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Authors: Mario Vargas Llosa

Tags: #Narrativa

La guerra del fin del mundo (52 page)

—Despejen las iglesias, empújenlos hacia el Norte —les grita éste.

Está pensando que esas caras tensas, jóvenes, blancas, oscuras, negras, aindiadas, van a entrar en ese torbellino, cuando lo sacude otro ataque de estornudos, más fuerte que el anterior. Sus gafas salen disparadas y él piensa, con terror, mientras siente la asfixia, las explosiones en el pecho y en las sienes, la comezón en la nariz, que se han roto, que alguien puede pisarlas, que sus días serán niebla perpetua. Cuando el ataque cesa, cae de rodillas, palma con angustia en derredor hasta dar con ellas. Comprueba, feliz, que están intactas. Las limpia, se las calza, mira. El centenar de jinetes ha bajado el cerro. ¿Cómo han podido hacerlo tan rápido? Pero pasa algo con ellos, en el río. No acaban de cruzarlo. Las cabalgaduras entran en el agua y parecen encabritarse, rebelarse, pese a la furia con que son urgidas, azotadas, por las manos, las botas, los sables. Es como si el río las espantara. Se revuelven en media corriente y algunas botan a sus jinetes.

—Deben haber puesto trampas —dice un oficial.

—Los tirotean desde ese ángulo muerto —murmura otro.

—¡Mi caballo! —grita Moreira César y el periodista miope le ve entregar sus prismáticos a un ordenanza. Mientras monta al animal, añade, con fastidio —: Los muchachos necesitan un estímulo. Quédese en el mando, Olimpio. Su corazón se acelera al ver que el Coronel desenvaina su sable, espolea al animal y comienza a bajar la cuesta, de prisa. Pero no ha avanzado cincuenta metros cuando lo ve encogerse en la montura, apoyarse en el pescuezo del caballo, que se detiene en seco. Ve que el Coronel lo hace girar, ¿para regresar al puesto de mando?, pero, como si recibiera órdenes contradictorias del jinete, el animal gira en redondo, dos, tres veces. Ahora entiende por qué oficiales y escoltas profieren exclamaciones, gritos, y corren pendiente abajo, con los revólveres desenfundados. Moreira César rueda al suelo y casi al mismo tiempo se lo ocultan el Capitán y los otros que lo han cargado y lo están subiendo, hacia él, apresuradamente. Hay un vocerío ensordecedor, disparos, ruidos diversos.

Permanece alelado, sin iniciativa, viendo al grupo de hombres que trepan al trote la ladera, seguidos por el caballo blanco, que arrastra las bridas. Se ha quedado solo. El terror que se apodera de él lo impulsa cerro arriba, resbalándose, incorporándose, gateando. Cuando llega a la cumbre y brinca hacia la tienda de lona, vagamente advierte que el lugar está casi vacío de soldados. Salvo un grupo apiñado a la entrada de la tienda, apenas divisa uno que otro centinela, mirando asustado en esta dirección. «¿Puede ayudar al Doctor Souza Ferreiro?», oye, y aunque quien le habla es el Capitán no reconoce su voz y apenas su cara. Asiente y Olimpio de Castro lo empuja con tanta fuerza que se lleva de encuentro a un soldado. Adentro, ve la espalda del Doctor Souza Ferreiro, inclinada sobre la litera y los pies del Coronel.

—¿Enfermero? —Souza Ferreiro se vuelve y al darse con él su expresión se avinagra.

—Se lo he dicho, no hay enfermeros —le grita el Capitán de Castro, remeciendo al periodista miope—. Están con los batallones, allá abajo. Que él lo ayude.

El nerviosismo de uno y otro lo contagian y tiene ganas de gritar, de zapatear.

—Hay que extraer los proyectiles o la infección acabará con él en un dos por tres —gimotea el Doctor Souza Ferreiro, mirando a un lado y a otro como en espera de un milagro.

—Haga lo imposible —dice el Capitán, yéndose—. No puedo abandonar el Comando, tengo que informar al Coronel Tamarindo para que tome... Sale, sin terminar la frase.

—Remánguese, fricciónese con ese desinfectante —ruge el Doctor.

Él obedece a toda la velocidad que su torpeza se lo permite y un momento después se descubre, dentro del aturdimiento que se ha adueñado de él, con las rodillas en tierra, empapando unos chisguetes de éter que le hacen pensar en las fiestas de Carnavales en el Politeama, unas vendas que aplica en la nariz y boca del Coronel Moreira César, para mantenerlo dormido, mientras el médico opera. «No tiemble, no sea imbécil, mantenga el éter sobre la nariz», le dice el Doctor un par de veces. Se concentra en su función —abrir el tubo, embeber el paño, colocarlo sobre esa nariz afilada, sobre esos labios que se tuercen en una mueca de interminable angustia — y piensa en el dolor que debe sentir ese hombrecillo sobre cuyo vientre hunde la cara el Doctor Souza Ferreiro como oliendo o lamiendo. Cada cierto tiempo echa una ojeada, a pesar de sí mismo, a las manchas esparcidas por la camisa, las manos y el uniforme del médico, la manta de la litera y su propio pantalón. ¡Cuánta sangre almacena un cuerpo tan pequeño! El olor del éter lo marea y le provoca arcadas. Piensa: «No tengo qué vomitar». Piensa: «¿Cómo no tengo hambre, sed?». El herido permanece con los ojos cerrados, pero a ratos se mueve en el sitio y entonces el médico gruñe: «Más éter, más éter». Pero el último de los tubos está ya casi vacío y él se lo dice, con un sentimiento de culpa.

Entran ordenanzas trayendo unas palanganas humeantes y en ellas lava el Doctor bisturíes, agujas, hilos, tijeras, con una sola mano. Varias veces, mientras aplica las vendas al herido, escucha al Doctor Souza Ferreiro hablando solo, palabrotas, injurias, maldiciones, insultos contra su propia madre por haberlo parido. Lo va ganando una modorra y el Doctor lo recrimina: «No sea imbécil, no es momento para siestas». Balbucea una disculpa y la próxima vez que traen la palangana, les implora que le den de beber.

Nota que ya no están solos en la tienda; la sombra que le pone una cantimplora en la boca es el Capitán Olimpio de Castro. Allí están también, las espaldas pegadas a la lona, las caras amargadas, los uniformes en ruinas, el Coronel Tamarindo y el Mayor Cunha Matos. «¿Más éter?», pregunta, y se siente estúpido, porque el tubo está vacío hace rato. El Doctor Souza Ferreiro venda a Moreira César y está ahora abrigándolo. Asombrado, piensa: «Ya es de noche». Hay sombras y alguien coloca una lámpara en uno de los postes que sujetan la lona.

—¿Cómo está? —murmura el Coronel Tamarindo.

—Tiene el vientre destrozado —resopla el Doctor—. Mucho me temo que...

Mientras se baja las mangas de la camisa, el periodista miope piensa: «Si ahora mismo era el amanecer, el mediodía, cómo es posible que el tiempo vuele de ese modo».

—Dudo, incluso, que recobre el sentido —añade Souza Ferreiro.

Como respondiéndole, el Coronel Moreira César comienza a moverse. Todos se acercan. ¿Le incomodan las vendas? Pestañea. El periodista miope lo imagina viendo siluetas, oyendo ruidos, tratando de entender, de recordar, y a su vez, recuerda, como algo de otra vida, ciertos despertares después de una noche serenada por el opio. Así debe ser de lento, de difícil, de impreciso, el retorno del Coronel a la realidad. Moreira César tiene los ojos abiertos y observa con ansia a Tamarindo, repasa su deshecho uniforme, los arañones de su cuello, su desánimo.

—¿Tomamos Canudos? —articula, roncando.

El Coronel Tamarindo baja los ojos y niega. Moreira César recorre las caras abrumadas del Mayor, del Capitán, del Doctor Souza Ferreiro y el periodista miope ve que también lo examina, como autopsiándolo.

—Lo intentamos tres veces, Excelencia —balbucea el Coronel Tamarindo—. Los hombres han combatido hasta el límite de sus fuerzas.

El Coronel Moreira César se incorpora —ha palidecido aún más de lo que estaba — y agita una mano crispada, iracunda:

—Un nuevo asalto, Tamarindo. ¡De inmediato! ¡Lo ordeno!

—Las bajas son muy grandes, Excelencia —murmura el Coronel, avergonzado, como si todo fuera culpa suya—. Nuestra posición, insostenible. Debemos retirarnos a un lugar seguro y pedir refuerzos...

—Responderá ante un Tribunal de Guerra por esto —lo interrumpe Moreira César, alzando la voz—. ¿El Séptimo Regimiento retirarse ante unos malhechores? Entregue su espada a Cunha Matos.

«Cómo puede moverse, retorcerse así con la barriga abierta», piensa el periodista miope. En el silencio que se prolonga el Coronel Tamarindo mira, pidiendo ayuda, a los otros oficiales. Cunha Matos se adelanta hacia el catre de campaña:

—Hay muchas deserciones, Excelencia, la unidad está en pedazos. Si los yagunzos atacan, tomarán el campamento. Ordene la retirada.

El periodista miope ve, por entre el Doctor y el Capitán, que Moreira César se deja caer de espaldas sobre la litera.

—¿Usted también traiciona? —murmura, con desesperación—. Ustedes saben lo que significa esta campaña para nuestra causa. ¿Quiere decir que he comprometido mi honor en vano?

—Todos hemos comprometido nuestro honor, Excelencia —murmura el Coronel Tamarindo.

—Saben que he debido resignarme a conspirar con politicastros corrompidos —Moreira César habla con entonaciones bruscas, absurdas—. ¿Quiere decir que hemos mentido al país en vano?

—Oiga lo que pasa allí afuera, Excelencia —chilla el Mayor Cunha Matos, y él se dice que ha estado oyendo esa sinfonía, ese griterío, esas carreras, ese atolondramiento, pero que no ha querido tomar conciencia de lo que significa para no sentir miedo—. Es la desbandada. Pueden acabar con el Regimiento si no nos retiramos en orden.

El periodista miope distingue los pitos de madera y las campanas entre las carreras y las voces. El Coronel Moreira César los mira, uno a uno, desencajado, boquiabierto. Dice algo que no se oye. El periodista miope se da cuenta que los ojos relampagueantes de esa cara lívida están fijos en él:

—Usted, usted —oye—. Papel y pluma, ¿no me entiende? Quiero levantar acta de esta infamia. Vamos, escriba, ¿está listo?

En ese momento recuerda el periodista miope su tablero, su bolsa, mientras, como picado por una víbora, busca a un lado y a otro. Con la sensación de haber perdido parte de su cuerpo, un amuleto que lo protegía, recuerda que no subió el cerro con ellos, han quedado tirados en la cuesta, pero no puede pensar más porque Olimpio de Castro —sus ojos están llenos de lágrimas — le pone en las manos unos pliegos de papel y un lápiz y el Mayor Souza Ferreiro lo alumbra con la lámpara.

—Estoy listo —dice, pensando que no podrá escribir, que las manos le temblarán.

—Yo, Comandante en jefe del Séptimo Regimiento, en uso de mis facultades, dejo constancia que la retirada del sitio de Canudos es decisión que se toma en contra de mi voluntad, por subalternos que no están a la altura de su responsabilidad histórica —Moreira César se yergue un segundo en el camastro y vuelve a caer de espaldas—. Las generaciones futuras son llamadas a juzgar. Confío en que haya republicanos que me defiendan. Toda mi conducta ha estado orientada a la defensa de la República, que debe hacer sentir su autoridad en todos los rincones si quiere que el país progrese.

Cuando la voz, que casi no oía por lo queda, cesa, tarda en descubrirlo, por lo atrasado que está en el dictado. Escribir, ese trabajo manual, como poner trapos llenos de éter en la nariz del herido, es bienhechor, lo libra de torturarse preguntándose cómo se explica que el Séptimo Regimiento no tomara Canudos, que deba retirarse. Cuando levanta los ojos, el Doctor tiene la oreja en el pecho del Coronel y está tomándole el pulso. Se pone de pie y hace un gesto expresivo. Un desorden cunde al instante y Cunha Matos y Tamarindo se ponen a discutir a gritos mientras Olimpio de Castro le dice a Souza Ferreiro que los restos del Coronel no pueden ser vejados.

—Una retirada ahora, en la oscuridad, es insensatez —grita Tamarindo—. ¿Adonde? ¿Por dónde? ¿Voy a mandar al sacrificio a hombres extenuados, que han combatido todo un día? Mañana...

—Mañana no quedarán aquí ni los muertos —gesticula Cunha Matos—. ¿No ve que el Regimiento se desintegra, que no hay mando, que si no se los reagrupa ahora los van a cazar como a conejos?

—Agrúpelos, haga lo que quiera, yo permaneceré aquí hasta el amanecer, para llevar a cabo una retirada en regla. —El Coronel Tamarindo se vuelve a Olimpio de Castro —: Trate de llegar hasta la artillería. Esos cuatro cañones no deben caer en manos del enemigo. Que Salomáo da Rocha los destruya.

—Sí, Excelencia.

El Capitán y Cunha Matos salen juntos de la tienda y el periodista miope los sigue, como autómata. Los oye y no cree lo que oye:

—Esperar es una locura, Olimpio, hay que retirarse ahora o nadie llegará vivo a mañana.

—Yo voy a tratar de alcanzar a la artillería —lo corta Olimpio de Castro—. Es una locura, tal vez, pero mi obligación es obedecer al nuevo comandante.

El periodista miope lo sacude del brazo, le susurra: «Su cantimplora, estoy muriéndome de sed». Bebe con avidez, atorándose, mientras el Capitán lo aconseja:

—No se quede con nosotros, el Mayor tiene razón, esto va mal. Márchese.

¿Marcharse? ¿Él solo, por la caatinga, en la oscuridad? Olimpio de Castro y Cunha Matos desaparecen, dejándolo confuso, miedoso, petrificado. Hay a su alrededor gente que corre o camina de prisa. Da unos pasos en una dirección, en otra, regresa hacia la tienda de campaña, pero alguien le da un empellón y lo hace cambiar de rumbo. «Déjenme ir con ustedes, no se vayan», grita, y un soldado lo anima, sin volverse: «Corre, corre, ya están subiendo, ¿no oyes los pitos?». Sí, los oye. Echa a correr detrás de ellos, pero tropieza, varias veces, y queda rezagado. Se apoya en una sombra que parece un árbol, pero apenas lo toca siente que se mueve. «Desáteme, por amor de Dios», oye. Y reconoce la voz del cura de Cumbe que respondía al interrogatorio de Moreira César, chillando también ahora con el mismo pánico: «Desáteme, desáteme, me están comiendo las hormigas».

—Sí, sí —tartamudea el periodista miope, sintiéndose feliz, acompañado—. Lo desato, lo desato.

—Vámonos de una vez —le rogó el Enano—. Vámonos, Jurema, vámonos. Ahora que no hay cañonazos.

Jurema había permanecido allí, mirando a Rufino y a Gall, sin darse cuenta que el sol doraba la caatinga, secaba las gotas y evaporaba la humedad del aire y de los matorrales. El Enano la remecía.

—¿Adonde vamos a ir? —contestó, sintiendo gran cansancio y un peso en el estómago.

—A Cumbe, a Geremoabo, a cualquier parte —insistió el Enano, tirando de ella.

—¿Y por dónde se va a Cumbe, a Geremoabo? —murmuró Jurema—. ¿Acaso sabemos? ¿Acaso tú sabes?

—¡No importa! ¡No importa! —chilló el Enano, jalándola—. ¿No oíste a los yaguznos? Van a pelear aquí, van a caer tiros aquí, nos van a matar.

Jurema se incorporó y dio unos pasos hacia la manta de yerbas trenzadas con la que los yaguznos la cubrieron al rescatarla de los soldados. La sintió mojada. La echó encima de los cadáveres del rastreador y del forastero, procurando cubrirles las partes más lastimadas: torsos y cabezas. Luego, con brusca decisión de vencer el sopor, tomó la dirección por la que recordaba haber visto irse a Pajeú. Inmediatamente sintió en su mano derecha la mano pequeñita y regordeta.

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