La guerra del fin del mundo (50 page)

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Authors: Mario Vargas Llosa

Tags: #Narrativa

Le parece despertar, volver de un viaje larguísimo, y no han pasado sino pocos minutos desde que los soldados cayeron sobre ella. ¿Qué ha sido de Rufino, de Gall, del Enano? En sueños los recuerda, peleando, recuerda a los soldados disparándoles. Al soldado que le sacaron de encima lo está interrogando, a pocos pasos, un caboclo bajo y macizo, ya maduro, cuyos rasgos amarillo-cenizos corta brutalmente una cicatriz, entre la boca y los ojos. Piensa: Pajeú. Siente miedo por primera vez en el día. El soldado ha puesto cara de terror, contesta a toda velocidad lo que le preguntan e implora, ruega, con ojos, boca, manos, pues mientras Pajeú lo interroga otros van desnudándolo. Le quitan la guerrera rotosa, el pantalón deshilachado, sin maltratarlo, y Jurema —sin alegrarse ni entristecerse, siempre como si estuviera soñando — ve que, una vez desnudo, a un simple gesto de ese caboclo del que se cuentan historias tan terribles, los yagunzos le hunden varias facas, en el vientre, en la espalda, en el cuello, y que el soldado se desploma sin tiempo siquiera de gritar. Ve que uno de los yagunzos se inclina, coge el sexo ahora chato y minúsculo del soldado, se lo corta de un tajo y con el mismo movimiento se lo embute en la boca. Limpia luego su cuchillo en el cadáver y se lo guarda en el cinto. No siente ni pena ni alegría ni asco. Se da cuenta que el caboclo sin nariz le habla:

—¿Vienes sola a Belo Monte o con otros peregrinos? —Pronuncia lentamente, como si no pudiera entenderle, oírlo—. ¿De dónde eres?

Le cuesta hablar. Balbucea, con voz que le parece de otra mujer, que viene de Queimadas.

—Largo viaje —dice el caboclo, examinándola de arriba abajo, con curiosidad—. Y por el mismo camino que los soldados, además.

Jurema asiente. Tendría que agradecerle, decirle algo amable por haberla rescatado, pero Pajeú le inspira demasiado miedo. Todos los otros yaguznos la rodean y con sus mantos de yerbas, sus armas, sus pitos, le dan la impresión de no ser de carne y hueso sino de cuento o pesadilla.

—No puedes entrar a Belo Monte por aquí —le dice Pajeú, con una mueca que debe ser su sonrisa—. Hay protestantes en esos cerros. Da la vuelta, más bien, hasta el camino de Geremoabo. Por ahí no hay soldados.

—Mi marido —murmura Jurema, señalando el bosque.

La voz se le corta en un sollozo. Echa a andar, angustiada, devuelta a lo que ocurría cuando llegaron los soldados, y reconoce de pronto al otro, el que miraba esperando su turno: es el cuerpo desnudo, sanguinolento, colgado de un árbol, que bailotea junto a su uniforme también prendido de las ramas. Jurema sabe dónde ir porque un rumor la guía y, en efecto, a los pocos momentos descubre, en ese sector de la caatinga decorado con uniformes, a Galileo Gall y a Rufino. Tienen el color de la tierra barrosa, deben estar moribundos pero siguen luchando. Son dos piltrafas anudadas, se golpean con las cabezas, con los pies, se muerden y se arañan, pero tan despacio como si estuvieran jugando. Jurema se detiene frente a ellos y el caboclo y los yaguznos forman un círculo y observan la pelea. Es un combate que termina, dos formas embarradas, irreconocibles, inseparables, que apenas se mueven y no dan señales de saber que están rodeados por docenas de recién venidos. Jadean, sangran, arrastran jirones de ropas.

—Tú eres Jurema, tú eres la mujer del pistero de Queimadas —dice a su lado Pajeú, con animación—. O sea que te encontró. O sea que encontró al pobre de espíritu que estaba en Calumbí.

—Es el alunado que cayó anoche en la trampa —dice alguien, desde el otro lado del círculo—. El que tenía tanto terror a los soldados.

Jurema siente una mano entre las suyas, pequeñita, regordeta, que aprieta con fuerza. Es el Enano. La mira con alegría y esperanza, como si ella fuera a salvarle la vida. Está embarrado y se le pega.

—Páralos, páralos, Pajeú —dice Jurema—. Salva a mi marido, salva a...

—¿Quieres que salve a los dos? —se burla Pajeú—. ¿Quieres quedarte con los dos?

Jurema oye que otros yaguznos ríen también por lo que ha dicho el caboclo sin nariz.

—Es cosa de hombres, Jurema —le explica Pajeú, con calma—. Tú los metiste en eso. Déjalos donde los pusiste, que resuelvan su negocio como dos hombres. Si tu marido se salva te matará y si muere su muerte caerá sobre ti y tendrás que dar cuenta al Padre. En Belo Monte el Consejero te aconsejará para que te redimas. Ahora márchate porque aquí viene la guerra. ¡Alabado sea el Buen Jesús Consejero!

La caatinga se mueve y en segundos los yaguznos desaparecen entre la favela. El Enano sigue apretándole la mano y mirando, como ella. Jurema ve que Gall tiene un cuchillo medio hundido en el cuerpo, a la altura de las costillas. Oye, siempre, clarines, campanas, pitos. De pronto, el forcejeo cesa pues Gall, dando un rugido, rueda a unos metros de Rufino. Jurema lo ve coger la faca y arrancársela, con un nuevo rugido. Mira a Rufino quien lo mira también, desde el barro, con la boca abierta y una mirada sin vida.

—Todavía no me has puesto la mano en la cara —oye decir a Galileo, que llama a Rufino con la mano que tiene el cuchillo.

Jurema ve que Rufino asiente y piensa: «Se entienden». No sabe qué quiere decir lo que ha pensado pero lo siente muy cierto. Rufino se arrastra hacia Gall, muy despacio. ¿Va a llegar hasta él? Se empuja con los codos, con las rodillas, frota la cara contra el barro, como una lombriz, y Gall lo alienta, moviendo el cuchillo. «Cosa de hombres», piensa Jurema. Piensa: «La culpa caerá sobre mí». Rufino llega junto a Gall, quien trata de clavarle la faca, mientras el pistero lo golpea en la cara. Pero la bofetada pierde fuerza al tocarlo, porque Rufino carece ya de energía o por un abatimiento íntimo. La mano queda en la cara de Gall, en una especie de caricia. Gall lo golpea también, una, dos veces, y su mano se aquieta sobre la cabeza del rastreador. Agonizan abrazados, mirándose. Jurema tiene la impresión de que las dos caras, a milímetros una de la otra, se están sonriendo. Los toques de corneta y los pitos han sido desplazados por un tiroteo nutrido. El Enano dice algo que ella no entiende.

«Ya le pusiste la mano en la cara, Rufino», piensa Jurema. «¿Qué has ganado con eso, Rufino? ¿De qué te sirve la venganza si has muerto, si me has dejado sola en el mundo, Rufino?» No llora, no se mueve, no aparta los ojos de los hombres inmóviles. Esa mano sobre la cabeza de Rufino le recuerda que, en Queimadas, cuando para desgracia de todos Dios hizo que viniera a ofrecer trabajo a su marido, el forastero palpó una vez la cabeza de Rufino y le leyó sus secretos, como el brujo Porfirio los leía en las hojas de café y doña Casilda en una vasija llena de agua.

—¿Les conté quién se presentó en Calumbí, en el séquito de Moreira César? —dijo el Barón de Cañabrava—. Ese periodista que trabajó conmigo y que se llevó Epaminondas para el
Jornal de Noticias.
Esa calamidad con anteojos como escafandra de buzo, que caminaba haciendo garabatos y se vestía de payaso. ¿Te acuerdas de él, Adalberto? Escribía poesías, fumaba opio.

Pero ni el coronel José Bernardo Murau, ni Adalberto de Gumuncio lo escuchaban. Este último releía los papeles que el Barón acababa de traducirle, acercándolos al candelabro que iluminaba la mesa del comedor, de la que no habían recogido las tazas vacías de café. El viejo Murau, moviéndose en su silla de la cabecera como si continuara en la mecedora de la salita, parecía adormecido. Pero el Barón supo que reflexionaba en lo que les había leído.

—Voy a ver a Estela —dijo, poniéndose de pie.

Mientras recorría la destartalada casa grande, sumida en la penumbra, hacia el dormitorio donde habían acostado a la Baronesa poco antes de la cena, iba calculando la impresión que había hecho en sus amigos esa especie de testamento del aventurero escocés. Pensó, tropezando en una loseta rota en el corredor a cuyos lados se abrían los dormitorios: «Las preguntas continuarán, en Salvador. Y cada vez que explique por qué lo dejé partir, sentiré la misma sensación de estar mintiendo». ¿Por qué había dejado partir a Galileo Gall? ¿Por estupidez? ¿Por cansancio? ¿Por hartazgo de todo? ¿Por simpatía? Pensó, recordando a Gall y al periodista miope: «Tengo debilidad por los especímenes raros, por lo anormal».

Desde el umbral vio, en el débil resplandor rojizo de la mariposa de aceite que alumbraba el velador, el perfil de Sebastiana. Estaba sentada al pie de la cama, en un sillón con almohadillas, y aunque nunca había sido una mujer risueña su expresión era ahora tan grave que el Barón se alarmó. Se había puesto de pie al verlo entrar.

—¿Ha seguido durmiendo tranquila? —preguntó el Barón, levantando el mosquitero e inclinándose para observar. Su esposa tenía los ojos cerrados y en la media oscuridad su rostro, aunque muy pálido, parecía sereno. Las sábanas subían y bajaban suavemente, con su respiración.

—Durmiendo, sí, pero no tan tranquila —murmuró Sebastiana, acompañándolo de regreso hasta la puerta del dormitorio. Bajó más la voz y el Barón notó la inquietud empozada en los ojos negros, vivísimos, de la mucama—. Está soñando. Habla en sueños y siempre de lo mismo.

«No se atreve a decir incendio, fuego, llamas», pensó el Barón, con el pecho oprimido. ¿Se convertirían en tabú, debería ordenar que nunca más se pronunciaran en su hogar las palabras que Estela pudiera asociar con el holocausto de Calumbí? Había cogido del brazo a Sebastiana, tratando de tranquilizarla, pero no atinaba a decir nada. Sentía en sus dedos la piel lisa y tibia de la mucama.

—La señora no puede quedarse aquí —susurró ésta—. Llévela a Salvador. Tienen que verla los médicos, darle algo, sacarle esos recuerdos de la cabeza. No puede seguir con esa angustia, día y noche.

—Lo sé, Sebastiana —asintió el Barón—. Pero el viaje es tan largo, tan duro. Me parece arriesgado exponerla a otra expedición estando así. Aunque tal vez sea más peligroso tenerla sin cuidados. Ya veremos mañana. Ahora, debes ir a descansar. Tampoco tú has pegado los ojos desde hace días.

—Voy a pasar la noche aquí, con la señora —repuso Sebastiana, desafiante.

El Barón, viéndola instalarse de nuevo junto a Estela, pensó que seguía siendo una mujer de formas duras y bellas, admirablemente conservadas. «Igual que Estela», se dijo. Y, en una vaharada de nostalgia, recordó que en los primeros años de matrimonio había llegado a sentir unos celos intensos, desveladores, al ver la camaradería, la intimidad infranqueable que existía entre ambas mujeres. Iba de regreso al comedor y, por una ventana, vio que la noche estaba encapotada de nubes que ocultaban las estrellas. Recordó, sonriendo, que esos celos le habían hecho pedir a Estela que despidiera a Sebastiana y que por ese motivo habían tenido la disputa más seria de toda su vida conyugal. Entró al comedor con la imagen vivida, intacta, dolorosa, de la Baronesa, las mejillas arrebatadas, defendiendo a su criada y repitiéndole que si Sebastiana partía, partiría ella también. Ese recuerdo, que había sido mucho tiempo una chispa que inflamaba su deseo, lo conmovió ahora hasta los huesos. Tenía ganas de llorar. Encontró a sus amigos enfrascados en conjeturas sobre lo que les había leído.

—Un fanfarrón, un imaginativo, un pillo con fantasía, un embaucador de lujo —decía el coronel Murau—. Ni en las novelas pasa un sujeto tantas peripecias. Lo único que creo es el acuerdo con Epaminondas para llevar armas a Canudos. Un contrabandista que inventó la historia del anarquismo como excusa y justificación.

—¿Excusa y justificación? —Adalberto de Gumicio rebotó en su asiento—. Eso es un agravante, más bien.

El Barón se sentó a su lado e hizo esfuerzos por interesarse.

—Querer acabar con la propiedad, con la religión, con el matrimonio, con la moral, ¿te parecen atenuantes? —insistía Gumucio—. Eso es más grave que traficar con armas.

«El matrimonio, la moral», pensó el Barón. Y se preguntó si Adalberto hubiera consentido en su hogar una complicidad tan estrecha como la de Estela y Sebastiana. El corazón volvió a oprimírsele pensando en su esposa. Decidió partir a la mañana siguiente. Se sirvió una copa de oporto y bebió un largo trago.

—Yo me inclino a creer que la historia es cierta —dijo Gumucio—. Por la naturalidad con que se refiere a esas cosas extraordinarias, las fugas, los asesinatos, los viajes piratescos, el ayuno sexual. No se da cuenta que son hechos fuera de lo común. Eso hace pensar que los vivió y que cree las barbaridades que dice contra Dios, la familia y la sociedad.

—Que las cree no cabe duda —dijo el Barón, saboreando el gusto ardiente dulzón del oporto—. Se las oí muchas veces, en Calumbí.

El viejo Murau llenó otra vez las copas. En la comida no habían bebido, pero luego del café el hacendado sacó esta garrafa de oporto que estaba ya casi vacía. ¿Embriagarse hasta perder la conciencia era el remedio que necesitaba para no pensar en la salud de Estela?

—Confunde la realidad y las ilusiones, no sabe dónde termina una y comienza la otra —dijo—. Puede ser que cuente esas cosas con sinceridad y las crea al pie de la letra. No importa. Porque él no las ve con los ojos sino con las ideas, con las creencias. ¿No recuerdan lo que dice de Canudos, de los yagunzos? Debe ser lo mismo con lo demás. Es posible que una reyerta de rufianes en Barcelona, o una redada de contrabandistas por la policía de Marsella, sean para él batallas entre oprimidos y opresores en la guerra por romper las cadenas de la humanidad.

—¿Y el sexo? —dijo José Bernardo Murau: estaba abotagado, con los ojitos chispeantes y la voz blanda—. Esos diez años de castidad ¿ustedes se los tragan? ¿Diez años de castidad para atesorar energías y descargarlas en la revolución?

Hablaba de tal modo que el Barón supuso que en cualquier momento empezaría a referir historias subidas de color.

—¿Y los sacerdotes? —preguntó—. ¿No viven castos por amor a Dios? Gall es una especie de sacerdote.

—José Bernardo juzga a los hombres por sí mismo —bromeó Gumucio, volviéndose hacia el dueño de casa—. Para ti hubiera sido imposible soportar diez años de castidad.

—Imposible —lanzó una risotada el hacendado—. ¿No es estúpido renunciar a una de las pocas compensaciones que tiene la vida?

Una de las velas del candelabro comenzaba a chisporrotear, soltando un hilillo de humo y Murau se incorporó a apagarla. Aprovechó para servir una nueva ronda de oporto que vació del todo la garrafa.

—En esos años de abstinencia acumularía tanta energía como para embarazar a una burra —dijo, con la mirada encandilada. Se rió con vulgaridad y fue con paso vacilante a sacar otra botella de oporto de un aparador. Las demás velas del candelabro estaban acabándose y el recinto se había oscurecido—. ¿Cómo es la mujer del pistero, la que lo sacó de la castidad?

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