir un recóndito entusiasmo más fuerte que su miseria, hicieron bien a Gall. Le devolvieron el optimismo, la euforia. Habían dejado sus casas para ir a un lugar amenazado por la guerra. ¿No significaba eso que el instinto popular era certero? Iban allí porque intuían que Canudos encarnaba su hambre de justicia y emancipación. Preguntó a Ulpino cuándo llegarían. Al anochecer, si no había percances. ¿Qué percances? ¿Acaso tenían algo que robarles? «Pueden matarnos», dijo Ulpino. Pero Gall no se dejó desmoralizar. Pensó, sonriendo, que los caballos perdidos eran, después de todo, una contribución a la causa.
Descansaron en una alquería desierta, con rastros de incendio. No había vegetación ni agua. Gall se sobó las piernas, acalambradas por la caminata. Ulpino, de improviso, murmuró que habían cruzado el círculo. Señalaba en dirección a donde había habido establos, animales, vaqueros, y ahora había sólo desolación. ¿El círculo? El que separaba a Canudos del resto del mundo. Decían que, adentro, mandaba el Buen Jesús y, afuera, el Can. Gall no dijo nada. En última instancia, los nombres no importaban, eran envolturas, y si servían para que las gentes sin instrucción identificaran más fácilmente los contenidos, era indiferente que en vez de decir justicia e injusticia, libertad y opresión, sociedad emancipada y sociedad clasista, se hablara de Dios y del Diablo. Pensó que llegaría a Canudos y que vería algo que había visto de adolescente en París: un pueblo en efervescencia, defendiendo con uñas y dientes su dignidad. Si conseguía hacerse oír, entender, sí, podría ayudarlos, por lo menos compartiendo con ellos aquellas cosas que ignoraban y que él había aprendido en tantas correrías por el mundo.
—¿De veras no le importa que Rufino mate a su mujer? —oyó que le decía Ulpino—. ¿Para qué se la robó, entonces?
Sintió que la cólera lo ahogaba. Rugió, atropellándose, que no tenía mujer: ¿cómo se atrevía a preguntarle algo que ya le había contestado? Sentía odio contra él y ganas de insultarlo.
—Es algo que no se puede entender —oyó que mascullaba Ulpino.
Le dolían las piernas y tenía los pies tan hinchados que, a poco de reanudar la marcha, dijo que necesitaba descansar algo más. Pensó tumbándose: «Ya no soy el de antes». Había enflaquecido mucho, también: miraba, como si fuera ajeno, ese antebrazo huesudo en el que se apoyaba la cabeza.
—Voy a ver si encuentro algo de comer —dijo Ulpino—. Duérmase un rato.
Gall lo vio perderse detrás de unos árboles sin hojas. Cuando cerraba los ojos percibió, en un tronco, medio desclavada, una madera con una inscripción borrosa: Caracatá. El nombre quedó revoloteando en su mente mientras dormía.
Aguzando el oído, el León de Natuba pensó: «Me va a hablar». Su cuerpecillo se estremeció de felicidad. El Consejero permanecía mudo en su camastro, pero el escriba de Canudos sabía si estaba despierto o dormido por su respiración. Volvió a escuchar, en la oscuridad. Sí, velaba. Tendría cerrados sus ojos profundos y, debajo de los párpados, estaría viendo alguna de esas apariciones que bajaban a hablarle o que él subía a visitar sobre las altas nubes: los santos, la Virgen, el Buen Jesús, el Padre. O estaría pensando en las cosas sabias que diría mañana y que él anotaría en las hojas que le traía el Padre Joaquim y que los futuros creyentes leerían como los de hoy los Evangelios.
Pensó que, puesto que el Padre Joaquim ya no vendría a Canudos, pronto se le acabaría el papel y tendría que escribir en esos pliegos del almacén de los Vilanova en los que se corría la tinta. El Padre Joaquim rara vez le había dirigido la palabra y, desde que lo vio —la mañana en que entró trotando a Cumbe detrás del Consejero—, había advertido también en sus ojos, muchas veces, esa sorpresa, incomodidad, repugnancia, que su persona provocaba siempre y ese movimiento rápido de apartar la vista y olvidarlo. Pero la captura del párroco por los soldados del Cortapescuezos y su muerte probable lo apenaban por el efecto que habían causado en el Consejero. «Alegrémonos, hijos», había dicho esa tarde, durante los consejos, en la torre del nuevo Templo: «Belo Monte tiene su primer santo». Pero luego, en el Santuario, el León de Natuba había comprobado la tristeza que lo embargaba. Rehusó los alimentos que le alcanzó María Quadrado y, mientras las beatas lo aseaban, no hizo los cariños que solía a la cabrita que Alejandrinha Correa (los ojos hinchados de tanto llorar) mantenía a su alcance. Al apoyar la cabeza en sus rodillas, el León no sintió la mano del Consejero y, más tarde, lo oyó suspirar: «No habrá más misas, nos ha dejado huérfanos». El León tuvo un presentimiento de catástrofe.
Por eso tampoco él conseguía dormir. ¿Qué ocurriría? Otra vez la guerra estaba próxima y, ahora, sería peor que cuando los elegidos y los canes se enfrentaron en el Tabolerinho. Se pelearía en las calles, habría más heridos y muertos y él sería uno de los primeros en morir. Nadie vendría a salvarlo, como lo había salvado el Consejero de morir quemado en Natuba. Por gratitud había partido con él y por gratitud había seguido pegado al santo, brincando por el mundo, pese al esfuerzo sobrehumano que para él, desplazándose a cuatro patas, significaban esas larguísimas travesías. El León entendía que muchos añoraran aquellas andanzas. Entonces eran pocos y tenían al Consejero exclusivamente para ellos. ¡Cómo habían cambiado las cosas! Pensó en los millares que lo envidiaban por estar día y noche junto al santo. Sin embargo, tampoco él tenía ocasión ya de hablar a solas con el único hombre que lo había tratado siempre como si fuera igual a los demás. Porque nunca había notado el León el más ligero indicio de que el Consejero viera en él a ese ser de espinazo curvo y cabeza gigante que parecía un extraño animal nacido por equivocación entre los hombres.
Recordó esa noche, en las afueras de Tepidó, hacía muchos años. ¿Cuántos peregrinos había alrededor del Consejero? Después de los rezos, habían comenzado a confesarse en voz alta. Cuando le tocó el turno, el León de Natuba, en un arrebato impensado, dijo de pronto algo que nadie le había oído antes: «Yo no creo en Dios, ni en la religión. Sólo en ti, padre, porque tú me haces sentir humano». Hubo un gran silencio. Temblando de su temeridad, sintió sobre sí las miradas espantadas de los peregrinos. Volvió a escuchar las palabras del Consejero, esa noche: «Has sufrido tanto que hasta los diablos escapan de tanto dolor. El Padre sabe que tu alma es pura porque está todo el tiempo expiando. No tienes de qué arrepentirte, León: tu vida es penitencia». Repitió mentalmente: «Tu vida es penitencia». Pero también había en ella instantes de incomparable felicidad. Por ejemplo, hallar algo nuevo que leer, un pedazo de libro, una página de revista, un fragmento impreso cualquiera y aprender esas cosas fabulosas que decían las letras. O imaginar que Almudia estaba viva, era aún la bella niña de Natuba y que él le cantaba y que, en vez de embrujarla y matarla, sus canciones la hacían sonreír. O apoyar la cabeza en las rodillas del Consejero y sentir sus dedos abriéndose camino entre sus crenchas, separándolas, sobándole el cuero cabelludo. Era adormecedor, una sensación cálida que lo atravesaba de pies a cabeza y él sentía que, gracias a esa mano en sus pelos y a esos huesos contra su mejilla, los malos ratos de la vida quedaban recompensados.
Era injusto, no sólo al Consejero debía agradecimiento. ¿No lo habían cargado los otros cuando ya no le daban las fuerzas? ¿No habían rezado tanto, sobre todo el Beatito, para que creyera? ¿No era buena, caritativa, generosa con él María Cuadrado? Trató de pensar con cariño en la Madre de los Hombres. Ella había hecho lo imposible por ganárselo. En las peregrinaciones, cuando lo veía extenuado, le masajeaba largamente el cuerpo, como hacía con las extremidades del Beatito. Y cuando tuvo las fiebres lo hizo dormir en sus brazos, para darle calor. Ella le procuraba la ropa que vestía y había ideado los ingeniosos guantes-zapatos de madera y cuero con que andaba. ¿Por qué, entonces, no la quería? Sin duda porque también a la Superiora del Coro Sagrado la había oído, en los altos nocturnos del desierto, acusarse de haber sentido asco del León de Natuba y de haber pensado que su fealdad provenía del Maligno. María Quadrado lloraba al confesar estos pecados y, golpeándose el pecho, le pedía perdón por ser tan pérfida. Él decía que la perdonaba y la llamaba Madre. Pero, en el fondo, no era verdad. «Soy rencoroso —pensó—. Si hay un infierno, arderé por los siglos de los siglos. » Otras veces, la idea del fuego le daba terror. Hoy lo dejó frío.
Se preguntó, recordando la última. procesión, si debía asistir a alguna más. ¡Cuánto miedo había pasado! ¡Cuántas veces había estado a punto de ser sofocado, pisoteado, por la multitud que trataba de acercarse al Consejero! La Guardia Católica hacía esfuerzos inauditos para no ser rebasada por los creyentes que, entre las antorchas y el incienso, estiraban las manos para tocar al santo. Él León se vio zarandeado, empujado al suelo, tuvo que aullar para que la Guardia Católica lo izara cuando la marea humana iba a tragárselo. Últimamente, apenas se aventuraba fuera del Santuario, pues las calles se habían vuelto peligrosas. Las gentes se precipitaban a tocarle el lomo, creyendo que les traería suerte, y se lo arranchaban como un muñeco y lo tenían horas en sus casas haciéndole preguntas sobre el Consejero. ¿Tendría que pasar el resto de sus días encerrado entre estas paredes de barro? No había fondo en la infelicidad, las reservas de sufrimiento eran inextinguibles.